V

La pequeña minoría organizada había vencido, pero el territorio estaba cubierto de ruinas. Ciudades de un millón de habitantes habían sido destruidas y despobladas. Nunca hasta entonces, ni en Mongolia ni en Chin, los ejércitos de Gengis Kan cometieron tales desmanes. Por eso el pánico reinaba desde el Aral hasta el desierto persa. Tan sólo en voz baja hablaban los supervivientes del «Maldito». A veces, un solo jinete mongol entraba en un pueblo, mataba a unos cuantos hombres y se llevaba todo el ganado, sin que nadie alzase un dedo para defenderse. La gente había perdido toda capacidad de resistencia.

Gengis Kan debía de reflexionar a menudo sobre esta manera de guerrear, puesto que preguntó a un príncipe afgano que Tuli le había enviado como cautivo y con el que conversaba de vez en cuando:

—¿Crees que este derramamiento de sangre permanecerá eternamente en la memoria de los hombres?

El príncipe se aseguró de que no le ocurriría nada si era franco, y contestó:

—Si Gengis Kan permite que se siga matando así, no quedará nadie para recordar esta matanza.

Cuando tal contestación le fue traducida a Gengis Kan, su rostro palideció de cólera y rompió la flecha que tenía en la mano. Pero, un instante después, su rostro se había calmado y se limitó a contestar con desprecio:

—¿Qué me importa esa gente? Aún existen otros países y pueblos en los que sobrevivirá mi gloria, aunque en todos los rincones donde ha puesto su pezuña Mohamed deje que asesinen como hasta ahora.

Y aquella horrible lucha no llegaba todavía a su fin, porque Dschelal-ud-Din se encontraba en las montañas de Afganistán, en Chasni, y reunía a los montañeses a su alrededor.

Gengis había enviado contra él a Schigi-Kutuku, con 30 000 hombres, y Dschelal-ud-Din fue a su encuentro.

Para que su ejército pareciese más numeroso, Schigi-Kutuku hizo fabricar, con mantas de fieltro y paja, unos maniquíes del tamaño de hombres, atándolos a los caballos de reserva. La treta estuvo a punto de dar resultado, pues los generales de Dschelal-ud-Din juzgaban prudente volver grupas; pero el joven sha no se dejó intimidar y atacó y derrotó a Kutuku. Los mongoles huyeron.

Gengis Kan simuló no dar importancia a la derrota.

—Schigi-Kutuku está acostumbrado al éxito —dijo—. Le conviene conocer la amargura de la derrota.

Pero antes de que la noticia de la victoria de su enemigo pudiese ocasionar una nueva ola de levantamientos, se puso en marcha con todo su ejército y, acompañado de Ugedei, Tschagatai y Tuli, penetró en las montañas.

La vanguardia avanzaba sin descanso a través de Afganistán. Tan sólo cerca de Pirwan, donde Schigi-Kutuku fue derrotado, Gengis Kan, a pesar de su prisa, se detuvo para recorrer, en compañía de su joven oerlok, el campo de batalla e indicarle los errores que había cometido al elegir el lugar del combate y la disposición de las tropas.

Pero ni el propio Dschelal-ud-Din igualaba a Gengis Kan. Decidido y de un increíble valor, estaba en condiciones de ganar batallas, pero no sabía aprovecharse de su triunfo. Mientras el ejército de Gengis Kan se acercaba cada día más, él se entretenía celebrando la victoria y martirizando a los cautivos mongoles, a quienes hacía que les clavasen las orejas. Durante el reparto del botín, dos príncipes vasallos se pelearon a causa de un caballo árabe, golpeándose con sus látigos. Dschelal-ud-Din creyó prudente ponerse del lado del atacante porque, de los dos, era el que mandaba en más tribus. El otro príncipe, injustamente ofendido, se retiró durante la noche con sus tropas. Dschelal-ud-Din comprendió que había llegado el momento de huir.

El periplo de Gengis Kan a través de Afganistán fue realizado con tal velocidad que los montañeses encargados de defender los pasos no pudieron organizar la resistencia. Todos los lugares que no se resistían al conquistador eran respetados.

En las riberas del Indo, los mongoles alcanzaron por fin al joven sha. Por primera vez en su vida, Gengis Kan tenía un ejército numéricamente superior al del enemigo y, no obstante, la batalla que allí tuvo lugar fue una página gloriosa para Dschelal-ud-Din, su contrincante. El recuerdo aún pervive en Oriente. La leyenda se encargó de consagrarlo; la tradición olvidó a Mohamed e hizo de su valeroso hijo el principal enemigo de Gengis Kan.

Antes del combate, Gengis había dado la orden de capturar vivo a Dschelal-ud-Din, puesto que, en cuanto tuviese al sha en sus manos, cualquier indicio de levantamiento y resistencia sería eliminado para siempre. No obstante, era imposible apoderarse de Dschelal-ud-Din. Rodeado de mongoles por todas partes, se lanzó, al frente de los 700 hombres de su guardia personal, sobre los mongoles y, perforando sus líneas, se arrojó con su caballo, desde una altura de veinte metros, al Indo, y nadó, con la bandera en la mano, a través del río.

Sorprendido por aquel acto de bravura, Gengis prohibió que tirasen contra él.

—¡Que tal padre tenga semejante hijo! —exclamó, maravillado, y puso como ejemplo a sus propios hijos la audacia y la decisión de Dschelal.

Pero aquello no fue óbice para que enviase un ejército a través del Indo, en persecución del sha. Este ejército saqueó Peshawar, Lahore y Multan, pero no logró encontrar al sha, y regresó a principios de primavera, cuando el calor empezaba a ser insoportable para los caballeros mongoles. En Afganistán, Ugedei había logrado someter a los montañeses y Tschagatai conquistaba Kirman y Baluchistán.

Entretanto, Dschelal-ud-Din, acompañado por cincuenta hombres que con él huyeron a través del río, atacó a los hindúes, poco diestros en la guerra; sometió a una serie de tribus que se unieron a él para marchar contra Delhi, donde obligó al soberano a darle asilo y concederle a su hija por esposa. Allí esperó la retirada de las tropas mongolas y, unos años más tarde, invadió Afganistán y, después de morir Gengis Kan, se adentró en Persia. Amenazado por un nuevo ejército mongol, se vio obligado a huir hacia Asia anterior, donde murió en una expedición de pillaje.