—No, lo que no entiendo es que quisiera enterrarse en Saranza. Hubiera podido perfectamente vivir aquí, con vosotros…
A punto estuve de pegar un brinco en mi taburete junto al televisor. Y es que entendía tan bien las razones de que Charlotte se sintiese apegada a su ciudad de provincias… Me hubiera sido tan fácil explicar su elección a los adultos reunidos en nuestra cocina… Les habría evocado el aire seco de la gran estepa, que en su muda transparencia, destilaba el pasado. Les habría hablado de esas calles polvorientas que no conducían a ningún sitio y abocaban, todas ellas, en la misma llanura infinita. De esa ciudad a la que la historia, decapitando iglesias y arrancando «excesos arquitectónicos», había despojado de toda noción de tiempo. La ciudad donde vivir significaba revivir de continuo el pasado sin dejar de realizar maquinalmente los gestos cotidianos.
Pero no dije nada. Temía que me echasen de la cocina. Los adultos, según tenía observado desde hacía algún tiempo, toleraban ahora más fácilmente mi presencia. Parecía haber conquistado, a mis catorce años, el derecho a asistir a sus conversaciones nocturnas. Siempre que permaneciera invisible. Encantado con ese cambio, de ningún modo quería comprometer semejante privilegio.
El nombre de Charlotte salía a relucir durante aquellas veladas de invierno tan a menudo como en otro tiempo. Sí, al igual que antes, la vida de mi abuela brindaba a nuestros invitados un tema de conversación que no hería el amor propio de los allí presentes.
Y además, la joven francesa ofrecía la ventaja de concentrar en su existencia los momentos cruciales de la historia de nuestro país. Había vivido en los tiempos del zar y sobrevivido a las purgas estalinistas, había superado la guerra y asistido a la caída de innumerables ídolos. Su vida, recortada en el siglo más sanguinario del imperio, cobraba una dimensión épica a los ojos de todos.
Ella, una francesa nacida en el confín del mundo, contemplaba con mirada perdida las arenas sinuosas tras la puerta abierta del vagón («Pero ¿qué diablos se le había perdido en ese maldito desierto?», exclamó un día el piloto de guerra amigo de mi padre). A su lado, inmóvil también, estaba su marido Fiódor. Las ráfagas de aire que se precipitaban en el vagón no traían el menor frescor pese a la gran velocidad del tren. Permanecieron largo rato en aquel vano de luz y de calor. El viento les pulía la frente como papel de lija. El sol desintegraba el paisaje en una miríada de destellos. Pero no se movían, como si desearan que un pasado ingrato se borrase con ese roce y esa quemazón. Acababan de abandonar Bujará.
Tras su regreso a Siberia, ella pasaba interminables horas ante una ventana negra, soplando de cuando en cuando en la espesa capa de escarcha para preservar un redondelillo fundido. A través de esa acuosa mirilla, veía una calle blanca en la oscuridad de la noche. A ratos un coche se deslizaba lentamente, se acercaba a la casa y, tras un momento de vacilación, seguía su camino. En el reloj sonaban las tres de la mañana y, a los pocos minutos, se oía el crujido penetrante de la nieve en la escalera. Cerraba los ojos un instante, y luego iba a abrir. Su marido regresaba siempre a esa hora… La gente desaparecía tanto en el trabajo como en plena noche, cuando se hallaba ya en su casa, no bien pasaba un coche negro por las calles nevadas. Charlotte estaba segura de que nada podía ocurrirle mientras ella le esperase ante la ventana, soplando en la escarcha. A las tres de la mañana, su marido se levantaba de su asiento, ordenaba los expedientes que tenía sobre el escritorio y se marchaba. Lo mismo hacían los demás funcionarios a lo largo y ancho del inmenso imperio. Sabían que, en el Kremlin, el amo del país concluía su jornada de trabajo a las tres. Sin pararse a meditarlo, todo el mundo se apresuraba a imitar su horario. Y no se les ocurría pensar que de Moscú a Siberia, separados por varios husos horarios, esas «tres de la mañana» no correspondían ya a nada. Ni que cuando Stalin se levantaba de la cama y llenaba la primera pipa del día, a esa misma hora, en una ciudad siberiana, al caer la noche, sus fieles súbditos luchaban contra el sueño, sentados en sus sillas, que se transformaban en instrumentos de tortura. Desde el Kremlin, el amo parecía imponer su medida al flujo del tiempo y aun al mismo sol. Cuando él se iba a la cama, todos los relojes del planeta marcaban las tres de la mañana. Por lo menos, todo el mundo lo veía así por aquel entonces.
