Me curé gracias a aquel cuerpo, joven y de una sensualidad todavía ingenua. Sí, ese día de abril me creí por fin liberado del invierno más doloroso de mi juventud, de sus infortunios, de sus muertos y del peso de las revelaciones que había traído.
Pero lo principal era que mi injerto francés parecía haber dejado de existir. Como si hubiese logrado ahogar ese segundo corazón en mi pecho. El último día de su agonía coincidió con aquella tarde de abril que marcaría para mí el comienzo de una vida sin quimeras…
La vi de espaldas, de pie ante una mesa de gruesas tablas de pino sin pulir, bajo los árboles. Frente a ella, un instructor seguía sus movimientos y, de cuando en cuando, echaba una ojeada al cronómetro que apretaba en la mano.
Aquella joven cuyo cuerpo impregnado de sol me había deslumbrado tendría la misma edad que yo, quince años. Estaba desarmando un fusil ametrallador para, acto seguido, volver a armarlo con la mayor rapidez posible. Se estaban celebrando unas competiciones paramilitares en las que participaban varias escuelas de la ciudad. Ibamos situándonos uno tras otro ante la mesa, aguardábamos la señal del instructor y nos arrojábamos sobre el Kaláshnikov, desarmando sus pesados elementos. Había que colocar las piezas extraídas encima de las tablas y, un instante después, en una divertida marcha atrás, volver a montarlas. Algunos dejábamos caer al suelo el resorte negro, otros se equivocaban al ensamblar las piezas… Me dio la impresión de que ella bailaba ante la mesa. Vestida con una guerrera y una falda de color caqui, un gorro encasquetado sobre sus rizos pelirrojos, ondulaba el cuerpo al ritmo del ejercicio. Había debido de entrenarse mucho para manipular con tal pericia la masa resbaladiza del arma.
Yo la contemplaba estupefacto. ¡Todo en ella era tan sencillo y tan vivo! Sus caderas, respondiendo al movimiento de los brazos, se mecían levemente. Sus rotundas y doradas piernas trepidaban. Gozaba de su propia agilidad, que le permitía incluso gestos inútiles, como el cadencioso combarse de sus bonitas y musculosas nalgas. Sí, bailaba. Y aunque no podía verle el rostro, adivinaba su sonrisa.
Me enamoré de la desconocida joven pelirroja. Ni que decir tiene que sentía sobre todo un deseo muy físico, un embeleso carnal ante aquel talle, de una fragilidad todavía infantil, que contrastaba con un busto ya femenino… Ejecuté mi número de desmontaje-ensamblaje con todos los miembros embotados; tardé más de tres minutos, y quedé en el pelotón de los torpes… Pero más que el deseo de estrechar aquel cuerpo contra mí, de palpar con los dedos la piel bronceada, me embargaba una dicha nueva y sin nombre.
La mesa de gruesas tablas instalada en la linde de un bosque, el sol y el olor de las últimas nieves ocultas en la oscuridad de la espesura, todo era divinamente sencillo. Y luminoso. Como ese cuerpo con su feminidad todavía dormida. Como mi deseo. Como las palabras del instructor. Ninguna sombra del pasado turbaba la limpidez del momento. Yo respiraba, deseaba, ejecutaba maquinalmente las órdenes. Y con indecible gozo, sentía que la maraña de mis dolorosas reflexiones del invierno se desvanecía… La joven rusa se contoneaba ligeramente ante el arma. El sol iluminaba su cuerpo a través del fino tejido de la guerrera. Sus rizos de fuego escapaban de la gorra. Y como en el fondo de un pozo, en sordo y lúgubre eco, resonaban estos nombres grotescos: Marguerite Steinheil, Isabel de Baviera… No acertaba a creer que mi vida se limitara en otro tiempo a tan polvorientas reliquias. Había vivido sin sol, sin deseo, en el crepúsculo de los libros. En pos de un país fantasma, del espejismo de aquella Francia de antaño poblada de espectros…
El instructor lanzó un grito de alegría y mostró a todo el mundo su cronómetro: «¡Un minuto y quince segundos!». Era el mejor tiempo. La pelirroja se volvió, radiante, y quitándose la gorra sacudió la cabeza. Sus cabellos se inflamaron al sol, sus pecas brotaron como chispas. Cerré los ojos.
Y al día siguiente, por vez primera en mi vida, descubrí ese placer tan singular de apretar contra mí un arma de fuego, un Kaláshnikov, y de sentir sus nerviosos temblores en mi hombro. Y de ver cubrirse de agujeros, a lo lejos, una figura de contrachapado. Las sacudidas insistentes del arma, su fuerza viril, poseían para mí una naturaleza profundamente sensual.
Además, desde la primera ráfaga, mi cabeza se llenó de un vibrante silencio. Mi vecino de la izquierda había disparado primero, ensordeciéndome. Aquel incesante carillón, que retumbaba en mis oídos, los irisados rayos de sol en mis pestañas, el agreste olor de la tierra bajo mi cuerpo, me hacían sentir en el súmmum de la felicidad.
