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Aquel verano me daba mucho miedo volver a tropezarme con el zar.

Sí, me daba miedo volver a ver al joven emperador y a su esposa por las calles de París. Al igual que temes tropezarte con un amigo cuya muerte inminente sabes por su médico, un amigo que, en su feliz ignorancia, te confía sus proyectos.

¿Cómo podía acompañar a Nicolás y a Alejandra si sabía que estaban condenados? Si sabía que ni su hija Olga se salvaría. Que incluso los demás hijos que Alejandra no había traído aún al mundo conocerían el mismo trágico destino.

Aquella noche vi con secreta alegría que mi abuela, sentada en medio de las flores de su balcón, hojeaba un librito de poemas que tenía sobre las rodillas. ¿Había advertido mi apuro y le había venido a la memoria el incidente del verano anterior? ¿O sencillamente quería leernos uno de sus poemas favoritos?

Me senté en el suelo, a su lado, acodándome en la cabeza de la bacante de piedra. Mi hermana estaba de pie al otro lado, apoyada en la barandilla, con la mirada perdida en la cálida bruma de las estepas.

Charlotte recitaba con voz cantarina, como lo requerían los versos del poema:

Il est un air pour qui je donnerais

Tout Rossini, tout Mozart et tout Weber

Un air très vieux, languissant et funèbre

Qui pour moi seul a des charmes secrets…[10]

Merced a la magia de este poema de Nerval, de las sombras de la noche surgía un castillo de la época de Luis XIII y una dama «rubia, de ojos negros, con antiguo atavío»…

En ese instante me sacó de mi ensoñación poética la voz de mi hermana:

—¿Y qué fue de Félix Faure?

Seguía allí, en el ángulo del balcón, ligeramente inclinada sobre la barandilla. Con ademanes distraídos, arrancaba de cuando en cuando una campanilla marchita y la arrojaba para contemplar sus evoluciones en el aire nocturno. Abismada en sus sueños de jovencita, no había escuchado el poema. Era verano, tenía quince años… ¿Por qué le había venido a la memoria el presidente de la República? Probablemente en aquel hombre guapo, imponente, con su elegante bigote y sus ojos grandes y tranquilos, había concentrado, por algún caprichoso juego de la ensoñación amorosa, la prefiguración de la presencia masculina. Y mi hermana preguntó en ruso, como para expresar mejor el misterio inquietante de esa presencia secretamente deseada: «¿Y qué fue de Félix Faure?».

Charlotte me lanzó una rápida mirada en la que se dibujaba una sonrisa. Luego cerró el libro que tenía en las rodillas y, suspirando suavemente, oteó a lo lejos, hacia aquel horizonte donde, un año atrás, viéramos emerger la Atlántida.

—El presidente murió unos años después de la visita de Nicolás II a París… —Hubo una breve vacilación, una pausa involuntaria que no hizo sino acrecentar nuestra atención—. Murió de repente, en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…

Esa frase marcó el final de mi infancia. «Murió en los brazos de su amante…».

La trágica belleza de tales palabras me impresionó en lo más hondo. Todo un mundo nuevo se me vino encima.

Además, la revelación me sorprendió sobre todo por su marco: ¡esa escena amorosa y mortal había ocurrido en el Elíseo! ¡En el palacio presidencial! En la cima de aquella pirámide del poder, de la gloria, de la celebridad mundana… Me imaginaba un lujoso interior con gobelinos, dorados, hileras de espejos. En medio de tal magnificencia, un hombre (¡el presidente de la República!) y una mujer unidos en un apasionado abrazo…

Atónito, empecé a traducir inconscientemente la escena al ruso. Es decir, a sustituir a los protagonistas franceses por sus equivalentes nacionales. Desfilaron ante mis ojos una serie de fantasmas envarados con sus trajes negros. Secretarios del Politburó, amos del Kremlin: Lenin, Stalin, Jruschov, Breznev. Cuatro personalidades muy distintas, amadas o aborrecidas por la población, cada una de las cuales había marcado toda una época en la historia del imperio. Sin embargo, todos tenían algo en común: a su lado, no era concebible ninguna presencia femenina, y menos aún, amorosa. Nos resultaba mucho más fácil evocar a Stalin en compañía de un Churchill en Yalta, o de un Mao en Moscú, que imaginarlo con la madre de sus hijos…

«El presidente murió en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…». La frase parecía un mensaje codificado proveniente de otra galaxia.

