En septiembre, a través de un tal Alex Bond, recibí las primeras noticias de Saranza…
El tal Mister Bond era en realidad un hombre de negocios ruso, un representante muy característico de esa generación de «nuevos rusos» que en aquel momento empezaba a destacar en todas las capitales de Occidente. Recortaban su apellido, a la americana, identificándose, con frecuencia sin saberlo, con protagonistas de novelas de espionaje o con extraterrestres de los relatos de ciencia ficción de los años cincuenta. Cuando nos conocimos, aconsejé a Alex Bond, alias Alexéi Bondartchenko, que afrancesase su apellido y se presentase como Alexis Tonnelier en vez de mutilarlo de esa manera. Con tono muy serio, me explicó las ventajas que entrañaba un apellido corto y eufónico de cara a los negocios… Me daba la impresión de comprender cada vez menos la Rusia que veía ahora a través de los Bond, los Kondrat, los Fred…
Tenía que viajar a Moscú y, conmovido por el cariz sentimental de mi encargo, aceptó dar ese rodeo. Ir a Saranza, caminar por sus calles y ver a Charlotte se me antojaba mucho más extraño que viajar a otro planeta. Alex Bond acudió allí «entre dos trenes», según su expresión. Y sin poder imaginar lo que suponía para mí Charlotte, me telefoneó y me dijo con el tono de quien intercambia noticias al regreso de unas vacaciones:
—¡Oiga, menudo rincón perdido, Saranza! Gracias a usted he descubierto la Rusia profunda, ¡ja, ja! Y todas esas calles que van a dar a la estepa. Y esa estepa que no se acaba nunca… Su abuela está muy bien, no se inquiete. Sí, sigue muy activa. No estaba en casa cuando llegué. Me dijo su vecina que había ido a una reunión. Los vecinos del edificio donde vive han creado un comité de apoyo, o algo así, para salvar una vieja isba que hay en su patio y que quieren derribar, un enorme caserón que tiene dos siglos… Así que su abuela… No, no la vi, había ido allí entre dos trenes, y por la noche tenía que estar ineludiblemente en Moscú. Pero le dejé una nota… Puede usted ir a verla. Ahora dejan pasar a todo el mundo. ¡Ja, ja, ja! El Telón de Acero es, como quien dice, un colador…
Yo tenía todos mis documentos de refugiado, más un visado que me permitía viajar «a todos los países excepto la U.R.S.S.». Al día siguiente de mi conversación con el «nuevo ruso», me personé en la prefectura de policía con el fin de informarme de los trámites que se requerían para la naturalización. Intenté acallar un pensamiento que me rondaba insidiosamente por la cabeza: «A partir de ahora, tendré que enfrentarme con una invisible carrera contrarreloj. A la edad de Charlotte, cada año, o cada mes, puede ser el último».
Por ese motivo no quería escribir ni telefonear. Me daba un miedo supersticioso comprometer mi proyecto con unas palabras triviales. Tenía que conseguir rápidamente un pasaporte francés, ir a Saranza, hablar varias noches seguidas con Charlotte y traérmela a París. Veía realizarse todo esto con la fulgurante sencillez de un sueño. Y, bruscamente, esa imagen se velaba y un magma viscoso dificultaba mis movimientos: el Tiempo.
El papeleo que me exigían me tranquilizó: no había ningún documento imposible de encontrar ni se interponía traba burocrática alguna. Sólo mi visita al médico me dejó una impresión angustiosa. Y eso que el examen no duró más de cinco minutos y fue, en definitiva, bastante superficial: mi estado de salud parecía compatible con la nacionalidad francesa. Tras auscultarme, el médico me indicó que me inclinara manteniendo las piernas rectas y tocando el suelo con los dedos. Obedecí. Fue mi diligencia febril la que debió de crear ese malestar. El médico, incómodo, balbució: «Gracias, está bien», como si temiese que, llevado por mi impulso, repitiese la inclinación. Con frecuencia, un detalle nimio en nuestra actitud basta para transformar las situaciones más cotidianas: dos hombres, en un estrecho consultorio médico, una luz blanca, intensa; uno de ellos, de repente, se inclina, toca el suelo casi a los pies del otro y permanece así un instante, como esperando su aprobación.
