El hielo del Hoang-ho decidió la suerte de Hsi-Hsia: Gengis Kan ocupó las colinas en torno a uno de los lagos del río Amarillo y envió a sus mejores tiradores, a pie, por el lago helado, para atacar. La caballería contraria se lanzó contra ellos como un huracán, pero las cabalgaduras empezaron a resbalar y a caer en el hielo, y los mongoles se arrojaron por doquier sobre la caballería indefensa, aniquilándola. Luego, recorrieron el lago dirigiéndose al encuentro de la infantería tanguta y la derrotaron. Los mongoles levantaron tres postes en el campo de batalla, de cada uno de los cuales colgaba el cadáver de un guerrero con la cabeza hacia abajo, con ello daban a entender que habían vencido a 300 000 enemigos.
En lo sucesivo, nada podía ya salvar a las ciudades y al pueblo de Hsi-Hsia del fuego y la espada. Todas las poblaciones fueron saqueadas e incendiadas. Los habitantes se ocultaron en grutas y en la selva. Apenas unos cuantos lograron salvarse. Sus cosechas fueron pisoteadas e incendiadas. Mientras su rey caía en una de las fortalezas de la montaña, su hijo Schidurgho, el tercero de la raza, que había osado oponerse a Gengis Kan, se encerró en Ning-Hsia, la capital, en vano asediada anta ño por los mongoles. Sus muros resistían a las catapultas; los recipientes de nafta se estrellaban inútilmente contra las torres de piedra; los fosos, llenos de agua, no podían ser vaciados. Se hicieron los preparativos para un largo sitio.
Gengis Kan envió un ejército de asedio, mandó a Ugedei a Chin, un tercer ejército fue destacado hacia el reino tanguta y lo atravesó por el este, en toda su anchura, hasta las montañas, la región donde lindaban los reinos de Chin, Hsi-Hsia y Sung.
Se interrumpió la comunicación entre los chinos y los tangutas, su valor disminuía.
Un mensajero de Chin se presentó a Gengis Kan para solicitar la paz y trajo como regalo una bandeja con perlas escogidas, pertenecientes al tesoro imperial.
Gengis Kan ordenó tirar las perlas ante su tienda. Quien quisiera, podía recogerlas. Él estaba harto de emperadores y de reyes que venían, cargados de presentes, a pedir la paz para luego romperla a la primera ocasión.
Inmediatamente después del enviado de Chin apareció el de Schidurgho, de Ning-Hsia, la ciudad asediada, ofreciendo la rendición de ésta.
—Si el gran kan quiere concederme el perdón, dentro de un mes acudiré a presentarle mis respetos —envió a decir Schidurgho.
Gengis Kan permaneció inmóvil un buen rato, con el rostro inescrutable, antes de contestar:
—Olvidaré el pasado.
Se sentía muy viejo. Terribles sueños le atormentaban y con frecuencia decía:
—La fuerza de mi juventud se ha convertido en la debilidad de la vejez. El último viaje está cerca de mi puerta.
Envió a buscar a sus hijos y nietos y los reunió a su alrededor en la frontera de los tres reinos, pues sentía próximo su fin.
—Con la ayuda del cielo he conquistado para vosotros un gran imperio —les dijo—. Yendo de Oriente a Occidente se puede cabalgar a través de ese imperio durante todo un año sin alcanzar sus límites. Pero mi vida ha sido demasiado corta para acabar la conquista del mundo. A vosotros os corresponde hacerlo. Sed siempre de la misma opinión, no tengáis más que una sola voluntad, y podréis vencer a vuestros enemigos, a la par que gozaréis de una vida larga y feliz.
Y les contó la fábula de las serpientes:
—Había una vez una serpiente con una sola cola y varias cabezas, y otra con una cabeza y muchas colas. Llegó un invierno de una dureza extrema y ambas hubieron de buscar su escondrijo. Para la serpiente de múltiples cabezas, todos eran exiguos. Las cabezas tropezaban unas con otras, peleándose, hasta que, por fin, cada una encontró para sí un agujero especial. Pero el cuerpo hubo de permanecer fuera y, con él, todas las cabezas perecieron. La serpiente con una sola cabeza ocultó todas sus olas bajo su cuerpo, y así pudo esperar el deshielo. —La voz cansada del anciano era penetrante—: ¡Sólo uno de mis hijos puede heredar mi trono! —Los miró—. ¿Cuál de vosotros se convertirá en la cabeza de mi reino?
Sus hijos cayeron de rodillas: se conformarían con lo que él dispusiese.
Durante un buen rato, la mirada del viejo kan estuvo fija en sus tres hijos arrodillados ante él hasta que, al fin, se decidió:
—Entonces, designo a Ugedei como sucesor.
