La batalla del Indo había sellado la derrota del mundo islámico. El reino de Choresm ya no existía. Unos cuantos principados más o menos independientes, como Fars, Luristán o Kurdistán, podían ser invadidos en ulteriores campañas.
Las pequeñas operaciones de limpieza que aún quedaban por realizar se consideraban actividades locales. Desde el mar de Japón hasta el mar Caspio, desde Corea hasta el Cáucaso, la palabra de Gengis Kan era ley. El Eterno Cielo Azul (Menke Koko Tengri) le había destinado a reinar sobre todos los pueblos de la tierra.
Mas tal destino no se había cumplido aún. Cuando Subutai volviera de Occidente se podría pensar en la conquista de esos países, pero era preciso esperar dos años. ¿Sería interesante, mientras tanto, seguir a Dschelal-ud-Din a la India y someter al país que había dado asilo a su enemigo? ¿O bien tomaría, para volver a su país, el camino del Tíbet, el país legendario, cuna de su raza, para anexionarlo a su reino?
Era primavera. Para la campaña contra los indios tenía que esperar el invierno, porque sus caballeros del desierto no resistían el calor. Por lo tanto, envió al Pamir a oficiales de su Yurt-Dschi para buscar un paso hacia el Tíbet. Pero volvieron con la noticia de que los pasos eran infranqueables para un ejército cargado de máquinas de asedio e impedimenta. Así pues, esperaría el invierno y se dirigiría a la India…
La leyenda cuenta que, en una excursión a las montañas de Hindukush, Gengis Kan encontró un animal del tamaño de un ciervo, de color verde, con una cola de caballo y un cuerno, que, hablando como los humanos, le ordenó volver grupas. Como siempre, Gengis consultó a Yeliu-Tschutsai, quien conocía al maravilloso animal: su nombre era Kio-tuan y hablaba todos los idiomas del mundo. El cielo lo enviaba cada vez que deseaba evitar un derramamiento de sangre inútil e injusto. Gengis Kan había vencido al reino del occidente, pero la India, el reino del sur, nada le había hecho. Y si él era el primer hijo del cielo, los otros pueblos también eran sus hijos, y él debía amarlos como a hermanos. Si quería merecer la gracia del cielo, debía dejar en paz a los habitantes de aquel país.
Y para testimoniar la veracidad de aquellas palabras, una terrible epidemia estalló entre las tropas que volvieron de la India, muy semejante a la que, hacia fines de la guerra en China, diezmó su ejército…
Gengis Kan nunca había obrado contra la voluntad del cielo. Y en esta ocasión también se sometió. Volvió a su patria por el antiguo camino, a través del Amu-Daria.