«¡Pero si Charlotte ya no tiene nada que enseñarme!».
La desconcertante reflexión cruzó por mi mente la mañana de mi llegada a Saranza. Salté del vagón en la pequeña estación; no se apeaba allí ningún otro viajero. Divisé a mi abuela en la otra punta del andén. Me vio, agitó levemente la mano y vino a mi encuentro. Fue en ese momento, mientras caminaba hacia ella, cuando me asaltó esa intuición: mi abuela no tenía ya nada que enseñarme sobre Francia, me lo había contado todo, y yo, merced a mis lecturas, había acumulado conocimientos más amplios quizá que los suyos… Al besarla, me avergonzó ese pensamiento, que a mí mismo me había pillado desprevenido. Veía en ello como una traición involuntaria.
Por otra parte, hacía ya meses que me embargaba esa extraña angustia: la de haber aprendido demasiado… Era como ese hombre ahorrador convencido de que el caudal de sus ahorros le permitirá muy pronto llevar una vida totalmente diferente, le abrirá prodigiosos horizontes, cambiará su visión de las cosas, hasta su modo de caminar o de abordar a las mujeres. El caudal no cesa de crecer, pero la metamorfosis radical se va demorando. Lo mismo ocurría con mi suma de conocimientos. No es que desease sacar algún provecho de ella. El interés que inspiraban mis relatos a Pachka me colmaba ya con creces. Esperaba más bien un misterioso resorte, semejante al del mecanismo de una caja de música, un clic que anuncia el arranque del minueto que bailarán las figuritas en su estrado. Aspiraba a que aquel amasijo de datos, nombres, acontecimientos y personajes se fundiese en una materia vital nunca vista, cristalizase en un mundo profundamente nuevo. Quería que la Francia injertada en mi corazón, estudiada, explorada, aprendida, me convirtiese en otro.
Mas el único cambio que experimenté en el inicio de aquel verano fue la ausencia de mi hermana, que se había marchado a estudiar a Moscú. Me daba miedo confesarme que tal vez esa marcha imposibilitase nuestras veladas en el balcón.
La primera noche, como para ver confirmados mis temores, empecé a preguntarle a mi abuela sobre la Francia de su juventud. Contestaba gustosa, juzgando sincera mi curiosidad. Mientras hablaba, Charlotte seguía zurciendo el cuello de encajes de una blusa. Manejaba la aguja con esa chispa de elegancia artística que se observa siempre en una mujer que al tiempo que trabaja sigue conversando con un invitado a quien cree interesado por su relato.
Yo la escuchaba, acodado en la barandilla del balcón. Mis preguntas maquinales arrancaban, como en eco, escenas del pasado mil veces contempladas en mi infancia, imágenes familiares, seres conocidos: el esquilador de perros en los muelles del Sena, el cortejo imperial recorriendo los Campos Elíseos, la Bella Otero, el presidente fundiéndose con su amante en un beso fatal… De pronto, me daba cuenta de que Charlotte nos había repetido todas aquellas historias cada verano, cediendo a nuestro deseo de volver a escuchar el cuento favorito. Sí, exactamente, no eran sino cuentos que encandilaban nuestra niñez y que, como ocurre con todo auténtico cuento, no nos cansaban nunca.
Yo había cumplido ya catorce años, y era consciente de que la época de los cuentos ya no volvería. Había aprendido demasiado para dejarme embelesar por su abigarrada zarabanda. Curiosamente, en vez de alegrarme de tan evidente señal de madurez, aquella noche eché mucho de menos mi cándida confianza de antaño. Porque mis nuevos conocimientos, contrariamente a lo que de ellos esperaba, parecían oscurecer mis imágenes francesas. Tan pronto como quería regresar a la Atlántida de nuestra infancia, intervenía una voz docta, y veía las páginas de los libros, las fechas en letra negrita. Y la voz empezaba a comentar, a comparar, a citar. Me sentía como aquejado por una extraña ceguera…
Llegado un momento, nuestra conversación se interrumpió. Había escuchado tan distraídamente que las últimas palabras de Charlotte —debía de haberme hecho una pregunta— se me pasaron por alto. Escruté, avergonzado, su rostro alzado hacia mí. Todavía resonaba en mis oídos la música de la frase que acababa de pronunciar mi abuela. Por la entonación reconstruí su sentido. Sí, era la entonación que adopta el narrador cuando dice: «No, que ésta ya la habéis oído. No quiero aburriros con mis chocheces…», y confía, secretamente, en que sus oyentes le animen afirmando que ignoran su historia o que la han olvidado… Sacudí levemente la cabeza, con aire dubitativo.
—No, creo que no. ¿Estás segura de que me la has contado?