Un día, Charlotte, agotada por tantas esperas nocturnas, se durmió unos minutos antes de la hora planetaria. Un instante después, despertó sobresaltada y oyó los pasos de su marido en el cuarto del niño. Al entrar, lo vio inclinado sobre la cama de su hijo, el rapaz de negros cabellos lisos que no se parecía a nadie en la familia…
No detuvieron a Fiódor en su despacho, en pleno día, ni tampoco interrumpieron su sueño aporreando autoritariamente la puerta. No, fue durante la cena de Nochevieja. Se había disfrazado con un abrigo rojo de Papá Noel, y su rostro, irreconocible tras la luenga barba, tenía fascinados a los niños: aquel crío de doce años y su hermana pequeña, mi madre. Charlotte estaba ajustando el voluminoso chascás en la cabeza de su marido cuando entraron en el piso. No necesitaron llamar; la puerta estaba abierta, se oía a los invitados.
Y la escena del arresto, que se había repetido ya millones de veces durante un solo decenio en la vida del país, tuvo aquella noche ese marco: el abeto navideño y los dos niños con sus caretas de cartón —él, de liebre; ella, de ardilla—. Y en medio de la habitación, el Papá Noel, petrificado, adivinando perfectamente lo que iba a ocurrir y casi feliz de que los niños no advirtieran la palidez de sus mejillas tras la barba de algodón. Charlotte, con voz muy serena, indicó a la liebre y a la ardilla, que miraban a los intrusos sin quitarse las caretas:
—Vamos a la habitación de al lado, niños; allí encenderéis las bengalas.
Había hablado en francés. Los dos agentes intercambiaron una mirada de inteligencia…
A Fiódor le salvó lo que, en buena lógica, hubiera debido perderle: la nacionalidad de su mujer… Cuando, unos años atrás, la gente empezó a desaparecer, familia por familia, casa por casa, el juez pensó de inmediato en eso. Se daban en Charlotte dos grandes defectos casi siempre achacados a los «enemigos del pueblo»: los orígenes «burgueses» y los lazos con el extranjero. Casado con un «elemento burgués», por añadidura una francesa, se veía automáticamente acusado de ser un «espía a sueldo de los imperialistas franceses y británicos». La fórmula, con el tiempo, había pasado a ser habitual.
Sin embargo, esa misma evidencia frenó la bien rodada máquina de las represiones. Porque de ordinario, al falsear la instrucción, se veían obligados a demostrar que el acusado había ocultado hábilmente sus vínculos con el extranjero durante años. Y cuando éste era un siberiano que no hablaba más que su lengua materna, que jamás había abandonado su patria ni mantenido contactos con un representante del mundo capitalista, semejante demostración, aun totalmente falsificada, requería indudable pericia.
Pero Fiódor no ocultaba nada. El pasaporte de Charlotte indicaba bien a las claras su nacionalidad: francesa. Su lugar de nacimiento, Neuilly-sur-Seine, en su transcripción rusa, no hacía sino recalcar su condición de extranjera. Había viajado a Francia, sus primos «burgueses» seguían viviendo allí, sus hijos hablaban tanto francés como ruso… Todo estaba demasiado claro. Las falsas confesiones que se arrancaban por lo común bajo tortura, tras semanas de interrogatorios, habían sido efectuadas de manera voluntaria desde el principio. La máquina se quedó atascada. Fiódor fue encarcelado y, como cada vez resultaba más molesto, lo destinaron a una ciudad arrebatada a Polonia, en la otra punta del imperio.
Pasaron una semana juntos. Lo que duró el viaje a través del país y un largo y ajetreado día de mudanza. A la mañana siguiente, Fiódor marchaba a Moscú para volver a afiliarse al Partido, del que se habían apresurado a expulsarlo. «Es cosa de dos días», le dijo a Charlotte camino de la estación. Al regresar, Charlotte se dio cuenta de que se había olvidado la pitillera. «No es grave», pensó, «dentro de dos días…». Y muy pronto, pasados los dos días (Fiódor entraría en la habitación, vería la pitillera encima de la mesa y, dándose una palmadita en la frente, exclamaría: «¿Seré idiota? La he buscado por todas partes…»), sí, esa mañana de junio sería la primera en un largo fluir de días dichosos…
Se verían cuatro años después. Y Fiódor no recobraría jamás la pitillera, pues Charlotte la había intercambiado, en plena guerra, por una hogaza de pan negro.
Los adultos hablaban. La televisión, con sus noticiarios triunfales, sus informes de las últimas marcas de la industria nacional, sus conciertos del Bolshoi, era un apacible sonido de fondo. El vodka mitigaba la amargura del pasado. Y yo advertía que todos nuestros invitados, aun los que se habían incorporado hacía poco, amaban a aquella francesa que había aceptado sin chistar el destino del país ruso.
