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Los camellos bajo una tempestad de nieve, los fríos que helaban la savia de los árboles y reventaban los troncos, las manos transidas de Charlotte atrapando largos maderos que le arrojaban desde lo alto del vagón…

Así renacía ese fabuloso pasado en nuestra fumosa cocina, durante las veladas de invierno. Al otro lado de la ventana cubierta de nieve se extendía una de las mayores ciudades de Rusia y la llanura gris del Volga, se erguían los edificios-fortaleza de la arquitectura estalinista. Y allí, en medio del desorden de una cena interminable y de las nubes nacaradas provocadas por el humo del tabaco, surgía la sombra de la misteriosa francesa extraviada bajo el cielo siberiano. El televisor desgranaba las noticias del día, retransmitía las sesiones del último congreso del Partido, pero ese sonido de fondo no distraía las conversaciones de nuestros invitados.

Yo, acurrucado en un rincón de esa cocina atestada, con el hombro pegado a la repisa desde la que presidía el televisor, los escuchaba atentamente intentando hacerme invisible. Sabía que muy pronto emergería de la niebla azul el rostro de un adulto y que oiría un grito de jocosa indignación:

—Pero ¿habéis visto a este mocoso trasnochador? Si son las doce pasadas y todavía no está en la cama. ¡Vamos, arreando de aquí! Cuando te salga barba te llamaremos…

Tras ser expulsado de la cocina, no acertaba a conciliar el sueño, intrigado por una pregunta a la que no cesaba de darle vueltas en mi joven cabeza: «¿Por qué les gusta tanto hablar de Charlotte?».

Al principio me dije que aquella francesa era para mis padres y sus invitados un tema de conversación ideal, pues bastaba que evocaran los recuerdos de la última guerra para que estallara una discusión. Mi padre, que había combatido cuatro años en primera línea, en infantería, atribuía la victoria a aquellas tropas sepultadas en el barro que, según su expresión, habían regado con su sangre la tierra desde Stalingrado hasta Berlín. Su hermano, sin ánimo de ofenderle, replicaba entonces que, «como todo el mundo sabe», la artillería era la diosa de la guerra moderna. La discusión subía de tono. Poco a poco, los artilleros eran tildados de enchufados, y la infantería, aludiendo al lodo de los caminos de guerra, se convertía en la «infectería». Llegados a ese punto, intervenía el mejor amigo de ambos, ex piloto de caza, y la conversación entraba en un peligrosísimo picado. Y todavía no habían pasado revista ni a los respectivos méritos de sus frentes, distintos los tres, ni al papel de Stalin durante la guerra…

Yo notaba que ese tema les dolía en lo más profundo. Porque sabían que cualquiera que hubiera sido su aportación a la victoria, la suerte estaba echada: su generación, diezmada, crucificada, tardaría muy poco en desaparecer. Tan poco como ellos: el soldado de infantería, el artillero y el piloto. Es más, mi madre, siguiendo el destino de los niños nacidos en los años veinte, les precedería. A los quince años, me quedaría solo con mi hermana. Latía en su polémica como una tácita premonición de ese futuro tan próximo… La vida de Charlotte —pensaba yo— les reconciliaba, pues les brindaba un terreno neutro.

Con el tiempo comencé a columbrar que esa predilección por la francesa durante sus interminables controversias respondía a un motivo muy distinto. Y es que bajo el cielo ruso Charlotte aparecía como una extraterrestre. Ajena a la cruel historia del inmenso imperio, a sus hambrunas, revoluciones y guerras civiles. Nosotros, los rusos, no teníamos elección. Pero ¿y ella? El país observado a través de su mirada se tornaba irreconocible, pues lo juzgaba una extranjera, a veces ingenua, pero con frecuencia más perspicaz que ellos mismos. En los ojos de Charlotte se reflejaba un mundo inquietante en el que latía una verdad espontánea, una Rusia insólita que necesitaban descubrir.

Yo los escuchaba. Y descubría también el destino ruso de Charlotte, pero a mi manera. Ciertos pormenores apenas evocados se ampliaban en mi cabeza conformando todo un universo secreto. En cambio, me pasaban inadvertidos otros acontecimientos a los que los adultos prestaban considerable importancia.

Así, curiosamente, las horribles escenas de canibalismo ocurridas en los pueblos del Volga no me causaron gran efecto. Acababa de leer Robinson Crusoe, y los congéneres de Viernes, con sus festivos ritos de antropofagia, me habían vacunado, de manera novelesca, contra las atrocidades reales.

Tampoco fue la dura faena en la granja lo que más me impresionó del pasado rural de Charlotte. No, lo que se me quedó hondamente grabado fue cuando Charlotte se reunió con los jóvenes del pueblo. Charlotte había acudido aquella misma noche y los había encontrado enzarzados en una discusión metafísica: se trataba de averiguar qué clase de muerte fulminante le sobrevendría a quien osara entrar a medianoche en un cementerio. Charlotte aseguró, sonriente, que ella se atrevía a enfrentarse a todas las fuerzas sobrenaturales, esa misma noche, en medio de las tumbas. Las distracciones eran escasas.