Porque por fin volvía a la vida. Por fin le encontraba un sentido. Vivir en la venturosa simplicidad de unos gestos ordenados: disparar, caminar en formación, comer en escudillas de aluminio la kacha de mijo. Dejarse llevar por un movimiento colectivo dirigido por otros. Por los que conocían la meta suprema. Los que, generosamente, asumían el peso de nuestra responsabilidad, convirtiéndonos en seres livianos, transparentes, nítidos. Esa meta era, a su vez, sencilla y unívoca: defender la patria. Me apresuré a identificarme con aquel objetivo fundamental, a disolverme en la masa maravillosamente irresponsable de mis compañeros. Arrojaba granadas, disparaba, montaba una tienda. Feliz. Embelesado. Sano. Y a ratos recordaba con estupor al adolescente que, en una vieja casa al borde de la estepa, se pasaba días enteros meditando sobre la vida y milagros de tres mujeres divisadas en un revoltillo de viejos periódicos. Si alguien me hubiera presentado a ese soñador, sin duda no lo habría reconocido. No me habría reconocido…
Al día siguiente, el instructor nos llevó a presenciar la llegada de una columna de tanques. Divisamos primero una nube gris que se hinchaba en el horizonte. Luego, una potente vibración se propagó por la suela de nuestras botas. La tierra temblaba, y la nube, tornándose amarilla, ascendió hasta el sol y lo eclipsó. Desaparecieron todos los ruidos, cubiertos por el traqueteo mecánico de las orugas. El primer tanque atravesó el muro de polvo; asomó primero el tanque del comandante, luego un segundo, un tercero… Y antes de detenerse, los tanques describieron una apretada curva para ponerse en hilera, al lado del precedente. Sus orugas restallaban entonces violentamente desgarrando la hierba en largas tiras.
Hipnotizado por el poderío del imperio, imaginé de repente el globo terrestre, y que esos carros —¡nuestros carros!— podían desollarlo de cabo a rabo. Me invadió un orgullo que nunca hasta entonces había experimentado…
Y los soldados que salían de las torrecillas me fascinaron por su serena virilidad. Todos ellos se parecían; estaban tallados en la misma materia firme y sana. Los adivinaba invulnerables a los cavernosos pensamientos que me habían torturado durante el invierno. No, todo aquel limo mental no habría permanecido un solo segundo en la límpida corriente de sus razonamientos, sencillos y directos como las órdenes que obedecían. Envidiaba tremendamente su vida. Estaba expuesta allí, bajo el sol, sin una sola mota de sombra. Su fuerza, el olor viril de sus cuerpos, sus guerreras polvorientas. Y la presencia, en algún lugar, de la joven pelirroja, de aquella adolescente, de aquella promesa amorosa. Sólo ansiaba una cosa: poder, un día, asomar por la angosta torrecilla de un tanque, saltar sobre las orugas, luego a la tierra blanda, y caminar con paso agradablemente cansado hacia la mujer-promesa.
Esa vida, una vida profundamente soviética en la que había sido siempre una especie de marginado, me exaltó. Fundirme en su rutina generosa y colectivista se me antojó de repente una luminosa solución. ¡Vivir como vivían todos! Conducir un tanque y, cuando me licenciaran, derretir acero en medio de las máquinas de una gran fábrica a orillas del Volga; acudir cada sábado al campo de fútbol a ver un partido. Pero, sobre todo, saber que en esa tranquila y previsible sucesión de días latía un gran proyecto mesiánico: ese comunismo gracias al cual seríamos todos, un día, permanentemente felices, cristalinos en nuestros pensamientos, estrictamente iguales…
En aquel momento, rasando casi los árboles del bosque, aparecieron los cazas sobre nuestras cabezas. Volando en grupos de tres, hicieron estallar el cielo sobre nosotros. Irrumpían en sucesivas oleadas hendiendo el aire y haciéndome estallar el cerebro con sus decibelios.
Más tarde, en el silencio de la noche, observé durante largo rato la llanura desierta, las oscuras estrías de la hierba arrancada aquí y allá. Un niño —pensaba— había imaginado una fabulosa ciudad que se elevaba por encima de aquel brumoso horizonte… Ese niño ya no existía. Me había curado.
Desde aquel memorable día de abril, la minisociedad escolar me aceptó. Me recibieron con la generosidad condescendiente con que se trata a los neófitos, los conversos fervorosos o los arrepentidos entusiastas. Puse todo mi empeño en mostrarles que mi singularidad había quedado definitivamente superada. Que era como ellos. Y que, además, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para expiar mi marginación.
Entretanto, la propia minisociedad había cambiado. Copiando cada vez mejor el mundo de los adultos, se había dividido en clanes. ¡Sí, casi en clases sociales! Entre ellas distinguí tres que prefiguraban ya el futuro de aquellos adolescentes, unidos poco tiempo antes en una pandilla homogénea. Había primero un grupo de «proletarios». La mayoría provenía de familias obreras que suministraban mano de obra a los talleres del enorme puerto fluvial. Había también un núcleo de alumnos competentes en matemáticas, futuros tejnars que, mezclados en otro tiempo con los proletarios y dominados por ellos, se desmarcaban cada vez más, ocupando el primer plano de la escena escolar. Por último, estaba la camarilla más cerrada y elitista, la más minoritaria también, en la que se reconocía a la intelligentsia en ciernes.
Yo era uno más en cada una de esas clases, y todo el mundo me apreciaba por mi papel de mediador. En un momento dado, me creí casi insustituible. Gracias a… Francia.
Porque, ya curado de ella, me dedicaba a contarla. Me hacía feliz poder confiar a quienes me habían aceptado entre ellos toda aquella reserva de anécdotas acumuladas desde hacía años. Mis relatos gustaban. Combates en las catacumbas, ancas de rana pagadas a precio de oro, calles enteras entregadas al amor venal en París…, todos estos temas me dieron fama de versado narrador.
Hablaba, y al hablar notaba que me había curado del todo. Los accesos de locura que tiempo atrás me sumían en un vertiginoso pasado no habían vuelto a repetirse. Francia se había convertido en pura materia narrativa. Divertida, exótica a los ojos de mis colegas, excitante cuando describía «el amor a la francesa», pero en definitiva no muy distinta de los chascarrillos, con frecuencia procaces, que nos contábamos durante los recreos mientras fumábamos apresuradamente un pitillo.