Al salir a la calle, pensé en los campos de concentración, donde, mediante pruebas físicas similares, clasificaban a los prisioneros. Pero esa reflexión un tanto exagerada no explicaba mi malestar.
El problema residía en el excesivo celo con el que había obedecido la orden. Lo comprobé al ojear las páginas de mi expediente antes de entregarlo. En todo él se traslucía ese deseo de convencer a alguien. Y aunque en ningún formulario aparecía reseñada la pregunta, había mencionado mis lejanos orígenes franceses. Sí, había hablado de Charlotte como si quisiera adelantarme a cualquier objeción y disipar, de antemano, cualquier escepticismo. Y ahora no podía sustraerme a la sensación de haberla en cierto modo traicionado.
Era menester esperar unos meses. Me indicaron un plazo, que expiraba en mayo. Y de inmediato, esos días de primavera, todavía muy irreales, se llenaron de una luminosidad particular, desgajándose del círculo de los meses y formando un universo que vivía con su propio ritmo, en su propio clima.
Fue para mí una época de preparativos, pero sobre todo de largas conversaciones silenciosas con Charlotte. Cuando caminaba por las calles, me daba la impresión de observarlas con sus ojos. De ver, como ella hubiera visto, ese muelle desierto en el que los álamos, azotados por una ráfaga de viento, parecían transmitirse un mensaje susurrado, urgente; de sentir, como ella hubiera sentido, la sonoridad del pavimento en una vieja plazuela cuya tranquilidad provinciana, en pleno París, ocultaba la tentación de una dicha sencilla, de una vida sin pena ni gloria.
Comprendí que, a lo largo de los tres años de mi vida en Francia, mi proyecto no había interrumpido nunca su lento y discreto caminar. Desde la vaga imagen de una mujer vestida de negro que cruzaba a pie un pueblo fronterizo, mi sueño se había dirigido hacia una visión más real. Me veía yendo a buscar a mi abuela a la estación, acompañarla hasta el hotel donde residiría durante su estancia en París. Luego, una vez superado el periodo de miseria más extrema, me imaginé una vivienda más confortable que una habitación de hotel, donde Charlotte se sintiera más a sus anchas…
Tal vez gracias a esos sueños pude soportar la miseria y la humillación, con frecuencia atroz, que acompaña los primeros pasos en ese mundo en el que el libro, el órgano más vulnerable de nuestro ser, se convierte en mercancía. Una mercancía vendida en pública subasta, expuesta en los tenderetes y liquidada a precio de saldo. Mi sueño era un contraveneno. Y las «Notas», un refugio.
Durante esos meses de espera, la topografía de París cambió. Al igual que en ciertos planos donde los distritos aparecen pintados de diferente color, la ciudad se llenaba, a mis ojos, de tonalidades variadas que matizaban la presencia de Charlotte. Había calles cuyo soleado silencio, por la mañana temprano, conservaba el eco de su voz. Terrazas de café donde adivinaba su cansancio al regresar de un paseo. Una fachada, una vidriera que, ante su mirada, se revestía con la leve pátina de las reminiscencias.
Esa topografía soñada dejaba numerosas manchas blancas en el abigarrado mosaico de los distritos. Nuestros trayectos, de manera totalmente espontánea, evitarían las audacias arquitectónicas de los últimos años. La estancia en París de Charlotte sería demasiado breve. No tendríamos tiempo para familiarizarnos con todas esas pirámides, arcos y torres de vidrio. Sus perfiles quedarían inmovilizados en un extraño mañana futurista que no turbaría el eterno presente de nuestros paseos.
