1

Precisamente en Francia estuve a punto de olvidar definitivamente la Francia de Charlotte…

Aquel otoño, me separaban veinte años de la época de Saranza. Cobré conciencia de esa distancia —del consagrado «veinte años después»— el día en que nuestra emisora de radio transmitió su último programa en ruso. Por la noche, al abandonar la sala de redacción, imaginé que una extensión infinita se abría como un abismo entre aquella ciudad alemana y la Rusia dormida bajo las nieves. Todo ese espacio nocturno en el que, todavía la víspera, resonaban nuestras voces se apagaba para siempre —así me lo parecía— con el sordo chisporroteo de las ondas vacías… El objetivo de nuestras emisiones disidentes y subversivas se había alcanzado. El imperio sumido en la nieve despertaba, abriéndose al resto del mundo. Ese país iba a cambiar muy pronto de nombre, de régimen, de historia y de fronteras. Nacía otro país. Ya no nos necesitaban. Cerraban la emisora. Mis compañeros intercambiaron despedidas artificialmente estrepitosas y efusivas y marcharon cada uno por su lado. Algunos querían rehacer sus vidas en la misma ciudad, otros hacer las maletas y emigrar a América. Otros, los menos realistas, soñaban con un regreso que les llevaría bajo la tempestad de nieve de veinte años atrás… Nadie se hacía ilusiones. Sabíamos que no desaparecía tan sólo una emisora de radio, sino nuestra propia época. Cuanto habíamos dicho, escrito, pensado, combatido y defendido pertenecía a esa época. Nos quedábamos contemplando ese vacío como personajes de cera de un museo de curiosidades, como reliquias de un imperio difunto.

En el tren que me llevaba a París, intenté dar un nombre a todos aquellos años pasados lejos de Saranza. ¿Exilio como modo de existencia? ¿Obtusa necesidad de vivir? ¿Una vida vivida a medias y, en definitiva, malgastada? El sentido de esos años se me antojaba oscuro. Traté entonces de transformarlos en lo que el hombre considera valores seguros de su vida: vivencias intensas de viajes («Al fin y al cabo, ¡he visto el mundo entero!», pensaba con pueril orgullo), cuerpos de mujeres amadas…

Pero los recuerdos no se avivaban, los cuerpos permanecían inertes. O, a veces, atravesaban la penumbra de la memoria con la huraña insistencia de los ojos de un maniquí.

No, aquellos años no habían sido sino un largo viaje al que, de cuando en cuando, lograba encontrarle una meta. Me la inventaba en el momento de salir, o ya en el curso del viaje, o incluso al llegar, cuando era preciso explicar mi presencia, aquel día, en una ciudad y en un país concretos.

Un viaje sin punto de partida y con un destino cualquiera. No bien comenzaba a cobrarle apego al lugar donde recalaba, a dejarme seducir por la grata rutina de los días allí transcurridos, me veía ya obligado a marcharme. Eran viajes que sólo conocían dos tiempos: la llegada a una ciudad desconocida y la marcha de una ciudad cuyas fachadas apenas empezaban a temblar ante mis ojos… Seis meses atrás, llegué a Múnich y, nada más salir de la estación, me decía con mucho sentido práctico que tenía que buscar un hotel, y más adelante un piso que quedara lo más cerca posible de mi nuevo trabajo en la radio…

En París, aquella mañana, tuve la fugaz ilusión de regresar de verdad: en una calle, no lejos de la estación, una calle aún aletargada en la mañana brumosa, vi una ventana abierta y el interior de una estancia en la que se respiraba una quietud sencilla y cotidiana pero para mí misteriosa, con una lámpara encendida sobre la mesa, una vieja cómoda de madera oscura, un cuadro ligeramente descolgado de la pared. La tibieza de esa intimidad entrevista me hizo estremecer, pues de repente se me antojó antigua y familiar. Subir la escalera, llamar a la puerta, reconocer un rostro, ser reconocido… Me apresuré a alejar de mi mente esa sensación de reencuentro en la que no vi, en aquel momento, sino el desfallecimiento sentimental de un vagabundo.

