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Los novios, la víspera de su boda, o quienes acaban de mudarse de casa, deben de sentir esa grata desaparición de lo cotidiano. Esos pocos días festivos o el alegre desbarajuste de la instalación durarán siempre, a sus ojos, convirtiéndose en la materia misma, ligera y chispeante, de su vida.

Con una exaltación parecida vivía yo las últimas semanas de mi espera. Abandoné mi pequeña habitación y alquilé un piso, a sabiendas de que sólo podía pagar cuatro o cinco meses. Pero eso poco importaba. Desde la habitación donde dormiría Charlotte se divisaba la extensión gris-azulada de los tejados que reflejaban el cielo de abril… Pedí prestado todo el dinero que pude, compré muebles, cortinas, una alfombra y todo ese batiburrillo casero del que había prescindido en mi antiguo habitáculo. El piso, por lo demás, siguió vacío, y yo dormía en un colchón. Sólo la futura habitación de mi abuela tenía ahora aspecto habitable.

Y cuanto más se acercaba el mes de mayo, más crecía esa venturosa inconsciencia, esa locura derrochadora. Empecé a comprar en los chamarileros pequeños objetos antiguos para que imprimieran —tal era mi idea— un poco de carácter a aquella habitación de aspecto demasiado vulgar. En una tienda de antigüedades, encontré una lámpara de mesa. El anticuario la encendió para que yo la viera. Me imaginé a Charlotte a la luz de aquella pantalla. No podía irme sin comprar esa lámpara. Llené la estantería de viejos libros con el lomo de cuero y revistas ilustradas de principios de siglo. Cada noche, en la mesa redonda que ocupaba el centro de la habitación, desplegaba mis trofeos: media docena de copas, un viejo fuelle, un montón de postales antiguas.

Por más que me dijera que Charlotte no querría abandonar Saranza y menos aún la tumba de Fiódor durante mucho tiempo, y que hubiera estado tan a gusto en un hotel como en ese museo improvisado, no podía dejar de comprar y de añadir objetos. Y es que el hombre, incluso iniciado en la magia de la memoria, en el arte de recrear un instante perdido, se aferra por encima de todo a los fetiches materiales del pasado: como ese prestidigitador que, aun gozando, por voluntad de Dios, de dotes de taumaturgo, prefería la habilidad de sus dedos y las maletas de doble fondo, que tenían la ventaja de no turbar su sentido común. Y la auténtica magia —me constaba— se revelaría en el reflejo azulado de los tejados, en la fragilidad etérea de las líneas tras la ventana que Charlotte abriría al día siguiente de su llegada, a primera hora de la mañana. Y en la sonoridad de las primeras palabras francesas que intercambiaría con alguien en la esquina de una calle…

Una de las últimas noches de mi espera, me sorprendí rezando… No, no era propiamente una oración. No me sabía ninguna, pues había crecido a la luz desmitificadora de un ateísmo militante y casi religioso por su incansable cruzada contra Dios. No, era más bien una especie de súplica diletante y confusa cuyo destinatario me era desconocido. Al sorprenderme en flagrante delito de tan insólito acto, me apresuré a ridiculizarlo. Pensé que, dada la ausencia de religiosidad en mi vida pasada, habría podido exclamar como ese marino de un cuento de Voltaire: «¡He pisado cuatro veces el crucifijo en cuatro viajes al Japón!». Me taché de pagano, de idólatra. Con todo, esas burlas no disiparon el vago murmullo interior que había atisbado en lo más hondo de mí mismo. Su entonación tenía algo de infantil. Era como si yo le propusiera un trato a mi interlocutor anónimo: sólo viviría veinte años más, incluso quince, bueno, conforme, sólo diez, a condición de que ese encuentro, esos instantes recobrados, se hicieran realidad…

Me levanté y abrí la puerta de la habitación contigua. En la penumbra de la noche de primavera, la habitación velaba, sumida en una discreta espera. Incluso el viejo abanico, aunque lo había comprado dos días antes, parecía llevar largos años sobre la mesita baja, iluminado por la palidez nocturna que se colaba por los cristales.

Era un día feliz. Uno de esos días perezosos y grises, perdidos en medio de las fiestas de comienzos del mes de mayo. Por la mañana, clavé un enorme perchero en la entrada. Podían colgarse en él por lo menos una decena de prendas. Ni siquiera pensé si nos serían de alguna utilidad en verano.

La ventana de Charlotte estaba abierta. Ahora, entre las superficies plateadas de los tejados, se veían, diseminados, los islotes claros de las primeras hojas.

