Temudschin comprendió con rapidez lo que para los chungiratos significaba la proximidad del Imperio chino. A menudo recibían la visita de chinos, que traían magníficos tejidos, escudos decorados con pinturas de laca, aljabas de marfil y muchas clases de adornos, que trocaban por variadas mercancías: pieles y cueros, caballos y carneros, ovejas y camellos, yaks, o simplemente sal, que los chungiratos solían traer de los lagos mongoles. Los mercaderes nunca se presentaban con las manos vacías ante quienes querían ultimar un negocio; siempre les traían alguna prenda de vestir como regalo, chucherías para sus mujeres o dulces para los niños. Y, con la presencia de los extranjeros, Temudschin veía cómo las tiendas de los chungiratos se llenaban de tesoros. ¿Qué país sería aquél, que podía ceder tantas preciosidades sin empobrecerse?
Ardía en deseos de conocer mejor aquella China maravillosa. Buscó la compañía de hombres que habían viajado mucho, cuya experiencia y habilidad admiraba. Observó cómo, con mano segura y sin temor a equivocarse, seleccionaban las mejores reses de los rebaños y elegían las pieles más valiosas de las pilas. Les oyó contar que China era cien veces más fuerte que el pueblo nómada más poderoso, y que sus habitantes vivían en ciudades rodeadas de altas murallas que encerraban incalculables riquezas. Y cuando, extrañado, preguntó por qué China mandaba comerciantes cargados con valiosas mercancías para trocarlas por unas cuantas miserables pieles, en lugar de enviar poderosos ejércitos que se apoderasen de todo cuanto ellos poseían, Dai-Setschen le explicó que los habitantes de las ciudades no eran guerreros: no sabían cabalgar, ni lanzar la jabalina, ni cazar, ni dar en el blanco con las flechas.
El muchacho sintió desprecio por la gente de las ciudades y no acertaba a comprender que Dai-Setschen se prestase a comerciar con los mercaderes, en lugar de dirigirse a China y arrebatar las riquezas a sus hábiles pero débiles moradores. Los traficantes contaron que en China reinaba un emperador que pagaba y mantenía centenares de miles de hombres para que custodiasen las ciudades y rechazaran a cualquier tribu nómada atacante. Aprendió a conocer parte de la estrategia china, cómo eran sus carros de combate e infantería. Esta última, armada con largas lanzas, luchaba formando filas dispuestas unas tras otras y atravesaba con sus lanzas el pecho de los jinetes atacantes.
Estos relatos impresionaban al muchacho. Quizá no fuera más que un invento de aquellos hombres astutos e ineptos para la lucha, que temblaban ante los guerreros de su padre y de Dai-Setschen. ¿Y si, en realidad, aquellos hombres fuesen guerreros? Tal vez en ese momento germinó en su cerebro, por vez primera, la idea de crear un reino compuesto únicamente de guerreros. Así, podría vencer a todos los imperios sedentarios y apoderarse de sus inmensas riquezas.
Además, ¿por qué no había de existir un reino de guerreros bajo las órdenes de un solo emperador? Si quisieran, su padre podría reunir bajo su bandera a todos los mongoles, y Dai-Setschen a todos los chungiratos. De esta forma, el mundo podría pertenecerles a los dos…
No reveló a nadie sus pensamientos. Comprendía que el silencio es oro. Y mientras esperaba cumplir catorce años para casarse, se mostraba amable, atento y pacífico; de modo que todos le querían.
Se ignora la duración de la estancia de Temudschin entre los chungiratos. La mayoría de los cronistas creen que Yessughei fue envenenado por los tártaros durante el viaje de regreso a su ordu. Parece ser que, al morir su padre, Temudschin tenía trece años. Por otra parte, cierta leyenda refiere una larga estancia del niño en China; pero hay que tener en cuenta que los pastos de los chungiratos estaban en el trayecto hacia China. Además, es incomprensible que, después de una estancia tan corta, Burte tuviese que esperar cuatro años el regreso de su prometido.
Por consiguiente, lo más probable es que hubieran transcurrido tres años desde que Temudschin fuera acogido por la tribu de Dai-Setschen cuando Musite, un pariente cercano de su padre, vino a buscarle diciendo: «Yessughei siente grandes deseos de ver a su hijo; tiene que acompañarme enseguida al ordu, en las orillas del Onón». Dai-Setschen quedó desagradablemente sorprendido. Era contrario a los usos y costumbres enviar tales mensajes. Como se había encariñado con Temudschin, le permitió marcharse tras prometer su pronto regreso.
Los corceles de las estepas eran rápidos, pero más veloz aún fue la divulgación de un importante suceso: por todas las tribus se extendió la noticia de que Yessughei se estaba muriendo. Su ruta le había guiado hasta el país de los tártaros. Tropezó con varias tribus reunidas para celebrar un banquete. La costumbre era que ningún transeúnte rehusara la invitación de participar en un banquete sin atraerse una mortal enemistad. Por consiguiente, Yessughei aceptó el convite y, tanto él como sus compañeros, obtuvieron un sitio de honor y se les sirvieron los más selectos trozos de carne. Pero cometió la imprudencia de no observar a su anfitrión para comer y beber tan sólo lo que éste había probado primero. Fue su perdición, pues los tártaros no podían olvidar la derrota que hacía tres años les había sido infligida. Cuando Yessughei reanudó su camino llevaba el veneno en las entrañas.
Temudschin cabalgaba día y noche. Al llegar al ordu de su padre resonaban en la gran tienda los lamentos de Oelon-Eke y de la concubina de Yessughei.