Aquel año, Francia fue la causa de que me encerrara en una profunda y estudiosa soledad. Al finalizar el verano regresé de Saranza cual joven explorador, con mil y un hallazgos en mi equipaje —desde el racimo de uvas de Proust hasta la trágica muerte del duque de Orleans—. En otoño, y sobre todo durante el invierno, me convertí en un maníaco de la erudición, en un archivista que rastreaba obsesivamente información sobre el país cuyo misterio apenas había empezado a desentrañar en mi excursión estival.
Leí cuanto de interesante había sobre Francia en la biblioteca de la escuela. Eché mano de los estantes más nutridos de la de nuestra ciudad. Quería contrastar los relatos impresionistas, a pinceladas, de Charlotte con un estudio sistemático, avanzando de un siglo a otro, de un Luis al siguiente, de un novelista a sus congéneres, discípulos y epígonos.
Esas largas jornadas transcurridas en los polvorientos laberintos atestados de libros respondían sin duda a una propensión monacal que todo el mundo experimenta a esa edad. Buscamos la evasión antes de ser absorbidos por los engranajes de la vida adulta, fabulamos en soledad las futuras aventuras amorosas. Esa espera, esa vida de recluso, no tarda en hacerse ingrata. De ahí el efervescente y tribal colectivismo de los adolescentes, tentativa febril de representar, antes de hora, todas las tramas de la sociedad adulta. Pocos, a los trece o catorce años, saben sustraerse a interpretar esos personajes, actos impuestos a los solitarios, a los contemplativos, con toda la crueldad e intolerancia de los niños de ayer.
Gracias a mis investigaciones sobre Francia pude preservar mi atenta soledad de adolescente.
La sociedad en miniatura que formaban mis compañeros me trataba tan pronto con una distraída condescendencia (yo era un «inmaduro», no fumaba y no contaba historias salaces en las que los órganos genitales, tanto masculinos como femeninos, pasaban a ser personajes de cuerpo entero), como con una agresividad colectiva cuya violencia me dejaba perplejo: no me consideraba en absoluto distinto a los demás ni creía merecer tanta hostilidad. Reconozco que no me extasiaban las películas que su minisociedad comentaba durante los recreos, ni era capaz de distinguir los equipos de fútbol de los que mis compañeros eran apasionados hinchas. Mi ignorancia les ofendía. La consideraban un desafío. Me atacaban con sus pullas, con sus puños. Durante ese invierno, comencé a vislumbrar una desconcertante verdad: llevar dentro aquel lejano pasado, dejar que mi alma viviese en la fabulosa Atlántida, no era un juego inocente. Sí, constituía un auténtico desafío, una provocación a los ojos de quienes vivían el presente. Un día, harto de sufrir vejaciones, fingí interesarme por el resultado del último partido de fútbol y, participando en la conversación, cité nombres de futbolistas aprendidos la víspera. Pero todos barruntaron la impostura. La discusión se interrumpió. La minisociedad se dispersó. Me gané unas miradas casi compasivas y aún me sentí más menospreciado.
Tras tan lamentable tentativa, me abismé con más ahínco en mis investigaciones y lecturas. No me bastaban ya los efímeros reflejos de la Atlántida en el curso del tiempo. Aspiraba a conocer su historia íntima. Errando por los recovecos de nuestra vieja biblioteca, intentaba dilucidar el porqué del extravagante matrimonio entre Enrique I y la princesa rusa Anna. Quería averiguar qué dote había mandado su padre, el célebre Yaroslav el Sabio. Y cómo éste enviaba desde Kíev manadas de caballos a su yerno francés, atacado por los belicosos normandos. Y cuál era el pasatiempo cotidiano de Anna Yaróslavna en los lóbregos castillos medievales, donde tanto lloraba la ausencia de los baños rusos… Ya no me bastaba el trágico relato que describía la muerte del duque de Orleans bajo las ventanas de la hermosa Isabel. No, decidí lanzarme en persecución de su asesino, Juan sin Miedo, fijar su linaje, comprobar sus hazañas guerreras, reconstruir su vestimenta y sus armas, localizar sus feudos… Averigüé con qué retraso llegaron las divisiones del mariscal Grouchy, esas horas de más, fatales para Napoleón en Waterloo…
Por supuesto, los fondos de la biblioteca, rehén de la ideología, eran muy desiguales: encontré sólo un libro sobre la época de Luis XIV, mientras que el estante vecino ofrecía veinte volúmenes dedicados a la Comuna de París y una docena al nacimiento del Partido Comunista francés. Pero, en mi afán de conocimiento, supe desbaratar esa manipulación histórica. Me volví hacia la literatura. Estaban allí los grandes clásicos franceses que —a excepción de unos cuantos proscritos célebres como Restif de la Bretonne, Sade o Gide— habían escapado, en conjunto, a la censura.