Charlotte fue a buscar a la maleta siberiana unos periódicos de la época para enseñarnos la foto de Madame Steinheil. Y yo, enzarzado en mi traducción amorosa francorrusa, recordé cierta frase que le había oído una noche a un compañero de clase, un mozo desgarbado y pésimo estudiante. Salíamos del entrenamiento de halterofilia, la única disciplina en la que él descollaba, y caminábamos por los oscuros pasillos de la escuela. Al pasar junto al retrato de Lenin, mi compañero silbó de manera muy irrespetuosa y afirmó:

—Tanto hablar de Lenin y resulta que no tenía ni hijos. Lo que pasa es que no sabía hacer el amor…

Había utilizado un verbo muy vulgar para designar esa actividad sexual, deficiente, según él, en Lenin. Un verbo que yo jamás me habría atrevido a emplear y que, aplicado a Vladimir Ilich, se convertía en una monstruosa obscenidad. Estupefacto, oía resonar el eco de ese verbo iconoclasta en los largos pasillos vacíos…

«Félix Faure…, el presidente de la República…, en los brazos de su amante…». La Atlántida-Francia se me aparecía, ahora más que nunca, como una terra incógnita en la que nuestros conceptos rusos quedaban ya desfasados.

La muerte de Félix Faure me hizo cobrar conciencia de mi edad: tenía trece años, adivinaba lo que quería decir «morir en los brazos de una mujer», y se podía ya hablar conmigo de temas análogos. Por otra parte, el valor y la ausencia total de hipocresía que tenía el relato de Charlotte demostraron lo que ya sabía: no era una abuela como las demás. No, ninguna babuchka rusa se habría atrevido a sostener semejante conversación con su nieto. Y yo presentía que esa libertad de expresión entrañaba una visión insólita del cuerpo, del amor, de las relaciones entre el hombre y la mujer; en suma, una misteriosa «mirada francesa».

Por la mañana, salí a la estepa para soñar, a solas, con la fabulosa mutación que había provocado en mi vida la muerte del presidente. Con gran sorpresa mía, la escena, trasladada al ruso, no era ya expresable. ¡Incluso era imposible expresarla! La censuraba un inexplicable pudor de las palabras, la tachaba de repente una extraña moral ofuscada. Vamos, que en ruso fluctuaba entre la obscenidad mórbida y los eufemismos que trocaban a la pareja de amantes en personajes de una novela sentimental mal traducida.

«No», pensaba yo, tumbado en la hierba que ondulaba mecida por el viento cálido, «sólo en francés podía morir Faure en los brazos de Marguerite Steinheil…».

Gracias a los amantes del Elíseo, comprendí el misterio de aquella joven criada que, tras ser sorprendida en la bañera por su amo, se entregaba a él con terror y la pasión de un sueño por fin realizado. Sí, antes de Faure estaba ese extraño trío descubierto en una novela de Maupassant que había leído en primavera. Un dandi parisiense, a lo largo de todo el libro, suspiraba por el amor inaccesible de un ser femenino lleno de refinamientos decadentes, e intentaba conquistar el corazón de esa cortesana cerebral, indolente, semejante a una frágil orquídea, que le dejaba una y otra vez concebir vanas esperanzas. Y, junto a ellos, la criada, la sana y robusta muchacha sorprendida en la bañera. En la primera lectura tan sólo había vislumbrado ese triángulo, que se me antojaba artificial y carente de fuerza, pues ambas mujeres no podían considerarse siquiera rivales…

