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En otoño, apenas unos días separaron el periodo en que, avergonzado de confesármelo a mí mismo, disfrutaba de la ausencia de mi madre, hospitalizada «para una simple revisión», según nos dijo ella, y la tarde en que, al salir de la escuela, me enteré de su muerte.

Al día siguiente de su ingreso en el hospital, reinaba ya un agradable abandono en nuestro piso. Mi padre se quedaba mirando la televisión hasta la una de la mañana. Yo, saboreando ese preludio de libertad de adulto, intentaba retrasar cada día un poco más la hora de regresar a casa: nueve, nueve y media, diez…

Pasaba esas últimas horas de la tarde en un punto de la ciudad donde, en el crepúsculo de otoño y con un pequeño esfuerzo de imaginación, se producía una ilusión óptica sorprendente: la de un atardecer lluvioso en una metrópoli de Occidente. Era un lugar único en medio de las anchas y monótonas avenidas de nuestra ciudad. Allí las calles, al entrecruzarse, se dispersaban como los radios de un círculo; las fachadas de los edificios se recortaban en forma de trapecio. Yo sabía que, en París, Napoleón había ordenado que los cruces de las calles tuvieran esa disposición, para evitar así colisiones de coches…

Cuanto más densa era la oscuridad, más completa resultaba mi ilusión. Poco me importaba saber que una de esas casas albergaba el museo local del ateísmo y que las paredes de las demás escondían abarrotados pisos comunitarios. Contemplaba la acuarela amarilla y azul de las ventanas bajo la lluvia, los reflejos de los faroles en el asfalto grasiento, los perfiles de los árboles desnudos. Estaba solo y era libre, feliz. Entre susurros, hablaba conmigo mismo en francés. Ante esas fachadas en forma de trapecio, la sonoridad de esta lengua se me antojaba de lo más natural. ¿Se materializaría en algún encuentro la magia que había descubierto aquel verano? Me parecía que cada mujer con la que me cruzaba quería hablarme. Cada media hora arrancada a la noche insuflaba consistencia a mi espejismo francés. Dejaba de pertenecer a mi época y a mi país. En aquella glorieta nocturna, me sentía maravillosamente ajeno a mí mismo.

Últimamente el sol me producía hastío; el día se había convertido en una inútil espera de mi auténtica vida, la noche…

La noticia, sin embargo, me llegó en pleno día; yo entornaba los ojos cegados por la primera escarcha. A mi paso, resonó una voz en medio del alborozado tropel de alumnos, que seguían mostrándome la misma hostilidad y desdén.

—¿Os habéis enterado? Se ha muerto su madre…

Columbré algunas miradas curiosas. Reconocí al que había hablado; era el hijo de nuestros vecinos…

La indiferencia del comentario me dio tiempo para hacerme a la idea de una situación inconcebible: mi madre había muerto. Todos los acontecimientos de los últimos días se fundieron de súbito en un cuadro coherente: las frecuentes ausencias de mi padre, su silencio, la llegada, días atrás, de mi hermana (entonces caí en la cuenta de que no coincidía con las vacaciones universitarias…).

Me abrió la puerta Charlotte. Había llegado de Saranza esa misma mañana. ¡Luego todos lo sabían! Y yo seguía siendo «el niño al que de momento no le diremos nada». Y ese niño, sin saber nada, seguía paseándose por su carrefour «francés», imaginándose adulto, libre, misterioso. Ese desengaño fue el primer sentimiento provocado por la muerte de mi madre. De inmediato dio paso a la vergüenza: ¡mi madre se estaba muriendo, y yo, en mi egoísta satisfacción, me regodeaba con mi libertad, recreando el otoño parisiense bajo las ventanas del museo del ateísmo!