Mi juventud e inexperiencia me volvían fetichista: más que captar la fisonomía de una época histórica, la coleccionaba. Buscaba sobre todo anécdotas similares a las que los guías cuentan a los turistas ante los monumentos. Figuraba en mi colección el chaleco rojo que llevara Théophile Gautier en el estreno de Hernani, los bastones de Balzac, el narguile de George Sand y la escena de su traición en los brazos del médico que se suponía tenía que atender a Musset. Admiraba la elegancia con que la escritora ofrecía a su amante el tema de Lorenzaccio. No me cansaba de revivir las secuencias pobladas de imágenes que registraba —cierto que con gran desorden— mi memoria. Como aquélla en que Victor Hugo, patriarca canoso y melancólico, se encuentra bajo los árboles de un parque a Leconte de Lisie. «¿Sabe usted en qué estaba pensando?», inquirió el patriarca. Y ante el apuro de su interlocutor, declaró con énfasis: «Estaba pensando qué le diré a Dios cuando, tal vez muy pronto, me reúna con él en su reino…». A lo que Leconte de Lisie, irónico y respetuoso a un tiempo, replicó con convicción: «Pues le dirá usted: “Querido colega…”».
Curiosamente, fue un ser que no sabía nada de Francia, que no había leído nunca un solo autor francés, que no podía —de ello no me cabía la menor duda— localizar ese país en el mapamundi, sí, fue él quien, involuntariamente, me ayudó a salir de mi colección de anécdotas y a orientar mi investigación hacia un rumbo totalmente nuevo. Se trataba de aquel compañero, el mal alumno, que me dijo un día que si Lenin no había tenido hijos era porque no sabía hacer el amor…
La minisociedad de nuestra clase le profesaba tanto desprecio como a mí, pero por razones muy distintas. Le aborrecían porque les mostraba una imagen poco grata del adulto. Aunque era dos años mayor que nosotros y había alcanzado ya esa edad en que los alumnos saboreaban de antemano las libertades, mi amigo no la aprovechaba en absoluto. Pachka —todo el mundo lo llamaba así— llevaba la vida de esos mujiks extraños que conservan hasta la muerte cierto infantilismo, lo que contrasta en grado sumo con su aspecto agreste y viril. Huyen obstinadamente de la ciudad, de la sociedad, del bienestar, desaparecen en el bosque y, convertidos en cazadores o vagabundos, acaban allí sus días.
Pachka traía a la clase efluvios de pescado, de nieve y, en época de bonanza, de arcilla. Se pasaba días enteros chapoteando en las orillas del Volga. Y si iba a la escuela era por no disgustar a su madre. Siempre con retraso, sin reparar en las desdeñosas miradas de los futuros adultos, cruzaba la clase y se escurría tras el pupitre, al fondo de todo. A su paso, los alumnos olfateaban el aire con ostentación, y la maestra suspiraba alzando los brazos al cielo. Un olor a nieve y a tierra húmeda se difundía lentamente por la clase.
