Durante semanas, Gengis Kan retuvo a su oerlok, que le informaba, día a día, de aquella expedición, única en la historia del mundo, de 30 000 hombres hacia lo desconocido. Partiendo del mar Caspio, habían recorrido seis mil kilómetros, atravesado inmensos dominios, ganado una docena de batallas y vencido a una docena de pueblos. ¡Y todo para el uluss de Dschutschi!
Dschutschi ni siquiera se presentaba para escuchar el informe del valeroso oerlok, el mejor que jamás escuchara Gengis Kan. Cinco colores señalaban el mundo: el rojo representaba el sur; el negro, el norte; el azul, el este; el blanco, el oeste; el violeta, el centro. Y el espíritu protector del Kiut-Burtschigin acompañaba la expedición blanca con el halcón volando por todas las partes del mundo y concediendo a sus mongoles la victoria sobre todos los pueblos de los cinco colores.
Una vez tras otra mandaba Gengis a buscar a Dschutschi: su presencia era inexcusable. Había que conquistar otros países, muy distintos del pequeño Choresm. Si así lo hacían, Occidente le pertenecería. Pero siempre obtenía la misma excusa: Dschutschi está enfermo… Cierto día, un mongol de Kiptschak se presentó y dijo que había visto al príncipe Dschutschi cazando.
La cólera de Gengis Kan estalló, terrible.
Dos «flechas» galoparon hasta Tschagatai y Ugedei. Estos debían mandar inmediatamente sus tropas contra el ordu de Dschutschi. El ejército interrumpió el camino de regreso, las órdenes volaron de un tuman a otro, los jinetes saltaron a sus caballos…
La primera guerra fratricida entre los mongoles estaba a punto de estallar.
Vanamente intentó Yeliu-Tschutsai detener al gran kan, describiéndole los peligros que semejante discordia implicaba para el porvenir.
Gengis Kan gritó:
—¡Está loco! ¡Sólo un loco intentaría oponerse a mis órdenes! ¡Y un loco no puede reinar!
Y mientras los príncipes cabalgaban hacia el norte y el ejército se ponía en marcha, se anunció la llegada de uno de los hijos de Dschutschi. Este tenía una importante noticia que comunicar a Gengis: su padre había muerto.
Él no había ido de caza, sino sus generales, que no querían renunciar a sus placeres mientras él agonizaba en su tienda.
Nadie vio a Gengis Kan llorar o quejarse. Lo que había exigido a Tschagatai, prohibiéndole llorar a su hijo muerto, también se lo exigió a sí mismo.
Durante dos días permaneció solo en su tienda. Dos días durante los cuales pidió perdón a su difunto hijo por la injusticia con él cometida:
Dschutschi no le había guardado rencor, no contrarió sus órdenes; con aquel magnífico presente de caballos intentó conseguir el perdón de su padre porque él no podía ejecutar la orden de presentarse.
Cuando Gengis Kan salió de su tienda, dio orden de buscar al hombre que trajo la noticia de haber visto a Dschutschi durante la cacería. Pero aunque se le buscó en una extensión de varios centenares de kilómetros, sin dejar un solo escondrijo por explorar, fue imposible dar con él.
El gran kan decidió abandonar la búsqueda y zanjar el asunto. Cansado, después de siete años de ausencia, regresó al país ujguro por el este, a Mongolia.
En la frontera de los dos países encontraron una alegre partida de caza. Sus dos nietos, los más jóvenes, hijos de Tuli, Hulagu, de once años, y Kubilai, de nueve, acababan de matar su primera pieza y, llenos de orgullo, venían a mostrar el botín a su padre: Kubilai, una liebre, y Hulagu, un ciervo.
La antigua costumbre exigía que los pulgares de un niño fuesen frotados con la carne y la grasa del primer animal por él abatido, para que, en lo sucesivo, fuese un cazador de suerte, y Gengis Kan, contento, ejecutó él mismo la ceremonia. Jugando, Hulagu, el futuro dominador del Asia Menor y fundador de la dinastía de los ilkanes, retenía la mano de su abuelo, quien, riendo, exclamaba: «¡Mirad, mirad cómo mi descendiente se apodera de mis manos!». Pero Kubilai, el futuro gran kan bajo cuyo reinado el Imperio mongol adquirió su mejor florecimiento, a quien el mundo, desde el Adria hasta el océano Pacífico, obedecía, permanecía tan serio y digno que Gengis Kan, dirigiéndose a sus hijos, les dijo: «Cuando no sepáis qué determinación tomar, preguntad al pequeño Kubilai».