3

Me dirigía a la pequeña ciudad adormecida, perdida en medio de las estepas, para destruir Francia. Había que acabar de una vez por todas con la Francia de Charlotte, que me había convertido en un extraño mutante, incapaz de vivir en el mundo real.

En mi mente, esa destrucción debía asemejarse a un largo grito, a un rugido de ira que expresase lo mejor posible mi rebelión. Ese alarido brotaba aún sin palabras, pero estaba seguro de que me saldrían no bien los serenos ojos de Charlotte se posasen en mí. De momento, gritaba para mis adentros. Sólo me asaltaba un caótico y abigarrado torrente de imágenes.

Veía el brillo de unas lentes en la hermética penumbra de un cochazo negro. Beria elegía un cuerpo femenino para esa noche. Y nuestro vecino de enfrente, apacible y sonriente jubilado, regaba las flores en su balcón, escuchando el runrún de un transistor. Y en nuestra cocina, un hombre con los brazos cubiertos de tatuajes hablaba de un lago helado lleno de cadáveres desnudos. Y los pasajeros del vagón de tercera que me llevaba hacia Saranza parecían no enterarse de las paradojas que me desgarraban. Seguían viviendo. Tranquilamente.

Con mi grito quería volcar sobre Charlotte esas imágenes. Esperaba de ella una respuesta. Quería que se explicase y se justificase. Porque esa sensibilidad francesa —la suya— que me había transmitido me condenaba angustiosamente a vivir entre dos mundos.

Le hablaría de mi padre y de su «agujero» en el cráneo, aquel pequeño cráter en el que latía su vida. Y de mi madre, de quien habíamos heredado el miedo al timbrazo inesperado los días de fiesta. Ambos estaban muertos. Inconscientemente, echaba en cara a Charlotte que hubiera sobrevivido a mis padres. Le echaba en cara su serenidad durante el entierro de mi madre. Y aquella vida tan europea, por su sensatez y pulcritud, que llevaba en Saranza. Veía en ella la encarnación de Occidente, ese Occidente racional y frío al que los rusos siguen profesando incurable odio. Esa Europa que, desde la fortaleza de su civilización, observa con condescendencia nuestros infortunios de bárbaros: las guerras en las que moríamos por millones, las revoluciones cuyas tramas ha escrito ella para nosotros… En mi rebelión juvenil había una gran parte de ese recelo innato.

El injerto francés, que creía atrofiado, seguía vivo en mí y no me permitía ver. Escindía la realidad en dos. Como hiciera con el cuerpo de la mujer a la que había espiado a través de dos ojos de buey diferentes: había dos mujeres; la una con blusa blanca, apacible y muy normal, y la otra, aquel gigantesco trasero que hacía casi totalmente superfluo, por su eficacia carnal, el resto del cuerpo.

Y sin embargo, yo sabía que ambas mujeres no eran sino una. Igual que la realidad desgarrada. Mi ilusión francesa me enturbiaba la vista como si estuviera ebrio, duplicando el mundo en un espejismo engañosamente vivo…

Mi grito maduraba. Las imágenes que iban a convertirse en palabras remolineaban en mis ojos cada vez más rápidamente: Beria murmurándole al chófer: «¡Acelera! ¡Alcanza a ésa! Voy a ver…», y un hombre disfrazado de Papá Noel, mi abuelo Fiódor detenido en la víspera de Año Nuevo, y el pueblo calcinado de mi padre, y los escuálidos brazos de mi joven amada, unos brazos infantiles de venas azuladas, y el trasero que se erguía con fuerza bestial, y la mujer descascarillándose el esmalte rojo de las uñas mientras poseían la parte inferior de su cuerpo, y el bolso del Pont-Neuf, y el «Verdún», ¡y todo ese fárrago francés que echaba a perder mi juventud!

En la estación de Saranza, permanecí un momento en el andén. Buscaba por costumbre la figura de Charlotte. Luego, con ira zumbona, me taché de idiota. No podía esperarme nadie. ¡Mi abuela no tenía ni idea de mi visita! Además, el tren que me había dejado allí no tenía nada que ver con el que cogía cada verano para ir a esa ciudad. Esta vez llegaba a Saranza no por la mañana, sino por la noche. Y el convoy, increíblemente largo, demasiado largo y voluminoso para una pequeña estación de provincias, arrancó pesadamente y partió para Tashkent, hacia los confines asiáticos del imperio. Urguench, Bujará, Samarcanda…, el eco de su trayecto resonó en mi cabeza despertando esa tentación oriental, dolorosa y profunda para todo ruso.

En esta ocasión todo era distinto.

La puerta estaba abierta. Era aún la época en que sólo cerraba su piso de noche. La empujé como en un sueño. Me había imaginado tan nítidamente ese instante, creía saber palabra por palabra lo que iba a decirle a Charlotte, y de qué iba a acusarla…

Sin embargo, al oír el imperceptible chirrido de la puerta, tan familiar como la voz de un allegado, al respirar el ligero y grato olor que flotaba siempre en el piso de Charlotte, sentí que mi mente se vaciaba de palabras. Sólo seguían sonando en mis oídos unos pocos retazos del grito que tenía preparado:

«¡Beria! Y el viejo regando tranquilamente sus gladiolos. ¡Y la mujer cortada en dos! ¡Y la guerra olvidada! ¡Y tu violación! ¡Y la maleta siberiana, atestada de viejos papelajos franceses, que llevo arrastrando como un recluso sus cadenas! ¡Y nuestra Rusia, que tú, la francesa, no entiendes ni entenderás nunca! ¡Y mi amada, de la que van a “encargarse” esos dos jóvenes cabrones!».

No me oyó entrar. La vi sentada delante de la puerta del balcón. Tenía el rostro inclinado sobre una prenda de color claro extendida en sus rodillas, y su aguja brillaba (no sé por qué, pero en mi memoria, Charlotte estaba siempre zurciendo un cuello de encaje)…

Percibí su voz. No era un canto, sino más bien una lenta recitación, un murmullo melodioso salpicado de pausas, acompasado por un fluir de pensamientos silenciosos. Sí, una canción medio canturreada, medio dicha. En el caluroso bochorno de la noche, sus notas producían una impresión de frescor semejante a la fina sonoridad de un clavecín. Escuché las palabras y, por unos segundos, tuve la sensación de oír una lengua extranjera, desconocida, una lengua que no me decía nada. Al cabo de un minuto, reconocí el francés… Charlotte canturreaba muy lentamente, suspirando de vez en cuando, dejando penetrar entre una estrofa y otra el insondable silencio de la estepa.

Era la canción cuyo hechizo descubriera siendo todavía muy niño, y en ella se concentró ahora todo mi rencor.

Aux quatre coins du lit,

Un bouquet de pervenches…[13]

«¡Sí, precisamente esa sensiblería francesa que no me deja vivir!», pensé airado.

Et là, nous dormirions

Jusqu’à la fin du monde[14]

¡No, no podía oír esas palabras!

Entré en la estancia y anuncié con estudiada brusquedad y en ruso:

—¡Aquí estoy! ¡Seguro que no me esperabas!

Ante mi gran asombro y decepción, la mirada que me dirigió Charlotte era totalmente serena. Adiviné en sus ojos ese infalible dominio de sí mismo que se adquiere controlando día a día el dolor, la angustia, el peligro.

Cuando supo, por algunas preguntas discretas y de apariencia trivial, que no había venido a comunicarle ninguna noticia trágica, salió al vestíbulo y telefoneó a mi tía para informarle de mi llegada. Y de nuevo me sorprendió la soltura con que Charlotte se dirigía a aquella mujer tan distinta a ella. Su voz, esa voz que canturreaba hacía un rato una vieja canción francesa, se tiñó de un leve acento popular y en pocas palabras supo explicarlo todo, solventarlo todo, atribuyendo mi fuga a nuestros habituales encuentros estivales. «Intenta imitarnos», pensé mientras la oía hablar. «¡Nos parodia!». La serenidad de Charlotte y esa voz muy rusa no hicieron sino exacerbar mi irritación.

Espié cada una de sus palabras. Una de ellas tenía que desencadenar mi explosión. A buen seguro, Charlotte me propondría tomar «bolas de nieve», nuestro postre favorito, y de ese modo yo podría arremeter contra todas esas fruslerías francesas. O, intentando recrear la atmósfera de nuestras veladas de antaño, empezaría a hablar de su infancia, por ejemplo de un esquilador de perros en un muelle del Sena…

Pero Charlotte no decía nada. Me prestaba poca atención. Como si mi presencia no hubiese perturbado en nada el clima de una velada más de su vida. De cuando en cuando se cruzaban nuestras miradas, me sonreía, y su rostro tornaba a velarse.