Ahora, en cambio, contemplaba con mirada distinta al trío parisiense. Se habían convertido en seres concretos, carnales, palpables: ¡vivían! Reconocía ya el gozoso miedo que sacudía a la joven criada cuando la arrancaban de la bañera y la llevaban, empapada, a la cama. Notaba el cosquilleo de las gotas que se deslizaban por su carnoso pecho, el peso de sus caderas en los brazos del hombre, veía incluso el rítmico remolineo del agua en la bañera de donde acababa de salir su cuerpo. El agua se remansaba poco a poco… Y la otra, la mundana inaccesible que me recordara antes a una flor seca entre las páginas de un libro, resultó poseer una sensualidad soterrada, opaca. Su cuerpo encerraba un perfumado calor, una turbadora fragancia emanada de los latidos de su sangre, de la tersura de su piel, de la tentadora lentitud de sus palabras.

El amor fatal que hiciera estallar el corazón del presidente remodeló la Francia que yo llevaba dentro. Esta era fundamentalmente novelesca. Los personajes literarios que pululaban en los caminos de esa Francia parecieron, aquella noche memorable, despertar de un largo sueño. En otro tiempo, por más que blandiesen sus espadas, trepasen por escalas de cuerda, ingiriesen arsénico, declarasen su amor o viajasen en carroza con la cabeza cortada de su amado en las rodillas, no abandonaban su mundo ficticio. Con ser exóticos, brillantes y quizá divertidos, no lograban impresionarme. Al igual que el cura de Flaubert, ese sacerdote de provincias a quien confesaba Emma sus tormentos, tampoco yo entendía a aquella mujer: «Pero ¿qué más puede desear esa mujer, teniendo como tiene una casa bonita, un marido trabajador y el respeto de los vecinos?…».

Los amantes del Elíseo me ayudaron a entender Madame Bovary. En una fulgurante intuición, me vino a la mente este detalle: los dedos grasientos del peluquero estirando y alisando con destreza los cabellos de Emma. En el estrecho salón, se respira un aire sofocante, la luz mortecina de las velas aleja las sombras de la noche en ciernes. La mujer, sentada ante el espejo, acaba de dejar a su joven amante y se dispone a regresar a su casa. Sí, adiviné lo que podía sentir una mujer adúltera, al anochecer, en la peluquería, entre el postrer beso de una cita en el hotel y las primeras y rutinarias palabras que tendría que dirigir al marido… Sin acertar a explicármelo yo mismo, oía una cuerda vibrante en el interior de esa mujer. Mi corazón resonaba al unísono. «¡Emma Bovary soy yo!», me musitaba una voz risueña que surgía de los relatos de Charlotte.

El tiempo que fluía en nuestra Atlántida poseía sus propias leyes. Para ser más precisos, no fluía, sino que trazaba ondas en torno a cada acontecimiento evocado por Charlotte. Cada hecho, aun puramente accidental, quedaba incrustado para siempre en la cotidianidad de ese país. Por su cielo nocturno cruzaba siempre un cometa, por más que nuestra abuela, remitiéndose a un recorte de prensa, nos precisara la fecha exacta de esa aparición celeste: 17 de octubre de 1882. Ya no podíamos imaginar la Torre Eiffel sin ver a aquel austríaco loco que se arrojaba desde la aguja dentada y, por una mala pasada del paracaídas, se estrellaba en medio de una multitud de curiosos. El Pére-Lachaise no era ni mucho menos para nosotros un apacible cementerio, animado por los respetuosos susurros de un grupo de turistas. No, entre sus tumbas corría, en todas direcciones, gente armada que cruzaba disparos y se agazapaba tras las estelas funerarias. Ese combate entre communards y versalleses, narrado en una ocasión por nuestra abuela, había quedado asociado para siempre, en nuestras mentes, con el nombre del «Pére-Lachaise». Además, oíamos también el eco de la fusilería en las catacumbas de París. Porque, según Charlotte, se combatía en aquellos laberintos y las balas hendían los cráneos de los muertos de varios siglos atrás. Y si el cometa y los zepelines alemanes iluminaban el cielo nocturno de la Atlántida, el fresco azul del día se llenaba con la regular trepidación de un monoplano: un tal Louis Blériot cruzaba el canal de la Mancha.