Vi que el rostro de mi abuela se iluminaba con una sonrisa. Reanudó el relato. Yo la escuchaba, ahora atentamente. Y por enésima vez surgió ante mis ojos la angosta calleja de un París medieval, una fría noche de otoño, y, en la pared, el escudo oscuro que uniera para siempre tres destinos y tres nombres de otrora: Luis de Orleans, Juan sin Miedo e Isabel de Baviera…
No sé por qué la interrumpí en aquel instante. Seguramente quería demostrarle mi erudición. Pero lo que me cegó, sobre todo, fue esta revelación: una anciana, en un balcón suspendido sobre la estepa sin fin, repite una vez más una historia que se sabe de memoria, la repite con la mecánica precisión de un disco, fiel a ese relato más o menos legendario que se refiere a un país tan sólo existente en su memoria… Nuestra conversación en el silencio de la noche me pareció de súbito estrafalaria, la voz de Charlotte me recordó la de un autómata. Capté al vuelo el nombre del personaje que acababa de evocar y empecé a hablar. De Juan sin Miedo y sus vergonzosas conchabanzas con los ingleses. De París, donde los carniceros, convertidos en «revolucionarios», imponían su ley y degollaban a los enemigos de Borgoña o supuestamente tales. Y del rey loco. Y de los patíbulos en las plazas parisienses. Y de los lobos rondando por los suburbios de la ciudad asolada por la guerra civil. Y de la inimaginable traición cometida por Isabel de Baviera, que se unió a Juan sin Miedo y renegó del delfín afirmando que no era hijo del rey. Sí, la hermosa Isabel de nuestra infancia…
De repente me faltó aire y me atraganté con mis propias palabras; tenía demasiado que decir.
Tras un momento de silencio, mi abuela cabeceó suavemente y dijo con total sinceridad:
—¡Me encanta que conozcas tan bien la historia!
No obstante, me pareció columbrar en su voz, llena de convicción, el eco de un pensamiento inconfesado: «Está bien conocer la historia. Pero cuando yo hablaba de Isabel y de L’Allée des Arbalétriers, de aquella noche de otoño, me estaba refiriendo a otra cosa muy distinta…».
Se inclinó sobre la labor, dando pequeñas puntadas, precisas y regulares. Crucé el piso y bajé a la calle. Sonó un pitido de locomotora en lontananza. Su sonoridad, amortiguada por el aire cálido del atardecer, tenía algo de un suspiro, de una queja.
Entre el edificio donde vivía Charlotte y la estepa, se alzaba una especie de bosquecillo muy frondoso, casi impenetrable: masas de moreras silvestres, ganchudas ramas de avellano, trincheras abandonadas llenas de ortigas. Además, aunque en nuestros juegos traspasásemos aquellas barreras naturales, otras, fabricadas por el hombre, obstruían el paso: las enmarañadas ringleras de alambradas de púas, los amasijos oxidados de obstáculos anticarro… Llamaban a aquel lugar «la Stalinka», por el nombre de la línea de defensa levantada allí durante la guerra. Se temía que los alemanes llegasen hasta aquel punto. Pero los detuvieron el Volga y sobre todo Stalingrado… La línea fue desmantelada y los restos del material de guerra quedaron abandonados en aquel bosque, que había heredado su nombre. «La Stalinka», decían los habitantes de Saranza, y su ciudad parecía integrarse así en las grandes gestas de la Historia.
Se afirmaba que el interior del bosque estaba minado. Eso disuadía incluso a los más intrépidos a aventurarse en aquella tierra de nadie replegada sobre sus tesoros oxidados.
Tras las espesuras de la Stalinka pasaba un tren de vía estrecha; parecía un ferrocarril en miniatura, con su pequeña locomotora impregnada de hollín, sus vagonetas, también pequeñas, y —como en una ilusión óptica— el maquinista vestido con una camiseta manchada de grasa: un falso gigante asomándose por la ventanilla. Cada vez, antes de cruzar uno de los caminos que se perdían hacia el horizonte, la locomotora lanzaba un pitido entre tierno y quejumbroso. Aquella señal, repetida por su eco, semejaba el grito sonoro de un cuclillo. «La Kukuchka», decíamos guiñándonos el ojo cuando aparecía el convoy avanzando por sus estrechos raíles cuajados de dientes de león y de manzanillas…
Fue la voz que me guió aquella noche. Contorneé las malezas que se alzaban en la linde de la Stalinka y vi la última vagoneta, que se deslizaba perdiéndose en la tibia penumbra del crepúsculo. Con ser tan diminuto, el convoy difundía el inimitable olor ligeramente picante de los ferrocarriles, un olor que traía a la mente esos largos viajes emprendidos tras una feliz y súbita decisión. A lo lejos, por entre la azulada bruma del atardecer, oí planear un melancólico «cu-cu-cu». Apoyé el pie en el raíl, que vibraba suavemente bajo el tren desaparecido. La estepa silenciosa parecía esperar de mí un gesto, un paso.
«Qué bonito era todo antes», decía en mi interior una voz sin palabras. «Aquella Kukuchka que creía ver partir con rumbo desconocido, hacia países inexistentes en el mapa, hacia montañas de nevadas cimas, hacia un mar nocturno donde se confunden las luces de las barcas con las estrellas… Ahora sé que ese tren va desde la fábrica de ladrillos de Saranza hasta la estación donde descargan las vagonetas. Dos o tres kilómetros en total. ¡Valiente viaje! Sí, ahora que lo sé ya nunca podré pensar que esos raíles son infinitos y este atardecer, único, con la intensa fragancia de la estepa, ese cielo inmenso, y mi presencia inexplicable y extrañamente necesaria aquí, junto a esta vía con sus traviesas cuarteadas, en este instante preciso, con el eco de ese “cu-cu-cú” en el aire violeta. Tiempo atrás, todo me parecía tan natural…».