A media mañana añadí un nuevo fragmento a mis «Notas». Recordé que un día, en Saranza, Charlotte me había hablado de su vida en París después de la primera guerra mundial. Me decía que en esa posguerra, que se convertía, sin que nadie pudiera adivinarlo, en un periodo de entreguerras, se adivinaba algo profundamente falso. Un ambiente de falso júbilo, un olvido demasiado fácil. Todo eso le recordaba, curiosamente, los eslóganes publicitarios que había leído en los periódicos durante la guerra: «¡Caliéntese sin carbón!», y a continuación explicaban que podían utilizarse «bolas de papel». O también: «¡Amas de casa, hagan la colada sin agua caliente!». E incluso: «Amas de casa, ahorren: ¡el cocido sin lumbre!»… Charlotte esperaba que al regresar a París con Albertine, con quien iba a reunirse en Siberia, se encontrarían con la Francia de antes de la guerra…

Al escribir esas líneas, me decía a mí mismo que pronto podría hacerle montones de preguntas a Charlotte, precisar mil detalles, enterarme, por ejemplo, de quién era ese señor vestido de frac que aparecía en una de nuestras fotos de familia y por qué la mitad de esa foto había sido cuidadosamente recortada. Y quién era esa mujer con una chaqueta enguatada cuya presencia entre los personajes de la Belle Epoque me sorprendiera en otro tiempo.

Al atardecer, cuando salí a la calle, descubrí en mi buzón un sobre de color crema que llevaba el membrete de la prefectura de policía. Me detuve en medio de la acera y tardé largo rato en abrirlo, rasgándolo torpemente…

Los ojos comprenden más rápidamente que la mente, sobre todo cuando se trata de una noticia que ésta no quiere comprender. Durante ese breve momento de indecisión, la mirada intenta quebrar el implacable encadenamiento de las palabras, como si pudiera modificar el mensaje antes de que el pensamiento acierte a captar su sentido.

Las letras brincaron ante mis ojos, acribillándome de fragmentos de palabras, de retazos de frases. Al final, la palabra esencial, impresa en gruesos caracteres espaciados como para ser deletreada, se impuso pesadamente: denegado. Y, mezclándose con los latidos de la sangre en mis sienes, seguían todas las fórmulas explicativas de turno: «Su situación no responde…», «en efecto, no reúne usted…». Permanecí casi un cuarto de hora sin moverme, con los ojos clavados en la carta. Por fin, arranqué a andar, olvidando adonde iba.

Todavía no pensaba en Charlotte. Durante los primeros minutos me torturó el recuerdo de mi visita al médico: sí, esa absurda inclinación hasta el suelo y mi diligencia se me antojaban ahora doblemente inútiles y humillantes.

Sólo al regresar a casa cobré realmente conciencia de lo que me sucedía. Colgué la chaqueta en el perchero y, tras la puerta del fondo, vi la habitación de Charlotte… Luego no era el Tiempo (¡oh, cuánto hay que desconfiar de las mayúsculas!) el que podía comprometer mi proyecto, sino la decisión de un modesto funcionario, con unas cuantas frases en una sola hoja mecanografiada. Un hombre a quien no conocería nunca y que únicamente me conocía a través de unos formularios. En definitiva, mis diletantes oraciones tenían que haberse dirigido a él…

Al día siguiente, interpuse un recurso. «Un recurso de alzada», como lo llamaba mi comunicante. Nunca hasta entonces había escrito una carta tan falsamente personal, tan estúpidamente altiva y al propio tiempo implorante.

No notaba ya el paso de los días. Mayo, junio, julio. Allí estaba aquel piso que había llenado de viejos objetos y de sensaciones de antaño, aquel museo abandonado cuyo inútil conservador era yo. Y la ausencia de la persona a la que esperaba. Por lo que respecta a las «Notas», no había añadido ninguna desde el día en que recibiera el rechazo de mi solicitud. Sabía que la naturaleza misma del manuscrito dependía de ese encuentro, el nuestro, en el que a pesar de todo confiaba.

Y con frecuencia, durante aquellos meses, me despertaba el mismo sueño en plena noche. Una mujer con un largo abrigo oscuro entraba en un pueblo fronterizo una silenciosa mañana de invierno.

Es un juego antiguo. Se elige un adjetivo que exprese una cualidad extrema: «abominable», por ejemplo. A continuación se busca un sinónimo que, siendo muy parecido, traduzca la misma cualidad de manera un poco menos intensa: «horrendo», pongamos por caso. El término siguiente repetirá esa imperceptible atenuación: «horrible». Y así sucesivamente, descendiendo cada vez un minúsculo escalón en la cualidad anunciada: «intolerable», «penoso», «desagradable»… Para llegar sencillamente a «malo» y, pasando por «mediocre», «regular», «del montón», empezar a remontar la pendiente con «modesto», «satisfactorio», «aceptable», «decente», «agradable», «bueno». Y llegar, una decena de palabras después, a «excepcional», «excelente», «sublime».