La vida se agotó rápidamente. El tiempo se estancó. Tan sólo me resultaba perceptible por el desgaste de mis tacones sobre el asfalto húmedo y por la sucesión de ruidos, muy pronto archisabidos, que las corrientes de aire transmitían de la mañana a la noche por los pasillos del hotel. La ventana de mi cuarto daba a un edificio en demolición. En medio de los cascotes se erguía una pared empapelada. Colgado en aquel lienzo coloreado, un espejo sin marco reflejaba la ligera y huidiza profundidad del cielo. Cada mañana me preguntaba si vería ese reflejo al abrir las cortinas. Ese suspense matinal comunicaba también un ritmo a un tiempo inmóvil al que me habituaba cada vez más. E incluso la idea de que un día sería preciso poner punto final a esa vida, romper la pequeña parcela que me ligaba todavía a aquellos días de otoño, a aquella ciudad, suicidarme quizá, se convirtió muy pronto en una costumbre… Y cuando, una mañana, oí que algo se desplomaba con un ruido seco y vi, tras las cortinas, que la pared había desaparecido dejando un vacío humeante de polvo, esa idea se me apareció como un maravilloso mutis por el foro…

Lo recordé unos días más tarde… Estaba sentado en un banco, en medio del bulevar empapado por una fina lluvia. Embotado por la fiebre, sentía en mi interior como un diálogo mudo entre un niño asustado y un hombre: el adulto, inquieto a su vez, intentaba tranquilizar al niño hablándole con tono falsamente jovial. La voz alentadora me decía que podía levantarme, tomarme otra copa de vino en el café y pasar allí una hora calentito. O bajar a la tibia humedad del metro. O incluso dormir otra noche en el hotel, aunque no tuviera con qué pagarlo. O, en última instancia, entrar en la farmacia de la esquina y sentarme en una silla de cuero, no moverme, callarme y, cuando se me acercasen los empleados alarmados, susurrar muy quedo: «Déjenme tranquilo, sólo un minuto; dejen que disfrute de esta luz y este calor. Me marcharé, se lo prometo…».

El aire frío que soplaba por el bulevar se condensó, se disgregó en una llovizna insistente. Me levanté. La voz tranquilizadora había enmudecido. Me daba la impresión de que una nube de algodón ardiente me envolvía la cabeza. Evité a un transeúnte que caminaba con una niña cogida de la mano. Temía asustar a la niña con mi cara encendida, con los temblores de fiebre que me sacudían… Al ir a cruzar la calzada, tropecé con el bordillo de la acera y agité los brazos como un funámbulo. Frenó un coche, evitándome por los pelos. Noté contra mi mano el breve roce de la portezuela. El conductor se tomó la molestia de bajar el cristal y soltarme un insulto. Vi su mueca, pero sus palabras me llegaron con una extraña lentitud algodonosa. En el mismo instante, me vino a la mente un pensamiento que me fascinó por su simplicidad: «Eso necesito. Este golpe, este impacto con el metal, pero mucho más violento. Un golpe que me destroce la cabeza, la garganta, el pecho. Y luego, el silencio inmediato, definitivo». Unos toques de silbato atravesaron la niebla febril que me abrasaba el rostro. Absurdamente, pensé que me perseguía un policía. Apreté el paso, chapoteando en un césped empapado de agua. Me ahogaba. La vista se me quebró en una multitud de facetas cortantes. Me entraron ganas de refugiarme en una madriguera, como un animal.

Tras un portalón abierto de par en par se extendía una ancha avenida cuyo brumoso vacío me aspiró. Me dio la impresión de nadar entre dos hileras de árboles, en el aire desvaído del crepúsculo. Casi de inmediato comenzaron a sonar toques de silbato en la avenida. Torcí por un pasaje más estrecho, resbalé en una losa, me interné entre unos extraños cubos grises. Por fin, me acurruqué desfallecido tras uno de ellos. Los toques de silbato siguieron sonando un rato y luego enmudecieron. A cierta distancia, oí el chirrido de la verja del portalón. En la pared porosa del cubo leí unas palabras que no entendí en un primer momento: «Concesión a perpetuidad. N°… Año 18…».

En algún lugar tras los árboles, sonó un silbato, seguido de una conversación. Dos hombres, dos guardianes, subían por la avenida.

Me incorporé lentamente. Y en medio del cansancio y del embotamiento de mi incipiente enfermedad, sentí que se dibujaba una sonrisa en mis labios: «La irrisión debe entrar a formar parte de la naturaleza de las cosas de este mundo. Con igual legitimidad que la ley de la gravitación…».