No tardé en advertir que debía acomodar mis relatos franceses al gusto de mis interlocutores. La misma anécdota cambiaba de tono según la contase a los «proletarios», a los «tejnars» o a los «intelectuales». Orgulloso de mi talento de conferenciante, modificaba los géneros, adaptaba los niveles de estilo, seleccionaba las palabras. Así, para agradar a los primeros, me demoraba largo rato en los tórridos retozos del presidente y Marguerite. El mero hecho de que un hombre —y por añadidura un presidente de la República— hubiese muerto por haberse extralimitado en el amor los sumía ya en el éxtasis. Los tejnars, en cambio, se mostraban más sensibles a las peripecias de la intriga psicológica. Querían saber qué había sido de Marguerite tras su proeza amorosa. Les referí entonces el misterioso doble asesinato que se produjo en el Impasse Ronsin: aquella terrible mañana de mayo en que el marido de Marguerite apareció estrangulado con un cordón y su suegra asfixiada con su propia dentadura postiza… No olvidé añadir que el marido, que era pintor, no daba abasto con los encargos oficiales, en tanto que su esposa no había renunciado a sus amistades influyentes. Y que, según cierta versión, uno de los sucesores del difunto Félix Faure, a todas luces un ministro, había sido sorprendido por el marido…
A los «intelectuales», por su parte, no parecía importarles el tema. Algunos, incluso, para mostrar su desinterés, lanzaban de cuando en cuando un bostezo. Sólo abandonaron esa fingida flema para hacer juegos de palabras. El nombre de «Faure» fue pronto víctima de un retruécano: «dar a Faure» significaba, pronunciado en ruso, «dar puntos a su rival». Estallaron las risas, sabiamente hastiadas. Uno, siempre con esa risita indolente, soltó: «¡Qué forward, Faure!», aludiendo al delantero de fútbol. Otro, poniendo cara de subnormal, habló de la fortochka, el ventanuco… Me di cuenta de que ese estrecho círculo utilizaba una lengua compuesta casi exclusivamente de palabras con doble sentido, alusiones, frases distorsionadas o giros tan sólo conocidos por sus miembros. Con una mezcla de admiración y de angustia, comprobé que su lengua no necesitaba del mundo que nos rodeaba, ¡de aquel sol, de aquel viento! No tardé en imitar con desenvoltura a aquellos malabaristas de las palabras…
La única persona a quien no gustó mi cambio fue Pachka, aquel mal alumno con el que salía antes a pescar. A veces se acercaba a nuestro grupo, nos escuchaba y, cuando yo empezaba a contar mis historias francesas, me miraba con recelo.
Un día se formó a mi alrededor un corro más nutrido que de costumbre. Mi relato debía de interesarles especialmente. Les hablaba (resumiendo la novela de Spivalski, aquel pobre desgraciado al que habían acusado de todos los pecados mortales y asesinado en París) de los dos amantes que habían pasado una larga noche en un tren casi vacío, huyendo a través del imperio moribundo de los zares. Al día siguiente, se separaban para siempre…
Mis oyentes pertenecían en esta ocasión a las tres castas: hijos de proletarios, futuros ingenieros, intelligentsia. Yo describía los fogosos abrazos en el fondo de un compartimiento, el tren nocturno que atravesaba pueblos muertos y puentes incendiados. Me escuchaban ávidamente. Estaba claro que les resultaba más fácil imaginar a una pareja de amantes en un tren que a un presidente de la República en compañía de su amada en un palacio… Y para complacer a los amantes de los juegos de palabras, evoqué la detención del tren en una ciudad de provincias: el protagonista bajaba el cristal de la ventanilla y preguntaba a los escasos individuos que transitaban por el andén cómo se llamaba el lugar. ¡Era una ciudad sin nombre! Una ciudad poblada por extranjeros. El grupo de estetas dejó escapar un suspiro de satisfacción. Y yo, merced a un hábil flash-back, regresé al compartimiento para volver a los amores errabundos de mis extravagantes pasajeros… En ese momento, vi asomar por encima del auditorio la cabeza desgreñada de Pachka. Escuchó unos minutos y luego rezongó, dominando fácilmente mi voz con su áspero vozarrón:
—Estarás contento, ¿no? A esta panda de hipócritas la tienes encandilada. ¡Se les cae la baba con tus cuentos chinos!
Nadie se habría atrevido a plantar cara a Pachka de haberse hallado a solas con él. Pero la multitud se arma de un valor especial. Le contestó un gruñido indignado. Para calmar los ánimos, repliqué con tono conciliador:
—¡Que no, Pachka, que no son cuentos chinos! Que es una novela autobiográfica. Ese tipo, después de la revolución, huyó realmente de Rusia con su amante. Y luego lo asesinaron en París…
—Entonces ¿por qué no les cuentas lo de la estación, eh?
Me quedé de una pieza. De pronto recordé que ya le había contado esa historia a mi amigo. Resulta que, por la mañana, los enamorados se hallaban en una cervecería vacía a orillas del mar Negro, en una ciudad enterrada bajo la nieve. Tomaban té muy caliente ante una ventana cubierta de escarcha… Varios años después, volverían a verse en París y se confesarían que les eran más queridas aquellas horas matinales que todos los sublimes amores de su vida. Sí, aquella mañana gris, umbría, los toques apagados de las sirenas de la niebla, y su presencia cómplice en medio del huracán asesino de la historia…
A esa cervecería de la estación se refería Pachka… Me sacó del apuro el timbre. Mis oyentes apagaron el cigarrillo y se precipitaron al aula. Y yo, desconcertado, pensaba que ninguno de mis estilos —ni el que adoptaba hablando a los «proletarios», ni el de los «tejnars», ni siquiera las acrobacias verbales que encandilaban a los «intelectuales»—, no, ninguno de esos lenguajes podía recrear el misterioso hechizo de aquella mañana de nieve transcurrida en el borde del abismo de los tiempos. Su luz, su silencio… Por lo demás, ¡a ninguno de mis compañeros le habría interesado esa escena! Era demasiado sencilla: sin ganchos eróticos, sin intriga, sin juegos de palabras.