La elección de los acontecimientos era más o menos subjetiva. Su sucesión respondía sobre todo a nuestra febril ansia de saber, a nuestras preguntas desordenadas. Pero, cualquiera que fuese su importancia, jamás escapaban a la regla general: la araña caía del techo durante la representación de Fausto en la Opera, y su explosión cristalina alcanzaba inmediatamente a todas las salas parisienses. El auténtico teatro implicaba para nosotros ese leve tañido del enorme racimo de cristal, lo bastante maduro como para desprenderse del techo al son de una fioritura o de un alejandrino… Por lo que respecta al auténtico circo parisiense, sabíamos que en él las fieras acababan siempre despedazando al domador —como le había ocurrido al negro llamado Delmónico, al que habían atacado sus siete leonas.

Charlotte extraía sus conocimientos tanto de la maleta siberiana como de sus recuerdos de infancia. Varios de sus relatos se remontaban a una época todavía más antigua, referidos por su tío o por Albertine, quienes a su vez los habían oído contar a sus padres.

¡Pero a nosotros poco nos importaba la cronología exacta! El tiempo de la Atlántida no conocía sino la maravillosa simultaneidad del presente. El vibrante barítono que interpretaba a Fausto llenaba la sala: «Déjame, déjame contemplar tu rostro…», caía la araña, los leones se arrojaban sobre el desdichado Delmónico, el cometa rasgaba el cielo nocturno, el paracaidista se precipitaba desde la Torre Eiffel, dos ladrones aprovechaban la desidia estival para abandonar el Louvre de noche llevándose la Gioconda, el príncipe Borghese hinchaba el pecho, orgulloso de haber ganado el primer raid automovilístico Pekín-París vía Moscú… Y en la penumbra de un discreto salón del Elíseo, un hombre de atractivo bigote blanco abrazaba a su amante y se ahogaba en un postrer beso.

Ese presente, ese tiempo en que los gestos se repetían indefinidamente, era por supuesto una ilusión óptica. Pero merced a dicha visión ilusoria descubrimos algunos rasgos comunes entre los habitantes de nuestra Atlántida. En nuestros relatos, las calles parisienses se veían constantemente sacudidas por explosiones de bombas. Los anarquistas que las arrojaban debían de abundar tanto como las modistillas o los cocheros que conducían los coches de punto. Para mí, los nombres de algunos de esos enemigos del orden seguirían evocando durante mucho tiempo un fragor explosivo o el ruido de las armas: Ravachol, Santo Caserio…

Sí, en esas atronadoras calles descubrimos una de las singularidades del pueblo francés: se pasaba el tiempo reivindicando, nunca le satisfacía el statu quo alcanzado y estaba continuamente dispuesto a irrumpir en las arterias de sus ciudades para destronar, trastocar, exigir. En contraste con la absoluta calma social de nuestra patria, los franceses daban una imagen de rebeldes natos, de contestatarios convencidos, de protestones profesionales. La maleta siberiana —llena de periódicos que hablaban de huelgas, atentados y combates en barricadas— semejaba, a su vez, una enorme bomba en medio de la apacible somnolencia de Saranza.

Y a unas calles de donde se producían las explosiones, siempre en aquel presente inmutable, nos topamos con una tranquila tabernilla cuyo letrero nos leía sonriendo Charlotte en sus recuerdos: AU RATAFIA DE NEUILLY. «Esa ratafia», precisaba, «la servía el dueño en conchas de plata…».