Por la noche, antes de dormirme, recordé que conocía ya el significado de la enigmática fórmula impresa en el menú del banquete celebrado en honor del zar: «Ortegas y hortelanos asados». Sí, sabía ya que se trataba de piezas de caza muy apreciadas por los sibaritas. Un plato delicado, sabroso, escaso, pero nada más. Por mucho que repitiese como antaño: «Ortegas y hortelanos», la magia que henchía mis pulmones con el viento salado de Cherburgo ya no funcionaba. Y con vacilante desesperación, murmuré en voz baja, para mis adentros, abriendo los ojos en la oscuridad:
—¡O sea, que ya he vivido una parte de mi vida!
A partir de entonces, hablábamos para no decir nada. Vimos alzarse entre nosotros esa barrera de palabras huecas, de reflejos sonoros de lo cotidiano, de ese líquido verbal con el que se siente uno obligado, sin saber por qué, a rellenar el silencio. Descubrí con estupor que hablar era, en realidad, la mejor manera de callar lo esencial. Para expresar lo esencial habría sido menester articular las palabras de un modo totalmente distinto, susurrarlas, tejerlas en los ruidos de la noche, en los rayos del crepúsculo. De nuevo, notaba en mi interior la misteriosa gestación de esa lengua tan diferente de las palabras desgastadas por el uso, una lengua en la que habría podido decir muy quedo, buscando la mirada de Charlotte:
—¿Por qué se me encoge el corazón cuando oigo el pitido lejano de la Kukuchka? ¿Por qué una mañana de otoño de hace cien años en Cherburgo, sí, ese instante que no he vivido nunca, en una ciudad en la que nunca he estado, por qué su luz y su viento se me antojan más vividos que los días de mi vida real? ¿Por qué tu balcón no planea ya en el aire malva del atardecer, por encima de la estepa? La transparencia de ensueño que lo envolvía se ha hecho añicos, como un matraz de alquimista. Y esos fragmentos de vidrio chirrían impidiéndonos hablar como antaño… ¿Y no son tus recuerdos, que ahora me sé de memoria, una jaula que te tiene prisionera? ¿Y no es precisamente nuestra vida esa cotidiana transformación del movedizo y cálido presente en una colección de recuerdos petrificados como las mariposas clavadas con alfileres bajo un vidrio polvoriento? ¿Y por qué siento entonces que, sin dudarlo un segundo, daría toda esa colección por la única sensación de acritud que había dejado en mis labios la imaginaria concha de plata en aquel ilusorio café de Neuilly? ¿Por una sola bocanada de viento salado de Cherburgo? ¿Por un solo grito de la Kukuchka de mi infancia?
Entretanto, continuábamos colmando el silencio, cual tonel de las Danaides, con palabras inútiles y réplicas vacías: «¡Hace más calor que ayer! Gavrilych está otra vez borracho… La Kukuchka no ha pasado esta noche… ¡Fíjate, está ardiendo la estepa! No, es una nube… Haré más té… Hoy, en el mercado, vendían sandías de Uzbekistán…».
¡Lo indecible! Estaba misteriosamente ligado —ahora lo entendía— a lo esencial. Lo esencial era indecible. Incomunicable. Y todo lo que, en este mundo, me torturaba por su muda belleza, todo lo que prescindía de la palabra, me parecía esencial. Lo indecible era esencial.
Esta ecuación creó en mi cabeza una especie de cortocircuito intelectual. Y gracias a su concisión, aquel verano me topé con esta terrible verdad: «La gente habla porque teme el silencio. Hablan maquinalmente, en voz alta o para sus adentros, se embriagan con esa papilla vocal que envisca a seres y objetos. Hablan de cosas sin importancia, de dinero, de amor, de nada. Y utilizan, incluso cuando hablan de sus amores sublimes, palabras dichas cien veces, frases totalmente desgastadas. Hablan por hablar. Quieren conjurar el silencio…».
El matraz de alquimista se había roto. Conscientes de la absurdidad de nuestras palabras, proseguíamos nuestro diálogo diario: «Parece que va a llover. Mira ese nubarrón. No, es que está ardiendo la estepa… Anda, la Kukuchka ha pasado más pronto de lo habitual… Gavrilych… El té… En el mercado…».
Sí, una parte de mi vida había quedado atrás. La infancia.
En definitiva, nuestras conversaciones sobre la lluvia y el buen tiempo no estaban tan injustificadas. Llovía con frecuencia y, en mi memoria, mi tristeza tiñó aquellas vacaciones con tonos brumosos y tibios.
A veces, desde el fondo de esa lenta grisura de los días, emergía un reflejo de nuestras veladas de antaño: alguna foto descubierta al azar en la maleta siberiana, cuyo contenido no tenía secretos para mí desde hacía mucho tiempo. O, de cuando en cuando, un fugaz pormenor del pasado familiar que todavía me era desconocido y que Charlotte me refería con la tímida alegría de una princesa arruinada que encuentra de pronto una fina moneda de oro bajo el raído forro de su bolso.