Las noticias que recibí de Saranza a principios de agosto debieron de seguir una gradación similar: transmitidas primero a Alex Bond, que había dejado a Charlotte su número de teléfono en Moscú, estas noticias y el paquetito que las acompañaba habían viajado largo tiempo, pasando de una a otra persona. Cada vez que se producía una transmisión, su sentido trágico disminuía, la emoción se difuminaba. Y aquel desconocido, cuando me telefoneó, me anunció con tono casi jovial:

—Escuche, me han dado un paquetito para usted. Se lo manda…, no sé quién era, bueno, esa pariente suya que falleció… en Rusia. Imagino que estará usted al corriente. Sí, le manda su testamento, je, je…

Había querido decir, en broma, «su herencia». Por error, sobre todo por esa dejadez verbal que observaba yo con frecuencia en los «nuevos rusos», cuya lengua más usual era el inglés, habló de «testamento».

Lo esperé durante largo rato en el vestíbulo de uno de los mejores hoteles parisienses. El vacío helado de los espejos, a ambos lados de los sillones, casaba perfectamente con el que llenaba mi mirada y mis pensamientos.

El desconocido salió del ascensor cediendo el paso a una mujer rubia, alta y llamativa, cuya sonrisa no parecía dirigirse a nadie en concreto. Les acompañaba un hombre muy ancho de espaldas.

—Val Grig —dijo el desconocido, estrechándome la mano, y me presentó a sus acompañantes, precisando—: Mi voluble intérprete y mi fiel guardaespaldas.

Sabía que no podría evitar la invitación a tomar algo en el bar. Escuchar a Val Grig sería una manera de agradecerle sus servicios. Me necesitaba para saborear plenamente el confort del hotel, su flamante condición de businessman international, y la belleza de su «voluble intérprete». Hablaba de sus éxitos y del desastre ruso, quizá sin percatarse de una chusca relación de causa a efecto que se establecía entre ambas cosas. La intérprete, que a buen seguro le había oído relatar sus gestas más de una vez, parecía dormir con los ojos abiertos. El guardaespaldas, como para justificar su presencia, miraba de arriba abajo a cuantas personas entraban y salían. «Me resultaría más fácil», pensé de repente, «explicarles lo que siento a unos marcianos que a estos tres…».

Abrí el paquete al subir al metro. Una tarjeta de visita de Alex Bond cayó al suelo. Eran unas palabras de pésame y disculpas (Taiwan, Canadá…) por no haber podido entregarme el paquete personalmente. Pero sobre todo figuraba la fecha de la muerte de Charlotte. ¡El 9 de septiembre del año anterior!

Había perdido la noción de las estaciones. No la recobré hasta que el metro se detuvo en la terminal. Septiembre del año anterior… Alex Bond había estado en Saranza en agosto, hacía ahora un año. Unas semanas después, solicitaba yo la naturalización. Quizás en el mismo momento en que moría Charlotte. Y todas mis gestiones, todos mis proyectos, todos los meses de espera, se enmarcaban ya después de su vida. Al margen de su vida. Sin ningún vínculo posible con esa vida ya concluida… El paquete lo había conservado la vecina, y, hasta llegada la primavera, no se lo había mandado a Bond. En el papel de embalaje aparecían unas palabras escritas por Charlotte de su puño y letra: «Le ruego haga llegar este sobre a Alexéi Bondartchenko, que tendrá la bondad de entregárselo a mi nieto».

Volví a coger el metro en la terminal. Al abrir el sobre, pensé con doloroso alivio que, en definitiva, no había sido la decisión de un funcionario lo que había dado al traste con mi proyecto, sino el tiempo. Un tiempo que daba muestras de poseer una chirriante ironía y que, con sus juegos e incoherencias, nos recuerda su poder sin límites.

El sobre contenía una veintena de páginas manuscritas sujetas con un clip. Como sea que me esperaba una carta de despedida, no comprendí semejante extensión, sabedor de lo poco proclive que era Charlotte a las fórmulas solemnes y a las efusiones verbosas. No decidiéndome a leerlas de un tirón, hojeé las primeras páginas, sin tropezarme con ninguna de esas fórmulas del tipo «cuando leas estas líneas, yo ya no estaré aquí», que temía precisamente encontrarme.