Así, las gentes de nuestra Atlántida podían profesar cariño a una taberna, a su letrero, apreciar en él un ambiente en el que se sentían a sus anchas. Y conservar durante toda la vida el recuerdo de que allí, en la esquina de una calle, se tomaba ratafia en conchas de plata. No en vasitos de cristal tallado, ni en copas, sino en delicadas conchas. Era nuestro nuevo descubrimiento: esa ciencia oculta que combinaba el lugar donde se comía, el ritual de la comida y su tonalidad psicológica. «¿Poseen para ellos un alma sus tabernas favoritas?», nos preguntábamos, «¿o, al menos, una fisonomía personal?». Había un solo café en Saranza. Pese a su bonito nombre, Copo de Nieve, no despertaba en nosotros ninguna emoción particular, como tampoco la tienda de muebles que había al lado, ni la caja de ahorros de enfrente. Cerraba a las ocho de la noche, y lo único que suscitaba nuestra curiosidad era su oscuro interior, donde relucía el ojo azul de una lamparilla. En la ciudad a orillas del Volga donde vivía nuestra familia, había seis restaurantes y todos se parecían: a las siete en punto, el portero abría las puertas ante una multitud impaciente, la atronadora música, mezclada con olor a grasa chamuscada, inundaba la calle, y a las once la misma multitud, ahora embrutecida y tambaleante, se atropellaba para salir a la escalera exterior, junto a la cual una luz giratoria de la policía añadía una nota de fantasía a ese ritmo inmutable… Las conchas de plata de AU RATAFIA DE NEUILLY, repetíamos en un susurro.

Charlotte nos explicó la composición de la insólita bebida. Y, como es lógico, abordó el tema de los vinos. Entonces fue cuando, subyugados por un abigarrado tropel de denominaciones, sabores y aromas, supimos de los seres extraordinarios cuyo paladar era capaz de diferenciar toda esa gama de matices. ¡Seguían siendo los mismos que levantaban barricadas! Y al recordar las etiquetas de algunas botellas expuestas en los estantes del café Copo de Nieve, no podíamos sino rendirnos a la evidencia de que eran únicamente nombres franceses: «Champanskoe», «Koniak», «Silvaner», «Aligoté», «Muskat», «Kagor»…

Sí, tal contradicción nos dejaba perplejos: aquellos anarquistas habían sabido elaborar un sistema de bebidas coherente y complejo. ¡Y por si fuera poco, los innumerables vinos se combinaban, según Charlotte, de infinitas maneras con los quesos! Y éstos, a su vez, formaban una auténtica enciclopedia de gustos, rasgos típicos, humores individuales casi… Así pues, Rabelais, citado a menudo en nuestras veladas en la estepa, no había mentido.

Descubrimos que la comida, sí, la mera absorción de alimentos, podía llegar a ser un montaje escénico, una liturgia, un arte. Como lo de ese Café Anglais, en el Boulevard des Italiens, donde solía cenar el tío de Charlotte con sus amigos. Él le había contado a su sobrina la anécdota de aquella increíble cuenta de diez mil francos por un centenar de… ¡ranas! «Hacía mucho frío», recordaba el tío; «todos los ríos estaban helados. Fue menester llamar a cincuenta obreros para reventar aquel glaciar y dar con las ranas…». Yo no sabía qué nos sorprendía más: ese inimaginable plato, contrario a todas nuestras concepciones gastronómicas, o la legión de mujiks (así los veíamos) rompiendo bloques de hielo en el Sena helado.

Lo cierto es que empezábamos a hacernos un lío: el Louvre, El Cid en la Comédie Française, las barricadas, la fusilería en las catacumbas, la Academia, los diputados en una barca, y el cometa, y las arañas desplomándose unas tras otras, y el aluvión de vinos, y el último beso del presidente… ¡Y las ranas importunadas en su letargo invernal! Nos las veíamos con un pueblo dotado de una fabulosa variedad de sentimientos, actitudes, miradas, maneras de hablar, de crear, de amar.