Así, un día de lluvia torrencial, revolviendo en los rimeros de periódicos amontonados en la maleta, me topé con una página proveniente, sin duda, de una revista de principios de siglo. Era una reproducción, apenas revestida de un tinte oscuro y gris, de un cuadro pintado con ese realismo tan elaborado que nos atrae por su precisión y profusión de detalles. Examinándolos durante aquella larga velada de lluvia, debió de quedárseme grabado el tema. Una columna muy heterogénea de guerreros, todos visiblemente consumidos por la fatiga y la edad, cruzaba la calle de un miserable pueblo con árboles desnudos. Sí, los soldados eran todos muy mayores —ancianos, según me pareció—, con largos cabellos blancos que escapaban de los sombreros de amplias alas. Eran los últimos hombres sanos de una leva masiva ya diezmada por la guerra. No recordaba el título del cuadro, pero la palabra «últimos» aparecía en él. Eran los últimos en enfrentarse con el enemigo, los últimos capaces de manejar las armas. Éstas eran, por lo demás, muy rudimentarias: un puñado de picas, hachas y viejos sables. Examiné con curiosidad su vestimenta, sus botazas con grandes hebillas de cobre, sus sombreros y, en ocasiones, algún ajado casco parecido al de los conquistadores, sus dedos nudosos crispados en los puños de las picas… Francia, que había aparecido siempre a mis ojos en los faustos de sus palacios, en las horas gloriosas de su historia, se manifestó de repente encarnada por un pueblo del norte donde las casas bajas se apretujaban tras vallas endebles, donde los escuálidos árboles se estremecían azotados por el viento invernal. Curiosamente, me sentí muy próximo a esa calle enfangada y a aquellos guerreros condenados a caer en un combate desigual. No, no había nada patético en su aspecto. No eran héroes que hicieran gala de su arrojo y su abnegación. Eran seres sencillos, humanos. Sobre todo uno que llevaba un viejo casco estilo conquistador, un anciano de elevada estatura que caminaba apoyándose en una pica, al final de la columna. Su rostro me llamó la atención por su sorprendente serenidad, a la par amarga y sonriente.
Embargado por mi melancolía de adolescente, me asaltó de súbito una confusa alegría. Me pareció haber entendido la serenidad con que el viejo guerrero se enfrentaba a la inminente derrota, al sufrimiento y a la muerte. Ni estoico ni pánfilo, caminaba, con la cabeza alta, a través de un país llano, frío y triste, al que pese a todo amaba y llamaba «patria». Parecía invulnerable. Durante una fracción de segundo, me dio la impresión de que mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo, imponiéndose sobre el miedo, la fatalidad y la soledad. En ese desafío sentí vibrar como una nueva cuerda de la armonía viva que era para mí Francia. De inmediato intenté darle un nombre: ¿orgullo patriótico?, ¿prestigio? ¿O la famosa furia francesa que los italianos reconocían a los guerreros de ese país?
Evocando mentalmente esas etiquetas, vi que el rostro del viejo soldado se cerraba poco a poco, que sus ojos se apagaban. Tornaba a ser un personaje de una vieja reproducción de colores grises y oscuros. Era como si hubiese apartado la mirada para ocultarme ese misterio que yo acababa de entrever.
Otro fulgor del pasado fue aquella mujer, vestida con una chaqueta enguatada y un grueso chascás, cuyo retrato descubrí en un álbum lleno de fotos que databan de la época francesa de nuestra familia. Recordé que la foto había desaparecido del álbum tan pronto como me llamó la atención, y le pregunté por ella a Charlotte. Me esforcé en recordar por qué no pude obtener respuesta en aquel entonces. Me vino a la memoria la escena: le muestro la foto a mi abuela y de repente veo cruzar una rápida sombra que me hace olvidar la pregunta; en la pared apreso con la mano una extraña mariposa, una esfinge de dos cabezas, dos cuerpos y cuatro alas.
Me dije que ahora, cuatro años después, aquella esfinge doble carecía ya de misterio para mí: dos mariposas acopladas, sencillamente. Pensé en las personas acopladas, intentando imaginar los movimientos de sus cuerpos… Y de repente comprendí que desde hacía meses, años quizá, no dejaba de pensar en esos cuerpos enlazados, fundidos. Pensaba en ellos sin darme cuenta, a cada instante del día, hablando de otras cosas. Como si la febril caricia de las esfinges ardiese de continuo en mi mano.
Preguntarle a Charlotte quién era la mujer de la chaqueta enguatada se me antojaba ahora definitivamente imposible. Se erguía entre mi abuela y yo un obstáculo absoluto: el cuerpo femenino soñado, codiciado, poseído mil veces en el pensamiento.
Por la noche, Charlotte, mientras me servía té, dijo con voz distraída:
—Qué raro que no haya pasado todavía la Kukuchka…
Saliendo de mi ensoñación, alcé los ojos hacia ella. Nuestras miradas se cruzaron… No abrimos la boca hasta que concluyó la cena.