Me sorprendió la cena por su sencillez. No hubo «bolas de nieve», ni ninguna otra golosina de nuestra infancia. Advertí con estupor que aquellas rebanadas de pan negro y el té claro constituían la alimentación habitual de Charlotte.

Después de cenar, la esperé en el balcón. Las mismas guirnaldas de flores, la misma estepa infinita bajo la calurosa bruma. Y entre dos rosales, el rostro de la bacante de piedra. De pronto me acometieron deseos de arrojar la cabeza de la bacante por la barandilla, de arrancar las flores, de quebrar con mi grito la inmovilidad de la llanura. Sí, Charlotte se sentaría en su sillita, colocaría una labor sobre sus rodillas…

Apareció, pero en vez de acomodarse en la sillita, vino a apoyarse en la barandilla, a mi lado. Así permanecíamos mi hermana y yo en otro tiempo, el uno al lado del otro, viendo cómo se sumergía lentamente la estepa en la noche, mientras escuchábamos los relatos de nuestra abuela.

Sí, se acodó en la madera resquebrajada y contempló la extensión sin límites envuelta en una transparencia violeta. Y de repente, sin mirarme, rompió a hablar con voz lejana y cavilosa que parecía dirigirse a mí y a alguien no presente:

—Fíjate qué extraño… Hace una semana conocí a una mujer. Fue en el cementerio. Su hijo está enterrado en la misma calle que tu abuelo. Hablamos de ellos, de su muerte, de la guerra. ¿De qué otra cosa puede hablarse ante las tumbas? Su hijo fue herido un mes antes de acabar la guerra. Nuestros soldados marchaban ya sobre Berlín. La mujer rezaba cada día (era creyente, o la espera le hacía serlo) para que su hijo permaneciese ingresado en el hospital una semana más, tres días… Pero su hijo murió en Berlín, en el transcurso de uno de los últimos combates. En las calles de Berlín ya… Bueno, me contaba todo eso con mucha sencillez. Hasta sus lágrimas eran sencillas cuando hablaba de sus oraciones… ¿Y sabes qué me recordó su relato? A un soldado herido de nuestro hospital. Le daba miedo volver al frente, y cada noche se abría la herida con una esponja. Yo lo sorprendí y se lo conté al médico jefe. Le pusimos al herido un yeso, y al poco tiempo, ya curado, marchaba de nuevo al frente… Ya ves, por entonces todo eso me parecía tan claro, tan justo… Y ahora me siento un poco perdida. Sí, la vida ha quedado atrás, y de repente le doy vueltas a todo. Puede que te resulte estúpido, pero a veces me hago esta pregunta: «¿Y si yo mandé a la muerte a aquel joven soldado?». Me digo que probablemente, en algún lugar perdido de Rusia, había una mujer que cada día rezaba para que su hijo se quedase en el hospital el mayor tiempo posible. Sí, como la mujer del otro día, en el cementerio. No sé… No puedo olvidar la cara de esa madre. Verás, aunque no fuera en absoluto así, ahora creo que había en su voz como un pequeño tono de reproche. No sé cómo explicarme todo eso a mí misma…

Calló, permaneció largo rato sin moverse, con los ojos muy abiertos; sus iris parecían conservar la luz del crepúsculo apagado. Yo, inmóvil, la miraba a hurtadillas, incapaz de volver la cabeza, de modificar la postura del brazo, de aflojar los dedos entrecruzados…

—Te prepararé la cama —me dijo por fin, abandonando el balcón.

Me incorporé y miré sorprendido a mi alrededor. La sillita de Charlotte, la lámpara con la pantalla color turquesa, la bacante de piedra con su melancólica sonrisa, el estrecho balcón suspendido sobre la estepa nocturna… ¡Todo se me antojó de repente tan frágil! Recordé, estupefacto, mi deseo de destruir ese efímero marco… El balcón se tornaba minúsculo —como si lo observase desde muy lejos—; sí, minúsculo e indefenso.

Al día siguiente, invadió Saranza un viento ardiente y seco. En las esquinas de las calles aplastadas por el sol se formaban pequeños tornados de polvo, seguidos de una sonora detonación: tocaba una banda militar en la plaza principal, y la sofocante ventolera traía hasta la casa de Charlotte retazos de bullanga guerrera. Luego, regresaba bruscamente el silencio y se oía el repiquetear de la arena contra los cristales y el febril bordoneo de una mosca. Era el primer día de las maniobras que tenían lugar a pocos kilómetros de Saranza.

Caminamos largo rato. Primero, cruzando la ciudad, después por la estepa. Charlotte hablaba con la misma serenidad y despego que la noche anterior en el balcón. Su voz se fundía con la alegre baraúnda de la banda militar, y, cuando de repente cedía el viento, sus palabras sonaban con extraña nitidez en el vacío hecho de sol y de silencio.

Me refería su breve estancia en Moscú, dos años después de la guerra… Una clara tarde de mayo, caminaba a través del nudo de callejas de la Presnia que bajaban hacia el Moskova, y se sentía como convaleciente, reponiéndose de la guerra, del miedo, e incluso, sin atreverse a confesárselo, de la muerte de Fiódor, o más bien de su ausencia cotidiana, obsesiva… En la esquina de una calle, oyó un fragmento de la conversación que sostenían dos mujeres que pasaban a su lado. «Samovares…», dijo una de ellas. «El buen té de antaño…», pensó, como en eco, Charlotte. Cuando salió a la plaza, frente al mercado, con sus puestos de madera, sus kioscos y su cerca de gruesos tableros, comprendió que se había equivocado. Un hombre sin piernas, embutido en una especie de caja de madera con ruedas, se acercó a ella alargando su único brazo:

—¡Anda, guapa, un rublillo para este inválido!

Charlotte lo evitó instintivamente, pues el desconocido semejaba un hombre brotado de la tierra. Entonces reparó en que los aledaños del mercado eran un hervidero de soldados mutilados: de «samovares». Desplazándose con su caja, provista en unos casos de pequeñas ruedas con neumáticos de goma, en otros de simples cojinetes de bolas, los lisiados abordaban a la gente a la salida, pidiendo dinero o tabaco. Algunos transeúntes daban algo, otros apretaban el paso, otros soltaban un juramento y agregaban con tono moralizante: «Ya os alimenta el Estado… ¡Menuda vergüenza!». Los samovares eran en su mayoría jóvenes; algunos iban ostensiblemente borrachos. Todos miraban con ojos penetrantes, un tanto enloquecidos… Tres o cuatro cajas se abalanzaron hacia Charlotte. Los soldados hincaban su bastón en el suelo pisoteado de la plaza, contorsionándose, ayudándose mediante violentas sacudidas con todo el cuerpo. No obstante el esfuerzo que ponían, aquello parecía más bien un juego.

Charlotte se detuvo, sacó apresuradamente un billete del bolso y se lo dio al primero que se acercó. El hombre no pudo cogerlo: su mano única, la mano izquierda, no tenía dedos. Fue deslizando el billete hasta el fondo de la caja y, de repente, tambaleándose en su asiento y alargando el muñón hacia Charlotte, le rozó el tobillo y alzó hacia ella una mirada de amarga demencia…

Charlotte no tuvo tiempo de comprender lo que ocurrió a continuación. Otro mutilado, éste con dos brazos útiles, apareció junto al primero y, brutalmente, le arrebató el billete arrugado en el fondo de la caja. Charlotte lanzó un grito y abrió de nuevo el bolso. Pero el soldado que acababa de acariciarle el tobillo parecía haberse resignado y, volviendo la espalda a su agresor, subía ya por la empinada calleja cuya parte superior se abría al cielo… Charlotte permaneció un instante indecisa. ¿Alcanzarle? ¿Volver a darle dinero? Otros samovares desplazaban ya sus cajas hacia ella. La invadió un hondo malestar, mezcla de temor y vergüenza. Un grito ronco desgarró el monótono rumor que flotaba sobre la plaza.