Durante esos tristes días, e incluso en el entierro, Charlotte fue la única que no lloró. Con rostro impasible y ojos serenos, se ocupaba de todas las tareas domésticas, recibía a las visitas y acomodaba a los parientes llegados de otras ciudades. Su sequedad disgustaba a la gente…

«Puedes venir a casa cuando quieras», me dijo al marchar. Meneé la cabeza, recordando Saranza, el balcón, la maleta atestada de viejos periódicos franceses. De nuevo sentí vergüenza: mientras ella y yo nos contábamos historias, la vida proseguía con sus alegrías y dolores auténticos, mi madre trabajaba, ya enferma, sufría sin confesárselo a nadie, se sabía condenada sin dejarlo traslucir con una palabra o un gesto. Y nosotros dos hablábamos durante días de las elegantes de la Belle Epoque…

Vi marcharse a Charlotte con alivio. Me sentía veladamente implicado en la muerte de mi madre. Sí, pesaba sobre mí esa vaga responsabilidad que experimenta el espectador cuya mirada hace tambalearse o incluso caer a un funámbulo. Charlotte me había enseñado a distinguir a la gente en medio de una gran ciudad industrial como París, ella me había encerrado en aquel pasado soñado desde el que yo dirigía miradas distraídas a la vida real.

Y la vida real era esa capa de agua que, con un escalofrío, vi estancada en el fondo de la tumba el día del entierro. Bajo una fina lluvia de otoño, lentamente, depositaron el ataúd en esa mezcla de agua y fango…

La vida real se dejó sentir también con la llegada de mi tía, la hermana mayor de mi padre. Vivía en una barriada obrera cuyos habitantes se levantaban a las cinco de la mañana para agolparse a las puertas de las gigantescas fábricas de la ciudad. Esa mujer trajo consigo el hálito pesado e intenso de la vida rusa: una extraña amalgama de crueldad, ternura, embriaguez, anarquía, irrefrenable alegría de vivir, lágrimas, esclavitud consentida, obcecación obtusa e inesperada agudeza… Descubrí, con creciente asombro, un universo eclipsado antaño por la Francia de Charlotte.

Mi tía temía, por encima de todo, que mi padre se diera a la bebida, hábito fatal de los hombres que había conocido en su vida. Por eso, cada vez que venía a vernos repetía: «¡Nikolái, ni se te ocurra beber amargo!». Es decir, vodka. Él asentía maquinalmente sin oírla, y reiteraba sacudiendo enérgicamente la cabeza:

—No, no. Tenía que haberme muerto yo primero. Está claro. Así…

Y se llevaba la mano a su cráneo calvo. Yo sabía que encima de la oreja izquierda tenía un «agujero», una zona tan sólo cubierta por una piel fina y lisa en la que se percibían rítmicos latidos. Mi madre siempre había temido que mi padre se viera envuelto en una pelea y muriera de un simple papirotazo…

—Ni se te ocurra tocar el amargo…

—No. Tenía que haberme muerto yo primero…

Aunque no se dio a la bebida, las advertencias de su hermana resultaron estúpidamente justificadas. Una noche de febrero, en la época de los últimos y más rigurosos fríos del invierno, se desplomó en un callejón cubierto de nieve, fulminado por un ataque cardiaco. Los milicianos que lo encontraron tumbado en la nieve, confundiéndolo a primera vista con un beodo, lo llevaron al «desemborrachadero». Hasta el día siguiente no se advertiría el error…

De nuevo la vida real, con su fuerza arrogante, vino a desafiar mis quimeras. Bastó y sobró un ruido: los milicianos habían transportado el cuerpo en un furgón cubierto con una lona donde hacía tanto frío como en el exterior; y ese cuerpo, al colocarlo sobre el banco de madera del furgón, sonó como un bloque de hielo…

No podía mentirme a mí mismo. En la profunda maraña de pensamientos sin máscara, de confesiones sin rodeos —que me hacía a mí mismo—, la desaparición de mis padres no había dejado heridas incurables. Sí, en aquellas conversaciones secretas conmigo mismo reconocía para mis adentros que no sufría en demasía.

Y si lloraba alguna vez, no lloraba por haberlos perdido. Eran lágrimas de impotencia ante una verdad pasmosa: toda una generación de muertos, de mutilados, de personas que no habían disfrutado de su juventud. Decenas de millones de seres eliminados por las buenas de la vida. Los caídos en el campo de batalla disfrutaban al menos del privilegio de haber tenido una muerte heroica. Pero los supervivientes que fallecían diez o veinte años después de la guerra parecían morir «normalmente», «de viejos». Era preciso acercarse mucho a mi padre para ver encima de su oreja la señal ligeramente cóncava donde se notaba latir la sangre. Era preciso conocer a mi madre para distinguir en ella a la niña petrificada ante la ventana negra, bajo un cielo cuajado de extrañas estrellas runruneantes, durante la primera batalla de la guerra. Para ver en ella también a la adolescente esquelética, lívida, que se atragantaba al devorar mondas de patata…

Observaba la vida de ambos a través del vaho de las lágrimas. Veía a mi padre regresar a su pueblo natal, después de la desmovilización, una cálida noche de junio. Mi padre lo reconocía todo: el bosque, el río, la curva de la carretera. Luego se topaba con un lugar desconocido, una calle negra, formada por dos hileras de isbas calcinadas. Y ni un solo ser vivo. Únicamente el alegre canto de un cuclillo acompasado con los ardientes latidos de la sangre encima de su oreja.