Aquellos relatos me informaban de muchas cosas. Adivinaba de pronto por qué en las celebraciones de Nochevieja latía siempre una chispa de inquietud, cual solapada corriente de aire que provoca portazos en una casa vacía, a la hora del crepúsculo. A pesar de la alegría de mi padre, de los regalos, del ruido de los petardos y del centelleo del abeto, ese impalpable malestar estaba allí. Como si en medio de los brindis, el estampido de los corchos y las risas, se esperara que llegase alguien. Hasta diría que, sin confesárselo, nuestros padres acogían con cierto alivio la calma nevosa y cotidiana de los primeros días de enero. Sea como fuera, mi hermana y yo preferíamos ese momento de después de las fiestas a la propia fiesta…
Los días rusos de mi abuela, esos días que, llegado cierto momento, pasaban a ser sencillamente su vida y no una «etapa rusa» antes del regreso a Francia, poseían para mí cierta nota secreta que a los demás les pasaba inadvertida. Veía que Charlotte, a lo largo de esos años evocados ahora en nuestra fumosa cocina, había llevado siempre en su interior una especie de aura invisible. Yo me decía, entre maravillado y asombrado: «¡Esa mujer que esperaba durante meses y meses a que llegasen las famosas tres de la mañana, ante la ventana cubierta de hielo, era el mismo ser misterioso y tan próximo que había visto un día conchas de plata en un café de Neuilly!».
Cuando hablaban de Charlotte, nunca dejaban de contar lo que aquella mañana…
Fue su hijo quien se despertó en plena noche. Saltó de la cama plegable y, descalzo, con los brazos estirados, fue hacia la ventana. Al cruzar la habitación a oscuras, se dio con la cama de su hermana. Charlotte tampoco dormía. Estaba acostada, con los ojos abiertos en la oscuridad, intentando averiguar de dónde provenía ese rumor denso y monótono que parecía imprimir a las paredes sordas vibraciones. Sintió que aquel ruido lento y viscoso le hacía trepidar el cuerpo y la cabeza. Los niños, ya despiertos, se precipitaron a la ventana. Charlotte oyó el grito de sorpresa de su hija:
—¡Anda, cuántas estrellas! Pero si se mueven…
Sin encender la luz, Charlotte fue a reunirse con ellos. Al pasar, vislumbró un reflejo metálico en la mesa: la pitillera de Fiódor. Tenía que regresar de Moscú por la mañana. Vio hileras de puntos luminosos que se deslizaban lentamente por el cielo nocturno.
—Aviones —dijo el muchacho con esa voz tranquila que nunca cambiaba de entonación—. Escuadrillas enteras…
—Pero ¿y adónde vuelan? —suspiró la niña, abriendo de par en par los ojos cargados de sueño.
Charlotte los cogió a ambos por los hombros.
—¡Vamos, a la cama! Serán maniobras de nuestro ejército. Ya sabéis que la frontera está muy cerca. Maniobras o algún ejercicio de entrenamiento para una exhibición.
El hijo carraspeó y dijo muy quedo, como para sus adentros y siempre con esa tristeza tranquila tan insólita en un adolescente:
—O a lo mejor una guerra…
—No digas bobadas, Serguéi —le reprendió Charlotte—. A la cama enseguida. Mañana iremos a esperar a vuestro padre a la estación.
Encendió una lamparita de noche y consultó el reloj: «Las dos y media. O sea que ya es hoy…».
No les dio tiempo a dormirse. Las primeras bombas desgarraron la noche. Las escuadrillas que, desde hacía ya una hora, sobrevolaban la ciudad apuntaban a zonas mucho más lejanas, en el interior del país, donde el ataque parecía sacudir la tierra como un terremoto. Sólo a eso de las tres y media de la mañana empezaron a bombardear los alemanes la línea fronteriza, despejando el camino a su ejército de tierra. Y aquella adolescente soñolienta, mi madre, fascinada por extrañas constelaciones demasiado bien ordenadas, se hallaba, de hecho, en un fulgurante paréntesis entre la paz y la guerra.
Resultaba ya casi imposible abandonar la casa. La tierra oscilaba; las tejas, hilera tras hilera, resbalaban del tejado y se quebraban con un chasquido seco en los peldaños de la escalera exterior. El ruido de las explosiones ahogaba por completo gestos y palabras.
Charlotte consiguió por fin sacar a los niños fuera, y salió ella misma con una voluminosa maleta que a duras penas podía transportar. Las casas de enfrente no tenían ya cristales. El viento, que apenas empezaba a levantar, hacía ondear una cortina. En su ondular, el tejido claro destilaba toda la dulzura de las mañanas de paz.
La calle de la estación estaba sembrada de trozos de vidrio y ramas rotas. A veces, un árbol segado en dos obstruía el paso. En cierto momento tuvieron que dar un rodeo para evitar un enorme socavón producido por un obús. En aquel lugar se hacía más densa la multitud de fugitivos. Apartándose del agujero, la gente, cargada con bolsas, se empujaba, y de pronto se reconocían unos a otros. Intentaban hablarse, pero la onda expansiva perdida en medio de las casas surgía de súbito y, con su eco ensordecedor, les cerraba la boca. Agitaban los brazos con impotencia y reemprendían su carrera.