Todos los portalones del cementerio estaban ahora cerrados. Rodeé el panteón funerario tras el que me había dejado caer. Su puerta de vidrio cedió fácilmente. El interior me pareció… casi espacioso. El suelo de losas, aparte del polvo y de unas hojas secas, estaba limpio y seco. Ya no me aguantaban las piernas. Me senté, y acabé tumbándome. Rocé con la cabeza un objeto de madera en la oscuridad. Lo toqué. Era un reclinatorio. Apoyé la nuca en el terciopelo ajado. Curiosamente, su superficie se me antojó tibia, como si alguien acabase de arrodillarse en él…

Los dos primeros días sólo abandonaba mi refugio para ir a buscar pan y lavarme. Regresaba de inmediato, me tumbaba y caía en un sopor febril que sólo los toques de silbato que sonaban al cerrar el cementerio interrumpían durante unos minutos. El portalón principal rechinaba en la niebla, y el mundo se reducía a esas paredes de piedra porosa que podía tocar abriendo los brazos, al reflejo de los cristales esmerilados de la puerta, al silencio sonoro que me parecía oír bajo las losas, bajo mi cuerpo…

No tardé en perder la noción del tiempo. Recuerdo tan sólo que una tarde me sentí por fin un poco mejor. Entrecerrando los párpados bajo el sol que asomaba de nuevo, regresaba… a casa. ¡A casa! Sí, lo pensé, eso pensé, y me eché a reír, atragantándome con un ataque de tos que hizo volverse a los transeúntes. Aquel panteón funerario que contaba más de un siglo, situado en la parte menos frecuentada del cementerio, pues no había por allí tumbas famosas, era… mi casa. Me dije con estupor que no había utilizado esa palabra desde mi infancia…

Aquella tarde, a la luz del sol de otoño que iluminaba el interior del panteón, leí las inscripciones de las placas de mármol empotradas en las paredes. Era, en realidad, una pequeña capilla que pertenecía a las familias Belval y Castelot. Y los lacónicos epitafios de las placas grabados en punteado bosquejaban su historia.

Me sentía aún demasiado débil. Leía una o dos inscripciones y luego me sentaba en las losas, respirando como tras realizar un gran esfuerzo, con la cabeza zumbándome de vértigo. Nacido en Burdeos el 27 de septiembre de 1837. Fallecido el 4 de junio de 1888 en París. Quizás eran esas fechas las que me daban vértigo. Percibía aquel tiempo pretérito con la sensibilidad de un alucinado. Nacido el 6 de marzo de 1849. Llamado junto al Señor el 12 de diciembre de 1901. Esos intervalos se llenaban de rumores, de figuras, de movimientos en los que se entreveraban la historia y la literatura. Era un flujo de imágenes cuya intensidad vivida y muy concreta me hacía casi daño. Se me antojaba oír el frufrú del largo vestido de una dama que subía a un coche de punto. Con tan sencillo gesto compendiaba los días lejanos de todas las mujeres desconocidas que habían vivido, amado, sufrido, que habían contemplado ese cielo, respirado ese aire… Sentía físicamente la envarada inmovilidad de un prohombre vestido con un traje negro: el sol, la plaza mayor de una ciudad de provincias, los discursos, los emblemas republicanos recientes… Las guerras, las revoluciones, el bullicio popular y las fiestas se concentraban por un segundo en un personaje, en un ruido, una voz, una canción, una salva, un poema, una sensación, y el tiempo seguía fluyendo entre la fecha del nacimiento y la de la muerte. Nacida el 26 de agosto de 1861 en Biarritz. Fallecida el 11 de febrero de 1922 en Vincennes

Recorrí lentamente las inscripciones de los distintos epitafios: Capitán en el regimiento de Dragones de la Emperatriz. General de división. Pintor de escenas históricas al servicio del Ejército francés: África, Italia, Siria, México. Intendente general. Presidente de departamento en el Consejo de Estado. Literata. Ex gran refrendario del Senado. Teniente en el 224 de Infantería. Cruz de Guerra con Palmas. Muerto por Francia… Eran las sombras de un imperio que había resplandecido antaño en el mundo entero… La inscripción más reciente era también la más breve: Françoise, 2 de noviembre de 1952 - 10 de mayo de 1969. Dieciséis años; no hacía falta añadir más.

Me senté en el suelo de losas, cerrando los ojos. Notaba en mi interior la palpitante densidad de todas aquellas vidas. Y sin tratar de hilvanar mis pensamientos murmuré:

—Adivino el ambiente que rodeó sus días y su muerte. Y el misterio de ese nacimiento en Biarritz, el 26 de agosto de 1861. La inconcebible individualidad de ese nacimiento, precisamente en Biarritz, ese día, hace más de un siglo. Y siento la fragilidad de ese rostro desaparecido el 10 de mayo de 1969, la siento como una emoción intensamente vivida por mí mismo… Esas vidas desconocidas me son familiares.

