IV

Desde tiempo inmemorial, los mejores pastos existentes entre los fértiles valles de los ríos Onón y Kerulo pertenecían al jefe supremo de los burtschigins. Y el mísero ganado del joven Temudschin pastaba en aquellos prados, como si éstos le perteneciesen por herencia.

Ni siquiera mandó Targutai convocar a los guerreros de los diversos ordus. Acompañado tan sólo de sus amigos y parientes más cercanos, asaltó a los descendientes de Yessughei. No se apoderó de ninguna tienda ni caballo perteneciente a un burtschigin. No hizo daño a Oelon-Eke, no molestó a Kassar ni a Belgutei. Dejó que sus rebaños apacentaran tranquilamente y les permitió cazar por las estepas. Pero, en compañía de sus guerreros, persiguió con tenacidad a Temudschin, quien a su vez se ocultaba en la espesura de las selvas.

Aquel odio divertía a los tai-eschutos. Estos empujaron al fugitivo tan lejos en la tupida selva que era difícil seguirle. Targutai rodeó el lugar.

No tenía prisa. En la estepa había suficientes corderos cebados pertenecientes a Temudschin para que los guerreros pudieran esperar la llegada de sus tiendas, mujeres, hijos y rebaños y así ocupar los nuevos pastos.

Durante muchos días, el hambre atenazó a Temudschin. Buscó una salida sin descanso, pero los tai-eschutos estaban al acecho y, en la primera tentativa para escapar, lo apresaron y lo llevaron ante su jefe.

Targutai contempló, complacido, a su prisionero. Era un auténtico burtschigin de ojos azules, cabello rojizo, tez aceitunada, mirada orgullosa y, a la vez, astuta. Sí, aquel muchacho prometía ser un excelente guerrero. ¿Para qué matarlo, entonces? Podría hacer de él un excelente y útil compañero. Además, nada ganaría dándole muerte, puesto que, entonces sus hermanos harían valer sus derechos sobre los pastos. ¿Y si exterminase a toda la familia de Yessughei? Pero no; con semejante tropelía atraería la desconfianza de los miembros de la raza burtschigin. Mejor sería conservar al muchacho como rehén. No obstante, habría que enseñarle a obedecer.

Targutai mandó meter en un cepo (kang) a Temudschin. Le pusieron un pesado yugo en la nuca, ataron sus manos a los extremos de la madera, y, para domar su orgullo, hizo que un muchacho, no un soldado, montara guardia. Los guerreros se reunieron en la tienda de Targutai para celebrar la captura.

Llegó la noche, la luna brillaba con todo su esplendor. El guardián de Temudschin miraba con avidez la tienda de su jefe, en espera de algún trozo de cordero asado. Arrastrándose sin hacer ruido, Temudschin se acercó al joven por la espalda y, con el extremo del cepo, le dio un golpe en la cabeza y huyó.

Cuando encontraron al guardia tendido en el suelo, inconsciente, Targutai se dio cuenta de que había obrado a la ligera. Inmediatamente mandó suspender la fiesta y perseguir al fugitivo. La luz de la luna les permitiría seguir sus huellas.

Estas conducían al río.

Era imposible atravesar a nado el Onón cargado con un cepo. Los guerreros se desperdigaron para recorrer la orilla en ambas direcciones. Únicamente un jinete quedó durante largo rato contemplando el agua con atención. Su penetrante mirada no tardó en descubrir algo redondo en medio de los juncos, a un tiro de lanza de distancia.

Cuando sus compañeros ya no podían oírle, dijo: «¡Bueno, bueno! Precisamente por esas cosas no te quieren», y, lentamente, cabalgó en pos de sus compañeros.

Temudschin, sumergido en el agua hasta la boca, reconoció al jinete. Se trataba del viejo Sorgan-Schira, con cuyos hijos había jugado muchas veces en el ordu de su padre. Esperó hasta que volvió a reinar la tranquilidad y, prudentemente, salió de entre los juncos. Sus manos, atadas al madero a la altura de sus hombros, estaban entumecidas, y el cuello le dolía bajo el peso del cepo. Huir en semejante estado era imposible. Se tumbó en la hierba, se revolcó hasta exprimir el agua de sus ropajes y, a campo traviesa, se dirigió hacia el ordu, a la tienda de Sorgan-Schira, donde se escondió bajo un montón de lana.

