II

El mensajero de Subutai, que llevaba la noticia de la desaparición del sha, interrumpió la tranquilidad del campamento.

Si Mohamed navegaba en dirección norte, sólo podía dirigirse a su país de origen, cerca del lago Aral. Gengis Kan preparó una nueva campaña. Ordenó a Dschutschi y Tschagatai partir inmediatamente hacia Choresm. Como aquel pequeño país había sabido conquistar para el sha un reino gigantesco, debía esperarse una lucha encarnizada y, como siempre, el gran kan se mostró en extremo prudente: las tropas irían provistas de las nuevas máquinas de Ugedei para los asedios.

Para convencerse de su eficacia, las acompañó hasta la fortaleza de Termeds, en el Amu-Daria superior, que aún no había sido conquistada. A Ugedei le parecía la mejor para llevar a cabo la prueba.

Vio cómo volaban por los aires bloques de piedra de un quintal de peso, derribando, al chocar, los más espesos muros y cómo los recipientes de nafta describían una gran curva y caían sobre los tejados de las casas, donde se rompían y prendían fuego, en un instante, a las mismas. Gracias a aquellas máquinas, Gengis perdonó a Ugedei sus continuas borracheras y pudo acompañar a sus hermanos, al mando de la artillería. Agregó a los tres a su más fiel y antiguo compañero, Boghurtschi, como jefe de estado mayor, quien debía informarle secretamente de todas las vicisitudes de la empresa. Era la primera vez que enviaba juntos a sus tres hijos a una expedición, y quiso saber cómo se portaban y se entendían entre sí.

Él permaneció allí con Tuli, su hijo menor, a la expectativa, dispuesto para lanzarse, en caso necesario, en una de las tres direcciones: norte, oeste y sur. Pero estaba harto de aquella vida inactiva que afeminaba a sus guerreros, y organizó una gran cacería en el país enemigo, en la región montañosa de Termeds.

Por primera vez, presenció el mundo mahometano semejante espectáculo, que sus cronistas, asombrados, describieron detalladamente.

Los oficiales del estado mayor cabalgaron a través de las selvas, delimitando el terreno de caza. El ejército se puso en marcha; rodeó, formando una cadena doble o simple, los bosques designados, y penetró en ellos con salvaje estruendo de tambores, timbales y címbalos; y ni un solo animal pudo escapar al cerco amenazador. Ningún matorral, ninguna laguna, ninguna oquedad, quedaron sin explorar. Detrás de los batidores cabalgaban algunos oficiales que, a cada paso, vigilaban la acción de los cazadores.

Los mongoles iban perfectamente equipados, pero no podían utilizar

sus armas. Cuando un oso, un tigre, una manada de lobos o de jabalíes se lanzaban sobre la cadena, los hombres no podían herir a ningún animal, pero tampoco debían dejar que éstos atravesaran la cadena.

Monte arriba y monte abajo, en las torrenteras, en las pendientes, por doquier, los animales eran guiados hacia el lugar rodeado. Se atravesaban los precipicios, se nadaba por los ríos. Durante la noche, un círculo de fuego rodeaba la región maldita, que cada día se reducía un poco más, haciéndose más difícil de contener a los animales selváticos. Las fieras acometían cada vez con mayor furia. Rechazadas, se lanzaban llenas de rabia contra ciervos y gamos, se atacaban y se destruían entre sí. Cada vez eran más numerosas, puesto que el espacio vital se iba cerrando despiadadamente. Aquello continuó durante meses. A menudo, el gran kan asistía en persona a los lugares más difíciles para observar la táctica guerrera de sus tropas.

Por último, las presas fueron reunidas en un lugar muy reducido. El círculo de muerte que lo rodeaba era infranqueable.

De pronto, se abrió una brecha y sonaron las trompetas de guerra, la charanga y toda clase de instrumentos ruidosos, produciendo tan infernal estrépito que los animales más salvajes permanecieron petrificados de miedo. El gran kan apareció, cabalgando con los príncipes y el séquito. Armado de sable y arco, inició la caza matando un tigre, un oso y un formidable jabalí. Luego se retiró a un altozano donde se había preparado el trono, y los príncipes, los noion y los generales pudieron demostrar sus habilidades cinegéticas. La caza disminuía en importancia, a menos que una fiera peligrosa surgiera inopinadamente entre la maleza. Entonces, cada uno podía demostrar su valor y destreza ante el gran kan, esperando quizás alabanzas o un ascenso.

Cuando la mayor parte de las fieras mayores fueron abatidas, los nietos del kan pidieron clemencia para las más jóvenes y los animales más pequeños, y el abuelo les perdonó la vida: con una señal puso fin a la cacería, y los asustados animales que tuvieron la suerte de escapar de la matanza pudieron volver a la libertad de las selvas.

La batida en Termeds duró cuatro meses. Durante este intervalo los mongoles vagaron por montes y collados, con la mayor despreocupación, como si a su alrededor reinase la paz más absoluta, preocupados tan sólo de que ningún animal escapase. Y, mientras tanto, se cernían a su alrededor nuevos enemigos y nuevos peligros.