Me marché en plena noche. El recinto de piedra no era muy alto en aquella zona. Pero se me quedó enganchado el faldón del abrigo en una de las puntas de hierro clavadas en la parte superior del muro. Estuve en un tris de precipitarme de cabeza al suelo. En la oscuridad, el ojo azul de un farol describió un interrogante. Caí sobre una espesa capa de hojas secas. La caída se me antojó larguísima; me dio la impresión de aterrizar en una ciudad desconocida. Sus casas, a esas horas de la noche, semejaban monumentos de una ciudad abandonada. El aire olía a bosque húmedo.

Bajé por una avenida desierta. Por lo demás, todas las calles que tomaba bajaban, como para empujarme cada vez más hacia el fondo de aquella megalópolis opaca. Los pocos coches con que me cruzaba parecían huir de ella a toda velocidad. A mi paso, rebulló un vagabundo en su caparazón de cajas de cartón. Al asomar la cabeza le iluminó el escaparate de enfrente. Era un africano en cuyos ojos flotaba una especie de locura aceptada, serena. Habló. Me incliné hacia él, pero no entendí nada. Debía de hablar en su lengua… Las cajas de cartón que le cobijaban estaban cubiertas de jeroglíficos.

Cuando crucé el Sena, el cielo comenzaba a palidecer. Desde hacía ya un rato caminaba como un sonámbulo. La alegre euforia de convaleciente había desaparecido. Tenía la sensación de chapotear en la sombra todavía densa de las casas. Con el vértigo, las perspectivas se distorsionaban y parecían envolverme. Los edificios hacinados a lo largo de los muelles semejaban un gigantesco decorado de cine en la oscuridad de los focos apagados. No podía recordar por qué había abandonado el cementerio.

Al cruzar la pasarela de madera, me volví en varias ocasiones. Me pareció oír un ruido de pasos a mi espalda. O el latir de la sangre en mis sienes. El eco se dejó oír con más fuerza en una calle curva que me arrastró como un tobogán. Di media vuelta. Creí entrever una silueta femenina, envuelta en un largo abrigo, que se deslizó bajo un arco. Permanecí de pie, sin fuerzas, apoyado en una pared. El mundo se desintegraba, la pared cedía a la presión de mi mano, las ventanas se disgregaban y se escurrían sobre las fachadas lívidas de las casas…

Aquellas palabras estampadas en una placa de metal renegrido aparecieron como por ensalmo. Me aferré a su mensaje: como un hombre a punto de hundirse en la ebriedad o la locura se aferra a una máxima cuya lógica trivial, pero infalible, le retiene en este mundo… La placa estaba clavada a un metro del suelo. Leí tres o cuatro veces lo que decía:

CRECIDA. ENERO DE 1910

… No era un recuerdo, sino la vida misma. No, yo no revivía, vivía. Experimentaba sensaciones muy simples en apariencia. El calor de la barandilla de madera de un balcón suspendido en el aire de una noche estival. Las fragancias secas y aromáticas de las hierbas. El lejano pitido melancólico de una locomotora. El leve ruido de las páginas sobre las rodillas de una mujer sentada en medio de las flores. Sus cabellos grises. Su voz… Y ese ruido y esa voz se mezclaban ahora con el de las largas ramas de los sauces: me hallaba ya en la orilla de aquel río perdido en la luminosa inmensidad de la estepa. Veía a la mujer de pelo gris que, abismada en un límpido ensueño, caminaba lentamente por el agua y parecía tan joven… Y esa impresión de juventud me transportaba a la plataforma de un vagón que avanzaba raudo a través de la llanura resplandeciente de lluvia y de luz. La mujer, a quien tenía enfrente, me sonreía apartándose los mechones húmedos de la frente. Sus pestañas se irisaban con los rayos del crepúsculo…

CRECIDA. ENERO DE 1910. Oía el silencio brumoso, el chapoteo del agua al pasar una barca. Una cría, pegada la frente al cristal, miraba el pálido espejo de una avenida inundada. Y yo vivía tan intensamente esa mañana silenciosa en un espacioso piso parisiense de comienzos de siglo… Y a esa mañana le sucedía otra en la que se oía el crujir de la grava en una alameda dorada por las hojas del otoño. Tres mujeres, embutidas en largos vestidos de seda negra, tocadas con amplios sombreros cargados de velos y plumas, se alejaban como si se llevasen con ellas ese instante, su sol y el aire de una época fugitiva… Otra mañana: Charlotte (ahora la reconocía), acompañada de un hombre, caminando por las calles sonoras del Neuilly de su infancia. Charlotte, embargada por una alegría un poco confusa, juega a hacer de guía. Me parecía distinguir la transparencia de la luz matinal en cada adoquín, ver la palpitación de cada hoja, adivinar aquella ciudad desconocida en la mirada del hombre y la perspectiva de las calles, tan familiar para los ojos de Charlotte.