Tampoco quería que Charlotte viera el barrio donde yo vivía… Alex Bond, al reunirse conmigo, había exclamado con tono guasón: «¡Pero bueno, amigos míos, esto ya no es Francia, esto es África!», y se despachó con una perorata que, por su contenido, me recordó los argumentos de tantos otros «nuevos rusos». Aparecía todo: la degeneración de Occidente y el inminente fin de la Europa blanca, la invasión de los nuevos bárbaros («Nosotros, los eslavos, incluidos», agregó para ser ecuánime), un nuevo Mahoma «que quemará todos los Beaubourgs» y un nuevo Gengis Khan «que acabará con todas sus pamplinas democráticas». Inspirándose en el incesante desfile de gentes de color ante la terraza donde estábamos sentados, mezclaba en su discurso las previsiones apocalípticas con la esperanza de una Europa regenerada por la joven sangre de los bárbaros, los augurios de una guerra interétnica con la confianza en un mestizaje universal… Era un tema que le apasionaba. Debía de sentirse tan pronto en la esfera del Occidente moribundo —pues su piel era blanca y su cultura europea— como en la de los nuevos hunos. «Dirán ustedes lo que quieran, ¡pero la verdad es que hay demasiados extranjeros!», concluyó olvidando que, un minuto antes, había puesto en manos de éstos la salvación del viejo continente…
Nuestros paseos, en mis sueños, orillaban ese barrio y el hervidero intelectual que su realidad engendraba. No porque sus habitantes pudieran herir la sensibilidad de Charlotte. Mi abuela, emigrante por excelencia, había vivido siempre inmersa en una enorme multiplicidad de pueblos, culturas y lenguas. Desde Siberia hasta Ucrania, desde el norte ruso hasta la estepa, había conocido toda la diversidad de razas humanas que aglutinaba el imperio. Durante la guerra, había vuelto a verlas en el hospital, en absoluta igualdad frente a la muerte, una igualdad tan desnuda como los cuerpos operados.
No, a Charlotte no le hubieran impresionado los nuevos habitantes de aquel barrio parisiense. Si no quería llevarla era porque al cruzar sus calles no hubiera oído hablar una palabra de francés. Algunos veían en ese exotismo la promesa de un mundo nuevo, otros, un desastre. Pero nosotros no buscábamos exotismos, fuesen arquitectónicos o humanos, pues nos harían sentir —pensaba yo— más ajenos a todo aquello.
El París que quería que redescubriera Charlotte era un París incompleto e incluso, en ciertos aspectos, ilusorio. Me acordaba de las memorias de Nabokov, en las que éste hablaba de los últimos días de su abuelo, quien, desde la cama, divisaba, tras la gruesa tela de la cortina, el brillo del sol meridional y las mimosas en flor. El abuelo sonreía, creyendo ver lucir en Niza la luz de la primavera, sin darse cuenta de que moría en Rusia, en pleno invierno, y de que ese sol era una lámpara que había colocado su hija tras la cortina para así crearle esa grata ilusión…
Sabía que Charlotte, aunque respetase mis itinerarios, lo vería todo. No se dejaría engañar por la lámpara tras la cortina. Veía el rápido guiño que me haría ante alguna indescriptible escultura contemporánea. Oía sus comentarios llenos de fino humor, cuya delicadeza no haría sino acentuar la obtusa agresividad de la obra observada. Vería también el barrio, el mío, que yo trataría de evitar… Acudiría allí sola, en mi ausencia, en busca de una casa de la Rué de l’Ermitage, donde vivía antaño el soldado de la Gran Guerra, el que le diera una pequeña esquirla oxidada que de niños llamábamos «Verdún»…
Sabía también que yo haría todo lo posible por no hablar de libros. Y que sin embargo hablaríamos mucho de ellos, incluso hasta altas horas de la noche. Porque la Francia aparecida un día en medio de las estepas de Saranza debía su nacimiento a los libros. Sí, era un país libresco por naturaleza, un país compuesto de palabras, cuyos ríos fluían como estrofas, cuyas mujeres lloraban en alejandrinos y cuyos hombres se enfrentaban en serventesios. Así descubríamos Francia de niños, a través de su vida literaria, de su materia verbal fundida en un soneto y cincelada por un autor. Nuestra mitología familiar daba fe de que un librito con la tapa raída y el dorado del canto deslucido acompañaba a Charlotte en todos sus viajes, como un último vínculo con Francia. O quizá como la posibilidad constante de la magia. «Sé de una melodía por la que daría yo…»: cuántas veces, en el desierto de las nieves siberianas, sobre estos versos se había edificado «un castillo de ladrillo con cantos de piedra, cristales teñidos de rojizos colores…». Francia se confundía para nosotros con su literatura. Y la auténtica literatura era esa magia merced a la cual una palabra, un verso, una estrofa, nos transportaban a un eterno instante de belleza.
