I

Entre Samarcanda y Buchara, en las selvas, en los parques, en los vergeles de albaricoques y melocotones, se podía ver, diseminado durante kilómetros y kilómetros, el campamento de verano de los mongoles, severamente separados los uluss, los tumanes, las poblaciones, las razas y las tribus. Los mongoles adiestraban allí potros y a jóvenes turcos destinados a servir como tropas de choque contra las fortificaciones de su país. Allí trabajaban los mejores ingenieros islámicos en la confección de nuevas catapultas, ballestas y arietes que debían superar todo lo hasta entonces conocido. El astuto Ugedei, tercer hijo de Gengis Kan, que acababa de ser nombrado jefe de la artillería, vigilaba en persona aquellos trabajos, y muchos castillos ocultos entre las flores y los vergeles fueron derribados durante las pruebas de los nuevos aparatos. Los mongoles y los chinos enseñaron a los químicos de Occidente el empleo de las «vorágines de fuego» y a lanzar nafta encendida contra el enemigo, arma terrible con la que los sarracenos desmoralizaban a los cruzados.

Sin embargo, aquélla era una época de inactividad, y Gengis, preocupado, se dio cuenta de esto no hacía ningún bien a sus mongoles. Abandonaban la simple y ruda vida nómada para rodearse de lujo. La ociosidad ocasionaba rencillas, envidias e intrigas. Dschutschi se rodeó de una magnífica corte e hizo venir cantores y tocadores de laúd; Ugedei y Tuli se aficionaron tanto a la nueva bebida de uva que olvidaban las prescripciones de la Yassa: «No emborracharse más de tres veces al mes; dos, sería aún mejor; una sola vez merecería las mayores alabanzas, y ninguna…, pero ¿dónde encontrar a semejante hombre?». Gengis era demasiado práctico para exigir lo imposible, mas, no obstante, se entristecía al ver que todos vivían tan sólo para su propia satisfacción y sus placeres.

Se quejó amargamente a su amigo chino Yeliu-Tschutsai:

«Nuestros sucesores llevarán vestiduras bordadas en oro, se llenarán de comidas grasientas y cosas delicadas, cabalgarán en caballos de noble sangre y besarán a las más hermosas mujeres sin pensar ni un solo instante: “Esto se lo debemos a nuestros padres y hermanos”. Y se olvidarán de nosotros y del día en que eso sucedió».

Yeliu era el único con quien el gran kan podía hablar de sus preocupaciones y temores.

El Imperio mongol no estaba aún consolidado, ni definitivamente conquistado, y Gengis Kan se sentía envejecer. Aún era fuerte, le seguía gustando la caza y la lucha, pero ya tenía sesenta años y había engordado un poco. Pensaba constantemente en lo que sucedería el día que él faltase, pues era consciente de que el peso del poder descansaba en él, y que ninguno de sus hijos podía ser considerado como un digno sucesor, capaz de proseguir y llevar a buen término la obra por él empezada. ¿Podría hacerlo aún? ¿Qué le ocurriría a su reino? Aunque más débiles que los mongoles, entre los habitantes de las ciudades había muchos más ancianos que entre los nómadas. ¿Acaso poseían un medio para prolongar la vida?

Yeliu-Tschutsai nunca había oído hablar de semejante medio. Pero en Chin vivía, en la soledad, un anciano sabio llamado Tschang-tschun, un maestro de tao (ciencia del secreto de la vida eterna). Quizás él supiese algo…

Gengis Kan, el bárbaro «dueño del mundo», mandó escribir a su canciller una carta al «maestro de la sabiduría» como jamás emperador alguno escribió a un filósofo.

Este pertenecía a un pueblo que él había subyugado, cuya patria había devastado… Y en la carta le explicaba el motivo de sus guerras y conquistas:

El cielo abandonó a Chin porque se dejó dominar por la comodidad y el lujo. Pero yo aborrezco el lujo y me adiestro en la moderación. No tengo más que un traje y una sola comida. Como lo mismo que mi más humilde pastor y no tengo irrefrenables pasiones. En las empresas militares, siempre me pongo a la cabeza, y durante el combate nunca me quedo atrás, gracias a lo cual logré realizar una gran obra y reunir en un solo reino el mundo entero. Pero si mi vocación es elevada, pesadas son mis obligaciones, pues considero a mi pueblo como a mis hijos y desde que subí al trono siempre procuré gobernarlo bien. No obstante, temo que falte algo a mi gobierno. Para atravesar un río se necesita de remos y barcas. Asimismo, para mantener el reino en orden se precisa de hombres sabios. En lo que me concierne, yo no poseo extraordinarias cualidades, pero quiero como a hermanos a los hombres de talento; siempre estamos de acuerdo en nuestras apreciaciones y unidos por un recíproco afecto. Pero todavía no he logrado encontrar hombres dignos de ocupar los puestos de los más elevados tres y de los más elevados nueve.

He oído decir que tú, maestro, andas por el recto sendero, habiendo alcanzado la Verdad. Tu santidad se ha hecho pública, guardas las severas reglas de los antiguos sabios, y las personas que pretenden la santidad se dirigen a ti. Pero ¿qué puedo hacer yo? Me es imposible ir a verte. Lo único que puedo hacer es bajar de mi trono y colocarme junto a ti cuando llegues. Así pues, no temas las montañas ni las llanuras que nos separan, no pienses en la extensión de los desiertos de arena; apiádate de los hombres y ven, para comunicarme el remedio de la vida eterna. Ordeno a mi ayudante que se procure un carro y una escolta. Yo mismo te serviré y espero que, por lo menos, me dejarás un vestigio de tu sabiduría. Dime una sola palabra y seré feliz.

En esta carta, tan respetuosa, había, no obstante, una ineludible orden a Tschang-tschun, que, fiel a la sabiduría de tao, prefería el conocimiento a todos los honores y por eso había rechazado las invitaciones de los emperadores Chin y Sung. Pero, en el presente caso, de nada servirían sus excusas y las alusiones a su edad, a las enfermedades y a los peligros del camino. El ayudante de Gengis Kan sabía que respondía con su cabeza si no traía consigo al sabio y, naturalmente, estaba dispuesto a prometer todas las comodidades y facilidades. A cambio, el sabio tenía que obedecer y acompañarle en el largo viaje y recorrer más de cincuenta grados de latitud desde Pekín hasta Samarcanda, donde, en aquella época, Gengis había convocado a los sabios islámicos y a los sheiks para instruirse en la ley del profeta. Pero ésta no obtuvo su aprobación.

«El peregrinaje a La Meca es una tontería —dijo—. Dios está en todas partes y, por lo tanto, es inútil viajar hacia un lugar determinado para postrarse ante él». De una manera categórica, no podía admitir la separación de los animales en puros e impuros. «Todos fueron creados por Dios y cada cual puede comer el que más le plazca». Y, a propósito de la separación de los infieles y su persecución, se expresó así: «Podéis amar cuanto queráis, pero os prohíbo matar mientras yo no os lo ordene. En mi reino, cada cual puede adorar al dios que prefiera; tan sólo está obligado a observar las leyes dictadas por Gengis Kan».

El resultado de sus palabras fue que los chiíes expulsaron a los mullahs que los sunitas les habían impuesto; los cristianos nestorianos erigieron de nuevo la cruz en sus iglesias; los judíos abrieron las sinagogas, y los persas encendieron en sus templos el fuego sagrado. De nuevo, todos se sintieron seguros, reanudaron sus quehaceres cotidianos y la región entre el Sir y el Amu-Daria, que había sufrido el primer ataque de Gengis Kan, empezó a reponerse de la destrucción causada por la guerra.