Comprendí en ese instante que la Atlántida de Charlotte me había dejado entrever, desde mi infancia, la misteriosa consonancia de los instantes eternos. Éstos, sin saberlo yo, trazaban desde entonces como otra vida, invisible e inconfesable, paralela a la mía. Al igual que un carpintero que se pasa los días tallando patas de silla o cepillando tablas no repara, hoy, en los encajes de virutas que forman en el suelo un hermoso tapiz rutilante de resina, atractivo por su clara transparencia, ni mañana, en el rayo de sol que, a través de una angosta ventana atestada de herramientas, refleja el resplandor de la nieve.

Esa vida de pronto era esencial. Aunque todavía no sabía cómo, tenía que hacerla expandirse en mí. Merced a una silenciosa labor de la memoria, tenía que aprender las gamas de esos instantes. Aprender a preservar su eternidad de la rutina de los gestos cotidianos, del embotamiento de las palabras triviales. Vivir, consciente de esa eternidad…

Regresé al cementerio apenas un instante antes de que cerraran el portalón. La noche era clara. Me senté en el umbral de la puerta y empecé a escribir en mi agenda, que no había utilizado desde hacía mucho, tiempo:

«Mi situación de ultratumba resulta ideal, no sólo para descubrir esa vida esencial, sino para recrearla, registrándola con un estilo que todavía ha de inventarse. O mejor dicho, ese estilo será en lo sucesivo mi manera de vivir. Mi vida la constituirán esos instantes al renacer en una hoja…».

No tardaría en interrumpir mi manifiesto por falta de papel. Escribirlo fue un gesto sumamente importante para mi proyecto. En mi grandilocuente credo, afirmaba que sólo las obras creadas al pie de la tumba o en ultratumba resistirían el paso del Tiempo. Citaba la epilepsia de unos, el asma y la habitación forrada de corcho de otros, el exilio, más profundo que los panteones, y otras cosas… El tono ampuloso de esa profesión de fe desaparecería rápidamente. Sería sustituido por un bloc que compré al día siguiente y en cuya primera página me limité a escribir:

«Charlotte Lemonnier. Notas biográficas».

Por lo demás, aquella misma mañana abandoné definitivamente el panteón de los Belval y Castelot… Me desperté en plena noche. Una idea imposible, descabellada, acababa de cruzar por mi mente, como una bala luminosa. Tan extraordinaria era que tuve que pronunciarla en voz alta para calibrarla:

—¿Y si Charlotte viviera todavía?…

Perplejo, la imaginé saliendo a su balconcillo cubierto de flores, inclinándose sobre un libro. Hacía muchos años que no recibía noticias de Saranza, de manera que Charlotte podía seguir viviendo más o menos como vivía antes, como en los tiempos de mi infancia. Tendría ahora más de ochenta años, pero eso no modificaba en absoluto la imagen que de ella guardaba en mi memoria. Para mí seguía siendo la misma.

Fue entonces cuando se insinuó un sueño en mi mente. Probablemente su halo acababa de despertarme. Ir a ver a Charlotte, traerla a Francia…

La irrealidad de ese proyecto formulado por un vagabundo tumbado en las losas de un panteón era lo bastante evidente como para que no intentara demostrármela. Decidí, por el momento, no pensar en los detalles, vivir conservando en lo más hondo tan quimérica esperanza. Vivir de esa esperanza.

Aquella noche no pude conciliar el sueño. Me eché el abrigo y salí afuera. La tibieza de los últimos días de otoño había dado paso al viento del norte. Permanecí de pie contemplando las nubes bajas que se teñían poco a poco de una palidez grisácea. Recordé que un día Charlotte, con un tono de broma un tanto amargo, me dijo que después de todos sus viajes a través de la inmensa Rusia, llegar a Francia caminando no le parecía una cosa imposible…

Al principio, durante largos meses de miseria y vagabundeo, mi disparatado sueño se asemejaría mucho a esa triste bravata. Me imaginaría a una mujer vestida de negro que, en los albores de una oscura mañana de invierno, entraría en un pueblo fronterizo. Los faldones de su abrigo estarían salpicados de barro; su grueso chal, calado por la fría niebla. La mujer abriría la puerta de un café en la esquina de una estrecha plaza adormecida y se acomodaría junto a la ventana, al calor de una estufa. La dueña le llevaría una taza de café. Y contemplando, al otro lado del cristal, la apacible fachada de las casas con entramado, la mujer murmuraría muy quedo: «Es Francia… He vuelto a Francia. Después… después de toda una vida».