Cuando Charlotte divisó la estación, en el extremo de la calle, sintió físicamente que su ayer inmediato se precipitaba a un pasado sin retorno. Sólo quedaba en pie la fachada, y a través de las órbitas vacías de las ventanas se veía el cielo pálido de la mañana…
La noticia, repetida por cientos de labios, se elevó por encima del fragor de las bombas. Acababa de salir el último tren hacia el este, respetando con absurda precisión los horarios habituales. La multitud se topó con las ruinas de la estación, permaneció petrificada y, aterrorizada por el rugido de un avión, se dispersó por las calles adyacentes y bajo los árboles de una plaza.
Charlotte miró desorientada a su alrededor. A sus pies yacía tirado un letrero: ¡PROHIBIDO CRUZAR LAS VÍAS! ¡PELIGRO! Pero las vías, arrancadas por las explosiones, no eran sino aquellos raíles enloquecidos, erguidos en empinada curva y arrimados al soporte de hormigón de un viaducto. Apuntaban hacia el cielo, y sus traviesas semejaban una fantasmagórica escalera que llevaba derecho a las nubes. Oyó de repente la voz tranquila y como hastiada de su hijo:
—Allí va a salir un tren de mercancías.
A lo lejos, vio un convoy compuesto de pesados vagones oscuros; a su alrededor pululaban figurillas humanas. Charlotte asió la maleta y los niños cogieron sus bolsas.
Cuando llegaron ante el último vagón, arrancó el tren y se oyó un suspiro de temeroso júbilo que saludó su marcha. Entre las paredes correderas se hacinaba un montón de gente amedrentada. Charlotte, advirtiendo la lentitud desesperante de sus gestos, empujó a sus hijos hacia aquella abertura que se alejaba lentamente. Serguéi trepó y cogió la maleta. Su hermana tuvo ya que apretar el paso para asir la mano que le tendía el muchacho. Charlotte agarró a la niña por la cintura, la aupó y logró encaramarla al borde del vagón atestado. Luego hubo de correr y aferrarse al gran pestillo de hierro. Aquello apenas duró un segundo, pero tuvo tiempo de ver los rostros paralizados de los fugitivos, las lágrimas de su hija y, con sobrenatural nitidez, la madera llena de hendiduras de la pared del vagón…
Tropezó y cayó de rodillas. El resto sucedió tan rápido que le dio la impresión de no haber tocado la grava blanca del terraplén: dos manos le apretaron con fuerza las costillas, el cielo describió un brusco zigzag y se sintió catapultada al vagón. En un luminoso relámpago, entrevio la gorra de un ferroviario, la silueta de un hombre que, por una fracción de segundo, se perfiló a contraluz entre las paredes abiertas del vagón…
El convoy atravesó Minsk a eso del mediodía. El sol rojeaba por entre el espeso humo, como si fuera de otro planeta. Y en el aire remolineaban extrañas mariposas fúnebres: grandes copos de ceniza. Nadie podía entender cómo, en apenas unas horas, la guerra había podido convertir la ciudad en hileras de armazones renegridas.
El tren avanzaba lentamente, como a tientas, en medio del crepúsculo carbonizado, bajo un sol que no deslumbraba. Para entonces, se habían acostumbrado a esa marcha vacilante y al incesante rugir de los aviones en el cielo. E incluso a aquel estridente silbido sobre el vagón al que seguía una ráfaga de balas en el techo.
Al abandonar la ciudad calcinada, se toparon con los restos de un tren despanzurrado por las bombas. Había varios vagones volcados en el terraplén; otros, tumbados o empotrados formando un monstruoso amasijo, obstruían las vías. Un grupo de enfermeras, como atontadas por la impotencia que las embargaba al ver el número de cuerpos tendidos, caminaban a lo largo del convoy. En sus entrañas carbonizadas se divisaban contornos humanos. A veces pendía un brazo de una ventana rota. El suelo estaba sembrado de equipajes desparramados. Lo que más llamaba la atención era la cantidad de muñecas que yacían sobre las traviesas y en la hierba. Uno de los vagones que había quedado en pie conservaba la placa de esmalte y podía leerse su destino. Charlotte comprobó, perpleja, que era el tren que habían perdido por la mañana. Sí, ese último tren que había partido hacia el este respetando los horarios de antes de la guerra.
Al caer la noche, el tren aceleró la marcha. Charlotte notó que su hija se arrimaba a su hombro y se estremecía. Se levantó para dejar libre la maleta en la que estaban sentadas. Había que prepararse para la noche, sacar ropa de abrigo y dos bolsas de galletas. Charlotte entreabrió la maleta, introdujo la mano en el interior y se quedó petrificada, incapaz de reprimir un breve grito que despertó a sus vecinos.