Veía a mi madre, recién aprobados los exámenes de ingreso en la universidad, veía a aquella muchacha petrificada en rígida posición de firmes ante un muro de rostros despectivos, una comisión del Partido reunida para juzgar su «crimen». Sabía que la nacionalidad de Charlotte, sí, su origen francés, constituía una terrible tara en esa época de lucha contra el «cosmopolitismo». En el cuestionario que se debía rellenar antes del examen, ella había escrito con mano temblorosa: «Madre, de nacionalidad rusa»…

Y se habían conocido esos dos seres, tan distintos y tan próximos en su juventud mutilada. Y habíamos nacido mi hermana y yo, y la vida había seguido a despecho de las guerras, los pueblos calcinados, los campos de concentración.

Sí, a veces yo lloraba al pensar en su silenciosa resignación. Ellos no reprochaban nada a nadie, ni exigían compensaciones. Vivían e intentaban hacernos felices. Mi padre se había pasado la vida recorriendo los espacios infinitos entre el Volga y el Ural, montando con su brigada líneas de alta tensión. Mi madre, expulsada de la universidad a raíz de su crimen, no se había sentido nunca con ánimos para intentarlo de nuevo. Trabajaba de traductora en una de las grandes fábricas de nuestra ciudad. Como si aquel francés técnico e impersonal pudiera disculparla de su criminal ascendencia gala.

Yo observaba aquellas dos vidas, a la par triviales y extraordinarias, y sentía nacer en mi pecho una ira confusa, sin acertar a saber contra quién iba dirigida. Sí que lo sabía: ¡contra Charlotte! Contra la serenidad de su universo francés. Contra el inútil refinamiento de aquel pasado imaginario: ¡valiente locura dedicarse a pensar en tres criaturas aparecidas en un recorte de prensa de principios de siglo o intentar recrear los estados de ánimo de un presidente enamorado! Y olvidar a ese soldado salvado por el invierno, que se había taponado la cabeza fracturada con un pedazo de hielo para contener la hemorragia. Olvidar que si yo vivía era gracias a aquel tren que se deslizaba a tientas entre los convoyes atestados de carne humana triturada, un tren que se llevaba a Charlotte y a sus hijos para ocultarlos en las profundidades protectoras de Rusia… Aquella frase de propaganda que me dejaba en otro tiempo indiferente: «¡Veinte millones de personas han muerto para que vosotros podáis vivir!», sí, aquella cantinela patriótica cobró de súbito para mí un nuevo y doloroso sentido. Y muy personal.

Rusia despertaba en mí, cual oso tras un largo invierno. Una Rusia despiadada, hermosa, absurda, única. Una Rusia opuesta al resto del mundo por su tenebroso destino.

Sí, si lloré alguna vez cuando murieron mis padres, fue porque me sentí ruso. Y porque, a ratos, el injerto francés que llevaba en mi corazón empezó a dolerme muchísimo.

Mi tía, la hermana de mi padre, contribuyó inconscientemente a ese cambio…

Se instaló en nuestro piso con sus dos hijos, mis primos pequeños, feliz de abandonar el abarrotado piso comunitario de su barriada obrera. No es que quisiese imponernos otro régimen de vida y borrar las huellas de nuestra vida de antaño. No, sencillamente, vivía como podía. Y la originalidad de nuestra familia —sus discretas connotaciones francesas, tan alejadas de Francia como el francés de las traducciones técnicas de mi madre— se difuminó por sí sola.

Mi tía era un personaje surgido de la época estalinista. Aunque Stalin había muerto veinte años atrás, ella no había cambiado. Y no porque le profesase un gran amor al generalísimo. Su primer marido había muerto en un tumulto callejero durante los primeros días de la guerra. Mi tía sabía quién era el culpable de ese catastrófico principio y lo contaba a quien quería oírla. El padre de sus dos hijos, con el que no había llegado a casarse, había pasado ocho años en un campo de concentración. «Por tener la lengua demasiado larga», decía mi tía.