Aquellas tres mujeres cambiaron mi visión de las cosas, mi vida…
Las descubrí por azar, en el reverso de un recorte de prensa sepultado en la maleta siberiana. Estaba leyendo, una vez más, el artículo sobre el primer raid automovilístico «Pekín-París vía Moscú», como para demostrarme a mí mismo que estaba todo archisabido, que la Francia de Charlotte se había agotado de una vez por todas. Dejé caer distraídamente la hoja en la alfombra y miré por la puerta abierta del balcón. Era un día especial, de finales de agosto, fresco y soleado. El viento frío que atravesaba los Urales traía a nuestras estepas las primeras ráfagas del otoño. Todo brillaba en aquella luz límpida. Los árboles de la Stalinka se recortaban con frágil nitidez en el cielo intensamente azulado. El horizonte trazaba una línea pura, cortante. Pensaba para mí, con amarga resignación, que se acercaba el final de las vacaciones. El final también de un periodo de mi vida, un final marcado por este extraordinario descubrimiento: mis conocimientos no me procuraban ni la felicidad ni el contacto privilegiado con lo esencial… A ello se sumaba otra revelación: no podía dejar de pensar en el cuerpo femenino, en los cuerpos de las mujeres. Todos los demás pensamientos eran complementarios, accidentales, guardaban relación con eso. Sí, me rendía a la evidencia de que ser un hombre significaba pensar constantemente en las mujeres, ¡de que el hombre no era sino ese soñador de mujeres! Y de que yo empezaba a serlo…
Por un divertido capricho, la página de periódico se había vuelto al caer sobre la alfombra. Al recogerla, divisé en el reverso a aquellas tres mujeres de principios de siglo. Nunca las había visto, pues ni sospechaba la existencia de ese reverso. Tan imprevisto hallazgo me intrigó. Acerqué la foto a la luz del balcón…
Y de inmediato, me enamoré de ellas; de sus cuerpos y de sus ojos dulces y atentos, que permitían adivinar demasiado bien la presencia de un fotógrafo inclinado bajo una tela negra, tras un trípode.
Su feminidad no podía sino trastornar el corazón del solitario y huraño adolescente que era yo. Una feminidad en cierto modo normativa. Llevaban las tres un largo vestido negro que resaltaba la amplia redondez del pecho y ceñía las caderas, pero sobre todo, antes de abrazar las piernas y derramarse en graciosos pliegues en torno a los pies, la tela insinuaba la discreta curva del vientre. ¡La púdica sensualidad de aquel triángulo levemente abultado me fascinó!
Sí, su belleza era precisamente la que un joven soñador carnalmente inocente podía imaginar sin cesar en sus fantasías eróticas. Era la representación de una mujer «clásica». Idea de la feminidad encarnada. Visión de la amante ideal. Comoquiera que fuese, así contemplaba yo a aquellas tres elegantes con sus ojazos sombreados de negro, con ese aire de otro tiempo que, en los retratos de las generaciones anteriores, se nos aparece siempre como la señal de cierta ingenuidad, de un candor espontáneo, ausente en nuestros contemporáneos, que nos impresiona y nos inspira confianza.
En realidad, lo que me maravillaba sobre todo era la precisión de esa coincidencia: mi inexperiencia amorosa aspiraba precisamente a esa Mujer en abstracto, a una mujer desprovista todavía de las particularidades carnales que el deseo maduro sabría detectar en su cuerpo.
Las contemplaba con creciente malestar. Sus cuerpos me resultaban inaccesibles. No, no se trataba de la imposibilidad real de acceder a ellas. Hacía tiempo que mi imaginación erótica había aprendido a sortear ese obstáculo. Cerraba los ojos y veía desnudas a mis hermosas paseantes. Cual un químico, merced a una sabia síntesis, podía recomponer su carne a partir de los elementos más triviales: con la gravidez del muslo de una mujer que me había rozado un día en un autobús abarrotado, con las curvas de los cuerpos bronceados en las playas, con los desnudos de los cuadros. ¡Y hasta con mi propio cuerpo! Sí, pese al tabú que vedaba en mi patria la desnudez, y con mayor motivo la desnudez femenina, hubiera sabido recomponer con los dedos la elasticidad de un pecho y la suavidad de una cadera.
No, las tres elegantes me eran inaccesibles por otros motivos… Cuando quise recrear la época en que habían vivido, mi memoria obedeció al instante. Me acordé de Blériot que, por aquel entonces, atravesaba la Mancha en su monoplano, de Picasso, que pintaba Las señoritas de Aviñón… La cacofonía de los hechos históricos resonó en mi cabeza. Pero las tres mujeres permanecían inmóviles, inanimadas —tres piezas de museo con una inscripción: las elegantes de la Belle Epoque en los jardines de los Campos Elíseos—. Intenté entonces hacerlas mías, convertirlas en mis amantes imaginarias. Valiéndome de mi síntesis erótica, modelé sus cuerpos, y se movieron, pero con la rigidez de unas mujeres aletargadas que alguien se hubiera propuesto hacer andar vestidas, imitando su despertar. Y como para acentuar esa impresión de torpor, la síntesis de aficionado extrajo de mi memoria una imagen que me arrancó una mueca: el pecho desnudo, fláccido, de una vieja borracha que viera un día en la estación. Sacudí la cabeza para ahuyentar la repugnante visión.
Así pues, había que resignarse a ese museo poblado de momias, de figuras de cera con sus inscripciones: «Tres elegantes», «Presidente Faure con su amante», «Viejo guerrero en un pueblo del norte»… Cerré la maleta.
Acodándome en la barandilla del balcón, dejé vagar la mirada por la transparente y dorada tonalidad del atardecer en la estepa.
