El sabio Tschang-tschun tenía setenta y dos años cuando, en el mes de mayo de 1220, tuvo que emprender el largo viaje a través de 50 grados de longitud para dirigirse a Occidente. Nunca en la historia del mundo, exceptuando la antigua China, donde con mucha frecuencia los puestos más elevados del reino los ocupaban los filósofos, un emperador honró tanto a un sabio como Gengis Kan, el jefe bárbaro, al monje tao Tschang-tschun. Su viaje fue semejante a una marcha triunfal. En los lugares donde el sabio descansaba, los frailes y el pueblo acudían en masa para venerarle. Los príncipes y princesas mongoles a través de cuyos dominios pasaba debían recibirle con los mayores honores, y cuando, tras año y medio de viaje, llegó a Samarcanda, nada menos que Boghurtschi, el principal oerlok, fue enviado a su encuentro para acompañarle durante el último trayecto a través de la montaña del Hindukush, donde el gran kan, después de la batalla del Indo, había instalado definitivamente su campamento.
Gengis Kan lo saludó con estas palabras:
—Otros emperadores te invitaron, pero tú rechazaste sus indicaciones. Ahora, para visitarme, recorriste un camino de diez mil li. Me siento muy honrado.
Pero el anacoreta no era un adulador. No había hecho el viaje por gusto, sino a la fuerza, de modo que no quiso deformar la verdad.
—El solitario de las montañas ha venido obedeciendo a tus órdenes —contestó—. El cielo así lo ha querido.
No cayó de rodillas ni hizo el kotau; tan sólo, en señal de respeto, se inclinó, juntando las manos por encima de su cabeza.
Gengis le invitó a comer con él, pero el sabio rechazó tal honor: no comía carne y se negaba a beber kumys. Cuanto necesitaba para su sustento —arroz y harina— lo había traído de Samarcanda. Lejos de sentirse ofendido, Gengis Kan, para que la mesa de su huésped estuviese mejor servida, envió unos correos especiales a buscar a más de cien kilómetros, en las agrestes montañas del Hindukush, legumbres frescas y los mejores frutos.
La entrevista entre el emperador y el sabio empezó enseguida, con la pregunta más importante:
—Santo hombre, puesto que has venido de un país lejano, ¿posees tú la medicina de la vida eterna?
Tschang-tschun miró sonriendo al emperador, y contestó con tranquilidad:
—Hay, es cierto, un medio de prolongar la vida; pero no existe la medicina de la inmortalidad.
Extrañados, los oerlok contemplaron al extraordinario chino que, tras recorrer diez mil li, declaraba tan tranquilamente a su gran kan que todos los honores y amabilidades de que fuera objeto serían en vano. Pero Gengis Kan no expresó con palabras su descontento: asintió con la cabeza, alabando el raciocinio y la sinceridad del sabio, y, dirigiéndose nuevamente a él, le pidió que le instruyese en la ciencia del tao.
Se convino el día para la enseñanza y se elevó una tienda especial para ello; pero llegaron noticias de nuevos disturbios en las montañas: el levantamiento de algunas tribus, y la preocupación de la guerra absorbió el tiempo de Gengis Kan. Aplazó la enseñanza durante un plazo indefinido… y Tschang-tschun pidió regresar enseguida a Samarcanda. El gran kan intentó convencerle de que todos los caminos eran inseguros y que lo mejor era quedarse en el campamento; pero el sabio decía: «¡El ruido de tus soldados turba la tranquilidad de mis pensamientos!», y Gengis Kan, en plena guerra, hizo conducir al chino, con una escolta de 1000 jinetes, a Samarcanda, a las frescas terrazas del palacio imperial de verano, a la sombra de cuyos magníficos jardines podía gozar de una perfecta tranquilidad.
Hasta el otoño siguiente no atravesó de nuevo el Amu-Daria. El campamento fijo fue montado en los alrededores de Samarcanda. Los cadíes, los imanes y los ancianos de la ciudad fueron a presentarle sus respetos.