No, su «estalinismo» residía sobre todo en su modo de hablar, de vestirse, de mirar a la gente a los ojos como si continuásemos en plena guerra, como si la radio pudiese seguir entonando con fúnebre y patética voz: «Tras una serie de heroicos y encarnizados combates, nuestros ejércitos han tomado la ciudad de Kíev…, la ciudad de Smoliensk…, la ciudad de…», y todos los rostros se petrificasen siguiendo esa inexorable progresión hacia Moscú… Vivía como en los años en que los vecinos cruzaban una mirada silenciosa señalando con un fruncimiento de cejas una casa: por la noche se habían llevado a toda una familia en un coche negro…

Vestía un gran chal oscuro y un viejo abrigo de recia tela. En invierno calzaba botas de fieltro; en verano, unos zapatos cerrados de suela gruesa. No me hubiera sorprendido nada verla embutirse una guerrera militar y unas botas de soldado. Cuando ponía las tazas en la mesa, sus manotas parecían manipular cascos de obús en la cadena de una fábrica de armamento, como durante la guerra…

El padre de sus hijos, a quien yo llamaba por su patronímico, Dimítrich, venía a veces a casa, y en nuestra cocina resonaba entonces su ronco vozarrón, que parecía templarse poco a poco tras un largo invierno de varios años. Ni mi tía ni él tenían ya nada que perder, y no le temían a nada. Hablaban de todo con agresiva y desesperada destemplanza. El hombre bebía mucho, pero sus ojos se mantenían límpidos, y sólo sus mandíbulas se contraían cada vez con más fuerza, como para proferir mejor, de cuando en cuando, algún duro juramento aprendido en los campos de concentración. Él me invitó a beber mi primera copa de vodka. Y gracias a él pude imaginarme una Rusia invisible, un continente rodeado de alambradas y torretas de vigilancia. En ese país prohibido, las menores palabras cobraban un significado temible, abrasaban la garganta como el «amargo» que yo bebía en una copa de cristal tallado.

En cierta ocasión habló de un pequeño lago, en plena taiga, que estaba helado once meses al año. Por deseo del jefe del campo, el fondo de ese lago se había transformado en cementerio: resultaba más sencillo que cavar en la tierra helada. Los prisioneros morían por decenas…

—Un día fuimos allí, en otoño; teníamos que echar al agua a diez o doce. Había un agujero. Y entonces vi a todos los demás, a los anteriores. Desnudos, claro, porque antes de echarlos les quitaban la ropa. Sí, en pelotas, bajo el hielo, y no estaban podridos. ¡Eran como trozos de jolodets, para que os hagáis una idea!

El jolodets, esa carne en gelatina de la que había precisamente una fuente en la mesa, se convirtió a partir de entonces en una palabra terrible; hielo, carne y muerte petrificados en una sonoridad irrefutable.

Lo que más me hacía sufrir al oír las confesiones nocturnas de mis tíos era el indestructible amor a Rusia que sus confidencias despertaban en mí. Mi razón, luchando contra la mordedura del vodka, se rebelaba: «¡Este país es monstruoso! El mal, la tortura, el sufrimiento, la automutilación, son los pasatiempos favoritos de sus habitantes. Y sin embargo lo amo. Lo amo por lo absurdo que es. Por sus monstruosidades. Veo en ello un sentido superior que se resiste a cualquier razonamiento lógico…».

Tal amor representaba un desgarramiento permanente. Cuanto más negra resultaba ser la Rusia que descubría, con más violencia la quería. Como si para amarla fuese menester arrancarse los ojos, taparse los oídos y renunciar a pensar.