«A fin de cuentas, ¿de qué les ha servido su belleza?», pensé con súbita clarividencia, diáfana como la luz del crepúsculo que contemplaba. «Sí, ¿de qué les han servido sus hermosos pechos, sus caderas, los vestidos que tan magníficamente ceñían sus cuerpos jóvenes? ¡Ser tan guapas y aparecer sepultadas en una vieja maleta, en una ciudad adormecida y polvorienta, perdida en medio de una llanura infinita! En esta Saranza de la que, en vida, no habían oído ni hablar… Cuanto queda de ellas es esta foto, superviviente de una inimaginable serie de grandes y pequeños azares, conservada únicamente como reverso de una página que evoca el raid automovilístico Pekín-París. Ni siquiera Charlotte conserva el menor recuerdo de las tres figuras femeninas. ¡Yo soy el único en la Tierra que preserva el último hilo que las une con el mundo de los vivos! Mi memoria es su postrer refugio, su última morada antes del olvido definitivo, total. Soy en cierto modo el dios de su universo vacilante, de ese rincón de los Campos Elíseos donde resplandece todavía su belleza…».
Pero, con ser su dios, únicamente podía ofrecerles una existencia de marionetas. Ponía en marcha mis recuerdos y las tres elegantes echaban a andar, el presidente de la República abrazaba a Marguerite Steinheil, el duque de Orleans caía atravesado por pérfidos puñales, el viejo guerrero empuñaba su larga pica y henchía el pecho…
«¿Cómo es que todas esas pasiones, dolores, amores, palabras, dejan tan pocas huellas?», me pregunté con angustia. «¡Qué absurdas son las leyes de un mundo donde la vida de mujeres tan hermosas, tan deseables, depende del revoloteo de una página! En efecto, de no haberse vuelto esa hoja, yo no las hubiera salvado de un olvido que habría sido eterno. ¡Qué enorme disparate es la desaparición de una mujer guapa! Desaparición sin remedio. Eclipse total. Sin sombra. Sin reflejo. Definitivo…».
El sol se apagó al fondo de la estepa. Pero en el aire flotó aún durante largo rato la luminosidad cristalina de las frescas veladas de estío. Tras el bosque se oyó el pitido de la Kukuchka, más sonoro en el aire frío. Las primeras hojas amarillas esmaltaban las frondas. Resonó de nuevo el pitido de la pequeña locomotora, ya lejano y débil.
Y entonces, tornando al recuerdo de las tres elegantes, me asaltó un pensamiento sencillo, un último eco de las tristes reflexiones que, instantes antes, bullían en mi cerebro: «¡Y sin embargo, en la vida de esas mujeres había existido esa mañana de otoño, fresca y límpida, esa avenida sembrada de hojas secas donde se habían detenido un instante, inmovilizándose ante el objetivo! Inmovilizando aquel instante… Sí, en su vida había existido una mañana clara de otoño…».
Esa breve frase obró el milagro. Pues de súbito me trasladé con todos mis sentidos al instante que la sonrisa de las tres elegantes había dejado en suspenso. Me vi inmerso en el clima de sus olores otoñales. Las hojas desprendían un aroma amargo, tan penetrante que las aletas de mi nariz palpitaron. El sol que se filtraba a través de las ramas me obligó a entornar los ojos. Oí el ruido lejano de un faetón circulando por el pavimento. Y el runrún aún confuso de las jocosas réplicas que intercambiaban las tres mujeres antes de petrificarse frente al fotógrafo… ¡Sí, revivía su época, plena, intensamente!
Tan grande fue el efecto de mi presencia junto a ellas, aquella mañana de otoño, que tuve que escapar de su luz, casi asustado. De pronto me dio miedo quedarme allí para siempre. Cegado, ensordecido, regresé a la estancia, cogí la hoja de periódico…
La superficie de la foto pareció estremecerse, como la de una calcomanía de húmedos y vivos colores. Su plana perspectiva empezó de repente a cobrar profundidad, a alejarse ante mi mirada, como cuando, de niño, contemplaba dos imágenes idénticas que navegaban lentamente la una hacia la otra antes de fundirse en una sola, estereoscópica. La foto de las tres elegantes se abría ante mí, me rodeaba poco a poco, me dejaba penetrar bajo su cielo. Sobre mi cabeza se erguían las grandes hojas amarillas…
Mis reflexiones de una hora antes (el olvido total, la muerte…) habían perdido sentido. Todo era demasiado luminoso, sin palabras. Ni tan siquiera necesitaba mirar la foto. Cerré los ojos; el instante estaba dentro de mí. Y adiviné hasta la alegría que embargaba a las tres mujeres, la de recobrar, tras el calor ocioso del verano, el frescor del otoño, la ropa propia de esa estación, los placeres de la vida urbana e incluso, en breve, la lluvia y el frío, que contribuirían a su encanto.
Sus cuerpos, inaccesibles un momento antes, vivían en mí, inmersos en la tonificante fragancia de las hojas secas, en la leve bruma moteada de sol… Sí, adiviné en ellas ese imperceptible temblor con el que el cuerpo femenino acoge el nuevo otoño, esa mezcla de goce y de angustia, esa serena melancolía. No se interponía ya obstáculo alguno entre las tres mujeres y yo. Nuestra fusión —así lo sentía— era más amorosa y carnal que cualquier posesión física.