Y luego estaba, según nos informaba Charlotte, el célebre cocinero Urbain Dubois, quien había dedicado a Sarah Bernhardt una sopa de gambas y espárragos. Teníamos que imaginarnos un bortsch dedicado a alguien, como un libro… Un día, seguimos por las calles de la Atlántida a un joven dandi que entró en el Weber, un café muy de moda, al decir del tío de Charlotte. Pidió lo de siempre: un racimo de uvas y un vaso de agua. Era Marcel Proust. Observábamos ese racimo y esa agua, y ante nuestros fascinados ojos se trocaban en un plato de incomparable elegancia. Luego lo que contaba no era tanto la variedad de vinos o la abundancia rabelesiana de comida, como…

Pensábamos de nuevo en la mentalidad francesa cuyo misterio nos esforzábamos en penetrar. Y Charlotte, como si quisiera apasionarnos todavía más en nuestra investigación, nos hablaba del restaurante Paillard, en la Chaussée-d’Antin. Allí había sido raptada una noche la princesa de Caraman-Chimay por el pianista cíngaro Rigo…

Sin atreverme aún a creerlo, meditaba para mis adentros: ¿no sería el amor la raíz de esa quintaesencia francesa? Porque todos los caminos de nuestra Atlántida parecían cruzarse en le pays du Tendre [11]

Saranza se sumergía en la aromática noche de las estepas y sus fragancias se confundían con el perfume que embalsamaba un cuerpo femenino cubierto de pedrerías y de armiño. Charlotte contaba las calaveradas de la divina Otero. Yo contemplaba con incrédulo asombro a esa última gran cortesana, veía su torneado cuerpo recostado en su canapé de caprichosas formas. Una vida extravagante consagrada exclusivamente al amor. Y alrededor de ese trono se agitaban hombres: unos contaban los parvos napoleones de su fortuna disipada, otros se acercaban lentamente a la sien el cañón de su revólver. Y aun en ese gesto postrero, sabían hacer gala de una elegancia digna del racimo de Proust: ¡uno de los desdichados amantes se había suicidado en el mismo lugar en que se le apareciera Carolina Otero por primera vez!

Por otra parte, en ese exótico país el culto al amor no conocía fronteras entre las clases sociales, y lejos de aquellos boudoirs desbordantes de lujo, en los barrios populares, veíamos cómo dos bandas rivales de Belleville se mataban por una mujer. Única diferencia: los cabellos de la Bella Otero tenían el lustre de un ala de cuervo, en tanto que la melena de la amada en litigio brillaba cual trigo maduro a la luz del crepúsculo. Los delincuentes de Belleville la llamaban Casque d’Or.

Llegado ese momento, nuestro sentido crítico se sublevaba. Estábamos dispuestos a creer en la existencia de devoradores de ranas, ¡pero imaginar a gángsteres degollándose por los ojos de una mujer!

A todas luces, eso no tenía nada de sorprendente en nuestra Atlántida: ¿no habíamos visto ya al tío de Charlotte apearse trastabillando de un coche de punto, con la mirada turbia y el brazo envuelto en un pañuelo ensangrentado? Acababa de batirse en duelo, en el bosque de Marly, por defender el honor de una dama… ¿Y acaso Boulanger, el dictador derrocado, no se había saltado la tapa de los sesos sobre la tumba de su amada?

Un día, al regresar de un paseo, nos sorprendió a los tres un chaparrón… Caminábamos por las viejas calles de Saranza, compuestas únicamente por grandes isbas renegridas por los años. Buscamos cobijo bajo el saledizo de una de ellas. La calle, donde un minuto atrás reinaba un calor sofocante, se sumió en un frío crepúsculo, barrido por ráfagas de granizo. Estaba pavimentada al modo antiguo, con gruesos cantos redondos de granito. Tras la lluvia, de ellos emanaba un intenso olor a piedra mojada. La perspectiva de las casas se difuminó tras una cortina de agua, y por obra de ese olor pudimos imaginarnos en una gran ciudad, de noche, bajo un aguacero de otoño. La voz de Charlotte, destacando apenas del ruido de las gotas, semejaba un eco amortiguado por las rachas de lluvia.