Una noche, oí a mi tía y a su amante hablar de Beria…

Años atrás, por las conversaciones de nuestros invitados, me enteré de lo que ocultaba ese apellido terrible. Todos lo pronunciaban con desprecio, pero no sin un asomo de respetuoso terror. Yo era demasiado joven para captar la inquietante zona de sombra que subyacía en la vida de aquel tirano. Tan sólo adivinaba que se trataba de una debilidad humana. La evocaban a media voz y, por lo común, en ese momento reparaban en mi presencia y me echaban de la cocina…

Ahora éramos tres en nuestra cocina. Tres adultos. En cualquier caso, mi tía y Dimítrich no pretendían ocultarme nada. Hablaban, y a través de la bruma azul del tabaco, de mi ebriedad, me imaginaba un cochazo negro con cristales oscuros. Pese a su imponente tamaño, parecía un taxi en busca de clientes. Avanzaba con solapada lentitud, se detenía y arrancaba de nuevo, como para alcanzar a alguien. Yo observaba curioso sus idas y venidas por las calles de Moscú. De repente, adiviné lo que se proponía. El coche negro perseguía a las mujeres. A las guapas y jóvenes. Las examinaba desde los cristales opacos y avanzaba al ritmo de sus pasos. Luego las dejaba ir. O, a veces, decidiéndose por fin, se precipitaba tras ellas en una bocacalle transversal…

Dimítrich no tenía motivos para ocultarme nada. Lo contaba todo sin ambages. En el asiento trasero estaba repantigado un personaje gordinflón, con unas lentes embutidas en su rostro rechoncho. Beria. Elegía el cuerpo femenino que más le apetecía. Acto seguido, sus sicarios detenían a la viandante. Era la época en que ni tan sólo se necesitaba un pretexto. Trasladada a su residencia, la mujer era violada, sometida con alcohol, amenazas, torturas…

Dimítrich no contaba —ni él mismo lo sabía— qué pasaba después con aquellas mujeres. En cualquier caso, nadie volvía a verlas.

Pasé varias noches sin dormir. De pie ante la ventana, con la mirada perdida, la frente perlada de sudor, pensaba en Beria y en las mujeres condenadas a no vivir más que una noche. Mi cerebro se llenaba de quemaduras. Notaba en la boca un sabor ácido, metálico. Imaginaba que era el padre o el novio, o el marido de aquella joven acosada por el coche negro. Sí, durante unos segundos, mientras podía soportarlo, me veía en la piel de ese hombre, sentía su angustia, sus lágrimas, su cólera inútil, impotente, su resignación. ¡Porque todo el mundo sabía cómo desaparecían aquellas mujeres! Un horrible espasmo de dolor me recorría el vientre. Abría la ventana, rascaba la nieve que estaba pegada en el marco, me frotaba con ella la cara. Eso no mitigaba mis quemaduras. Veía ahora a aquel hombre retrepado tras el cristal oscuro del coche. En los vidrios de sus lentes se reflejaban las siluetas femeninas. Las seleccionaba, las examinaba, evaluaba sus encantos. Acto seguido, elegía…

¡Y yo me odiaba! Porque me resultaba imposible no admirar a aquel acosador de mujeres. Sí, había algo en mí que —con espanto, repulsión, vergüenza— se extasiaba ante el poder del hombre de las lentes. ¡Todas las mujeres le pertenecían! Se paseaba por el infinito Moscú como en medio de un harén. Y lo que más me fascinaba era su indiferencia. No necesitaba que le amasen; tanto le daba lo que pudieran sentir por él sus elegidas. Escogía a una mujer, la deseaba y, el mismo día, la poseía. Luego la olvidaba. Y cuantos gritos, lamentos, lágrimas, quejidos, súplicas e insultos oyera no eran para él sino alicientes que incrementaban el placer de la violación.

Perdí el conocimiento al inicio de mi cuarta noche en vela. Justo antes de sufrir el síncope, creí percibir el pensamiento febril de una de aquellas mujeres violadas, la que adivinaba de repente que en ningún caso la dejarían marchar. Este pensamiento que se abría paso a través de su delirio forzado, de su dolor, de su asco, resonó en mi cabeza y me hizo caer al suelo.

Al volver en mí, me sentí distinto. Más tranquilo, más fuerte también. Como un enfermo que tras una operación se habitúa de nuevo a caminar, avanzaba lentamente de una palabra a otra. Necesitaba ponerlo todo en orden. Murmuraba en la oscuridad breves frases que confirmaban mi nuevo estado.