¡La maleta estaba llena de periódicos viejos! Con el desconcierto de la mañana, se había llevado la maleta siberiana…
Sin dar crédito todavía a lo que veía, extrajo una hoja amarillenta y, a la luz gris del crepúsculo, pudo leer: «Diputados y senadores, de manera unánime, respondieron de inmediato al ser convocados por los señores Loubet y Brisson… Los representantes de los grandes organismos del Estado se congregaron en el salón Murat…».
Charlotte cerró la maleta con gesto de sonámbula, se sentó y miró a su alrededor cabeceando levemente, como si quisiera negar una evidencia.
—Tengo una chaqueta vieja en la bolsa. Y, al irnos, he cogido el pan que había en la cocina…
Reconoció la voz de su hijo, que debía de haber adivinado su zozobra.
Por la noche, durante el breve rato que durmió, tuvo un rápido sueño, mezcla de sonidos y colores de antaño… La despertó alguien que se escurría hacia la salida. El tren estaba detenido en medio del campo. La oscuridad de la noche era allí tan densa como en la ciudad de la que habían huido. La llanura que se extendía ante el pálido rectángulo de la puerta abierta tenía la tonalidad cenicienta de las noches del Norte. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, vislumbró junto a la vía, a la sombra de un bosquecillo, los contornos de una isba aletargada. Y delante, en un prado a los pies del terraplén, vio un caballo. El silencio era tal que se oía el leve crujir de los tallos arrancados y el blando pateo de los cascos en la tierra húmeda. Con una amarga serenidad que la sorprendió a sí misma, oyó nacer y resonar en su mente este diáfano pensamiento: «A las pocas horas de vivir el infierno de las ciudades en llamas, ese caballo está paciendo la hierba llena de rocío, en el frescor de la noche. Es un país demasiado grande para que puedan vencerlo. El silencio de esta llanura infinita resistirá a las bombas…».
Jamás hasta entonces se había sentido tan próxima a aquella tierra.
Durante los primeros meses de la guerra, cruzaba sus sueños un incesante desfile de cuerpos mutilados a los que atendía trabajando catorce horas diarias. Llegaban convoyes enteros de heridos a aquella ciudad, que se hallaba a un centenar de kilómetros de la línea del frente. Charlotte acompañaba con frecuencia al médico que acudía a la estación a recibir aquellos trenes repletos de carne humana despedazada. A veces divisaba, en la vía paralela, otro tren lleno de soldados recién movilizados que partían en dirección opuesta, camino del frente.
Ni mientras dormía cesaban de rondarle los cuerpos mutilados. Surcaban sus sueños, se congregaban en la frontera de sus noches, la esperaban: el joven soldado de infantería con la mandíbula arrancada, cuya lengua colgaba sobre los sucios apósitos; aquel otro, sin lengua, sin cara… Pero sobre todo aquellos, cada vez más numerosos, que habían perdido piernas y brazos: horribles troncos sin miembros, miradas cegadas por el dolor y la desesperación.
Sí, eran sobre todo esos ojos los que desgarraban el frágil velo de las horas de sueño. Formaban refulgentes constelaciones en la oscuridad, la seguían por doquier, le hablaban en silencio.
Una noche —cruzaban la ciudad infinitas columnas de tanques— su sueño fue más ligero que nunca: una serie de breves letargos y despertares en medio de la risa metálica de las orugas. Y en el pálido fondo de uno de esos sueños, empezó de pronto a reconocer todas aquellas constelaciones de ojos. Sí, ya los había visto en otra ciudad. En otra vida. Despertó, sorprendida de no oír ya el menor ruido. Los tanques habían abandonado la calle. El silencio ensordecía. Y en la compacta y muda oscuridad, se le aparecían los ojos de los heridos de la Gran Guerra. De repente revivió la época del hospital de Neuilly. «Era ayer», pensó Charlotte.
Se levantó para cerrar la ventana. Se detuvo a mitad de camino. La tempestad blanca —las primeras nieves de aquel primer invierno de guerra— tapizaba, a grandes ráfagas, la tierra todavía negra. El cielo azotado por las olas nevosas aspiró su mirada hasta profundidades movedizas. Pensó en la vida de los hombres. En su muerte. Pensó que en algún lugar, bajo aquel tumultuoso cielo, había seres sin brazos ni piernas; pensó en sus ojos abiertos en la oscuridad.
La vida se le antojó entonces una monótona sucesión de guerras, una interminable cura de heridas siempre en carne viva. Y el retumbar del acero sobre los adoquines húmedos… Sintió que le caía un copo en el brazo. Sí, las guerras sin fin, las llagas y, aguardando secretamente en medio de ellas, ese instante de la primera nieve.