Además, la carta, al comienzo, parecía no ir dirigida a nadie. Pasando rápidamente de una línea a otra, de un punto a otro, creí comprender que se trataba de algo que no guardaba la menor relación con nuestra vida en Saranza, con nuestra Francia-Atlántida y ese fin cuya inminencia hubiera podido insinuarme Charlotte…

Salí del metro y, como no me apetecía subir a casa de inmediato, proseguí distraídamente mi lectura, sentándome en el banco de un parque. Veía ahora que el escrito de Charlotte no tenía que ver con nosotros. Relataba, con su fina y precisa caligrafía, la vida de una mujer. Sin darme cuenta, debí de saltarme el momento en que mi abuela explicaba cómo se habían conocido, cosa que, por lo demás, me importaba poco. Porque esa vida que describía Charlotte sólo era un destino femenino más, uno de esos destinos trágicos de los tiempos de Stalin, que nos conmocionaban cuando éramos jóvenes y cuyo dolor se había mitigado desde entonces. La mujer, hija de un kulak, había conocido, de niña, el exilio en las tierras pantanosas de la Siberia occidental. Más tarde, después de la guerra, acusada de hacer «propaganda antikoljosiana», había sido internada en un campo… Recorrí aquellas páginas como si se tratase de un libro que me sabía de memoria. El campo, los cedros que derribaban los prisioneros hundiéndose en la nieve hasta la cintura, la crueldad diaria, trivial, de los vigilantes, las enfermedades, la muerte. Y el amor forzado, bajo la amenaza de un arma o de la obligación de realizar un trabajo inhumano, y el amor comprado con una botella de alcohol… El hijo que la mujer había dado a luz purgaba la pena de su madre; tal era la ley. En ese «campo de mujeres», había una barraca aislada prevista para esos nacimientos. La mujer había muerto, atropellada por un tractor, meses antes de la amnistía del deshielo. El niño iba a cumplir dos años y medio…

La lluvia me obligó a abandonar el banco. Oculté la carta de Charlotte bajo la chaqueta y corrí hacia nuestra casa. El relato ininterrumpido me parecía muy típico: con la aparición de los primeros signos de liberalización, los rusos habían empezado a extraer de los profundos escondites de su memoria el pasado censurado. Y no entendían que la Historia no necesitara de esos innumerables pequeños gulags; le bastaba uno solo, monumental y admitido como clásico. Charlotte, al mandarme ese testimonio, había debido de sucumbir, como los demás, a la embriaguez de la palabra liberada. La conmovedora inutilidad de ese envío me dolió en lo más hondo. Comprobé de nuevo la desdeñosa indiferencia del tiempo. Aquella mujer, recluida con su hijo en el campo, se tambaleaba al borde del olvido definitivo, retenida únicamente por unas hojas manuscritas. ¿Y la propia Charlotte?

Abrí la puerta de entrada. Una corriente de aire agitó con un ruido sordo los batientes de una ventana abierta. Fui a cerrarla a la habitación de mi abuela…

Pensé en su vida. Una vida que enlazaba épocas tan distintas: los comienzos de siglo, esa edad casi arcaica, casi tan legendaria como el reinado de Napoleón y el final de nuestro siglo, el final del milenio. Todas esas revoluciones, guerras, utopías fracasadas y terrores perpetrados. Mi abuela había destilado su esencia en los dolores y alegrías de su vida. Y esa palpitante densidad de lo vivido se hundiría muy pronto en la nada. Como el minúsculo gulag de la prisionera y su hijo.

Permanecí un rato ante la ventana de Charlotte. Durante varias semanas me la había imaginado mirando desde allí los tejados…

Al anochecer, sintiéndome un poco culpable, me decidí a leer las páginas de Charlotte hasta el final. Retorné a la prisionera, a las atrocidades del campo y al niño que había traído a ese mundo duro y sucio unos instantes de serenidad… Charlotte escribía que había logrado autorización para personarse en el hospital donde estaba muriendo la mujer…

De súbito, la página que sostenía en la mano se transformó en una fina hoja de plata. Sí, me deslumbró por un reflejo metálico y pareció emitir un sonido frío, agudo. Una línea brilló con la misma intensidad con que el filamento de una bombilla lacera la vista. La carta estaba escrita en ruso, y sólo en esa línea Charlotte pasaba al francés, como si ya no se fiara de su dominio del ruso. O como si el francés, ese francés de otra época, hubiera de permitirme cierto despego con respecto a lo que iba a comunicarme:

«Esa mujer, que se llamaba María Stepanovna Dolina, era tu madre. Ella quiso que conservara este secreto el mayor tiempo posible…».