Desde su escondrijo oyó a los jinetes regresar. Registraban las tiendas. Uno de ellos clavó su lanza en el montón de lana en donde se escondía y escuchó decir a otro: «¿Cómo queréis que pueda estar bajo tanta lana, con este calor?».

Después convinieron en volver a registrar al día siguiente todo el campamento y, si no lo encontraban, volverían a emprender la persecución. Por fin, reinó el silencio en el ordu y Sorgan-Schira entró en su tienda.

Temudschin, salió de su escondrijo.

—¿Qué haces aquí? —murmuró Sorgan, asustado—. ¿No has oído que mañana te volverán a buscar por todas partes? ¡Si te encuentran aquí, el viento se llevará para siempre el humo de mi tienda y toda mi familia será exterminada!

—Lo mismo ocurrirá cuando Targutai sepa que me descubriste entre los juncos y, no obstante, dejaste a los otros que continuasen buscándome —contestó Temudschin—. Rompe el cepo y dame de comer.

Sorgan-Schira comprendió la necesidad de que el joven huyese. Destrozó el kang y echó los pedazos al fuego, le entregó un arco viejo y flechas, le dio de comer y de beber. Le indicó el sitio exacto donde los centinelas estaban apostados. Al ponerse la luna, Temudschin salió del campamento y, a lomos de un caballo, emprendió la huida.

Nunca olvidó la ayuda que, aunque obligado, le prestó Sorgan-Schira. En el futuro, cuando cazaban juntos, le regalaba las piezas cobradas y después, una vez elegido kan, le concedió la dignidad de oerlok —la más elevada— y otorgó altos cargos a sus hijos.

En su huida, Temudschin cabalgó hacia la espesura de la selva, donde sólo los iniciados eran capaces de encontrar una vereda, y se dirigió al monte Burkan-Kaldun, buscando refugio en el país de los kiut-burtschigin. Según la leyenda, un antepasado suyo acosado por sus enemigos huyó a dichos montes y el cielo le enviaba alimentos a diario por medio de un halcón.

A partir de entonces, el clan aceptó el halcón como espíritu tutelar, y su imagen fue bordada en la bandera de la tribu. Todo kiut-burtschigin encontró refugio seguro contra sus enemigos en los desfiladeros de aquellos montes.

Temudschin encontró a Oelon-Eke, que iba con Kassar, Belgutei y sus hermanos menores. Llevaban consigo todo lo que habían podido salvar, que no era mucho: nueve caballos, unos cuantos corderos y lo que había en el carromato cuando emprendieron la huida.

La cuestión era saber si los fugitivos podrían vivir allí con tranquilidad o si sus enemigos serían gente de su propia raza. Cierto día, cuando Belgutei iba a caballo a la caza de marmotas, y Temudschin, acompañado por Kassar, examinaba las trampas, un grupo de ladrones tai-eschutos se presentó en el claro donde pastaban los caballos y se los llevaron.

Era imposible perseguirlos a pie. Había que esperar hasta que, al atardecer, Belgutei regresara con su caballo. Y, entonces, Temudschin emprendió la persecución de los ladrones.

Durante tres días les siguió la pista. La carne seca que conservaba bajo su silla no duró más de cuarenta y ocho horas y, para colmo de males, su caballo se caía de cansancio. Al cuarto día se encontró con un joven de su edad, al que preguntó por el camino que seguían unos jinetes con ocho potros. Le dijo que se trataba de unos ladrones a los que él, Temudschin, el hijo de Yessughei, perseguía.

Al oír esto, el joven le ofreció inmediatamente de comer y beber, escogió dos potros frescos de su propio rebaño y dijo llamarse Boghurtschi (el Infalible). Se ofreció para acompañarle y colaborar en la captura.