Sólo en dos ocasiones se borraron de sus sueños las miradas de los heridos. La primera vez cuando su hija cayó enferma de tifus y era menester encontrar pan y leche a toda costa (llevaban meses comiendo mondas de patata). La segunda, cuando recibió del frente una notificación de fallecimiento. Había llegado al hospital por la mañana y no salió de allí en toda la noche, esperando quedar atontada por el cansancio, temiendo regresar, ver a los niños, tener que hablarles. A eso de medianoche, se sentó por fin junto a la estufa; pegó la cabeza a la pared, cerró los ojos y de inmediato se internó en una calle… Oía la sonoridad matinal de las aceras, respiraba el aire iluminado por un sol pálido, oblicuo. Caminando por esa ciudad todavía aletargada, reconocía a cada paso su ingenua topografía: el café de la estación, la iglesia, la plaza del mercado… La embargaba una extraña alegría al leer los nombres de las calles, al mirar el reflejo de las ventanas, las copas de los árboles en la placita detrás de la iglesia. El que caminaba a su lado le pidió que le tradujera uno de aquellos nombres. Adivinó entonces lo que hacía tan alegre aquel paseo matinal por la ciudad…
Al despertarse, Charlotte conservaba en el movimiento de los labios las últimas palabras pronunciadas allá. Y cuando comprendió la inverosimilitud de su sueño —ella y Fiódor en aquella ciudad francesa, una clara mañana de otoño—, cuando caló la absoluta irrealidad de aquel paseo, que sin embargo era tan sencillo, sacó del bolsillo un pequeño rectángulo de papel y leyó por centésima vez la muerte impresa en letras desvaídas y el nombre de su marido escrito a mano, con tinta violeta. Alguien la llamaba ya desde el otro extremo del pasillo. Llegaba el nuevo convoy de heridos.
¡«Samovares»! Así llamaban mi padre y sus amigos en sus conversaciones nocturnas a aquellos soldados sin brazos ni piernas, a aquellos troncos vivos en cuyos ojos se concentraba toda la desesperación del mundo. Sí, eran samovares: los muslos se asemejaban a los pies del recipiente de cobre, y los muñones de los hombros, a sus asas.
Nuestros invitados hablaban de ellos con una mezcla de desenvoltura, burla y amargura. Ese «samovar» irónico y cruel significaba que la guerra quedaba lejos, olvidada por los unos, carente de interés para los otros, para nosotros, los jóvenes nacidos una decena de años después de la Victoria de nuestros mayores. Y con ánimo de no parecer patéticos, pensaba yo, evocaban el pasado con ese desparpajo un tanto chabacano, sin creer ni en Dios ni en el diablo, según un dicho ruso. Mucho más tarde, ese tono desenfadado me revelaría su auténtico secreto: un «samovar» era un alma aprisionada en un pedazo de carne desarticulado, un cerebro desgajado del cuerpo, una mirada sin fuerza enviscada en la pasta esponjosa de la vida. A esa alma martirizada llamaban los hombres «samovar».
Contar la vida de Charlotte era también para ellos una manera de no exponer sus propias llagas y sufrimientos. Máxime cuando el hospital en el que había trabajado, al reunir a cientos de soldados llegados de todos los frentes, condensaba innumerables destinos y acumulaba un sinfín de historias personales.
Como aquel soldado, por ejemplo, que me impresionaba siempre con su pierna rellena de… madera. Un casco de metralla, al incrustársele en la rodilla, había triturado una cuchara de madera que llevaba metida en la larga caña de la bota. La herida no revestía gravedad, pero había que extirpar todos los fragmentos. «Todas aquellas astillas», al decir de Charlotte.
Otro herido se quejaba, día tras día, afirmando que, bajo la escayola, la pierna le picaba «como si le arrancaran las tripas». Se retorcía y rascaba el caparazón blanco como si sus uñas pudieran penetrar hasta la llaga. «Quítenmelo», suplicaba. «Me está consumiendo. ¡O me lo quitan o lo rompo yo con un cuchillo!». El médico jefe, que tenía que manejar el escalpelo doce horas diarias, no quería ni oír hablar de ello, convencido de que era un quejica. «Los samovares, en cambio, no se quejan nunca», pensaba para sí el médico. Fue Charlotte la que le convenció de que practicara una pequeña incisión en el yeso. También fue ella la que, con unas pinzas, extrajo unos gusanos de la carne sanguinolenta y lavó la llaga.
