Antiquísimos como la propia China son sus enemigos: los bárbaros del norte, pueblos nómadas que, con sus rebaños, bordean el desierto de Gobi en busca de lugares de pastoreo.
Cuando China era todavía un estado feudal incoherente y el emperador de la dinastía Tschu se consideraba un mediador celeste y no un emperador, estos bárbaros del Gobi invadieron por primera vez el Imperio del Centro. Obligaron al Hijo del Cielo, en el siglo VIII a. C., a trasladar su residencia al interior del país. En el siglo III a. C., la dinastía Tsin convirtió a China en un solo estado militar, uniendo en una gran muralla de 3000 kilómetros las múltiples murallas que defendían a los príncipes feudales de los bárbaros, y así quedó cerrado el norte de China al mundo nómada. Unas cuantas décadas más tarde, los hunos arrollaron el gran bastión durante sus invasiones. Los grandes emperadores de la dinastía Han conquistaron Asia central hasta más allá de Pamir, llevaron la frontera china hasta más allá de los partos, en Asia anterior, y abrieron la ruta de la seda hacia la antigua Roma. Fueron los primeros en vencer a los bárbaros del Gobi y rechazarlos hasta su desierto.
Pero no se les podía aniquilar ni subyugar. Cuando se destruían sus hordas de jinetes, éstas, en su huida, se precipitaban hacia el oeste llevándose consigo a las tribus que vagaban por allí. El creciente alud humano atacaba en su camino a los estados culturales y erigía sobre sus ruinas un imperio efímero. Si era derrotado, se dirigía más lejos, seguido de nuevas masas humanas. A aquellos dilatados espacios, entonces devastados y yermos, acudían inmediatamente nuevas hordas bárbaras de raza mongólica, tunguta y turca, que, ávidas de pastos, sedientas de botín, amigas del pillaje y de empresas guerreras, salían de las selvas del norte y de las cordilleras limítrofes. Codiciosos, espiaban a sus vecinos sedentarios con la finalidad de descubrir en ellos cualquier síntoma de debilidad. Entretanto, guerreaban los unos contra los otros (batallas sin importancia, aunque sangrientas e interminables) por los pastos, los rebaños y el ajuar de los nómadas que constituían el miserable botín. Así
continuaron durante siglos, durante mil años. Los nombres y los pueblos cambiaban, pero la situación seguía siendo la misma.
Estos nómadas carecían de textos escritos, pero conservaban la tradición verbal. El relato de los hechos acaecidos ante el fuego del campamento mantenía vivo en la memoria de las tribus el recuerdo de hazañas guerreras de los antepasados. Un mongol noble sabía informar a su tribu hasta de la séptima generación.
Yessughei Bogatur (Yessughei el Fuerte) conocía la historia de su tribu hasta la onceava generación. El fundador de la tribu fue Burte Tchino (Lobo Gris), en la vigésimo tercera generación de su raza. El abuelo de Yessughei era Kabul Kan, quien reinó sobre las tribus de los mongoles yakka y tuvo la osadía de enfrentarse al emperador del poderoso reino chino, quien vivía en las lejanas regiones del sur.
Este reino, al que protegía una enorme muralla por la que podían cabalgar seis jinetes en línea y que parecía no tener fin, se alió con las tribus tártaras hostiles, cuyos rebaños, al oeste y sudeste de Mongolia, pastaban desde el lago Buir-Nor hasta las montañas Chingan. Y a pesar de que Kabul Kan mató a muchos soldados chinos y tártaros, murió envenenado y el poder de los mongoles quedó quebrantado.
Su hijo, Katul, un tío de Yessughei y último kan de los mongoles, guerreaba a menudo contra sus enemigos, pero éstos eran tan numerosos como la arena del desierto y el pueblo tártaro se volvió poderoso. Muchas tribus de las estepas se llamaron a sí mismas tártaros para que la gloria de este nombre recayese también sobre ellas, y el nombre mongol cayó en el olvido. De nuevo, las tribus llevaban el nombre de la familia de su jefe.
Cuando sus tres hermanos y numerosos primos y parientes eligieron a Yessughei como bogatur de la tribu Kiut-Burtschigin (kiutes de ojos grises), consiguió reunir una vez más bajo su mando unas 40 000 tiendas. En vista de ello, los generales chinos le enviaron embajadores para rogarle que, junto con ellos, luchara contra los tártaros, quienes se habían convertido en un peligro para ellos.
Yessughei derrotó a los tártaros e hizo prisionero a su jefe, Temudschin. De regreso con un rico botín a su ordu (campamento de tiendas), situado en la frontera de Delugun-Boldok, en la parte superior del río Onón, descubrió que su favorita Oelon-Eke (Madre Nube) le había dado un hijo. Era una costumbre ancestral que el nombre de las personas recordase el acontecimiento más importante de la fecha de su nacimiento; de ahí que Yessughei llamase Temudschin a su primogénito. Al nacer, el niño tenía en la muñeca un minúsculo hematoma, en forma de una gema de color encarnado: el chamán profetizó que sería un poderoso guerrero.