Nuestro estatus de parias entre la comunidad de nuestra clase acabó por unirnos. Sin hacernos propiamente amigos, observamos nuestras dos soledades y vimos en ellas como una seña de identidad. A partir de entonces, acompañé con frecuencia a Pachka en sus expediciones de pesca por las orillas nevadas del Volga. Agujereaba el hielo con un potente berbiquí, lanzaba el sedal en el boquete y permanecía inmóvil ante aquella cavidad redonda que dejaba al descubierto el verdoso espesor del hielo. Yo me imaginaba al pez que, en el extremo de aquel estrecho túnel, a veces de un metro de largo, se acercaba prudentemente al cebo… Percas de atigrados lomos, lucios moteados, gobios con la cola de vivo color rojo, surgían del boquete y, tras desprenderlos del anzuelo, caían en la nieve. Daban algunos coletazos y luego sus cuerpos se paralizaban, helados por el gélido viento. Las espinas dorsales se cubrían de cristales, cual fabulosas diademas. Hablábamos poco. La gran quietud de las llanuras nevadas, el cielo plateado, el profundo sueño del gran río, tornaban inútiles las palabras.
A veces Pachka, buscando una zona más abundante en peces, se acercaba peligrosamente a las largas placas de hielo oscuro, húmedo, recorrido por los manantiales… Yo me volvía al oír un crujido y veía a mi compañero debatiéndose en el agua y clavando los dedos abiertos en la nieve granulosa. Corría hacia él y, a pocos metros de la brecha, me tumbaba boca abajo y le arrojaba la punta de mi bufanda. Por lo común, Pachka lograba componérselas antes de que yo interviniera. Como una marsopa, salía del agua, caía de bruces en la nieve y reptaba dejando una larga estela mojada. Pero a veces, sobre todo por complacerme, se asía a la bufanda y se dejaba salvar.
Tras ese chapuzón, nos encaminábamos hacia una de las armazones de las viejas barcas que se erguían, aquí y allá, en medio de los bancos de nieve. Encendíamos una gran hoguera en sus entrañas renegridas. Pachka se quitaba las botazas de fieltro y el pantalón enguatado y los tendía junto a las llamas. Luego, descalzo sobre una tabla, asaba el pescado.
Al amor de aquellas hogueras nos volvíamos más locuaces. Pachka me contaba las pescas extraordinarias (¡un pez tan grande que no cabía por el agujero abierto con el berbiquí!), los súbitos deshielos en los que las masas de hielo, precipitándose con ensordecedor estrépito, se llevaban por delante barcas, árboles y hasta isbas con gatos encaramados al tejado… Yo le hablaba de los torneos caballerescos (acababa de enterarme de que los guerreros de antaño, al despojarse del yelmo tras una justa, aparecían con la cara llena de óxido por la mezcla de hierro y sudor; no sé por qué, ese detalle me exaltaba más que el propio torneo…), sí, le hablaba de aquellos rasgos viriles subrayados por los hilillos rojizos, y del bizarro joven que soplaba tres veces en el cuerno pidiendo refuerzos. Sabía que Pachka, que recorría tanto en verano como en invierno las orillas del Volga, soñaba secretamente con las extensiones marinas. Me alegré de encontrar para él en mi colección francesa aquel aterrador combate entre un marino y un enorme pulpo. Y como sea que mi erudición se nutría sustancialmente de anécdotas, le referí una que guardaba mucha relación con su pasión y con nuestra vieja barca abandonada. Muchos años atrás, en las aguas de un proceloso mar, un barco de guerra inglés se cruza con un navio francés y, antes de entablar un combate sin cuartel, el capitán inglés se dirige a sus eternos enemigos, poniendo las manos en forma de bocina: «Vosotros los franceses combatís por dinero. ¡Nosotros, los súbditos de la reina, lo hacemos por el honor!». Entonces, desde el navio francés, una ráfaga de viento salado les lleva la jocosa exclamación del capitán: «¡Cada uno, sir, combate por lo que no tiene!».