Al oír eso, me rebelaba con todo mi ser. Esa imagen de carne putrefacta me daba escalofríos. Sentía en la piel el roce físico de la muerte. Y, con los ojos abiertos como platos, observaba a los adultos, para quienes estos episodios, todos ellos similares a sus ojos, resultaban divertidos: trozos de madera en la llaga, gusanos…
Luego estaba aquella herida que no quería cerrarse. Y eso que cicatrizaba bien; el soldado, sereno y serio, permanecía en la cama, a diferencia de los demás que, apenas operados, empezaban a renquear por los pasillos. El médico se inclinaba sobre esa pierna y meneaba la cabeza. Bajo los apósitos, la llaga, cubierta la víspera con un fino barniz de piel, sangraba de nuevo, sus bordes oscuros recordaban un encaje roto. «¡Qué raro!», se extrañaba el médico; pero no podía dedicarle más tiempo. «¡Póngale un apósito!», le decía a la enfermera de guardia, escurriéndose entre las camas apretujadas unas contra otras… La noche siguiente, Charlotte, de modo involuntario, sorprendió al herido. Todas las enfermeras calzaban zapatos cuyos tacones dejaban oír un presuroso repiqueteo por los pasillos. Charlotte, con sus botines de fieltro, era la única que caminaba sin hacer ruido. El soldado no la había oído entrar. Charlotte penetró en la sala oscura y se detuvo junto a la puerta. La figura del soldado sentado en la cama se recortaba nítidamente en los cristales iluminados por la nieve. Le bastaron unos segundos para adivinarlo: el soldado se estaba frotando la llaga con una esponja. Vio sobre la almohada las vendas deshechas que acababa de quitarse… Por la mañana, habló con el médico jefe. Éste, que no había dormido en toda la noche, la miraba como a través de una bruma, sin entender. Luego, reaccionando, gritó con voz ronca:
—¿Que qué vamos a hacer con él? Ahora mismo les llamo y que se lo lleven. Eso es automutilación…
—Le abrirán un consejo de guerra…
—¿Y qué? Se lo ha merecido, ¿no? Mientras los demás revientan en las trincheras… ¡Es un desertor!
Reinó un instante de silencio. El médico se sentó y empezó a masajearse el rostro con las manos manchadas de tintura de yodo.
—¿Y si le ponemos un yeso? —inquirió Charlotte.
El rostro del médico apareció tras las palmas esgrimiendo una mueca de ira. Cuando ya entreabría la boca, mudó de parecer. Sus ojos enrojecidos se animaron y sonrió.
—Y dale con el yeso. A uno hay que rompérselo porque le pica y quiere rascárselo, y al otro ponérselo porque se rasca. ¡Nunca dejarás de sorprenderme, Charlota Norbertovna!
A la hora de la visita, examinó la llaga y con toda naturalidad le dijo a la enfermera:
—Habrá que ponerle un yeso. Sólo una capa. Lo hará Charlota antes de marcharse.
Tornó la esperanza cuando, un año y medio después de la primera notificación de fallecimiento, recibió otra. Fiódor no podía haber muerto dos veces —pensó—, luego quizás estaba vivo. Esa doble muerte pasaba a ser una promesa de vida. Charlotte, sin decirle nada a nadie, comenzó de nuevo a esperar.
Fiódor regresó, no del Oeste, ni a comienzos de verano, como la mayoría de los soldados, sino de Extremo Oriente, en septiembre, tras la derrota del Japón…
Saranza, una ciudad lindante con el frente, se había convertido en un lugar apacible, y tornaba a su sueño de las estepas, al otro lado del Volga. Allí vivía Charlotte sola: su hijo (mi tío Serguéi) había ingresado en una escuela militar, su hija (mi madre) residía en la población vecina, al igual que todos los alumnos que querían proseguir estudios.
Una tibia tarde de septiembre, Charlotte salió de la casa y echó a andar por la calle desierta. Antes de que se pusiera el sol, quería recoger, en las lindes de la estepa, unos tallos de eneldo silvestre para las salazones. Lo vio al regresar… Charlotte llevaba un ramo de largas plantas rematadas por umbelas amarillas. Su vestido y su cuerpo estaban impregnados de la limpidez de los campos silenciosos, de la luz fluida del crepúsculo. Sus dedos conservaban la intensa fragancia del eneldo y de las hierbas secas. Sabía ya que esa vida, con todo el dolor que entrañaba, podía vivirse, que había que atravesarla lentamente pasando de esa puesta de sol al olor penetrante de los tallos, de la paz infinita de la llanura al piar de un pájaro perdido en el cielo, sí, transitando de ese cielo a su profundo reflejo, que sentía en su pecho como una presencia atenta y viva. Sí, observar hasta la tibieza del polvo en ese caminillo que llevaba a Saranza…
Alzó la mirada y lo vio. Caminaba a su encuentro; estaba todavía lejos, en el extremo de la calle. Si Charlotte lo hubiera recibido en el umbral de la habitación, si hubiera abierto la puerta y él hubiera entrado, como llevaba imaginando tanto tiempo, como hacían todos los soldados cuando volvían de la guerra, en la vida o en las películas, sin duda habría lanzado un grito, se habría arrojado hacia él aferrándose a su talabarte, habría llorado…
Pero apareció muy lejos, dejándose reconocer poco a poco, dando tiempo a que su mujer se habituase a aquella calle, irreconocible por la presencia de un hombre cuya sonrisa indecisa ya advertía. No corrieron, no intercambiaron palabra alguna ni se besaron. Les daba la impresión de haber caminado el uno hacia el otro durante una eternidad. La calle estaba vacía; la luz del atardecer, reflejada por las doradas copas de los árboles, era de una transparencia irreal. Charlotte, deteniéndose frente a él, agitó suavemente el ramo. Él movió la cabeza, como diciendo: «Sí, sí, entiendo». No llevaba talabarte, sólo un cinturón con la hebilla de bronce deslustrada. Sus botas estaban rojas de polvo.