Charlotte se volvió bruscamente. La visión fue más rápida que un relámpago. El manco, en su caja rodante, arrancó calle abajo en medio de un ensordecedor estrépito de cojinetes. Tocó varias veces el suelo con el muñón para dirigir su enloquecida carrera. Y de su boca, deformada por un horrible rictus, asomaba un cuchillo que llevaba apretado entre los dientes. El mutilado que acababa de robarle el dinero apenas tuvo tiempo para empuñar el bastón. La caja del manco se estampó contra la suya. Saltaron salpicaduras de sangre. Charlotte vio que otros dos samovares se abalanzaban sobre el manco, que sacudía la cabeza, lacerando el cuerpo de su contrincante. Brillaron otros cuchillos entre los dientes. Se oían gritos por doquier. Las cajas chocaban unas contra otras. Los transeúntes, pasmados ante el espectáculo de aquella batalla, que ya era campal, no se atrevían a intervenir. Otro soldado bajaba a toda velocidad la pendiente de la calle y, con el cuchillo apretado entre las mandíbulas, se hundió en el terrorífico maremágnum de cuerpos mutilados… Charlotte intentó acercarse, pero el combate se libraba casi a ras de suelo; habría sido preciso reptar para interponerse. Acudían ya los milicianos, lanzando estridentes alaridos. Eso hizo reaccionar a los espectadores. Algunos se apresuraron a marcharse. Otros se retiraron a la sombra de los álamos para ver el desenlace del combate. Charlotte divisó a una mujer que, inclinándose, separaba a un samovar de entre los cuerpos hacinados y repetía con voz desconsolada: «¡Liocha! ¡Me prometiste que no volverías por aquí! ¡Me lo prometiste!». Y se fue, llevándose al hombre mutilado en brazos, como a un niño. Charlotte intentó ver si el manco seguía allí. Uno de los milicianos la apartó de un empujón…

Caminábamos en línea recta, alejándonos de Saranza. El estruendo de la banda militar se había apagado en el silencio de la estepa. Ya sólo oíamos el rumor de las hierbas mecidas por el viento. Y en ese infinito de luz y calor, se dejó oír de nuevo la voz de Charlotte.

—No, no se peleaban por el dinero robado, ¡qué va! Todo el mundo era consciente de ello. Se peleaban para… para vengarse de la vida. De su crueldad, de su estupidez. Y de aquel cielo de mayo que se cernía sobre sus cabezas… Se peleaban como si quisieran provocar a alguien. Sí, al ser que había mezclado en una sola vida aquel cielo de primavera y sus cuerpos mutilados…

«¿Stalin? ¿Dios?», estuve a punto de preguntar; pero con el viento de la estepa las palabras se tornaban ásperas, difíciles de articular.

Nunca nos habíamos alejado tanto. Hacía rato que Saranza se había sumergido en la bruma que flotaba en el horizonte. Necesitábamos errar sin rumbo fijo. A mi espalda, sentía casi físicamente la presencia de una plazoleta moscovita…

Llegamos por fin a un terraplén de ferrocarril. La vía marcaba una frontera surrealista en aquel infinito sin más punto de referencia que el sol y el cielo. Curiosamente, al otro lado de la vía férrea, el paisaje cambió. Nos vimos obligados a contornear varios barrancos, gigantescas fallas de fondo arenoso, y a descender a un valle. Bruscamente, entre la maraña de sauces, brilló el agua. Intercambiando una sonrisa, exclamamos ambos al unísono:

—¡Sumra!

Era un lejano afluente del Volga, uno de esos ríos discretos, perdidos en la inmensidad de la estepa, cuya existencia se conoce tan sólo porque van a desembocar al gran río.

Permanecimos a la sombra de los sauces hasta el atardecer… Durante el camino de regreso, Charlotte concluyó su relato.

—Las autoridades acabaron hartándose de los mutilados de la plaza, de sus gritos y de sus peleas. Lo que se les reprochaba en realidad era que daban una mala imagen de la gran Victoria. Verás, al soldado se le prefiere o valiente y sonriente o… muerto en el campo de batalla. Y aquéllos… Total, que un día aparecieron varios camiones militares, los milicianos sacaron de sus cajas a los samovares y los arrojaron a los volquetes. Como quien carga maderos en una telega. Una moscovita me contó que los llevaron a una isla, por la zona de los lagos del Norte. Acondicionaron para ellos una antigua leprosería… En otoño intenté informarme sobre ese lugar con idea de trabajar allí. Pero cuando llegué a aquella región, en primavera, me dijeron que no quedaba un solo mutilado en la isla y que la leprosería había sido definitivamente clausurada… La comarca era preciosa. Pinos hasta perderse la vista, grandes lagos y sobre todo un aire purísimo…

Tras una hora de marcha, Charlotte me lanzó una sonrisilla cansada:

—Espera, que me sentaré un poco…

Se sentó en la hierba seca, estirando las piernas. Maquinalmente, caminé unos pasos más y me volví. Una vez más, como desde una extraña lejanía, o de una gran altura, vi a una mujer de cabello blanco con un sencillo vestido de satén claro, una mujer sentada en el suelo en medio de esa cosa inconmensurable que se extiende desde el mar Negro hasta Mongolia y que llamamos «la estepa». Mi abuela… La veía con ese inexplicable distanciamiento que, la víspera, se me había antojado una especie de ilusión óptica provocada por mi tensión nerviosa. Creí percibir el vertiginoso extrañamiento que debía de sentir con frecuencia Charlotte: un extrañamiento casi cósmico. Allí sentada, bajo el cielo violeta, parecía hallarse totalmente sola en este planeta, en la hierba malva, bajo las primeras estrellas. Y su Francia, su juventud, quedaban más lejanas de ella que aquella pálida luna —arrumbadas en otra galaxia, bajo otro cielo…

Alzó el rostro. Sus ojos me parecieron más grandes que nunca. Habló en francés. La sonoridad de esa lengua vibraba como un postrer mensaje proveniente de la lejana galaxia.

—¿Sabes, Aliocha? A veces me da la impresión de que no entiendo en absoluto la vida de este país. Sí, de que sigo siendo una extranjera. Aunque llevo medio siglo viviendo aquí. Aquellos samovares… No puedo entenderlo. ¡Había gente que se reía al verlos pelear!

Hizo ademán de levantarse. Me precipité hacia ella tendiéndole la mano. Me sonrió, asiéndose a mi brazo. Y mientras yo me inclinaba, murmuró unas palabras cuyo tono firme y grave me sorprendió. Es probable que, mentalmente, yo las tradujera al ruso y las recordara así. Ello dio una larga frase, mientras que el francés de Charlotte lo resumía todo en una sola imagen: el samovar manco que está sentado, arrimado al tronco de un inmenso pino, y contempla, silencioso, el reflejo de las olas muriendo tras los árboles…

En la traducción rusa que conservó mi memoria, la voz de Charlotte agregaba con un tono de justificación: «Y a veces pienso que entiendo este país mejor que los propios rusos. Porque conservo grabado el rostro de ese soldado desde hace tantos años… Porque he entrevisto su soledad a orillas del lago…».

Se levantó y caminó lentamente, apoyándose en mi brazo. Yo sentía desvanecerse en mi cuerpo, en mi respiración, al adolescente agresivo y nervioso que llegara la víspera a Saranza.

Así comenzó nuestro verano, el último verano que pasé en casa de Charlotte. A la mañana siguiente, me desperté con la sensación de ser por fin yo mismo. Me embargaba un gran sosiego, a la par amargo y sereno. Ya no tenía que debatirme entre mis identidades rusa y francesa. Me había aceptado.

Pasábamos casi todos los días a orillas del Sumra. Salíamos a primera hora de la mañana, llevándonos pan y queso y una gran cantimplora de agua. Al atardecer, aprovechando las primeras ráfagas de aire fresco, regresábamos.

Como ya conocíamos el camino, no se nos hacía tan largo. Descubríamos mil puntos de referencia en la soleada monotonía de la estepa, mil jalones que pasaron pronto a sernos familiares. El bloque de granito cuya mica refulgía al sol en lontananza. Una franja de arena que semejaba un minúsculo desierto. Aquel lugar cuajado de zarzas que había que evitar. Cuando Saranza desaparecía de nuestra vista, sabíamos que al punto se recortaría en el horizonte la línea del terraplén, que brillarían los raíles. Y una vez salvada esa frontera, alcanzábamos nuestra meta; tras los barrancos que cercenaban la estepa con sus abruptas hondonadas, barruntábamos ya la presencia del río. Parecía esperarnos…

Charlotte se acomodaba con un libro a la sombra de los sauces, a un paso de la corriente. Yo nadaba hasta el agotamiento, me zambullía, cruzando varias veces el río estrecho y poco profundo. A lo largo de sus orillas se alineaba un rosario de islotes cubiertos de tupida hierba donde apenas había espacio para tumbarse e imaginarse en una isla desierta en medio del océano…

Luego, estirado en la arena, escuchaba el insondable silencio de la estepa… Nuestras conversaciones nacían sin causa aparente y parecían derivar del soleado fluir del Sumra, del rumor de las largas hojas de los sauces. Charlotte, con las manos posadas en el libro abierto, miraba más allá del río, hacia la llanura abrasada por el sol, y rompía a hablar, tan pronto contestando a mis preguntas como anticipándose intuitivamente a ellas.

Durante una de esas largas tardes de verano transcurridas en medio de la estepa, donde la sequedad y el calor arrancaban un sonido a cada hierba, supe lo que se me había ocultado antaño de la vida de Charlotte. Y también lo que mi inteligencia infantil no alcanzaba entonces a concebir.