Un día, Pachka estuvo a punto de ahogarse de verdad. Una gran placa de hielo —estábamos en plena bonanza— cedió bajo sus pies. Tan sólo emergían del agua su cabeza y un brazo, que buscaba un apoyo inexistente. Con un violento impulso, proyectó el pecho sobre el hielo, pero la superficie porosa se quebró bajo su peso. Tenía las botas llenas de agua y la corriente le arrastraba ya las piernas. Sin tiempo para quitarme la bufanda, me tumbé en la nieve, repté y le tendí una mano. En ese momento vi cruzar por sus ojos una breve chispa de terror… Creo que se las hubiera arreglado sin mí; estaba demasiado avezado, demasiado ligado a las fuerzas de la naturaleza para dejarse atrapar por ellas. Pero en esa ocasión aceptó mi mano sin esgrimir su habitual sonrisa.
A los pocos minutos ardía la hoguera, y Pachka, con las piernas desnudas y cubierto tan sólo con un largo jersey que yo le había prestado mientras se secaba su ropa, bailoteaba sobre una tabla lamida por las llamas. Con sus rojos dedos desollados, amasaba una bola de arcilla con la que envolvía el pescado para meterlo en las brasas… En torno a nosotros, el blanco desierto del Volga invernal, los sauces de finas y heladas ramas, que formaban un transparente follaje a lo largo de la orilla, y, enterrada en la nieve, la barca medio destrozada cuya armazón alimentaba nuestra primitiva hoguera. El baile de las llamas parecía espesar el crepúsculo e intensificaba la efímera sensación de bienestar.
¿Por qué le conté precisamente aquel día esa historia y no otra? Sin duda hubo una razón, o hablamos de algo que me sugirió ese tema… Era un resumen, muy abreviado por lo demás, de un poema de Hugo que me había leído Charlotte hacía mucho tiempo y cuyo título ni recordaba… En alguna zona próxima a las barricadas destruidas, en el corazón de aquel París rebelde donde los adoquines poseían la extraordinaria capacidad de convertirse súbitamente en muros, los soldados fusilaban a los insurrectos. Una ejecución rutinaria, brutal, despiadada. Los hombres se alineaban de espaldas a la pared, contemplaban un instante los cañones de los fúsiles que les apuntaban al pecho y alzaban los ojos hacia la ligera carrera de las nubes. Luego caían. Sus compañeros les relevaban frente a los soldados… Entre los condenados se hallaba un golfillo cuya edad hubiera debido inspirar clemencia. Por desgracia, no fue así. El oficial le ordenó que se pusiera en la fila de espera fatal; el niño tenía el mismo derecho a la muerte que los adultos. «¡A ti también vamos a fusilarte!», masculló el verdugo jefe. Pero un instante antes de dirigirse a la pared, el niño corrió hacia el oficial y le suplicó: «¡Déjeme que le lleve este reloj a mi madre! Vive a dos pasos de aquí, junto a la fuente. ¡Le juro que volveré!». Esta astucia infantil ablandó incluso los endurecidos corazones de la soldadesca. Todos soltaron una risotada, pues la astucia parecía realmente demasiado ingenua. El oficial, riéndose a carcajadas, profirió: «Anda, corre. ¡Lárgate, pequeño indeseable!». Y siguieron partiéndose de risa mientras cargaban los fúsiles. De repente, enmudecieron. El niño reapareció y, acercándose a la pared, junto a los adultos, gritó: «¡Aquí estoy!».
Durante todo el relato, Pachka pareció apenas escucharme. Permaneció inmóvil, inclinado hacia el fuego. Su rostro se ocultaba tras la visera de su grueso chascás de piel. Pero cuando llegué a la última escena —el niño regresa, pálido y serio, y se planta ante los soldados—, sí, cuando pronuncié su última frase: «¡Aquí estoy!», Pachka se estremeció, se puso en pie… Y luego ocurrió algo increíble. Saltó al otro lado de la barca y echó a andar descalzo por la nieve. Oí como un gemido ahogado que el viento húmedo dispersó rápidamente por la blanca llanura.