Durante la persecución, que se prolongó tres días más, los dos jóvenes trabaron amistad y Temudschin se enteró de que su maravillosa huida del campamento de Targutai había causado sensación en la estepa y que nadie alcanzaba a comprender cómo llegó a realizarla. Todos admiraban su valor y habilidad y los jóvenes lo tomaban como ejemplo.

De pronto, en la lejanía, vieron a los tai-eschutos y descubrieron los caballos. Cuando anocheció, se acercaron y los rescataron.

A la mañana siguiente, los tai-eschutos emprendieron la persecución de los dos jóvenes.

Boghurtschi quería quedarse para luchar contra los ladrones mientras su amigo huía con los caballos, pero Temudschin no lo consintió. De vez en cuando volvía la cabeza para ver a sus enemigos. Estos constituían una larga hilera en el horizonte. Cada vez que se giraba sonreía satisfecho.

—Nuestros caballos son excelentes —dijo—. Aun al galope podríamos cambiar de montura si éstos se cansan.

También Boghurtschi miraba de cuando en cuando hacia los tai-eschutos y su rostro se ensombrecía. La fila de perseguidores se extendía cada vez más, pero la distancia entre ellos y los primeros jinetes menguaba poco a poco. Y, a la cabeza, galopaba ligero un guerrero montado en un magnífico potro. Ya era posible calcular cuándo desataría su arkan (lazo) para dispararlo contra ellos.

—Me quedo aquí… —dijo Boghurtschi, incapaz de resistir más tiempo aquella tensión—. Intentaré matarlos con mi arco.

—Todavía no —contestó Temudschin—. Deja que uno se acerque más y, cuando la distancia entre él y sus compañeros sea mayor, nos detendremos. ¿Comprendes, Boghurtschi? Seremos dos contra uno. Debemos procurar que sólo uno de nuestros enemigos pueda darnos alcance, para matarlo antes de que lleguen los demás.

Cuando el jinete, ya muy cerca, desataba su arkan, Temudschin dijo a Boghurtschi que preparase su arco y se detuviera.

—Apunta con calma, no erres el tiro —añadió.

Boghurtschi disparó y, en el mismo instante, Temudschin fustigó a los caballos, que emprendieron una veloz carrera.

Boghurtschi había acertado. El jinete cayó del caballo.

Cuando, momentos después, los jóvenes volvieron la cabeza, vieron que los tai-eschutos más cercanos se habían apeado junto al herido. Un poco más tarde miraron de nuevo y observaron que la gente se congregaba en mayor número alrededor del herido y que nadie proseguía la persecución. La distancia entre ellos y los ladrones iba en aumento.

Al verlo, Boghurtschi se echó a reír y dijo:

—Esta es otra de las tretas que te dará fama y hará latir el corazón de los hombres.

Temudschin ofreció a su amigo la mitad de los caballos que con su ayuda había recuperado. Pero Boghurtschi rehusó obstinadamente la recompensa.

—¡No sería amigo tuyo si aceptase un pago a una ayuda! —exclamó.

Juntos fueron al campamento del padre de Boghurtschi para pedirle perdón por haber abandonado éste, sin permiso, el rebaño que le había sido confiado. El anciano se sentía orgulloso de la hazaña de su hijo y de su nueva amistad. Les dio caballos, vestidos de reserva y una tienda, y les conminó a que continuasen siendo amigos y que jamás se separasen.

De esta manera regresó Temudschin al ordu con su primer compañero.

Poco después, un antiguo guerrero de Yessughei se presentó en el campamento y rogó a Temudschin que aceptase a su hijo Dschelme como segundo compañero. Tan pronto como en la estepa se supo que Temudschin admitía compañeros, de todas partes acudieron jóvenes mongoles deseosos de unirse a él.

A los diecisiete años, Temudschin ya no era el muchacho pobre y abandonado que, para alimentar a sus hermanos, se veía obligado a pescar y buscar puerros. Ahora era el amo de un pequeño campamento. Su nombre empezaba a hacerse famoso en las estepas. Ante las fogatas de los campamentos se contaban sus hazañas.