Este niño era Gengis Kan, el mayor conquistador de la historia de la humanidad. Erigió un reino que abarcaba desde el Mediterráneo hasta el océano Pacífico, y desde la taiga siberiana hasta el Himalaya. El imperio más poderoso conocido hasta ahora.
Su pueblo y sus sucesores le veneraban como a un dios (Sutu-Bogdo), cuya vida, naturalmente, debía corresponder a los doce períodos «celestes» del calendario mongólico. Como Gengis Kan murió en 1227, el año Gach (año del cerdo), los cronistas trasladaron su nacimiento al año Gach 1155 y dejaron que su vida durase seis veces doce períodos. En los anales chinos, se establece como fecha de nacimiento el año 1162, año del caballo (morin).
Cuando Temudschin cumplió nueve años, Yessughei Bogatur, ateniéndose a los usos y costumbres de su época, emprendió la marcha para buscar entre las tribus lejanas una esposa que dar a su hijo.
El pequeño Temudschin nunca había ido tan lejos. En sus emigraciones, desde los pastos de verano a los de invierno y viceversa, el ordu se quedaba en el territorio que correspondía a la tribu, situado entre los ríos Onón y Kerulo. Atravesaron anchos y fértiles valles entre altas montañas cubiertas de espesas y oscuras nubes. Por doquier encontraban ríos tumultuosos en cuyas orillas se podían cazar grullas. En los islotes de los ríos empollaban infinidad de patos salvajes; inmensas bandadas de gaviotas grises revoloteaban y con ellas se ejercitaban los muchachos en el tiro al arco.
Los verdes prados empezaron a escasear; peñascos negros, parcialmente cubiertos de musgo amarillento, semejante al orín, se elevaban por doquier; las montañas eran más bajas. El terreno estaba cubierto de rocas desnudas; en los desfiladeros rugía el viento como si sobre éstos se desplomasen fantásticas cataratas. Pasaron ante el monte Darchan, en el que yacían esparcidos gigantescos bloques de piedra negra. Todavía hoy el pueblo denomina a este lugar «las fraguas de Gengis Kan».
Constantemente se veían obligados a subir colinas. Temudschin se dio cuenta de que el descenso empezaba a ser menos largo que la ascensión. Se aproximaban a un territorio más elevado. En lugar de árboles había plantas reptantes, espinos y brezos; la hierba ofrecía un aspecto raquítico. Acostumbraban a pernoctar en las orillas de los lagos, donde los caballos encontraban mejor pasto y se podía cazar algún animal salvaje.
En uno de aquellos lugares encontraron a Dai-Setschen (Dai el Sabio), jefe de una tribu chungirata.
Las estepas mongólicas estaban habitadas por muchos pueblos, y éstos no conocían más que una frontera: la muralla china, al oeste. Al norte de la muralla vivían los ongutas y, entre los ongutas y los tártaros, los chungiratos.
Yessughei dijo que iba en busca de una esposa para su hijo Temudschin. Dai refirió haber visto en sueños un halcón blanco que llevaba un cuervo entre sus garras. Ambos comprendieron el significado de aquella visión: el halcón blanco con el cuervo entre las garras era el Tug (la bandera de la raza burtschigin), y Dai-Setschen tenía una hija, Burte, de la edad de Temudschin. Juntos cabalgaron hacia los pastos de los chungiratos.
Las estepas desaparecieron momentáneamente. Rocosos montes pelados, un suelo negro y pedregoso, fajas de arena blanca… y de nuevo las piedras calcinadas, las colinas y las dunas movedizas que, azotadas por vientos terribles, envolvían a los jinetes en nubes de arena, de modo que los caballos apenas podían avanzar… Y otra vez las montañas desnudas, pero éstas eran rojizas…, y luego las estepas ilimitadas.
Atravesaron el desierto de Gobi. Después de cada cordillera tenían que bajar hasta profundos y extensos valles; las praderas eran más fértiles y se vislumbraban bosques de olmos; pero allí no había auténticas selvas, tupidas, como en la patria, cerca del Onón.
En aquella región vivían los chungiratos. La tribu de Dai-Setschen era rica y grande. Yessughei sabía que los chinos llamaban a los ongutas y chungiratos «tártaros blancos», en oposición a los «tártaros negros», el resto de pueblos de Mongolia. Observó que sus tiendas de fieltro estaban ricamente adornadas, que sus vestidos eran finos y costosos, y sus armas, decoradas con esmero. Burte estaba bien proporcionada.
El joven Temudschin fue del agrado de Dai-Setschen. Cabalgaba como un adulto, no conocía el cansancio, era de elevada estatura para su edad, hábil y fuerte. Sus ojos felinos, que resaltaban en su rostro bronceado, tenían una expresión astuta: siempre atentos a cuanto sucedía a su alrededor, nada parecía escapar a su mirada.
Yessughei regaló a Dai-Setschen su magnífico caballo. Temudschin se quedaría allí hasta que los dos ordus mandasen juntos sus caballos a los pastos, señal de que estaban decididos a ser parientes.