Charlotte vivía en la planta baja de una vieja casa de madera. Año tras año, desde hacía un siglo, el suelo se elevaba imperceptiblemente y la casa iba hundiéndose, a tal punto que la ventana de su habitación rebasaba apenas el nivel de la acera… Entraron en silencio. Fiódor dejó la bolsa sobre un taburete y quiso hablar, pero no dijo nada, tan sólo carraspeó, llevándose los dedos a los labios. Charlotte se dispuso a preparar algo de comer.
Y de pronto se vio contestando a sus preguntas, contestando sin meditar (hablaron del pan, de los cupones de racionamiento, de la vida en Saranza), ofreciéndole té, sonriendo cuando él decía que había que «afilar todos los cuchillos de esta casa». Pero durante aquella primera conversación todavía vacilante, Charlotte estaba ausente. Era una ausencia profunda en la que sonaban palabras totalmente distintas a las que decía: «Ese hombre de pelo corto y como espolvoreado con yeso es mi marido. Hace cuatro años que no lo veo. Lo han enterrado dos veces, primero en la batalla de Moscú, luego en la de Ucrania. Está aquí, ha regresado. Debería llorar de alegría. Debería… Tiene todo el pelo gris…». Adivinaba que también él era bastante ajeno a aquella conversación sobre los cupones de racionamiento. Había regresado cuando los fuegos de la victoria llevaban tiempo apagados. La vida había recobrado su ritmo cotidiano. Fiódor regresaba demasiado tarde. Como un hombre distraído a quien han invitado a comer y se presenta a la hora de cenar, sorprendiendo a la dueña de la casa cuando está despidiendo a los últimos invitados. «Debo de parecerle muy vieja», pensó de repente Charlotte, pero ni siquiera esa idea logró romper la extraña falta de emoción que notaba en su corazón, esa indiferencia que la dejaba perpleja.
Sólo lloró cuando vio su cuerpo. Después de comer, calentó agua, trajo un barreño de cinc, la bañerita de niño, y lo instaló en medio de la habitación. Fiódor se acuclilló en aquel recipiente gris cuyo fondo cedía bajo los pies emitiendo un sonido vibrante. Y mientras derramaba un hilillo de agua caliente en el cuerpo de su marido, que se restregaba torpemente los hombros y la espalda, Charlotte se echó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su rostro, de rasgos inmóviles, y caían mezclándose con el agua jabonosa del barreño.
Era el cuerpo de un hombre a quien no conocía. Un cuerpo surcado de costurones, de cicatrices —unas, profundas, de bordes carnosos, como enormes labios voraces; otras, de superficie lisa, reluciente, como el rastro de un caracol—. En uno de los omóplatos se abría una cavidad: Charlotte sabía que eso lo producía un tipo de metralla pequeña y en forma de zarpa. Las marcas sonrosadas de los puntos de sutura contorneaban un hombro y se perdían en el pecho…
Miró la habitación a través de las lágrimas, como si la viese por primera vez: una ventana a ras de suelo, el ramo de eneldo, procedente ya de otra época de su vida, un macuto de soldado sobre el taburete junto a la entrada, unas botazas cubiertas de polvo rojizo. Y a la luz de una bombilla desnuda y mortecina, en el centro de una habitación medio sepultada en la tierra, aquel cuerpo irreconocible, como triturado por los engranajes de una máquina. Sin darse cuenta, afluyeron a su cerebro palabras de asombro: «Yo, Charlotte Lemonnier, estoy aquí, en esta isba sepultada bajo la hierba de las estepas, con este hombre, este soldado con el cuerpo lacerado de heridas, el padre de mis hijos, el hombre a quien amo tanto… Yo, Charlotte Lemonnier…».
Una de las cejas de Fiódor ostentaba un largo tajo blanco que, haciéndose más fino, le cruzaba la frente y daba a su mirada un inmutable aire de asombro. Como si no consiguiera habituarse a aquella vida después de la guerra.
Vivió menos de un año… En invierno se mudaron al piso donde nosotros, de niños, iríamos a pasar las vacaciones cada verano. No les dio ni tiempo de comprar la nueva vajilla y los cubiertos. Fiódor cortaba el pan con el cuchillo que había traído del frente, confeccionado con una bayoneta…
Escuchando a los adultos, me imaginaba así a nuestro abuelo tras ese reencuentro asombrosamente breve: un soldado subía la escalera de la isba, sus ojos se fundían con los de su mujer, y apenas tenía tiempo de decir: «He vuelto, ya ves…». Luego caía y moría como consecuencia de sus heridas.