Al regresar de la escuela, recordé que todavía no les había hablado a mis compañeros, al referirles la anécdota del presidente enamorado, de la espera muda junto a la ventana oscura del Elíseo. El solo, frente a la noche de otoño, y en algún lugar de aquel mundo oscuro y lluvioso, una mujer con el rostro oculto tras un velo refulgente de bruma. Pero ¿quién me habría escuchado si se me hubiera ocurrido hablar de aquel velo húmedo en la noche de otoño?
Pachka intentó dos o tres veces, y siempre patosamente, arrancarme de mi nuevo círculo de amigos. Un día me invitó a pescar en el Volga. Con expresión un tanto desdeñosa, decliné la invitación delante de todo el mundo. Pachka permaneció varios segundos ante nuestro grupo, solo, titubeante, extrañamente frágil pese a su complexión robusta… En otra ocasión, me alcanzó a la vuelta de la escuela y me pidió que le prestara el libro de Spivalski. Al día siguiente ni me acordaba…
Me tenía demasiado absorto un nuevo placer colectivo: la Montaña Alegre.
Así llamaban en nuestra ciudad a un enorme recinto de baile al aire libre, situado en la cumbre de una colina desde la que se divisaba el Volga. Apenas sabíamos bailar. Pero nuestros contoneos rítmicos no tenían, en realidad, más que una sola meta: abrazar un cuerpo femenino, tocarlo, someterlo. Para no tener miedo después. Por las noches, durante nuestras escapadas a la Montaña, desaparecían las castas y las camarillas. Todos éramos iguales en el ardor de nuestro deseo. Sólo los jóvenes soldados que disfrutaban de permiso formaban un grupo aparte. Yo los observaba con envidia.
Una noche oí que alguien me llamaba. La voz parecía venir de las copas de los árboles. Alcé la cabeza, ¡y vi a Pachka! La pista de baile estaba rodeada de una alta valla de madera. Tras ella se erguía una masa de vegetación silvestre, una espesura, mezcla de jardín abandonado y de bosque. Y allí, encaramado a una gruesa rama de arce, por encima de la valla, estaba él…
Acababa yo de abandonar el baile tras haber topado patosamente con los pechos de mi pareja… Era la primera vez que bailaba con una muchacha tan desarrollada. Mis manos, posadas en su espalda, estaban empapadas en sudor. Una inesperada fioritura de la orquesta me despistó, hice un movimiento en falso y mi pecho se aplastó contra el suyo. ¡El efecto fue más intenso que una descarga eléctrica! La suave elasticidad del seno femenino me conmocionó. Seguí moviéndome sin oír la música, viendo, en vez de la bonita cara de mi pareja, un óvalo luminiscente. Cuando la orquesta enmudeció, la muchacha se fue sin decir palabra, visiblemente desilusionada. Crucé la pista, escurriéndome por entre las parejas como si caminara sobre hielo, y salí.
Necesitaba quedarme solo, serenarme, tomar aire. Caminé por la alameda que bordeaba la pista de baile. El viento que soplaba del Volga me refrescaba la frente, que me ardía. «¿Y si ha sido ella», pensé de súbito, «la que ha querido chocar conmigo a propósito?». Sí, a lo mejor pretendía que yo notara la tersura de su pecho y su gesto era una señal que yo, en mi ingenuidad y timidez, no había sabido interpretar. ¡Luego quizás había desperdiciado la oportunidad de mi vida!
Como un niño que acaba de romper una taza y cierra los ojos esperando que esa oscuridad momentánea arregle el destrozo, apreté los párpados: ojalá tocara la orquesta la misma canción y yo pudiera recobrar a mi pareja para repetir uno por uno los gestos que habíamos hecho, hasta que se produjera el apretón previsto. Jamás había sentido ni volvería a sentir con tal intensidad una proximidad tan íntima y, a la par, la lejanía más irremediable de un cuerpo femenino…
En pleno desasosiego sentimental, oí la voz de Pachka, oculto entre el follaje. Alcé la vista. Me sonreía, medio estirado en una gruesa rama:
—¡Vamos, sube! Te haré un sitio —dijo, doblando las piernas.
Pachka, que era torpe y patoso en la ciudad, se metamorfoseaba en plena naturaleza. Encaramado a la rama, semejaba un voluminoso felino descansando antes de la caza nocturna…
En otras circunstancias, habría ignorado su invitación. Pero su postura era demasiado insólita y, además, yo me sentía atrapado en flagrante delito. ¡Era como si, desde su rama, hubiera interceptado mis enfervorecidos pensamientos! Me alargó la mano y trepé junto a él. El árbol era un auténtico puesto de observación.
Visto desde arriba, aquel ondular de cientos de cuerpos abrazados cobraba una dimensión distinta. Parecía absurdo (¡todos aquellos seres pateando el suelo!) y a la vez dotado de cierta lógica. Los cuerpos se movían, se aglutinaban lo que duraba un baile, se separaban, a ratos permanecían pegados durante varias canciones. Desde nuestro árbol podíamos abarcar con una sola mirada todos los jueguecillos afectivos que se tejían en la pista. Rivalidades, desafíos, traiciones, flechazos, rupturas, altercados, explicaciones, conatos de pelea rápidamente controlados por un servicio de orden al acecho. Pero, sobre todo, el deseo que se traslucía a través del velo de la música y del ritual del baile. Divisé en la oleada humana a la muchacha cuyos pechos acababa de rozar. Durante un rato, seguí sus distintos cambios de pareja…
Sentía que, en resumidas cuentas, aquel torbellino me recordaba insidiosamente algo. «¡La vida!», me sugirió de repente una voz muda, y mis labios repitieron en un susurro: «La vida…». El mismo amasijo de cuerpos movidos por el deseo, un deseo que disimulan con innumerables remilgos. La vida… «¿Y dónde estoy yo en este instante?», me pregunté, adivinando que de la respuesta a mi pregunta nacería una verdad extraordinaria que lo explicaría todo, y definitivamente.