—O sea que hay en mí otro ser capaz de contemplar tales violaciones. Puedo ordenarle que se calle, pero sigue estando ahí. Luego, en principio, todo está permitido. Me lo ha enseñado Beria. Y si Rusia me subyuga es porque no conoce límites, ni para el bien ni para el mal. Sobre todo para el mal. Me permite envidiar a ese cazador de cuerpos femeninos. Y aborrecerme. Y acercarme a una mujer magullada, aplastada por una masa de carne sudorosa. Y adivinar su último pensamiento lúcido: el de la muerte que seguirá al repugnante coito. Y aspirar a morir al tiempo que ella. Porque no se puede seguir viviendo cuando se lleva dentro a ese doble que admira a Beria…

Sí, era ruso, y de pronto comprendía de manera confusa qué implicaba eso. Llevar dentro de sí a todos los seres desfigurados por el dolor, los pueblos calcinados, los lagos helados llenos de cadáveres desnudos. Conocer la resignación de un rebaño humano violado por un sátrapa. Y el horror de sentirse partícipe en semejante crimen. Y el deseo rabioso de revivir todas esas historias pasadas para extirpar de ellas el sufrimiento, la injusticia, la muerte. Sí, alcanzar al coche negro en las calles de Moscú y aniquilarlo de un manotazo. Luego, conteniendo la respiración, acompañar a la joven que abre la puerta de su casa, sube la escalera… Dar cobijo a toda esa gente en mi corazón para poder liberarlos un día en un mundo redimido del mal. Pero, entretanto, compartir su dolor. Aborrecerse por cada desfallecimiento. Llevar ese compromiso hasta el delirio, hasta el desvanecimiento. Vivir casi cada día al borde del precipicio. Sí, eso es Rusia.

Y así, en mi desconcierto juvenil, me aferraba a mi nueva identidad, que en adelante sería para mí la vida misma, la que —pensaba yo— borraría para siempre mi ilusión francesa.

Esa vida reveló rápidamente su rasgo más característico (que la rutina de los días nos impide ver), su total inverosimilitud.

Antes vivía a través de los libros. Iba pasando de uno a otro personaje, según la lógica de una intriga amorosa o de una guerra. Pero aquella noche de marzo, tan tibia que mi tía había abierto la ventana de nuestra cocina, comprendí que esa vida no tenía la menor lógica ni coherencia. Y que acaso sólo fuese previsible la muerte.

Aquella noche, me enteré de lo que mis padres me habían ocultado siempre. Aquel turbio episodio en Asia central: Charlotte, los hombres armados, su asalto, sus gritos. Yo sólo conservaba aquella reminiscencia difusa e infantil de los relatos de antaño. ¡Las palabras de los adultos eran tan oscuras!

Esta vez la claridad de mis tíos me deslumbró. Con toda naturalidad, mientras pasaba las patatas humeantes a una fuente, mi tía dijo dirigiéndose a nuestro invitado sentado al lado de Dimítrich:

—Por supuesto que allá no viven como nosotros. ¡Le rezan a su dios cinco veces al día, para que te hagas una idea! E incluso comen sin mesa. Sí, todos sentados en el suelo. Bueno, en una alfombra. ¡Y sin cucharas, con los dedos!

El invitado, más bien con ánimo de reavivar la conversación, objetó con tono polemizante:

—Mujer, que no viven como nosotros es mucho decir. El verano pasado estuve en Tashkent. Y tampoco es tan distinto de aquí…

—¿Y has estado en su desierto? —Mi tía alzó la voz, contenta de haber dado con un buen tema y de que la cena prometiese ser animada y amena—. Sí, en el desierto. A su abuela, por ejemplo —la tía hizo un gesto señalándome con la barbilla—, esa Cherlo…, Churl…, bueno, esa francesa, fue muy serio lo que le pasó allá. Los basmachs, esos bandidos que no querían someterse a los soviéticos, la cogieron un día en una carretera, ella era aún muy joven, y la violaron, ¡pero como bestias salvajes! Todos, uno tras otro. Serían seis o siete. Y tú me sales con que son como nosotros… Luego le dispararon una bala en la cabeza. Menos mal que el asesino de marras apuntó mal. Y al campesino que la llevaba en su carro lo degollaron como a un cordero. Así que eso de que viven como nosotros dejémoslo…

—Bueno, ¡pero es que estás hablando de otras épocas! —intervino Dimítrich.