Supe que aquel soldado de la Gran Guerra, el que le deslizara en la mano la piedrecita llamada «Verdún», había sido realmente su primer amor, el primer hombre de su vida. Sólo que no se habían conocido el día del solemne desfile del 14 de julio de 1919, sino dos años más tarde, pocos meses antes de que Charlotte partiese para Rusia. Supe también que el soldado distaba mucho de ser el héroe bigotudo y resplandeciente de medallas que forjara nuestra cándida imaginación. Era más bien flaco, de cara pálida y ojos tristes. Tosía con frecuencia. Tenía los pulmones abrasados, pues había sido víctima del gas en el curso de uno de los primeros ataques con este tipo de arma. Tampoco había abandonado el gran desfile para acercarse a Charlotte y alargarle el «Verdún». Le había entregado dicho talismán en la estación, el día de su marcha para Moscú. Estaba seguro de volver a verla muy pronto.

Un día, Charlotte me habló de la violación… Su voz serena tenía ese tono que parecía decir: «Por supuesto, ya sabes de qué se trata… Ya no es un secreto para ti». Yo confirmaba esa entonación con una serie de pequeños «sí, sí» pronunciados con alegre indolencia. Me daba miedo, al levantarme, tras escuchar aquel relato, ver a otra Charlotte, ver un rostro que ostentase la expresión indeleble de una mujer violada. Pero lo primero que se grabó en mi cerebro fue aquel resplandor luminoso.

Un hombre tocado con un turbante y vestido con una especie de abrigo, muy grueso y caluroso, sobre todo en medio de las arenas del desierto que le rodeaban. Unos ojos oblicuos como cuchillas, la cobriza piel curtida de su cara redonda y reluciente de sudor. Es joven. Con gestos febriles, intenta asir el puñal curvo que pende de su cinturón, al otro lado del fusil. Esos pocos segundos parecen interminables. Porque el desierto y el hombre de gestos apresurados son vistos por una minúscula parcela de la mirada, por ese intersticio entre las pestañas. Una mujer postrada en el suelo, con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto medio enterrado en la arena, parece enquistarse para siempre en ese paisaje vacío. Un hilillo rojo cruza su sien izquierda. Pero está viva. La bala le ha desgarrado la piel bajo el pelo y se ha hundido en la arena. El hombre se contorsiona buscando el arma. Desea que la muerte sea más física —el cuello rebanado, el chorro de sangre empapando la arena—. El puñal que busca ha caído al otro lado cuando, poco antes, con los faldones de su larga prenda ampliamente abiertos, se debatía sobre el cuerpo aplastado… Tira de su cinturón con rabia, lanzando miradas de encono al rostro petrificado de la mujer. De repente, oye un relincho. Vuelve la cabeza. Sus compañeros galopan ya lejos; sus perfiles, en lo alto de una cresta, se recortan con nitidez sobre el fondo del cielo. Se siente de pronto extrañamente solo: él, el desierto a la luz del crepúsculo, aquella mujer agonizante. Escupe rabioso, golpea con su bota puntiaguda el cuerpo inerte y, con la agilidad de un caracal, salta al caballo. Cuando se desvanece el ruido de los cascos, la mujer abre lentamente los ojos. Comienza a respirar, vacilante, como si hubiera perdido la costumbre. El aire sabe a piedra y a sangre…

La voz de Charlotte se confundió con el leve silbido de los sauces. Luego calló. Pensé en la ira de aquel joven uzbeco: «¡Necesitaba a toda costa degollarla, reducirla a una carne sin vida!». Y comprendí, con lucidez ya viril, que no era una simple crueldad. Recordé de pronto los primeros minutos que seguían al acto amoroso, cuando el cuerpo deseado un instante antes se tornaba de pronto inútil, desagradable a la vista y al tacto, casi hostil. Recordé a mi joven compañera en nuestra balsa nocturna: era cierto, le reprochaba no desearla ya, sentirme decepcionado, notarla allí, pegada a mi hombro… Llevando mi pensamiento hasta el límite, desplegando ese egoísmo de macho que me aterraba y me tentaba a la par, pensé: «¡La verdad es que, después del amor, es mejor que la mujer desaparezca!». Y se me apareció de nuevo aquella mano febril buscando el puñal.

Me incorporé bruscamente y me volví hacia Charlotte. Quería hacerle la pregunta que me torturaba desde hacía meses y que, mentalmente, había formulado y vuelto a formular mil veces: «Dime, en una sola palabra, en una sola frase, ¿qué es el amor?».

Pero Charlotte, creyendo sin duda anticiparse a una pregunta mucho más lógica, habló antes que yo.

—¿Y sabes lo que me salvó? O mejor dicho, ¿quién me salvó?… ¿No te lo ha contado nadie?

Yo la miraba. No, el relato de la violación no había dejado huella alguna en sus rasgos. Tan sólo se veía una palpitación de sombra y de sol en las hojas de los sauces que rozaban su rostro.

La había salvado un saigak, ese antílope del desierto de enormes ollares, semejantes a una trompa de elefante tronchada, y —en asombroso contraste— de grandes ojos temerosos y tiernos. Charlotte los había visto con frecuencia correr en manadas a través del desierto… Cuando pudo por fin incorporarse, vio un saigak que trepaba lentamente por una duna. Charlotte lo siguió sin pensárselo, instintivamente: el animal era la única baliza en medio de las infinitas ondulaciones de arena. Como en un sueño (el aire lila tenía esa engañosa vacuidad de los sueños), logró acercarse al animal. El saigak no huyó. En la desvaída luz del crepúsculo, Charlotte vio unas manchas oscuras en la arena: sangre. El animal se desplomó; luego, agitando violentamente la cabeza, se levantó del suelo, titubeó con sus largas patas temblequeantes y dio unos saltos desgalichados. Cayó de nuevo. Estaba herido de muerte. ¿Habían sido los mismos hombres que habían estado a punto de matarla a ella? Tal vez. Era primavera. La noche fue gélida. Charlotte se hizo un ovillo, pegando el cuerpo al lomo del animal. El saigak ya no se movía. Pequeñas sacudidas le recorrían la piel. Su respiración silbante se asemejaba a los suspiros humanos, a las palabras susurradas. Charlotte, entumecida por el frío y el dolor, se despertaba a menudo, percibiendo ese murmullo que parecía esforzarse obstinadamente en decir algo. Durante uno de esos despertares, en plena noche, divisó con estupor una chispa que brillaba en la arena. Una estrella caída del cielo… Charlotte se inclinó hacia ese punto luminoso. Era el ojo abierto del saigak, y una soberbia y frágil constelación se reflejaba en aquel globo lleno de lágrimas… No supo en qué instante los latidos del corazón de aquel ser se detuvieron… Por la mañana, el desierto refulgía de escarcha. Charlotte permaneció unos minutos de pie ante el cuerpo inmóvil salpicado de cristales. Luego, lentamente, escaló la duna que el animal no había podido salvar la víspera. Al llegar a la cresta exhaló un «¡ah!» que resonó en el aire matinal. A sus pies se extendía un lago, teñido de rosa por los primeros rayos de sol. A esa agua quería llegar el saigak… Encontraron a Charlotte, sentada en la orilla, aquella misma tarde.

Ya en las calles de Saranza, al caer la noche, agregó a manera de emocionado epílogo:

—Tu abuelo —dijo muy quedo— jamás sacó a relucir esta historia. Jamás… Y quería a Serge, tu tío, como si fuese su propio hijo. Incluso quizá más. Es duro, para un hombre, aceptar que su primer hijo haya nacido de una violación. Sobre todo si piensas que Serge no se parecía a nadie de la familia. No, nunca quiso hablar de eso…

Noté un leve temblor en su voz. «Amaba a Fiódor», pensé sencillamente. «Él hizo que aquel país, en el que ella tanto había sufrido, pudiera ser el suyo. Y sigue amándole. Después de tantos años sin él. Le ama en esta estepa nocturna, en esta inmensidad rusa. Le ama…».

El amor se me apareció de nuevo en toda su dolorosa simplicidad. Inexplicable. Inexpresable. Como la constelación que se reflejaba en el ojo de un animal herido, en medio de un desierto cubierto de hielo.

El azar de un lapsus me reveló una realidad desconcertante: el francés que yo hablaba no era ya el mismo…

Aquel día, mientras le hacía una pregunta a Charlotte, se me trabó la lengua. Debí de toparme con una de esas parejas de palabras que inducen a error, muy abundantes en francés. Sí, eran gemelas del estilo de «percepteur-précepteur», o «décerner-discerner». Estos pérfidos dúos, tan peligrosos como «luxe-luxure», provocaban antaño, por mis torpezas verbales, no pocas mofas de mi hermana y discretas correcciones de Charlotte…

En esta ocasión no era cosa de que nadie me soplase la palabra exacta. Tras una segunda vacilación, me corregí a mí mismo. Pero mucho más trascendental que ese momentáneo titubeo fue la siguiente revelación: ¡estaba hablando una lengua extranjera!