Dio unos pasos y se detuvo, enterrado hasta las piernas en un banco de nieve. Yo permanecí un momento inmóvil, contemplando estupefacto, desde la barca, a aquel mocetón vestido con un largo jersey que el viento hinchaba como un corto vestido de lana. Las orejeras del chascás ondeaban lentamente, agitadas por las frías ráfagas. Sus piernas desnudas hundidas en la nieve me fascinaban. Sin entender ya nada, salté y me llegué hasta él. Al oír el crujido de mis pasos, se volvió bruscamente. Tenía la cara crispada en una dolorosa mueca. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos con inhabitual fluidez. Se apresuró a enjugarse aquellos reflejos con la mano. «¡Vaya con el humo!», rezongó parpadeando y, sin mirarme, regresó a la barca.
Allí, arrimando los pies helados a las brasas, me preguntó con colérica insistencia:
—¿Y qué pasó luego? Matarían al crío, ¿no?
Pillado desprevenido y no hallando en mi memoria nada que esclareciese ese punto, balbucí titubeando:
—Eh… Pues es que no lo sé…
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Si me lo has contado todo!
—Ya, pero verás, en el poema…
—¡A la mierda el poema! En la realidad, ¿lo mataron o no?
Su mirada, clavada en mí por encima de las llamas, brillaba con un fulgor un tanto enloquecido. Su voz era a un tiempo ruda e implorante. Suspiré, como si quisiera pedirle perdón a Hugo, y con tono firme y rotundo declaré:
—No, no lo fusilaron. Un viejo sargento allí presente se acordó de su propio hijo, que se había quedado en el pueblo. Y gritó: «¡Quien le toque un pelo a ese crío se las verá conmigo!». Y el oficial tuvo que soltarlo…
Pachka inclinó la cabeza y procedió a sacar el pescado envuelto en arcilla, removiendo las brasas con una rama. En silencio, rompimos la corteza de tierra cocida que se desprendía pegada a las escamas y comimos aquella carne tierna y ardiente espolvoreándola con sal gruesa.
Tampoco hablamos cuando regresamos a la ciudad, al anochecer. Yo estaba aún impresionado por la magia que acababa de producirse. El milagro que me había demostrado la omnipotencia de la palabra poética. Adivinaba que ello no dependía de artificios verbales ni de una sabia combinación de palabras. ¡No! Porque las de Hugo habían sido anteriormente deformadas, tanto en el relato lejano de Charlotte como en mi resumen. Por lo tanto habían sido doblemente traicionadas… ¡Y, sin embargo, el eco de aquella historia, tan sencilla en el fondo, narrada a miles de kilómetros de donde naciera, había logrado arrancar lágrimas a un joven salvaje e impulsarle a correr desnudo por la nieve! Secretamente, me enorgullecía de haber hecho brillar una chispa de esa luz que irradiaba la patria de Charlotte.
Y comprendí también, aquella noche, que no eran anécdotas lo que debía buscar en mis lecturas. Ni palabras hermosamente dispuestas en una página. Era algo mucho más profundo y, al mismo tiempo, mucho más espontáneo: una penetrante armonía de lo visible que, tan pronto era revelada por el poeta, pasaba a ser eterna. Sin saber darle un nombre, la perseguía, libro tras libro. Más adelante, supe cómo se llamaba: el Estilo. Y jamás podría aceptar que llamasen de esa manera los inútiles ejercicios elaborados por los malabaristas de las palabras. Porque vería surgir ante mis ojos las piernas azuladas de Pachka plantadas en un banco de nieve, a orillas del Volga, y los acuosos reflejos de las llamas en sus ojos… ¡Sí, le emocionaba más el destino del joven insurrecto que su propia muerte, de la que se había librado por los pelos una hora antes!
Al separarse de mí en un cruce del suburbio donde vivía, Pachka me alargó mi ración de pescado: unos largos caparazones de arcilla. Luego, con tono arisco y evitando mi mirada, preguntó:
—¿Y dónde puede encontrarse ese poema sobre los fusilados?
—Mañana te lo llevo a la escuela, creo que lo tengo copiado en casa…
Se lo dije de un tirón, disimulando mal mi alegría. Fue el día más feliz de mi adolescencia.