Por primera vez, los nómadas mantenían la dominación de un pueblo culto subyugado sin tener que establecerse en el país. Yeliu-Tschutsai fue encargado de la difícil tarea de mantener relaciones justas entre los vencedores y los vencidos. Daba leyes fijas a las ciudades y determinaba los impuestos según la fortuna y los ingresos, nombrando por doquier tribunales, para los que elegía indígenas, a los que tan sólo vigilaba por medio de oficiales mongoles, para evitar cualquier roce entre los mongoles y los persas. A los religiosos mahometanos que vinieron para reverenciar a Gengis, éste les dijo:
—El cielo me concedió la victoria sobre vuestro sha y lo aniquilé. Ahora debéis rezar por mí.
Cuando se enteró de que, durante el dominio de Mohamed, los clérigos también debían pagar contribución, preguntó, asombrado:
—¿Tan poca importancia daba el sha a las oraciones que declamabais para su bienestar?
Y los libró de todo impuesto.
Cerca de Samarcanda, Tschang-tschun volvió al campamento de Gengis Kan. En una tienda especial, cuya entrada estaba prohibida a las mujeres, se reunieron tres veces en la calma de las noches claras, cuando el campamento dormía, los santos dignatarios del reino mongol, con el gran kan y su hijo Tuli al frente, para escuchar la palabra del sabio chino. Nada menos que el canciller del reino, Yeliu-Tschutsai, servía de traductor y, por orden de Gengis Kan, las sentencias de Tschang-tschun eran registradas por escrito en chino y mongol.
Gengis Kan había conquistado un imperio y deseaba que éste persistiese durante siglos, que fuera eterno.
Tschang-tschun sonreía imperceptiblemente.
—Una tempestad no dura una mañana. Un chaparrón no dura un día. ¿Quién los provoca? El cielo y la tierra. Si el cielo y la tierra no pueden producir nada duradero, menos aún podrá hacerlo el hombre.
Gengis Kan se preocupaba por las dificultades del gobierno.
—Gobernar un gran imperio —dijo el sabio— es como freír pececillos, que no se les puede escamar, ni sacudir, ni quemar, y hay que tratar a cada uno con suavidad y de igual manera. Tan sólo quien hace justicia a todos es un verdadero soberano.
El gran kan se quedó pensativo. ¿Acaso no se preocuparían de su obra? ¿Acaso perecería?
Tschang-tschun le tranquilizó:
—Lo que está bien plantado no se desarraiga, lo que bien se retiene no escapa. Hay que obrar como el tao (el espíritu eterno y verdadero): trabaja sin hacer, aparentemente, nada.
Y explicó a los mongoles la imagen del mundo según la ciencia del tao.
—Los fenómenos entre el cielo y la tierra son múltiples y desconcertantes; pero, en germen, son simples y apenas conocidos… Y quien los comprende en su germen, obtiene el sentido verdadero. El espacio entre el cielo y la tierra está vacío como un fuelle y, si se le acciona, siempre sale algo. Ocurre como con una flauta: la tierra es el instrumento, el cielo es el aire y el tao es quien sopla, quien de manera ininterrumpida produce una infinidad de melodías. Igual que esas melodías surgen de la nada, todos los seres vienen del no ser y vuelven al no ser. Pero, aunque vuelvan, no por eso desaparecen. Cuando las melodías se desvanecen, aún pueden oírse. Este es el efecto del tao: producir y no poseer, obrar y no conservar, pedir y no dominar.
Obrar y no hacer, pedir y no dominar… Estas ideas pertenecían a otro mundo; eran completamente extrañas, totalmente opuestas a todo lo concebido desde siempre entre los mongoles y, no obstante, Gengis Kan comprendió su grandeza, sintió que encerraban algo que debía ser respetado, y dijo a su oerlok:
—Lo que el sabio dice le ha sido inspirado por el cielo. Guardo sus palabras en el fondo de mi corazón. Hacedlo vosotros también. Pero no debéis divulgarlo.
No obstante, quiso que Tschang-tschun explicase aquella ciencia a sus hijos. Convocó un kuriltai, al cual acudirían Dschutschi, Tschagatai y Ugedei, y de poco le sirvió al sabio su insistencia en volver a Chin. Tuvo que esperar.