Los jóvenes, esperando secretamente algún desenlace macabro, saludaron su valor con tumultuoso entusiasmo. Faltaba decidir el objeto que esa francesa chiflada tenía que dejar en una de las tumbas del cementerio del pueblo. Y no era fácil. Porque todo lo que propusieron podía ser sustituido por otra cosa igual: un pañuelo, una piedra, una moneda… Sí, esa astuta extranjera podía muy bien acudir al alba y colgar el chal mientras todo el mundo dormía. No, había que elegir un objeto único… A la mañana siguiente, toda una delegación encontró colgado de una cruz, en el rincón más oscuro del cementerio, «el bolso del Pont-Neuf»…

Al imaginar el bolso femenino en medio de las cruces, bajo el cielo de Siberia, empecé a presentir lo increíble que podía llegar a ser el destino final de las cosas. Éstas viajaban, bajo su superficie trivial acumulaban las épocas de nuestra vida, enlazando así instantes tan alejados.

Por lo que respecta al matrimonio de mi abuela con el juez del pueblo, se me ocultaba sin duda parte del pintoresquismo histórico que los adultos podían captar en él. El amor de Charlotte, los galanteos de mi abuelo, la extraña pareja que formaban, insólita en aquella comarca siberiana… De todo eso sólo conservé un fragmento: Fiódor —guerrera bien planchada, botas resplandecientes— se dirige hacia el lugar de la cita definitiva. A unos pasos tras él, su joven escribano, hijo de un pope, consciente de la gravedad del momento, camina lentamente con un enorme ramo de rosas en la mano. Un juez del pueblo, siquiera enamorado, no debía parecer un vulgar pretendiente de opereta. Charlotte los ve de lejos, comprende de inmediato el por qué de ese despliegue y, esgrimiendo una maliciosa sonrisa, acepta el ramo que Fiódor toma de manos del escribano. Éste, intimidado pero curioso, retrocede sin darles la espalda y desaparece.

O quizá también este fragmento: la única foto de la boda (salvo ésta, las fotos en que aparecía el abuelo serían confiscadas a raíz de su arresto), donde sus dos rostros se inclinaban levemente el uno hacia el otro, y en los labios de Charlotte, increíblemente joven y guapa, apuntaba el reflejo sonriente de la «petite pomme»…

Por lo demás, no todo lo que mis oídos infantiles captaban durante aquellos largos relatos nocturnos estaba siempre claro. Esa reacción del padre de Charlotte, por ejemplo… El rico y respetable médico se entera un día, por mediación de uno de sus pacientes, un alto funcionario de la policía, de que la gran manifestación de obreros que, en cuestión de minutos, desembocaría en la plaza principal de Boiarsk sería recibida, antes de llegar allí, en uno de los cruces, con tiros de ametralladora. Tan pronto se marcha el paciente, el doctor Lemonnier se quita la bata blanca y, sin llamar a su cochero, salta al coche y se lanza a la calle para avisar a los obreros.

No hubo matanza… Y yo me preguntaba a menudo por qué aquel «burgués», un privilegiado, habría obrado así. Estábamos acostumbrados a ver el mundo en blanco y negro: ricos y pobres, explotadores y explotados; en una palabra, enemigos de clase y justos. El gesto del padre de Charlotte me despistaba. De la masa humana, tan cómodamente dividida en dos, surgía el hombre y su imprevisible libertad.

Tampoco entendía lo que había ocurrido en Bujará. Únicamente adivinaba que había sido atroz. No por casualidad los adultos lo evocaban con sobreentendidos acompañados de elocuentes cabeceos. Era una especie de tabú, y el relato giraba en torno a él, limitándose a aludir al marco en el que había sucedido. Lo primero que se me aparecía era un río que fluía sobre un lecho de guijarros lisos; luego, un camino que recorría el desierto infinito. De pronto el sol empezaba a balancearse ante los ojos de Charlotte, y su mejilla se inflamaba al contacto con la arena ardiente, y el cielo se llenaba de relinchos… La escena, cuyo sentido se me escapaba pero cuya densidad física percibía, moría en aquel punto. Los adultos suspiraban, cambiaban de conversación, se escanciaban otra copa de vodka.

Acabé adivinando que aquel incidente sobrevenido en las arenas de Asia central había marcado para siempre, de manera misteriosa y muy íntima, la historia de nuestra familia. Observé asimismo que no lo mencionaban nunca cuando el hijo de Charlotte, mi tío Serguéi, estaba entre los invitados…

En realidad, si yo les espiaba cuando se entregaban a aquellas confidencias nocturnas lo hacía sobre todo para explorar el pasado francés de mi abuela. Lo que atañía a su vida rusa me interesaba menos. Era como un investigador que, al examinar un meteorito, se siente casi exclusivamente atraído por unos cristalillos incrustados en su superficie basáltica. Y al igual que uno sueña que emprende un largo viaje cuyo destino aún desconoce, yo soñaba con el balcón de Charlotte y con su Atlántida, donde me daba la impresión de haber dejado, un año atrás, una parte de mí mismo.