Emergí de esa mañana de otoño y me encontré bajo un cielo ya casi negro. Cansado como si acabase de cruzar a nado un gran río, miré a mi alrededor sin apenas reconocer los objetos familiares. Aun así, quise dar marcha atrás para volver a ver a las tres paseantes de la Belle Epoque.
Pero la magia que acababa de experimentar pareció eclipsarse de nuevo. De modo inconsciente, mi memoria recreó un reflejo del pasado totalmente distinto. Vi a un hombre apuesto, vestido de negro, en medio de un lujoso despacho. La puerta se abría silenciosamente y una mujer, el rostro cubierto con un velo, penetraba en la estancia. Acto seguido, el presidente, con gestos muy teatrales, abrazaba a su amante. Sí, era la escena, mil veces sorprendida, de la cita secreta de los enamorados del Elíseo. Invocados por mi memoria, éstos acudieron y volvieron a representarla una vez más cual precipitado vodevil. Pero aquello ya no me bastaba…
La transfiguración de las tres elegantes me hacía concebir esperanzas de que se repitiese la magia. Recordaba muy bien la sencilla frase que lo había desencadenado todo: «Y sin embargo, en la vida de las tres mujeres había existido esa fresca y soleada mañana…». Cual aprendiz de brujo, imaginé de nuevo al hombre del gallardo bigote en su despacho, ante la ventana oscura, y musité la fórmula mágica:
—Y sin embargo, existió en su vida una tarde de otoño, una tarde en que se hallaba ante la ventana oscura tras la que se agitaban las ramas desnudas del jardín del Elíseo…
No sé en qué momento preciso ocurrió, pero lo cierto es que las barreras del tiempo se habían desvanecido… El presidente miraba distraído los reflejos movedizos de los árboles. Sus labios estaban tan cerca del cristal que durante un segundo lo veló un redondel de vaho. El presidente, al notarlo, cabeceó levemente en respuesta a sus mudos pensamientos. Adiviné que advertía la extraña rigidez con que la ropa le ceñía el cuerpo. Se sentía ajeno a sí mismo. Sí, una existencia desconocida, tensa, que se veía obligado a dominar con su inmovilidad aparente. El hombre pensaba, no, no pensaba, sino que percibía, en algún lugar de aquella húmeda oscuridad tras el cristal, la presencia cada vez más íntima de la mujer que al poco penetraría en la estancia. «El presidente de la República», dijo en voz baja, recalcando lentamente las sílabas. «El Elíseo…». Y de súbito, estas palabras tan familiares se le antojaron ajenas a su persona. Sintió muy intensamente que era el hombre que, un momento después, quedaría de nuevo subyugado por el dulce calor de los labios femeninos que se ocultaban tras el velo salpicado de brillantes gotitas heladas…
Esa sensación llena de contrastes perduró varios segundos en mi rostro.
La magia del pasado transfigurado me había exaltado y abrumado a un tiempo. Sentado en el balcón, respiraba entrecortadamente, la mirada perdida en la noche de las estepas. Me había convertido sin duda en un obseso de esa alquimia del tiempo. No bien volví en mí, repetí mi «ábrete sésamo»: «Y sin embargo, en la vida del viejo soldado existió aquel día de invierno…». Y se me apareció aquel anciano tocado con un casco estilo conquistador. Caminaba apoyándose en su larga pica. Su rostro arrebolado por el viento se hallaba abismado en amargos pensamientos: meditaba sobre su vejez y sobre aquella guerra, que se prolongaría cuando él ya no estuviera allí. De pronto, en el aire mortecino del gélido día, percibió el olor de una hoguera. Aquel efluvio agradable y un poco ácido se mezclaba con el frescor de la escarcha que cubría los campos desnudos. El anciano aspiró profundamente una acre bocanada de aire invernal. En su rostro severo se dibujó una velada sonrisa. Entornó levemente los párpados. Era él ese hombre que aspiraba con avidez el viento helado que olía a hoguera. Él. Allí. En aquel instante. Bajo aquel cielo… La batalla en la que iba a intervenir, y la guerra y aun su muerte se le antojaron entonces incidentes de poca monta. Sí, episodios de un destino infinitamente más grande, un destino en el que él iba a participar, en el que él participaba ya, por el momento de modo inconsciente. Respiraba profundamente, sonreía entrecerrando los ojos. Adivinaba que el instante que estaba viviendo inauguraba ese destino presentido…
Charlotte regresó al caer la noche. Yo sabía que, en ocasiones, pasaba la tarde en el cementerio. Escardaba el pequeño macizo de flores delante de la tumba de Fiódor, lo regaba y limpiaba la estela rematada con una estrella roja. Abandonaba el cementerio cuando comenzaba a declinar el día. Caminaba lentamente, cruzando todo Saranza, sentándose de cuando en cuando en un banco. Esas noches no salíamos al balcón…
Entró. Oí emocionado sus pasos en el corredor y en la cocina. Sin pensármelo dos veces, fui a pedirle que me hablara de la Francia de su niñez. Como antaño.