Mis meses de rebeldía habían dejado, por lo tanto, secuelas. No es que notase de pronto menos soltura para expresarme en francés. Pero se había producido una ruptura. De niño me confundía con la materia sonora de la lengua de Charlotte. Me movía en ella sin preguntarme por qué ese reflejo en la hierba, ese brillo coloreado, perfumado, vivo, tan pronto existía en masculino y poseía una identidad crujiente, frágil, cristalina impuesta, al parecer, por su nombre: tsvetok, como se envolvía en un aura aterciopelada, afelpada y femenina, convirtiéndose en «une fleur».

Más adelante me vendría a la mente la historia del ciempiés. Cuando le preguntó alguien por la técnica de su danza, el bicho se hizo de inmediato un lío con los movimientos, antes instintivos, de sus innumerables miembros.

Mi caso no fue tan desesperado. Pero desde el día del lapsus la cuestión de la «técnica» resultó insoslayable. En lo sucesivo, el francés se convertía en un instrumento cuyo alcance yo podía medir al hablar. Sí, en un instrumento independiente de mí, que yo manejaba siendo consciente de cuando en cuando de lo extraño de semejante acto.

Por desconcertante que fuese, mi descubrimiento me proporcionó una penetrante intuición con respecto al estilo. Aquella lengua-instrumento cincelada, afilada, perfeccionada —me decía a mí mismo—, no era ni más ni menos que la escritura literaria. En las anécdotas sobre Francia, con las que entretuve a mis colegas durante todo aquel año, había notado ya el primer esbozo de esa lengua novelesca: ¿no la había manipulado acaso para agradar lo mismo a los «proletarios» que a los «estetas»? La literatura se revelaba como una permanente sorpresa ante ese fluir verbal en el que se fundía el mundo. El francés, mi lengua «abuelomaterna», era —ahora lo veía— la «lengua del asombramiento» por excelencia.

… Sí, desde el lejano día transcurrido a orillas de un riachuelo perdido en medio de la estepa, a veces, en plena conversación en francés, me viene a la memoria mi sorpresa de antaño: una señora de cabello gris y grandes ojos serenos está sentada con su nieto en el corazón de la llanura desierta, abrasada por el sol y muy rusa en la infinitud de su aislamiento, y hablan en francés con la mayor naturalidad del mundo… Revivo la escena, me sorprende hablar francés, balbuceo, abomino de mi francés. Lo curioso, o más bien muy lógico, es que en tales momentos, cuando me muevo entre las dos lenguas, me da la impresión de vivir y sentir más intensamente que nunca.

Quizás ese mismo día en que, al pronunciar «preceptor» en vez de «perceptor», penetraba en un silenciosa «mixtura de lenguas», reparé también en la belleza de Charlotte…

La idea de esa belleza se me antojó en un principio inverosímil. En la Rusia de aquella época, toda mujer que rebasaba la cincuentena se transformaba en babuchka, un ser cuya feminidad y, máxime, belleza resultaba absurdo suponer. No digamos ya afirmar: «Mi abuela es guapa»…

Y sin embargo, Charlotte, que tendría por entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco años, era guapa. Acomodándose en la parte inferior de la orilla escarpada y arenosa del Sumra, leía bajo las ramas de los sauces, que cubrían su vestido con una trama de sombra y de sol. Sus cabellos plateados estaban recogidos en la nuca. En ocasiones, sus ojos me miraban sonriendo levemente. Yo intentaba discernir qué era lo que irradiaba, en aquel rostro, en aquel vestido tan sencillo, la belleza cuya existencia casi me avergonzaba reconocer.

No, Charlotte no era de esas mujeres «que no aparentan su edad». Sus rasgos no tenían tampoco ese huraño atractivo que poseen los rostros «bien conservados» de las mujeres que viven en lucha permanente contra las arrugas. No intentaba camuflar su edad. Pero el envejecer no provocaba en ella ese encogimiento que demacra los rasgos y reseca el cuerpo. Miré con atención el reflejo plateado de sus cabellos, las líneas de su rostro, sus brazos ligeramente bronceados, los pies descalzos que casi tocaban la perezosa corriente del Sumra… Y con insólita alegría, descubrí que no mediaba una estricta frontera entre el tejido floreado del vestido y la sombra moteada del sol. Los contornos de su cuerpo se perdían imperceptiblemente en la luminosidad del aire; sus ojos, cual una acuarela, se confundían con el cálido brillo del cielo, el gesto de sus dedos volviendo las páginas se entreveraba con el ondular de las largas ramas de los sauces… ¡Así pues, en esa fusión se escondía el misterio de su belleza!

Sí, su rostro, su cuerpo, no se crispaban, asustados por la llegada de la vejez, sino que se impregnaban del viento soleado, de las amargas fragancias de la estepa, del frescor de los sauces. Y su presencia confería una extraña armonía a aquella extensión desierta. Charlotte estaba allí, y, en la monotonía de la llanura abrasada por el sol se formaba una inaprensible consonancia: el melodioso rumor de la corriente, el acre olor de la arcilla húmeda mezclada con la penetrante fragancia de las hierbas secas, el juego de luces y sombras bajo las ramas. Un instante único, irrepetible, en el nebuloso transcurrir de los días, los años, los tiempos…

Un instante que no pasaba.

Descubrí la belleza de Charlotte. Y, casi al mismo tiempo, su soledad.

Aquel día, tumbado en la orilla, la escuchaba hablar del libro que se llevaba en nuestros paseos. Desde mi lapsus, no podía dejar de observar, a la par que seguía la conversación, el francés de mi abuela. Comparaba su lengua con la de los autores que yo leía y con la de los escasos periódicos que llegaban a nuestro país. Conocía todas las particularidades de su francés, sus giros favoritos, su sintaxis personal, su vocabulario e incluso la pátina del tiempo que se traslucía en sus frases: el tinte «Belle-Epoque»…

En aquella ocasión, más que ese tipo de observaciones lingüísticas, me vino un sorprendente pensamiento a la mente: «Hace ya medio siglo que esta lengua vive en total aislamiento, pugnando con una realidad ajena a su naturaleza, cual planta que se afana en crecer en un acantilado desnudo…». Y, sin embargo, el francés de Charlotte había conservado un extraordinario vigor, denso y puro, esa transparencia ambarina que cobra el vino al envejecer. Había sobrevivido a tempestades de nieve siberianas, al ardor de las arenas en el desierto de Asia central. Y seguía resonando a orillas de aquel río que serpenteaba por la estepa infinita…

Fue entonces cuando la soledad de aquella mujer se me apareció en toda su desgarradora y cotidiana simplicidad. «No tiene a nadie con quien hablar», pensé estupefacto. «A nadie con quien hablar francés…». Comprendí de súbito lo que podían significar para Charlotte esas pocas semanas que pasábamos juntos cada verano. Comprendí que aquel francés, aquel entretejido de frases que me parecía tan natural, se paralizaría tan pronto yo desapareciera durante un año entero, sería sustituido por el ruso, por el correr de las páginas, por el silencio. E imaginé a Charlotte, sola, caminando por las oscuras calles de una Saranza sepultada en la nieve…

Al día siguiente vi a mi abuela hablando con Gavrilych, el borracho y escandalizador de nuestro patio. El banco de las babuchkas estaba vacío: la aparición del hombre había debido de ahuyentarlas. Los niños se ocultaban tras los álamos. Los vecinos seguían con interés la escena desde sus ventanas: aquella extraña francesa que se atrevía a acercarse al monstruo. Pensé de nuevo en la soledad de mi abuela y noté un picor en los párpados: «Es su vida. Este patio, el borrachín de Gavrilych, la enorme isba, enfrente, con todas esas familias apretujadas…». Entró Charlotte, un poco jadeante pero con una sonrisa, los ojos velados de lágrimas de alegría.