Se oyeron unos gritos por la zona de la alameda. Reconocí a mis compañeros, que regresaban a la ciudad. Me así a la rama, listo para saltar. La voz de Pachka, teñida de áspera resignación, sonó poco segura:
—¡Aguarda! ¡Ahora apagarán los focos, ya verás, y saldrán un montón de estrellas! Si trepamos más arriba veremos Sagitario…
Ni le escuché. Salté abajo. El suelo trenzado de gruesas raíces retumbó violentamente en la planta de mis pies. Corrí a alcanzar a mis compañeros, que se alejaban gesticulando. Tenía ganas de hablarles cuanto antes de mi pareja, la del pecho opulento, de oír sus comentarios, de ensordecerme con las palabras. Me urgía volver a la vida. Y, con perversa alegría, parodié la extraña pregunta que me rondaba por la cabeza un instante antes: «¿Dónde estoy? ¿Dónde estaba? Pues en una rama, junto al tonto de Pachka. ¡Junto a la auténtica vida!».
Por un peregrino azar (yo sabía ya que la realidad se compone de inverosímiles repeticiones de las que huyen, por considerarlas un grave defecto, los autores de novelas), Pachka y yo volvimos a vernos al día siguiente. Y sentimos ese apuro que embarga a dos compañeros que, por la noche, han intercambiado confidencias trascendentes, exaltadas y sentimentales, se han confesado las cosas más íntimas y, por la mañana, se ven a la cotidiana y escéptica luz del día.
Yo deambulaba en torno al recinto todavía cerrado. Serían apenas las seis de la tarde. Quería a toda costa ser la primera pareja de la muchacha de la víspera. Supersticiosamente, esperaba que el tiempo diese marcha atrás y me permitiese pegar la taza rota.
Pachka apareció por entre la maleza, me vio, titubeó un segundo y se acercó a saludarme. Iba cargado con sus pertrechos de pesca. Llevaba bajo el brazo una gruesa hogaza de pan negro de la que iba arrancando trozos que masticaba con apetito. De nuevo me sentí pillado en flagrante delito. Me miró de arriba abajo, examinando mi camisa clara con el cuello abierto, mi pantalón a la moda, muy ancho por abajo. Luego, meneando la cabeza a modo de adiós, echó a andar. Solté un suspiro de alivio. Pero de repente Pachka se dio media vuelta y me gritó con voz un poco ruda:
—¡Ven, que te enseñaré algo! Vamos, no te arrepentirás…
Si se hubiera detenido para esperar mi respuesta, habría farfullado una negativa. Pero siguió caminando sin mirarme. Le seguí con paso vacilante.
Bajamos hacia el Volga y cruzamos el puerto con sus enormes grúas, sus talleres, sus almacenes de chapa ondulada. Río abajo, nos internamos en un amplio descampado repleto de viejas barcas, de construcciones metálicas oxidadas, de largos troncos medio podridos dispuestos en pirámides. Pachka ocultó sus cañas y redes bajo uno de los troncos carcomidos y comenzó a saltar de una a otra barca. Había también un antiguo desembarcadero y algunas pasarelas que cedían flexiblemente bajo los pies. Por lo demás, lanzado en pos de Pachka, no advertí en qué momento habíamos dejado atrás la tierra firme para encontrarnos en aquella isla flotante de embarcaciones abandonadas. Me así a una baranda rota, salté a una especie de junco, salvé una borda y me deslicé sobre la madera húmeda de una balsa…
Fuimos a dar por fin a un canal de orillas escarpadas y cuajadas de saúcos en flor. Los cascos de viejos barcos apretujados, borda contra borda, en fantástico desorden, impedían ver la superficie del agua.
Nos acomodamos en el banco de una barquichuela. Sobre ella se alzaba el costado de una gabarra que ostentaba las huellas de un incendio. Estirando el cuello, divisé arriba, en la cubierta de la gabarra, una cuerda tendida junto al camarote; unos jirones de tela descolorida ondeaban suavemente: era ropa que llevaba años puesta a secar…
La noche era cálida, brumosa. El olor del agua se mezclaba con los efluvios insulsos del saúco. De cuando en cuando, un barco que pasaba a lo lejos, por el centro del Volga, enviaba a nuestro canal una serie de perezosas olas. Nuestro barco se balanceaba frotándose contra el costado negro de la gabarra. Todo aquel cementerio medio sumergido se animaba. Se oía el crujir de un cabo de amarre, el chapoteo sonoro del agua bajo un pontón, el susurro de las cañas.
—¡Qué barbaridad, cuánto empalletado! —exclamé utilizando un término cuyo origen marino me sonaba vagamente.
Pachka me lanzó una mirada un poco perpleja; fue a decir algo, pero mudó de parecer. Me levanté, pues me urgía regresar a la Montaña Alegre… De súbito, mi amigo me tiró con fuerza de la manga para que me sentara y, con un nervioso susurro, anunció:
—¡Espera, que ahí llegan!
Oí un ruido de pasos. Primero el chasquido de los zapatos en la arcilla húmeda de la orilla, luego el taconeo en la madera de una pasarela. Por último, un martilleo metálico encima de nosotros, en la cubierta de la gabarra… Y al punto nos llegaron de sus entrañas unas voces ahogadas.