Con esta elección, Gengis Kan pronunciaba su juicio según las cualidades que le parecían más importantes para ser soberano de su gigantesco reino. Ninguno de sus hijos había heredado a la vez su genio, su voluntad de hierro, su tenacidad y su conocimiento de los hombres. Se vio obligado a elegir entre las habilidades particulares de cada uno. Desaprobaba la férrea voluntad y dureza de Tschagatai, y la energía y el talento militar del joven Tuli, colocando a Ugedei en el trono, aunque este hijo era de una voluntad tan débil que ni el propio Gengis Kan lograba corregirle del vergonzoso vicio del alcoholismo. Pero Ugedei era inteligente. Sabía escuchar a los demás y aprovecharse de sus aptitudes. Era tan magnánimo que se atraía el corazón de todos aquellos con quienes se relacionaba, y tan hábil en su trato con la gente, que había logrado resolver la pelea entre sus hermanos. Por encima de una firme voluntad y del talento militar, por encima de la energía, Gengis Kan confería mayor importancia a la inteligencia, el conocimiento de los hombres y la bondad.
Después de emitir su juicio, preguntó a Ugedei su parecer de la decisión.
De rodillas, Ugedei contestó:
—Oh, mi soberano y padre, tú me ordenas hablar. No puedo decir que sea incapaz de sucederte; intentaré gobernar con celo e inteligencia. Pero temo que mis hijos carezcan de las aptitudes necesarias para heredar el trono. Eso es todo lo que tengo que decir.
—Si los hijos y nietos de Ugedei no poseen las cualidades necesarias, no será difícil encontrar, entre mi descendencia, uno que sea digno de ocupar el trono —replicó Gengis Kan.
No deseaba crear una dinastía Ugedei de grandes kanes, ni limitar con su decisión los derechos de los kuriltais establecidos en la Yassa.
Hasta que el kuriltai eligiese, cedía a Tuli, el guardián del hogar, la regencia del reino.
Todo parecía asegurado y ordenado, pero, no obstante, de nuevo le asaltó el temor de una desunión de sus descendientes, a causa de posibles disidencias entre ellos. Quiso demostrarles una vez más que tan sólo la unión y el buen entendimiento entre sí podía conservarles el reino…
Cogió su aljaba, distribuyó las flechas a sus hijos y nietos y les ordenó romperlas.
—Ved, eso es lo que os ocurriría si obraseis por separado. Os convertiríais en motivo de burla y en presa de vuestros enemigos.
Después de decir esto, cogió una aljaba de reserva y dejó que cada uno de ellos, alternativamente, intentase romper el haz, y como ninguno lo lograba, les advirtió:
—Eso es lo que os ocurrirá si ninguno de vosotros se separa de los demás. No creáis a nadie. Desconfiad de vuestros enemigos, ayudaos y protegeos unos a otros en todos los peligros de la vida, ateneos a la Yassa y concluid todo cuanto empecéis. Ahora, reunios con vuestros ejércitos.
Y envió de nuevo a Ugedei a Chin, a Tschagatai a Occidente y a Batu a su uluss.
No obstante, las preocupaciones por Chin acompañaron a Gengis Kan hasta el momento de su muerte. Ya moribundo, dio a Tuli (que, como siempre, se había quedado junto a él) como legado la orden de preparar un plan de campaña para la destrucción total del enemigo secular de los nómadas.
—Sus mejores soldados se encuentran aquí, en el oeste. En el norte, el sur y el oeste, protegidos por las montañas es imposible derrotarlos. Pero los Sung son enemigos de los Chin y permitirán el paso de nuestros ejércitos por su territorio hasta las llanuras de Oriente. Desde allí debemos marchar directamente sobre Kai-song. Entonces, los Chin harán venir sus mejores tropas del oeste para defender la capital. Y, en ese caso, cuando dicho ejército, tras una marcha de mil li, lleguen a Kai-song, hombres y caballos estarán tan cansados que podréis aniquilarlos fácilmente.
Y allí, en su lecho de muerte, el 15 del mes central de otoño del año del cerdo (18 de agosto de 1227), dio su última orden: mantener secreta su muerte hasta que Schidurgho viniese de Ning-Hsia a presentarle sus respetos. Había que matarlo, con toda su escolta, en cuanto se presentara. Él le había prometido perdonarle, mas para entonces ya habría muerto. Tuli era el regente y no estaba obligado a aceptar los respetos de Schidurgho. Cuando éste muriese, todos los nobles y oerlok podrían volver a sus uluss. Sólo entonces podría el mundo enterarse de la muerte de Gengis Kan.