—¿Sabes? —me dijo en ruso, como si no le hubiera dado tiempo de pasar de una a otra lengua—. Gavrilych me ha hablado de la guerra; defendía Stalingrado en el mismo frente que tu padre. Me lo ha comentado más de una vez. Me ha contado un combate, a orillas del Volga. Luchaban para tomar una colina a los alemanes. Dice que hasta entonces nunca había visto tal amasijo de tanques en llamas, cadáveres despedazados y tierra ensangrentada. Al anochecer, sólo quedaba en la colina una docena de supervivientes, él entre ellos. Gavrilych bajó hacia el Volga, muerto de sed. Y allí, en la orilla, vio un agua muy mansa, la arena blanca, las cañas y los alevines, que se escabulleron al acercarse él. Como cuando era niño, en el pueblo…

Mientras la escuchaba, Rusia, el país de la soledad, no me parecía ya tan hostil a la idiosincrasia francesa de Charlotte. Pensaba, conmovido, que aquel hombretón borracho de mirada amarga, Gavrilych, no se hubiera atrevido a hablar con nadie de sus sentimientos. Se le habrían reído en las narices: Stalingrado, la guerra, ¡y sin ton ni son, las cañas, los alevines! Nadie en aquel patio se hubiera tomado siquiera la molestia de escucharle: ¿podía contar un borracho algo interesante? Había hablado con Charlotte. Con confianza, con la certeza de que ésta le comprendería. En esos instantes, se sentía más próximo a aquella francesa que a todos los vecinos que le observaban esperando presenciar de balde un espectáculo. El hombre los había observado con su mirada sombría, maldiciéndolos interiormente: «Están ahí todos como en un circo…». De pronto, había visto a Charlotte, que cruzaba el patio con una bolsa de comida. Se había incorporado y la había saludado. Un minuto después, contaba, con el rostro como iluminado: «Y ¿sabe usted, Charlota Norbertovna?, lo que pisábamos no era tierra, sino carne machacada. Nunca había visto nada igual desde el comienzo de la guerra. Y, por la noche, cuando acabamos con los alemanes, bajé hacia el Volga. Y allí, cómo le diría yo…».

Por la mañana, al salir de casa, pasamos junto a la gran isba negra. Dentro reinaba ya un animado runrún. Se oía el colérico crepitar del aceite en una sartén, el dúo masculino y femenino de una disputa, el batiburrillo de voces y músicas de varias radios… Dirigí una mirada a Charlotte, enarcando las cejas con una mueca burlona. Adivinó fácilmente lo que quería decir mi sonrisa. Pero el gran hormiguero despierto no pareció interesarle.

No habló hasta que nos internamos en la estepa:

—Este invierno —me dijo en francés—, le llevé unos medicamentos a la buena de Frossia, ya sabes, esa babuchka que siempre sale huyendo la primera en cuanto aparece Gavrilych… Hacía mucho frío, aquel día. Me costó Dios y ayuda abrir la puerta de la isba…

Charlotte siguió hablando, y yo advertía, con creciente sorpresa, que sus sencillas palabras se impregnaban de sonidos, de olores, de luces veladas por la niebla de los grandes fríos… Sacudió el picaporte, y la puerta, quebrando el marco de hielo, se abrió dificultosamente, dejando oír un agudo chirrido. Penetró en la casona de madera y se halló ante una escalera renegrida por el tiempo. Los peldaños soltaban quejumbrosos gemidos bajo sus pasos. Los pasillos estaban atestados de viejos armarios, grandes cajas de cartón apiladas a lo largo de las paredes, bicicletas, espejos deslustrados que abrían en aquel espacio cavernoso una inesperada perspectiva. Entre las oscuras paredes flotaba un olor a madera quemada, mezclándose con el frío que traía Charlotte entre los pliegues del abrigo… Mi abuela la vio al llegar al extremo de un pasillo del primer piso. Junto a la ventana, cubierta de volutas de hielo, se erguía una mujer joven con una criatura en los brazos. Sin moverse, con la cabeza levemente inclinada, miraba bailar las llamas en el portillo abierto de una gran estufa que ocupaba el ángulo del pasillo. Tras la ventana revestida de escarcha, blanco y límpido, se apagaba lentamente el crepúsculo de invierno…

Charlotte calló un segundo, y siguió hablando con voz un poco vacilante:

—Desde luego era un espejismo, claro… Pero su rostro se veía tan pálido, tan fino… Era como las flores de hielo que recubrían el cristal. Sí, como si sus rasgos se hubieran despegado de aquellos adornos de escarcha. Nunca había visto una belleza tan frágil. Sí, como un icono dibujado en el hielo…

Caminamos largo rato en silencio. Ante nosotros se desplegaba lentamente la estepa en medio del zumbido de las cigarras. Pero, pese a aquel ruido seco y al calor, me parecía percibir en los pulmones el aire helado de la gran isba negra. Veía la ventana cubierta de escarcha, el fulgor azulado de los cristales y a la joven con su hijo. Charlotte había hablado en francés. El francés había penetrado en aquella isba que siempre me inspirara temor por su vida tenebrosa, agobiante y muy rusa. Y en sus profundidades se había iluminado una ventana. Sí, Charlotte había hablado en francés. Hubiera podido hablar en ruso; ello en nada habría empañado aquel instante recreado. Luego existía una especie de lengua intermedia. ¡Una lengua universal! Pensé de nuevo en esa mixtura de lenguas que descubriera gracias a mi lapsus, en la «lengua del asombramiento»…

Y ese día, por primera vez, cruzó por mi mente esta exultante idea: «¿Y si fuera posible expresar esa lengua por escrito?».

Una tarde en que caminábamos a orillas del Sumra, se me ocurrió pensar en la muerte de Charlotte. O más bien, por el contrario, pensé en la imposibilidad de su muerte…

Aquel día el calor había sido especialmente agobiante. Charlotte se había quitado las alpargatas y, arremangándose la falda hasta las rodillas, se paseaba por el agua. Encaramado a uno de los pequeños islotes, la veía caminar a lo largo de la orilla. Una vez más, me pareció verla desde muy lejos, al igual que la orilla de arena blanca y la estepa. Sí, como si me hallase suspendido en la barquilla de un montgolfier. Así observamos (de eso me enteraría mucho más tarde) los lugares y los rostros que inconscientemente situamos en el pasado. Sí, la miraba desde esa altura ilusoria, desde ese futuro hacia el que convergían todas mis jóvenes fuerzas. Charlotte caminaba por el agua con la ensoñadora indolencia de una adolescente. Su libro había quedado abierto, bajo los sauces. De repente, en un solo reflejo luminoso, rememoré toda la vida de Charlotte. Fue como una palpitante sucesión de relámpagos: la Francia de comienzos de siglo, Siberia, el desierto, y de nuevo las nieves infinitas, la guerra, Saranza… Nunca había tenido ocasión de pasar revista a la vida de una persona viva de ese modo —de uno a otro cabo—, ni de decir: «Esa vida está cerrada». Nunca habría nada más en la vida de Charlotte sino Saranza, esa estepa. Y la muerte.

Me incorporé en mi islote, miré a aquella mujer que caminaba lentamente en la corriente del Sumra. Y con un júbilo incontenible que de súbito me estalló en el pecho, musité: «No, no morirá». Y me pregunté de dónde me venía esa serena seguridad, esa confianza tan extraña, sobre todo en un año marcado por la muerte de mis padres.

Pero, en vez de una explicación lógica, vi fluir una oleada de instantes en deslumbrante desorden: una mañana llena de soleada bruma en un París imaginario, el viento con efluvios de lavanda irrumpiendo en un vagón, el pitido de la Kukuchka en el tibio aire del atardecer, el lejano instante de la primera nieve que Charlotte viera remolinear durante aquella terrible noche de guerra, y también el instante presente: esa mujer delgada con el cabello gris recogido en un pañuelo blanco, una mujer que se pasea distraídamente por las claras aguas de un río que corre en medio de la estepa sin fin…

Esos reflejos se me antojaban a la par efímeros y dotados de una suerte de eternidad. Me invadía una embriagadora certeza: de manera misteriosa, hacían imposible la muerte de Charlotte. Adivinaba que el encuentro en la isba negra con la joven junto a la ventana cubierta de escarcha —¡el icono dibujado en el hielo!— e incluso la historia de Gavrilych, las cañas, los alevines, una noche de guerra, sí, incluso estas dos breves chispas de luz, corroboraban la imposibilidad de su muerte. Y lo maravilloso era que no había ninguna necesidad de demostrarlo, de explicarlo, de argumentarlo. Miraba a Charlotte, que subía por la orilla para ir a sentarse a su lugar preferido bajo los sauces, y me repetía a mí mismo cual luminosa evidencia: «No, esos instantes no desaparecerán jamás…».

Cuando me acerqué a ella, mi abuela alzó los ojos y me dijo:

—¿Sabes?, esta mañana he copiado para ti dos traducciones distintas de un soneto de Baudelaire. Escucha, te las leeré. Verás como te gustan…

Pensando que se trataría de una simple curiosidad estilística, de esas que a Charlotte le gustaba entresacar de sus lecturas para luego enseñármelas, con frecuencia a modo de adivinanzas, me concentré, deseoso de mostrar mi dominio de las letras francesas. No podía siquiera imaginar que ese soneto de Baudelaire constituiría para mí una auténtica liberación.

Es cierto, la mujer, durante aquellos meses de verano, se imponía a todos mis sentidos como una incesante opresión. Sin saberlo, estaba viviendo esa dolorosa transición que separa el primer acto carnal, con frecuencia apenas esbozado, de los que luego seguirán. Ese tránsito es en ocasiones más delicado que el paso de la inocencia hacia el primer cuerpo femenino.