Pachka se irguió cuan largo era y se pegó al costado de la gabarra. Hasta ese momento no me había fijado en los tres ojos de buey. Los cristales estaban rotos y tapados desde el interior con trozos de contrachapado. La superficie de éstos estaba cubierta de finos cortes hechos con una cuchilla. Sin despegarse de su ojo de buey, mi amigo agitó la mano invitándome a imitarle. Me así a un saliente de acero que corría a lo largo de la borda y arrimé la cara al ojo de buey de la izquierda. El que estaba en el centro quedó desocupado.
Lo que vi a través de la hendidura era a la par trivial y extraordinario. Una mujer, de quien sólo veía la cabeza, de perfil, y la parte superior del cuerpo, parecía acodada en una mesa, con los brazos paralelos, las manos inmóviles. Su rostro parecía sereno e incluso soñoliento. Sólo su presencia allí, en aquella gabarra, podía resultar sorprendente. Aunque al fin y al cabo… Sacudía levemente la cabeza de rizos claros, como si asintiera sin parar a un interlocutor invisible.
Me separé del ojo de buey y eché una mirada a Pachka. Estaba perplejo.
—Bueno, ¿qué es lo que había que ver? —inquirí.
Pero él, con las manos pegadas a la superficie desconchada de la gabarra, tenía la frente arrimada al contrachapado.
Me desplacé entonces hacia el ojo de buey contiguo, asomándome a una de las fisuras que perforaban la madera…
Me dio la impresión de que nuestra barca se iba a pique, descendía hasta el fondo de aquel canal atestado, y de que la borda de la gabarra, por el contrario, ascendía hacia el cielo. Febrilmente, me dejé imantar por su áspero metal, intentando retener la imagen que acababa de deslumbrarme.
Era un trasero femenino de una desnudez blanca, maciza. Sí, las caderas de una mujer arrodillada, vista siempre de lado, sus piernas, sus muslos, cuya envergadura me espantó, y el arranque de su espalda cortada por el campo de visión de la rendija. Tras ese enorme trasero estaba un soldado, también de rodillas, con el pantalón desabrochado y la guerrera desaliñada. Se aferraba a las caderas de la mujer y tiraba de ellas hacia sí, como si quisiera hundirse en aquel amasijo de carne que al mismo tiempo rechazaba sacudiendo violentamente todo el cuerpo.
Nuestra barca empezó a escurrirse bajo mis pies. Un barco que remontaba el Volga había mandado olas a nuestro canal.
Una de ellas logró hacerme perder el equilibrio. Para evitar caerme, di un paso hacia la izquierda y quedé al nivel del primer ojo de buey. Apreté la frente contra el marco de acero. En la rendija apareció la mujer de pelo rizado, la del rostro indiferente y somnoliento que había visto primero. Acodada en lo que parecía un mantel, vestida con una blusa blanca, continuaba asintiendo con pequeños cabeceos y, distraídamente, se examinaba los dedos…
El primer ojo de buey. Y el segundo. La mujer con los párpados entornados de sueño, su ropa y su peinado, tan corrientes. Y la otra. El trasero desnudo y erguido, la carne blanca en la que se hundía un hombre que parecía enclenque a su lado, los muslos macizos, el pesado movimiento de las caderas. En mi joven cerebro espantado, ningún vínculo podía asociar ambas imágenes. ¡Imposible unir la parte superior de ese cuerpo femenino con la parte inferior!
Era tal mi excitación que el costado de la gabarra me pareció de repente horizontal. Aplastado como un lagarto sobre su superficie, me desplacé hacia el ojo de buey de la mujer desnuda. Seguía allí, pero ahora la robusta redondez de sus carnes permanecía inmóvil. El soldado, de frente, se abrochaba con gestos blandos y torpes. Otro soldado, más bajo que el primero, se arrodilló tras las ancas blancas. Sus movimientos, en cambio, eran de una rapidez nerviosa, medrosa. En cuanto empezó a menearse, empujando con el vientre los pesados hemisferios blancos, pasó a ser idéntico al primero. En nada se diferenciaban sus gestos.
Mis ojos se llenaron de puntitos negros. Me flaqueaban las piernas. Y mi corazón, pegado al metal oxidado, hacía vibrar todo el barco con sus latidos profundos, jadeantes. Una nueva serie de pequeñas olas sacudió la barca. El costado de la gabarra recobró la verticalidad, y, privado ya de mi agilidad de lagarto, me deslicé hacia el primer ojo de buey. La mujer de la blusa blanca movía maquinalmente la cabeza, contemplándose las manos. La vi rascarse una uña para descascarillarse la capa de esmalte…
Esta vez los pasos sonaron en orden inverso: el martilleo metálico en la cubierta, el taconeo en las tablas de la pasarela, el chasquido de la arcilla húmeda. Sin mirarme, Pachka saltó desde nuestra barca a un pontón medio sumergido, y de allí a un embarcadero. Yo le seguí, con los blandos brincos de una marioneta de trapo.
Al llegar a la orilla, se sentó, se quitó las botas y, arremangándose el pantalón hasta las rodillas, entró en el agua abriéndose paso entre los largos tallos de las cañas. Apartó las lentejas de agua y se lavó durante largo rato, lanzando gruñidos de placer que, de lejos, alguien habría tomado por gritos de angustia.
Era un gran día en la vida de la muchacha. Esa noche de junio iba a entregarse por primera vez a uno de sus jóvenes amigos, a uno de aquellos muchachos que pateaban la pista de la Montaña Alegre.
A decir verdad, la chica no valía gran cosa. Su rostro tenía esos rasgos neutros que, en el desfile humano, pasan inadvertidos. El cabello, de un rojo pálido, tan sólo permitía adivinar su color a la luz del día. Bajo los focos de la Montaña o en la azulada aureola de los faroles, parecía sencillamente rubia.