—También una lluvia me permitió descubrir aquella inscripción grabada en la pared húmeda de una casa, en L’Allée des Arbalétriers, en París. Mi madre y yo nos habíamos cobijado bajo un porche y, mientras esperábamos a que amainase el aguacero, descubrimos un escudo conmemorativo. Me aprendí la leyenda de memoria: «En este callejón, al salir del palacio de Barbette, el duque Luis de Orleans, hermano del rey Carlos VI, fue asesinado por Juan sin Miedo, duque de Borgoña, la noche del 23 al 24 de noviembre de 1407»… Salía de casa de la reina Isabel de Baviera…

Nuestra abuela enmudeció, pero en medio del rumor de las gotas seguíamos oyendo aquellos nombres fabulosos que se entretejían formando un trágico monograma de amor y de muerte: Luis de Orleans, Isabel de Baviera, Juan sin Miedo…

De pronto, sin saber por qué, me acordé del presidente. Un pensamiento muy claro, muy sencillo, palmario: que durante todas aquellas ceremonias en honor de la pareja imperial, sí, cuando el cortejo recorría los Campos Elíseos, y ante la tumba de Napoleón, y en la Opera, el presidente no había dejado de soñar con ella, con su amante, con Marguerite Steinheil. El presidente se dirigía al zar, pronunciaba discursos, contestaba a la zarina, intercambiaba una mirada con su esposa. Pero Marguerite se hallaba presente en todo instante.

La lluvia chorreaba por el tejado musgoso de la vieja isba bajo la que habíamos buscado cobijo. Yo olvidé dónde estaba. La ciudad que había visitado en compañía del zar se transfiguraba por momentos. La observaba ahora con los ojos del presidente enamorado.

Aquella vez, al abandonar Saranza, sentí como si regresara de una expedición. Me llevaba conmigo un cúmulo de conocimientos, un compendio de usos y costumbres, una descripción, todavía con lagunas, de la misteriosa civilización que cada noche renacía en el fondo de la estepa.

Todo adolescente tiende a clasificar: reacción de defensa ante la complejidad del mundo de los adultos, que lo aspira cuando se halla en el umbral de la infancia. Yo caía en ello quizá más que los demás. Porque el país que exploraba ya no existía, y me veía obligado a reconstruir sus enclaves y sus lugares sagrados a través de la espesa niebla del pasado.

Me enorgullecía sobre todo de la galería de tipos humanos con que contaba mi colección. Amén del presidente-amante, los diputados en barca y el dandi con su racimo de uvas, había personajes mucho más humildes aunque no menos insólitos. Aquellos niños, por ejemplo, jovencísimos mineros, con su sonrisa enmarcada en negro. Un voceador de periódicos (no nos atrevíamos a imaginar a un loco que corriera por las calles gritando: «¡Pravda! ¡Pravda!»). Un esquilador de perros que ejercía su oficio en los muelles. Un guarda forestal con su tambor. Unos huelguistas congregados en torno a un «rancho comunista». E incluso un vendedor de cacas de perro. Sí, me enorgullecía saber que esa extraña mercancía se utilizaba, por aquel entonces, para ablandar el cuero…

Pero mi aprendizaje fundamental, aquel verano, consistió en entender cómo se podía ser francés. Las innumerables facetas de tan huidiza identidad se habían aunado y formaban ya una totalidad viva. Era una manera de existir muy ordenada, pese a ciertos aspectos excéntricos.

Francia no era ya sólo para mí un simple museo de curiosidades, sino un ser sensible y denso, y yo llevaba dentro, injertada, una de sus parcelas.