Incluso en aquel lugar perdido que era Saranza, esa mujer múltiple, huidiza, innombrable, estaba extrañamente presente. Con ser más insinuante, más discreta que en las grandes ciudades, se mostraba mucho más provocadora. Como aquella moza, por ejemplo, que me crucé un día en una calle desierta, polvorienta, abrasada por el sol. Era alta, bien plantada, con esa sana robustez carnal que suele darse en provincias. Su blusa moldeaba un pecho opulento, redondo. Su minifalda ceñía la parte superior de unos rotundos muslos. Los tacones puntiagudos de sus zapatos blancos acharolados hacían que su andar fuese un poco forzado. El atuendo a la moda, el maquillaje y ese caminar convulso conferían a su aparición en la calle vacía un toque surrealista. ¡Pero sobre todo, la exuberancia carnal, casi animal, de su cuerpo, de sus movimientos! En aquella tarde de calor mudo. En aquella ciudad aletargada. ¿Por qué? ¿Con qué propósito? No pude por menos de echar una mirada furtiva tras de mí: sí, sus pantorrillas rotundas, pulidas por el bronceado, sus muslos, los dos hemisferios de sus ancas, que se contoneaban ágilmente a cada paso… Me dije, perplejo, que por fuerza tenía que haber en aquella Saranza muerta una habitación, un lecho en el que aquel cuerpo se tumbaría y, abriendo las piernas, recibiría a otro cuerpo dentro de sí. Tan palmario pensamiento me sumió en una estupefacción sin límites. ¡Todo aquello era tan natural y a la vez tan inverosímil!

O también, una tarde, aquel brazo femenino desnudo, regordete, divisado en una ventana. Una callejuela curva, repleta de frondosos árboles inmóviles, y ese brazo blanquísimo, redondo, desnudo hasta el hombro, que se había agitado unos segundos mientras corría una cortina de muselina para sumir la habitación en la penumbra. Y no sé merced a qué intuición reconocí la impaciencia un tanto excitada de ese gesto, comprendí sobre qué clase de interior aquel brazo echaba la cortina… Incluso sentí el liso frescor del brazo en mis labios.

Cada vez que se producía uno de esos encuentros, resonaba una llamada insistente en mi cabeza: había que seducir de inmediato a aquellas desconocidas, hacerlas mías, llenar con su carne ese rosario de cuerpos soñados. Porque cada ocasión fallida era una derrota, una pérdida irremediable, un vacío que otros cuerpos sólo podrían colmar parcialmente. ¡En tales momentos, mi delirio se hacía insoportable!

Nunca me había atrevido a abordar el tema con Charlotte. Menos aún a hablarle de la mujer cortada en dos que vi en la gabarra, o de mi noche con la muchacha embriagada. ¿Adivinaba ella mi turbación? Seguramente. Aun sin poder imaginar a aquella prostituta divisada a través de los ojos de buey, o a la joven rusa de la vieja balsa, creo que identificaba con mucha precisión ese estadio en mi experiencia amorosa. Inconscientemente, a través de mis preguntas, de mis evasivas, de mi fingida indiferencia hacia temas delicados, de mis propios silencios, trazaba mi retrato de aprendiz de amante. Pero yo, como quien olvida que su sombra refleja en la pared los gestos que quiere ocultar, no me percataba de ello.

Así, mientras oía a Charlotte hablar de Baudelaire, creyendo que se trataba de una simple coincidencia, en la primera estrofa del soneto se perfiló esta presencia femenina:

Quand, les deux yeux fermés, en un soir chaud d’automne,

Je respire l’odeur de ton sein chaleureux,

Je vois se dérouler des rivages heureux

Qu’éblouissent les feux d’un soleil mono tone…[15]

—¿Ves? —prosiguió mi abuela en una mezcla de ruso y de francés, pues había que citar los textos de las traducciones—, Brussov traduce el primer verso así: «Un anochecer de otoño, con los ojos cerrados», etcétera. Balmont, en cambio, dice: «Cuando, cerrando los ojos, un asfixiante atardecer de verano»… A mi juicio, tanto el uno como el otro simplifican a Baudelaire. Porque, verás, en su soneto, esa «cálida tarde de otoño» es un momento muy especial, sí, en pleno otoño, de repente, como un momento privilegiado, ese anochecer cálido, único, un paréntesis de luz en medio de las lluvias y las desdichas de la vida. En sus traducciones, han desvirtuado la idea de Baudelaire: «Un anochecer de otoño», «un atardecer de verano», queda anodino, frío. Mientras que, en Baudelaire, ese instante hace posible la magia, ¿sabes?, como esos días apacibles de finales de otoño…

En sus comentarios, Charlotte utilizaba siempre un diletantismo levemente simulado que ocultaba conocimientos, con frecuencia muy amplios, de los que temía parecer vanagloriarse. Pero yo sólo oía ya la melodía, tan pronto rusa como francesa, de su voz.

De repente dejó de obsesionarme la carne femenina, esa mujer omnipresente que me acosaba con su inagotable multiplicidad, y me embargó un gran sosiego, un sosiego que tenía la transparencia de esa «cálida tarde de otoño», la serenidad de una lenta contemplación casi melancólica de un hermoso cuerpo de mujer echado y sumido en la venturosa lasitud del amor. Ese cuerpo cuyo reflejo carnal se despliega en una serie de reminiscencias, olores, luces…

El río creció antes de que la tormenta llegara adonde nos encontrábamos. Reaccionamos al oír que la corriente chapoteaba ya, invadiendo las raíces de los sauces. El cielo se teñía de violeta y de negro. La estepa, erizada, se petrificaba en cegadores y lívidos paisajes. Con el frescor del primer aguacero nos invadió un efluvio penetrante y ácido. Y Charlotte, al tiempo que doblaba la servilleta que nos había servido de mantel, concluía su exposición:

—Pero al final, en el último verso, se produce una auténtica paradoja en la traducción. ¡Brussov supera a Baudelaire! Sí, Baudelaire habla de los «cantos de los marineros» en esa isla nacida de «el olor de tu seno entrañable». Y Brussov, al traducirlo, oye «las voces de los marineros gritando en varias lenguas». Lo maravilloso es que el ruso puede expresar eso con un solo adjetivo. Esos gritos en lenguas diferentes resultan mucho más vivos que los «cantos de los marineros», de un romanticismo un tanto cursi, la verdad. Como ves, ocurre lo que decíamos el otro día: el traductor de prosa es esclavo del autor, mientras que el de poesía es su rival. Además, en este soneto…

No tuvo tiempo de concluir la frase. La corriente se precipitó bajo nuestros pies arrastrando mis ropas, algunas hojas de papel y una alpargata de Charlotte. El cielo saturado de lluvia se desplomó sobre la estepa. Nos lanzamos a salvar nuestras cosas. Rescaté mi pantalón y mi camisa, que por suerte se habían quedado prendidos a las ramas de los sauces, y pesqué por los pelos la alpargata de Charlotte. También pude alcanzar las hojas con las copias de las traducciones. El aguacero no tardó en convertirlas en bolitas teñidas de tinta…

Si sentimos miedo, no llegamos a notarlo, pues el ensordecedor estrépito del trueno ahuyentó con su violencia todo pensamiento. Las trombas de agua nos aislaron en las temblorosas fronteras de nuestros cuerpos. Percibíamos con sorprendente intensidad nuestros corazones ahogados en aquel diluvio que mezclaba cielo y tierra.

A los pocos minutos, brilló el sol. Desde lo alto de la orilla contemplábamos la estepa, que parecía respirar, reluciente, estremecida por mil chispas irisadas. Intercambiamos una mirada sonriente. Charlotte había perdido su pañuelo blanco, y el cabello mojado le resbalaba en oscuras trenzas sobre los hombros. En sus pestañas brillaban gotitas de lluvia. El vestido empapado se le pegaba al cuerpo. «Es joven. Y muy guapa. A pesar de todo», dijo en mi interior esa voz involuntaria que no nos obedece y nos importuna con su ruda franqueza, pero que revela lo que la palabra meditada censura.

Nos detuvimos ante el terraplén del ferrocarril. Vimos acercarse, en lontananza, un largo tren de mercancías. Con frecuencia se detenía en aquel lugar un jadeante convoy, cortándonos el paso durante breves instantes. Nos divertía tropezamos con ese obstáculo, que respondía sin duda a un cambio de agujas o algún semáforo. Los vagones se interponían formando un gigantesco muro cubierto de polvo. De sus paredes expuestas al sol se desprendía una densa ola de calor. Y a lo lejos, el resuello de la locomotora era lo único que rompía el silencio de la estepa. Cada vez que esto ocurría, yo sentía la tentación de no esperar a que arrancara el tren y de cruzar la vía escurriéndome bajo los vagones. Pero Charlotte me sujetaba asegurándome que acababa de oír el pitido. A veces, cuando la espera se hacía demasiado larga, trepábamos a la plataforma descubierta que tenían en aquella época los vagones de mercancías y pasábamos al otro lado de la vía. Durante esos pocos segundos, nos invadía una gozosa excitación: ¿y si el tren arrancaba y nos llevaba hacia un destino desconocido, fabuloso?