Yo había descubierto aquella práctica amorosa hacía apenas unos días. En el hormigueo humano del baile, veía formarse grupos; un torbellino de adolescentes nacía, rebullendo, excitándose, y se dispersaba para iniciarse en lo que parecía tan pronto estúpidamente sencillo como fabulosamente misterioso y profundo: el amor.
Debió de quedar marginada en uno de esos grupos. Primero había bebido como los demás, a escondidas, entre los arbustos que cubrían las laderas de la Montaña. Luego, cuando el pequeño círculo agitado se dispersó en parejas, se quedó sola, pues el azar matemático no le brindó compañero. Las parejas se habían eclipsado. Se notaba ya achispada. No estaba habituada al alcohol y había bebido demasiado, por excesivo afán, por temor a no estar a la altura de los demás, por su deseo también de mitigar la angustia de aquel gran día… Había regresado a la pista, sin saber qué hacer con su cuerpo, presa de una impaciente exaltación. Pero empezaban ya a apagar los focos.
Todo esto lo adivinaría yo más tarde… Aquella noche tan sólo vi a una adolescente que deambulaba por un rincón del parque, dando vueltas en torno al círculo lívido de un farol, cual mariposa nocturna atrapada por un rayo de luz. Me sorprendieron sus andares: caminaba como sobre una cuerda, con pasos ingrávidos y tensos a la par. Comprendí, por cada uno de sus gestos, que luchaba contra la ebriedad. Su rostro tenía una expresión envarada. Todo su ser se concentraba en ese único esfuerzo: no caerse, evitar que se le notase la ebriedad, seguir dando vueltas en torno al círculo luminoso hasta que los árboles oscuros dejasen de bambolearse, de brincar ante ella agitando sus ramas sonoras.
Me dirigí a su encuentro. Penetré en el círculo azul del farol. Su cuerpo (su falda negra, su blusa clara) concentró de súbito todo mi deseo. Sí, se convirtió de inmediato en la mujer que siempre había deseado. Pese a su jadeante fragilidad, pese a sus rasgos difuminados por la ebriedad, pese a todo lo que en su cuerpo y en su rostro hubiera debido disgustarme y que sin embargo se me antojaba de pronto tan hermoso.
En sus vueltas, se tropezó conmigo y alzó los ojos. Vi sucederse varias expresiones en su rostro: miedo, ira, sonrisa. Acabó imponiéndose la sonrisa, una sonrisa vaga que parecía dirigirse a otra persona. Me cogió del brazo. Bajamos la colina.
Al principio, hablaba sin parar. Su voz juvenil no lograba mantener un tono uniforme. Tan pronto susurraba como casi gritaba. Asiéndose a mi brazo, tropezaba de cuando en cuando y lanzaba entonces una palabrota, llevándose con regocijada celeridad la mano a los labios. O, de repente, se apartaba bruscamente de mí, con cara ofendida, para apretarse contra mi hombro un instante después. Adiviné que mi acompañante estaba representando una comedia amorosa preparada con mucha antelación, un juego que tenía por objeto demostrar a su pareja que no era una chica cualquiera. Pero, en su ebriedad, trastocaba el orden de esos pequeños interludios. Y yo, pésimo actor, permanecía mudo, pues me subyugaba esa presencia femenina súbitamente tan accesible y, sobre todo, la sorprendente facilidad con que iba a ofrecérseme aquel cuerpo. Siempre había pensado que tal ofrecimiento vendría precedido por un largo camino sentimental, mil palabras, un ingenioso devaneo amoroso. Me callaba, sintiendo aplastarse contra mi brazo un pechito femenino. Y mi compañera, en animado chapurreo, rechazaba las insinuaciones de un fantasma cada vez más atrevido, hinchaba los carrillos por unos segundos como muestra de rechazo, para luego envolver a su amante imaginario en una mirada que se le antojaba lánguida y que simplemente estaba enturbiada por el vino y la excitación.
La llevé hacia el único lugar que podía albergar nuestro amor: la isla flotante donde, a comienzos de verano, espiara con Pachka a la prostituta y a los soldados.
En la oscuridad, debí de equivocarme de dirección. Tras un largo deambular por entre las barcas adormecidas, nos detuvimos en una especie de vieja chalana cuya baranda tenía los soportes rotos y se hundía en el agua.
La muchacha enmudeció bruscamente. Probablemente se le estaba pasando la borrachera. Yo permanecía inmóvil, adivinando su tensa espera en la oscuridad. No sabía cómo actuar. Me arrodillé y palpé las tablas, arrojando al agua un rollo de cuerdas raídas y un montón de algas secas. Entregado a ese quehacer, rocé casualmente su pierna. La piel se le cubrió de carne de gallina bajo mis dedos…
Permaneció muda hasta el final. Mantuvo siempre los ojos cerrados, y parecía ausente, abandonándome su cuerpo sacudido por pequeños estremecimientos. Debí de hacerle mucho daño con mis movimientos apresurados. Aquel acto tan soñado naufragó en una serie de torpes y dificultosas manipulaciones, como si el amor abocara en una precipitada y nerviosa prospección. Rodillas y codos adoptaban una extraña fijeza anatómica.
El placer fue como la llama de una cerilla en el viento helado: un fuego que apenas tiene tiempo de quemar los dedos antes de apagarse, dejando un punto cegador en los ojos.
Al intentar besarla (pensé que era el momento en que debía hacerlo) noté que se mordía con fuerza la boca…
Y lo que más me aterró fue que un segundo después no necesitaba ni sus labios, ni sus pechos picudos que asomaban por la blusa abierta, ni sus escurridos muslos, que se había apresurado a cubrir con la falda. Su cuerpo me era ya indiferente e inútil. Una vez satisfecho mi obtuso placer carnal, no necesitaba nada más. «¿Qué hace ahí tumbada y medio desnuda?», me preguntaba malhumorado. Sentí bajo la espalda la aspereza de las tablas y la quemazón de unas astillas en la mano. El viento tenía un penetrante regusto a agua estancada.