En esa última hoja aparecía prendido un pequeño sobre. Lo abrí. Había una foto que no me costó reconocer: una mujer con un voluminoso chascás, cuyas orejeras estaban bajadas, y una chaqueta enguatada. En un pequeño rectángulo de tela cosido al lado de la hilera de botones, un número. En sus brazos, una criatura arrebujada en una prenda de lana…

Por la noche, me vino a la memoria la imagen que siempre se me había antojado una suerte de reminiscencia prenatal, que me venía de mis abuelos franceses y de la que, de niño, me sentía muy orgulloso. Veía en ella la prueba de mi origen francés. Era aquél un día de soleado otoño, en la linde de un bosque, con una invisible presencia femenina, un aire muy puro y unas telas de araña ondeando en ese espacio luminoso… Ahora comprendía que el bosque era, en realidad, una taiga infinita, y que el delicioso veranillo de San Martín daría paso a un invierno siberiano que duraría nueve meses. Las telas de araña, plateadas y tenues en mi ilusión francesa, no eran sino unas hileras de alambradas nuevas que todavía no se habían oxidado. Me paseaba con mi madre por aquella zona del «campo de mujeres»… Era mi primerísimo recuerdo de infancia.

Dos días después abandoné el piso. El dueño se había presentado la víspera y había aceptado una solución amistosa: se quedaría con todos los muebles y objetos antiguos que yo había acumulado durante varios meses…

Dormí poco. A las cuatro estaba ya en pie. Preparé la mochila con idea de salir ese mismo día para realizar mi caminata habitual. Antes de irme, eché la última ojeada a la habitación de Charlotte. Iluminada por la luz gris de la mañana, su silencio no recordaba ya un museo. No, no parecía deshabitada. Titubeé un momento, cogí un viejo libro posado en el antepecho de la ventana y salí.

Las calles estaban desiertas y sumidas en el sueño. Sus perspectivas se perfilaban conforme avanzaba hacia ellas.

Pensé en las «Notas», que llevaba en la mochila. Esa misma tarde o al día siguiente, me decía, añadiría el nuevo fragmento que me había venido a la mente por la noche. Ocurría en Saranza, durante mi último verano en casa de mi abuela… Aquel día, en vez de tomar el sendero que nos llevaba a través de la estepa, Charlotte se había internado bajo los árboles de aquel bosque atestado de material de guerra que los vecinos llamaban Stalinka. Yo la había seguido indeciso: según se rumoreaba, en los matorrales de la Stalinka podía uno pisar una mina… Charlotte se había detenido en medio de un calvero y había murmurado: «¡Mira!». Vi tres plantas idénticas que nos llegaban hasta las rodillas. Grandes hojas picudas, zarcillos que se enroscaban en unos finos palos hundidos en el suelo. ¿Minúsculos arces? ¿Jóvenes arbustos de grosellero? No comprendía la misteriosa alegría de Charlotte.

—Es una viña, una viña de verdad —dijo por fin—. Ah…

La revelación no aumentó mi curiosidad. No podía relacionar aquella modesta planta con el culto que profesaba al vino la patria de mi abuela. Permanecimos unos minutos en el corazón de la Stalinka, ante la plantación secreta de Charlotte…

Al recordar aquella viña, sentí un dolor casi insoportable y, al propio tiempo, una profunda alegría. Una alegría que me pareció al principio vergonzosa. Charlotte había muerto y en el lugar donde se hallaba ubicada la Stalinka, por lo que contaba Alex Bond, habían construido un estadio. No cabía prueba más tangible de la desaparición total, definitiva. Pero prevalecía la alegría. Nacía de ese instante vivido en medio de un calvero, de las ráfagas de viento de las estepas, del sereno silencio de aquella mujer erguida ante cuatro arbustos bajo cuyas hojas adivinaba yo ahora los jóvenes racimos.

Mientras caminaba, miraba de cuando en cuando la foto de la mujer con la chaqueta enguatada. Comprendía ahora lo que confería a sus rasgos una lejana semejanza con los personajes que aparecían en los álbumes de mi familia adoptiva. Era esa leve sonrisa, surgida gracias a la fórmula de Charlotte: ¡«petite pomme»! Sí, la mujer fotografiada junto a las alambradas del campo de concentración debió de pronunciar, para sí, las enigmáticas sílabas… Luego me detenía un segundo, miraba sus ojos. «Tendré que hacerme a la idea de que esa mujer, más joven que yo, es mi madre», me decía.

Guardaba la foto y echaba a andar. Y cuando pensaba en Charlotte, su presencia en aquellas calles aletargadas poseía la discreta y espontánea evidencia de la vida misma.

Sólo me faltaban las palabras para expresarlo.