Los instantes que acababa de vivir me parecían ahora una extraña locura, hermosa y aterradora a la par. Era imposible negarlos, pues perduraba en todo mi cuerpo su eco luminoso. ¡Los había vivido de verdad! Pero por un solapado espíritu de contradicción, mezcla de miedo y de soliviantada sensatez, necesitaba negar mi descubrimiento, destruir ese universo del que había entrevisto unos fragmentos. Esperaba de Charlotte un tranquilizador relato infantil sobre la Francia de su niñez. Un recuerdo familiar y liso como un cliché fotográfico, que me ayudase a olvidar mi locura pasajera.
No contestó de inmediato a mi requerimiento. Sin duda había advertido que algún motivo grave me movía a alterar de ese modo nuestras costumbres. Debieron de venirle a la mente las vacuas conversaciones que sosteníamos desde hacía varias semanas, y nuestra tradición de los relatos al atardecer, ritual traicionado ese verano.
Tras un minuto de silencio, suspiró esgrimiendo una leve sonrisa:
—Pero ¿y qué puedo contarte? Si ahora ya lo sabes todo… Espera, mejor te leeré un poema…
Y me dispuse a vivir la noche más extraordinaria de mi vida. Porque Charlotte tardó mucho en dar con el libro que buscaba. Y con la maravillosa libertad con que la veíamos a veces trastocar el orden de las cosas, ella, mujer por lo demás ordenada y puntillosa, transformó la noche en una larga velada. En el suelo se amontonaban rimeros de libros. Nos encaramamos a la mesa para explorar los estantes más altos. El libro no aparecía.
Por fin, a eso de las dos de la mañana, Charlotte, irguiéndose en medio de un pintoresco maremágnum de libros y muebles, exclamó:
—¡Pero qué boba soy! Si ese poema empecé a leéroslo a ti y a tu hermana el verano pasado, ¿recuerdas? Y luego… Ahora no me acuerdo. El caso es que nos detuvimos en la primera estrofa. Así que tiene que estar ahí.
Y se inclinó hacia un armarito que estaba junto a la puerta del balcón, lo abrió y, al lado de un sombrero de paja, vimos el libro.
La oía leer sentado en la alfombra. Una lámpara de mesa colocada en el suelo le iluminaba el rostro. Nuestras siluetas se dibujaban en la pared con increíble precisión. De cuando en cuando, se colaba por el balcón una ráfaga de aire frío procedente de la estepa nocturna. La voz de Charlotte poseía la tonalidad de esas palabras cuyo eco sigue escuchando uno años después de haberlas oído:
… Or, chaqué fois que je viens à l’entendre,
De deux cents ans mon âme se rajeunit…
C’est sous Louis treize et je crois voir s’étendre
Un coteau vert, que le couchant jaunit.
Puis un château de brique à coins de pierre,
Aux vitraux teints par de rougeâtres couleurs,
Ceint de grands pares, avec une rivière
Baignant ses pieds, qui coule entre des fleurs;
Puis une dame, à sa haute fenêtre,
Blonde aux yeux noirs, en ses habits anciens,
Que, dans une autre existence peut-être,
J’ai déjà vue… et dont je me souviens![12]
No dijimos nada más durante esa insólita noche. Antes de dormirme, pensé en aquel hombre que, en el país de mi abuela, siglo y medio atrás, había tenido el valor de contar su «locura»: ese instante soñado, más auténtico que cualquier sensata realidad.
A la mañana siguiente, me desperté tarde. En la habitación contigua reinaba de nuevo el orden… El viento había cambiado de dirección y traía las ráfagas cálidas del Caspio. El frío día de la víspera parecía haber quedado muy atrás.
Hacia el mediodía, sin haberlo decidido previamente, salimos a la estepa. Caminábamos en silencio, el uno al lado del otro, contorneando las malezas de la Stalinka. A continuación, cruzamos los angostos raíles invadidos por los hierbajos. La Kukuchka dejó oír su pitido a lo lejos. Ante nosotros vimos surgir el pequeño convoy, que parecía avanzar entre matas de flores. Se acercó, cruzó nuestro sendero y se fundió en el velo de calor. Charlotte la siguió con la mirada y murmuró dulcemente mientras reanudaba la marcha:
—De niña, cogí una vez un tren que era casi primo de la Kukuchka. Aquél transportaba viajeros y serpenteaba con sus vagoncillos por la Provenza. Ibamos a pasar unos días a casa de una tía que vivía en… He olvidado el nombre de aquella ciudad. Sólo me acuerdo del sol que inundaba las colinas y del canto seco y sonoro de las cigarras cuando nos deteníamos en pequeñas estaciones adormecidas. En aquellas colinas, los campos de lavanda se extendían hasta perderse la vista… Sí, el sol, las cigarras, aquel azul intenso, y el olor que entraba por las ventanas abiertas, traído por el viento…
Yo caminaba a su lado sin despegar los labios. Sentía que «la Kukuchka» sería a partir de entonces la primera palabra de nuestra nueva lengua. De esa lengua que expresaría lo indecible.
Dos días después abandonaba Saranza. Por vez primera en mi vida, el silencio de los últimos minutos antes de arrancar el tren no me resultó embarazoso. Desde la ventanilla miraba a Charlotte, en el andén, en medio de gentes que gesticulaban como sordomudos, temiendo que no las oyeran los que partían. Charlotte callaba y, al cruzarse nuestras miradas, esbozaba una leve sonrisa. No necesitábamos palabras.