Se produjo quizás, en aquel intervalo nocturno, un olvido pasajero, un fulgurante sueño que duró unos minutos. Porque no vi acercarse el barco. Abrimos los ojos cuando su enormidad blanca estaba ya encima, con sus deslumbrantes luces. Pensaba que nuestro refugio se hallaba en el fondo de una de las innumerables bahías atestadas de herrumbrosos restos de embarcaciones. Pero había ocurrido lo contrario. Habíamos llegado, en la oscuridad, al extremo de un cabo que despuntaba casi sobre el centro del río… El barco iluminado que descendía lentamente por el Volga se alzó bruscamente sobre nuestra vieja chalana mostrando sus tres cubiertas escalonadas. Las figuras humanas se recortaron en el cielo oscuro. Se veía a gente bailando en la cubierta superior, bajo la luz de los focos. Nos llegó el cálido fluir de un tango, envolviéndonos. Las ventanas de los camarotes, más discretamente iluminadas, parecieron inclinarse, dejándonos penetrar en su intimidad… El paso del barco creó un flujo tan potente que nuestra balsa describió un semicírculo, un rápido deslizamiento que nos dio vértigo. El navio pareció rodearnos con su luz y su música… En ese instante, la muchacha me apretó la mano y se acurrucó contra mí. La cálida densidad de su cuerpo parecía concentrarse por entero en mis manos como el cuerpo palpitante de un pájaro. Sus brazos, su cintura, tenían la flexibilidad del ramo de nenúfares que recogiera yo un día, juntando en el agua varios tallos resbaladizos…
Pero ya el barco se perdía en la oscuridad. El eco del tango se apagó. En su periplo a Astrakán, se llevaba la noche con él. El aire se llenó de una palidez vacilante en torno a nuestra balsa. Se me hizo extraño vernos en medio de un gran río, en ese tímido despuntar del día, sobre las tablas húmedas de una balsa. Y en la orilla se dibujaban lentamente los contornos del puerto.
La muchacha no me esperó. Sin mirarme, comenzó a saltar de una a otra barca. Se escabullía con la desabrida premura de una joven bailarina tras una salida equivocada a escena. Yo seguía con la vista su nerviosa carrera, con el corazón en suspenso. En cualquier momento podía resbalar en la madera mojada, fallarle una pasarela suelta, hundirse entre dos barcas cuyas bordas se cerrarían sobre su cabeza. La intensidad de mi mirada la sujetaba en sus piruetas a través de la bruma matinal.
Un instante después la vi caminar por la orilla. En el silencio, la arena húmeda crujía suavemente bajo sus pasos… Hacía un instante estaba tan cerca de mí, y ahora se alejaba. Me embargó un dolor muy nuevo para mí: una mujer se alejaba, rompiendo los invisibles lazos que todavía nos unían. Y allí, en la orilla desierta, se convertía en un ser extraordinario. La mujer a la que amaba se tornaba de pronto independiente de mí, ajena a mí; luego hablaría con los demás, sonreiría… ¡Viviría!
Se volvió al oírme correr tras ella. Vi su cara pálida, sus cabellos, que eran —ahora me daba cuenta— de un tono rojizo muy claro. No sonreía y me miraba en silencio. No recordaba ya lo que quería decirle al oír, un minuto antes, crujir la arena bajo sus pies. «Te quiero» hubiera sido una mentira impronunciable. Su falda negra arrugada, sus brazos, delgados como los de un niño, me eran más caros que todos los «te quiero» del mundo. Proponerle que volviéramos a vernos ese día o el siguiente resultaba impensable. Nuestra noche sólo podía ser única. Como el barco que había pasado, como nuestro sueño fulgurante, como su cuerpo en el frescor del gran río aletargado.
Intenté decírselo. Hablé, deshilvanadamente, del crujir de la arena bajo sus pasos, de su soledad en la orilla, de su fragilidad, aquella noche, que me había traído a la memoria los tallos de los nenúfares. Sentí de repente, y con intensa felicidad, que tenía que hablarle del balcón de Charlotte, de nuestras veladas en las estepas, de las tres elegantes en los Campos Elíseos una mañana de otoño…
Su rostro se crispó en una expresión a la par despectiva e inquieta. Le temblaron los labios.
—Pero ¿tú estás tocado o qué? —dijo, interrumpiéndome con ese tono una pizca nasal con que increpaban las muchachas a los pelmazos en la Montaña.
Permanecí inmóvil. Ella se encaminó a los primeros edificios del puerto y no tardó en perderse en su densa sombra. Empezaban a aparecer obreros en las puertas de los talleres.
A los pocos días, en medio del hervidero nocturno de la Montaña, oí una conversación de mis compañeros de escuela, que no habían reparado en mi proximidad. Una de las muchachas de su pandilla se había quejado —según decían— de su pareja, que no sabía hacer el amor (expresaron la idea con mucha mayor crudeza), y había referido, al parecer, detalles cómicos («tronchantes», al decir de uno de ellos) de su comportamiento. Yo los escuchaba esperando alguna revelación erótica. De pronto salió a relucir el nombre del galán escarnecido: Frantsuz… Era mi mote, del que yo me sentía bastante orgulloso. Frantsuz, «francés» en ruso. A través de sus risas me llegó un intercambio de réplicas, entre dos amigos, a modo de conciliábulo: «Esta noche nos encargamos de ella cuando acabe el baile. Pero los dos, ¿eh?».
Adiviné que seguían hablando de la muchacha. Abandoné mi rincón y me encaminé hacia la salida. Mis compañeros me vieron. «¡Frantsuz! Frantsuz…». Ese cuchicheo me acompañó un momento y se esfumó con la oleada de música.
Al día siguiente, salí para Saranza sin avisar a nadie.