Quería decirle a Charlotte que esa literatura, en Francia, había muerto. Y que en la multitud de libros actuales que yo devoraba desde que iniciara mi reclusión de escritor, buscaba en vano uno que pudiera imaginar en sus manos, en medio de una isba siberiana. Sí, un libro abierto, sus ojos levemente teñidos de lágrimas… En esas conversaciones imaginarias con Charlotte, me convertía en un adolescente. Mi maximalismo juvenil, apagado desde hacía tiempo ante las evidencias de la vida, despertaba. Buscaba de nuevo una obra absoluta, única; ansiaba encontrar un libro capaz, con su belleza, de rehacer el mundo. Y oía que la voz de mi abuela me contestaba, comprensiva y sonriente, como antaño, en su balcón de Saranza:
«¿Recuerdas, en Rusia, aquellos pisos estrechos abarrotados de libros? Sí, había libros debajo de la cama, en la cocina, en el recibidor, amontonados hasta el techo. Y libros inencontrables que te prestaban para una noche y que había que devolver a las seis en punto de la mañana. Luego había otros copiados a máquina, con seis hojas de papel carbón a la vez; te dejaban el sexto ejemplar, casi ilegible y al que llamaban “ciego”… Ya ves que no hay punto de comparación. En Rusia, el escritor era un dios. De él esperaban el Juicio Final y el reino de los cielos a un tiempo. ¿Recuerdas haber oído hablar alguna vez allá del precio de un libro? ¡No, porque el libro no tenía precio! La gente podía prescindir de un par de calcetines y helarse los pies en invierno, pero compraba un libro…».
Charlotte se interrumpía como para darme a entender que ese culto al libro en Rusia era ya un mero recuerdo.
«Pero ¿y ese libro único, absoluto, juicio y reino a la vez?», exclamó el adolescente en que me había convertido.
Ese susurro febril me arrancó de mi discusión imaginaria. Avergonzado como si me hubieran sorprendido hablando a solas, me vi tal cual era. Un hombre gesticulando en medio de una lóbrega habitación. Una ventana que da a una pared de ladrillo y que no necesita cortinas ni postigos. Una habitación que se puede cruzar en tres zancadas, donde los objetos, por falta de espacio, se aglutinan, se amontonan unos sobre otros, se entremezclan: vieja máquina de escribir, infiernillo eléctrico, sillas, estante, ducha, mesa, ropas espectrales colgadas de las paredes. Y por doquier hojas de papel, fragmentos de manuscritos, libros que confieren a ese interior abarrotado una especie de locura muy lógica. Tras el cristal, una noche de invierno lluviosa, y, fluyendo del dédalo de vetustas casas, una melodía árabe, lamento y júbilo entreverados. Y ese hombre viste un viejo abrigo claro (hace mucho frío). En las manos calza mitones, necesarios para escribir a máquina en ese gélido cuarto. Habla dirigiéndose a una mujer. Le habla con una confianza que no se tiene siempre, ni siquiera en la intimidad de la propia voz. Le pregunta por la obra única, absoluta, sin temor a parecer ingenuo o ridículamente patético. La mujer se dispone a contestarle…
Pensé, antes de dormirme, que Charlotte, al venir a Francia, intentaría enterarse de cómo había evolucionado la literatura, de la que unos cuantos libros viejos representaban para ella, en Siberia, un minúsculo archipiélago francés. E imaginaba que, una noche, al entrar en el piso en el que ella viviría, vería en el borde de la mesa o en el antepecho de la ventana un libro abierto, un libro reciente que Charlotte leería en mi ausencia. Me inclinaría sobre sus páginas y mis ojos se tropezarían con estas líneas:
«Fue en efecto la mañana más suave de aquel invierno. Lucía el sol como en los primeros días de abril. Se fundía la escarcha y la hierba mojada brillaba como impregnada de rocío… Había pasado mi única tarde redescubriendo mil cosas, con melancolía siempre creciente, bajo las nubes de invierno, y había olvidado aquel viejo jardín con la glorieta emparrada a cuya sombra se había decidido mi vida… Vivir teniendo esa belleza como ideal, eso me gustaría saber hacer. La limpidez de aquel país, la transparencia, la profundidad y el milagro de ese encuentro del agua, la piedra y la luz, he ahí el único conocimiento, la primera moral. Esa armonía no es ilusoria. Es real, y ante ella siento la necesidad de la palabra…».