Y siguieron discutiendo mientras bebían vodka y comían. Tras la ventana abierta, se oían los apacibles ruidos de nuestro patio. El aire de la noche era azul, suave. Hablaban sin reparar en que yo, petrificado en mi silla, no respiraba, no veía nada, no entendía lo que decían. Al final, abandoné la cocina como un sonámbulo, salí a la calle y caminé por la nieve fundida, tan ajeno a la límpida noche de primavera como un marciano.

No, no estaba aterrorizado por el episodio del desierto. Contado de manera tan trivial, no podría nunca —lo presentía— liberarse de esa masa superflua de palabras y gestos cotidianos. Su virulencia quedaría mitigada por los dedazos que cogían un pepinillo, por el vaivén de la nuez de Adán en el cuello de nuestro invitado mientras trasegaba vodka, por el alegre bullicio de los niños en el patio. Ocurría como con aquel brazo humano que había visto un día, en una autopista, junto a dos coches empotrados el uno contra el otro. Un brazo arrancado que alguien, mientras llegaban las ambulancias, había envuelto en un papel de periódico. Los caracteres de imprenta y las fotos pegadas a la carne sanguinolenta casi neutralizaban su horror…

No, lo que me conmocionó de verdad fue la inverosimilitud de la vida. Una semana antes me enteraba del misterio de Beria, de su harén de mujeres violadas, asesinadas. Y ahora, de la violación de una joven francesa, en quien me daba la impresión de que jamás podría reconocer a Charlotte.

Demasiadas cosas a la vez. Tal exceso me confundía. La coincidencia gratuita, evidente hasta el absurdo, me desquiciaba. Me decía que en una novela, tras una historia atroz de mujeres raptadas en pleno Moscú, el narrador dejaría que el lector se recobrase durante largas páginas. Ello le permitiría prepararse para la aparición de un héroe que acabaría con el tirano. Pero a la vida poco le importaba la coherencia de la trama. Derramaba su contenido en batiburrillo, sin orden ni concierto. Con su torpeza, malograba la pureza de nuestra compasión y comprometía nuestra justa ira. La vida era en definitiva un interminable borrador en el que los acontecimientos, mal dispuestos, interferían los unos en los otros, un borrador en el que los personajes, demasiado numerosos, se impedían amar, sufrir, ser amados u odiados individualmente.

Me debatía entre los dos trágicos relatos: Beria y las jóvenes cuya vida concluía con el último gemido de placer de su violador; Charlotte, joven, irreconocible, arrojada a la arena, golpeada, torturada. Notaba que me invadía una extraña insensibilidad. Estaba decepcionado de mí mismo, me echaba en cara mi obtusa indiferencia.

Pero aquella misma noche, en la cama, todas mis reflexiones sobre la incoherencia tranquilizadora de la vida se me antojaron falsas. Torné a ver, como medio en sueños, el brazo envuelto en el periódico… ¡No, resultaba cien veces más aterrador con aquel vulgar envoltorio! La realidad, con toda su inverosimilitud, superaba con mucho a la ficción. Sacudí la cabeza para ahuyentar la visión del periódico formando ampollas en la carne ensangrentada. De repente, sin interferencia alguna, límpida, diáfana en el aire translúcido del desierto, se incrustó en mis ojos otra visión. La de un joven cuerpo femenino postrado en la arena. Un cuerpo ya inerte, pese a las desenfrenadas convulsiones de los hombres que se arrojaban salvajemente sobre él. El techo de mi habitación se tornó verde. El dolor era tal que sentí dibujarse en mi pecho los contornos ardientes de mi corazón. Bajo mi nuca, la almohada era dura y áspera como la arena…

Mi reacción me cogió desprevenido. Empecé a abofetearme con saña, al principio conteniéndome, luego sin compasión. Sentía dentro de mí al otro, al que en los cenagosos recovecos de mis pensamientos contemplaba aquel cuerpo femenino con placer…

Me golpeé hasta que mi rostro hinchado, bañado en lágrimas, me asqueó por su superficie pringosa. Hasta que ese otro, agazapado en mi interior, enmudeció totalmente… Luego, tropezando con la almohada, que había tirado en mi agitación, me acerqué a la ventana. Una tenue media luna hendía el cielo. Las estrellas frágiles, temblorosas, sonaban como el hielo crujiente bajo los pasos de un noctámbulo que cruzaba en ese momento el patio. El aire frío calmó mi rostro tumefacto.

—Soy ruso —dije de súbito a media voz.