En esta ocasión, no podíamos esperar. Empapados como estábamos, urgía regresar antes de que cayera la noche. Trepé el primero y le tendí la mano a Charlotte, que subió al estribo. En ese momento arrancó el tren. Cruzamos corriendo la plataforma. Yo podía haber saltado. Pero no Charlotte… Permanecimos ante la abertura exterior, donde la corriente se hacía cada vez más viva. El trazado de nuestro sendero se perdió en la inmensidad de la estepa.

No, no estábamos inquietos. Sabíamos que en una u otra estación tenía que detenerse nuestro tren. Incluso me daba la impresión de que a Charlotte, en cierto modo, le divertía nuestra imprevista aventura. Contemplaba la llanura, reavivada por la tormenta. Sus cabellos ondeaban al viento y se le pegaban al rostro. De vez en cuando, se los apartaba con un rápido gesto. A pesar del sol, caía a ratos una lluvia muy fina. Charlotte me sonreía a través de aquel velo rutilante.

Lo que se produjo de repente en aquella plataforma bamboleante en medio de la estepa se asemejó a la fascinación de un niño que, tras observar en vano un dibujo, descubre entre sus líneas sabiamente entremezcladas un personaje o un objeto camuflados. Lo ve, y los arabescos del dibujo cobran un sentido y una vida nuevos…

Lo mismo sucedía con mi mirada interior. ¡De repente, vi! O más bien cobré conciencia, en todo mi ser, del luminoso vínculo que ligaba aquel instante surcado de espejeos irisados con otros instantes que había vivido anteriormente: aquella noche lejana, con Charlotte, el melancólico pitido de la Kukuchka; la mañana parisiense, envuelta, en mi imaginación, en una bruma soleada; el episodio nocturno en la balsa con mi primera enamorada, cuando el enorme barco envolvió desde lo alto nuestros cuerpos abrazados; y las veladas de mi infancia vividas —así me lo pareció— ya en otra vida… Esos instantes, trabados, formaban un universo singular, con su propio ritmo, su aire y su sol particulares. Casi otro planeta. Un planeta en el que la muerte de aquella mujer de grandes ojos grises resultaba inconcebible. En el que el cuerpo femenino abocaba en una sucesión de instantes soñados. En el que mi «lengua del asombramiento» sería comprensible para los demás.

Dicho planeta era el mismo mundo que veíamos desfilar desde el vagón. Sí, esa misma estación donde se detuvo por fin el tren. El mismo andén desierto, barrido por el aguacero. Los mismos escasos transeúntes con sus problemas cotidianos. Ese mismo mundo, pero visto de otra manera.

Mientras ayudaba a apearse a Charlotte, traté de precisar esa «otra manera». Sí, para ver ese otro planeta había que comportarse de un modo especial. Pero ¿cómo?

—Ven, vamos a comer algo —me dijo mi abuela, sacándome de mis cavilaciones, y se encaminó hacia el restaurante situado en una de las alas de la estación.

El comedor estaba vacío, y las mesas, sin poner. Nos acomodamos junto a la ventana abierta, desde la que se divisaba una plaza rodeada de árboles. En las fachadas de los edificios se veían largas bandas de calicó rojo con las habituales proclamas ensalzando el Partido, la Patria, la Paz… Se acercó un camarero y, con tono huraño, nos anunció que la tormenta les había dejado sin luz y que por consiguiente el restaurante cerraba. Quise levantarme, pero Charlotte insistió con esa cortesía envolvente que, por sus fórmulas anticuadas —calcadas del francés, como yo sabía— impresionaba siempre a los rusos. El hombre titubeó un segundo y se retiró, visiblemente desconcertado.

Nos trajo un plato sorprendente por su sencillez: una docena de rodajas de salchichón y un enorme pepino en salmuera cortado en finas láminas. Y lo más importante: colocó ante nosotros una botella de vino. Nunca había cenado así. El propio camarero debió de reparar en la pareja insólita que formábamos y en lo peregrino de aquella cena fría. Sonrió y balbució unas observaciones sobre el tiempo, como para disculparse del recibimiento que acababa de dispensarnos.

Nos quedamos solos en el comedor. El viento que penetraba por la ventana olía a follaje húmedo. En el cielo se escalonaban nubes grises y violetas iluminadas por el crepúsculo. De cuando en cuando chirriaban las ruedas de un coche sobre el asfalto húmedo. Cada sorbo de vino confería una densidad distinta a aquellos sonidos y colores: la fresca frondosidad de los árboles, los cristales brillantes bañados por la lluvia, la tela roja de las proclamas en las fachadas, el chirrido húmedo de las ruedas, el cielo aún tumultuoso… Notaba que, poco a poco, lo que vivíamos en el comedor vacío se desgajaba del momento presente, de aquella estación, de aquella ciudad desconocida, de su vida diaria…

Follajes frondosos, largas manchas rojas en las fachadas, asfalto húmedo, chirrido de neumáticos, cielo gris violeta. Me volví hacia Charlotte. Pero ya no estaba…

Y ya no es ese restaurante de una estación perdida en medio de la estepa. Sino un café parisiense; y tras el cristal veo un cielo de primavera. El cielo gris y violeta todavía tormentoso, el chirrido de los coches en el asfalto húmedo, la fresca exuberancia de los castaños, los toldos rojos del restaurante al otro lado de la plaza. También estoy yo, veinte años después, y acabo de reconocer esa gama de colores y de revivir el vértigo del instante recobrado. Una joven, sentada enfrente de mí, conversa, con gracia muy francesa, sobre temas intrascendentes. Miro su rostro risueño y, de vez en cuando, asiento a sus palabras con un cabeceo. Quiero a esa mujer. Me gusta su voz, su manera de pensar. Conozco la armonía de su cuerpo… «¿Y si le hablase de ese instante que viví hace veinte años, en medio de la estepa, en una estación vacía?», pienso, pero sé que no lo haré.

En esa lejana velada de hace veinte años, Charlotte se levanta ya, se atusa el pelo mirándose en el reflejo de la ventana abierta, y nos marchamos. Y en mis labios, junto con la grata aspereza del vino, se difumina esta frase que nunca me he atrevido a decir: «Si todavía es tan guapa, pese a sus cabellos blancos y a tantos años vividos, es porque a través de sus ojos, de su rostro, de su cuerpo, se transparentan todos estos instantes de luz y de belleza…».

Charlotte sale de la estación. La sigo, embriagado por esa revelación indecible. Y la noche se despliega por la estepa. Una noche que ha durado veinte años en la Saranza de mi infancia.

Volví a ver a Charlotte diez años después, durante unas horas, camino del extranjero. Llegué muy tarde, y tenía que salir a primera hora de la mañana para Moscú. Era una noche helada de finales de otoño, una noche en la que se acumularon en la mente de Charlotte los recuerdos inquietos de todas las separaciones de su vida, de todas las noches de adiós… No dormimos. Charlotte fue a preparar té, y yo me paseé por la casa, que me parecía sorprendentemente pequeña y entrañable por la fidelidad de los objetos familiares.

Tenía yo veinticinco años. Estaba excitado con mi viaje. Sabía ya que me marchaba para mucho tiempo. O más bien, que esa estancia en Europa se prolongaría muchísimo más de las dos semanas previstas. Me daba la impresión de que mi marcha conmocionaría la tranquilidad de nuestro imperio aletargado, de que todos sus habitantes no hablarían más que de mi huida, de que se inauguraría una nueva época a partir de mi primer gesto, de la primera palabra que pronunciase al otro lado de la frontera. Vivía ya de ese desfile de rostros nuevos que iba a conocer, de la belleza de los paisajes soñados, de la excitación que produce el peligro.

Con ese egoísmo un tanto fatuo de la juventud, le dije con tono un poco festivo:

—¡Pues tú también podrías irte al extranjero! A Francia, por ejemplo… ¿A que te apetecería?

No se inmutó. Simplemente, bajó los ojos. Oí la silbante melodía del hervidor, el tintineo de la nieve helada contra el cristal negro.

—Verás —dijo por fin con sonrisa cansada—, cuando en 1922 fui a Siberia, la mitad, o tal vez la tercera parte del viaje, la hice a pie. Recorrí una distancia equivalente a la de aquí a París. Como ves, ni siquiera necesitaría vuestros aviones…

Sonrió de nuevo, mirándome a los ojos. Pero pese a su tono jovial, adiviné en su voz un hondo deje de amargura. Avergonzado, cogí un cigarrillo y salí al balcón…

Allí, asomado a la helada oscuridad de la estepa, creí por fin comprender lo que significaba Francia para ella.