Tras la muerte de mi bisabuelo Norbert, la inmensidad blanca de Siberia tornó a cerrarse lentamente sobre Albertine. Todavía regresó dos o tres veces a París con Charlotte. Pero el planeta de las nieves jamás dejaba escapar a las almas hechizadas por sus espacios sin mojones, por su tiempo dormido.
Además, las estancias en París estaban marcadas por una amargura que los relatos de mi abuela no acertaban a disimular. ¿Alguna disensión familiar cuyas causas no podíamos conocer? ¿O una frialdad muy europea en las relaciones entre familiares, inconcebible para nosotros los rusos, con nuestro desbordante colectivismo? ¿O, sencillamente, la actitud incomprensible de la gente modesta hacia una de las cuatro hermanas, la aventurera de la familia que, en vez de un bello y esplendoroso sueño, traía cada vez la angustia de un país salvaje y de su vida rota?
En cualquier caso, el hecho de que Albertine prefiriese vivir en el piso de su hermano, y no en la casa familiar de Neuilly, ni siquiera a nosotros se nos pasó por alto.
Cada vez que regresaba a Rusia, Siberia le parecía irremisiblemente fatal: inevitable, ligada a su destino. No era tan sólo la tumba de Norbert lo que la unía a aquella tierra de hielo, sino también los tenebrosos años vividos en Rusia, cuyo embriagador veneno notaba destilarse en sus venas.
De esposa de médico respetable, conocido en toda la ciudad, Albertine se había transformado en una viuda un tanto extraña, una francesa que parecía no poder decidirse a regresar a su tierra. Peor aún, ¡volvía cada vez!
Era demasiado joven todavía y demasiado guapa para no ser objeto de la maledicencia entre la buena sociedad de Boiarsk. Demasiado insólita para que la aceptasen tal cual era. Y, muy pronto, demasiado pobre.
Charlotte advirtió que, tras cada viaje a París, se instalaban en un piso cada vez más pequeño. En la escuela, donde la habían admitido gracias a un antiguo paciente de su padre, no tardó en convertirse en «la Lemonnier». Un día la «señora de su clase», como llamaban antes de la revolución a la profesora principal, la mandó salir a la pizarra, pero no para preguntarle la lección… Cuando Charlotte se irguió ante ella, la mujer observó los pies de la muchacha e inquirió, esgrimiendo una desdeñosa sonrisa:
—¿Qué lleva usted en los pies, señorita Lemonnier?
Las treinta alumnas se levantaron de los asientos, estiraron el cuello y abrieron los ojos de par en par. En el bien encerado parquet, vieron dos fundas de lana, dos «zapatos» que se había confeccionado la propia Charlotte. Abrumada por todas aquellas miradas, la muchacha agachó la cabeza y crispó involuntariamente los dedos en el interior de las pantuflas, como si quisiera hacer desaparecer sus pies. Por aquel entonces, vivían en una vieja isba situada en la periferia de la ciudad. A Charlotte ya no le sorprendía ver a su madre casi siempre postrada en una alta cama campesina, tras una cortina. Cuando Albertine se levantaba, en sus ojos, aunque abiertos, rebullían las sombras negras de los sueños. Ni siquiera intentaba sonreír a su hija. Con un cazo de cobre, tomaba agua de un cubo, bebía largamente y se iba. Charlotte sabía que sobrevivían desde hacía tiempo gracias al fulgor de unas joyas guardadas en el cofrecillo con incrustaciones de nácar…
La isba, alejada de los barrios elegantes de Boiarsk, le gustaba. En las angostas y tortuosas calles sepultadas por la nieve, se notaba menos la miseria en que vivían. Y además, era tan grato, al regresar de la escuela, subir por la vieja escalera de madera que crujía bajo los pies, cruzar una oscura entrada cuyas paredes de gruesos rollizos estaban cubiertas por un espeso pelaje de escarcha, y empujar la pesada puerta, que cedía con un breve y estridente gemido. Y allí, en el interior, se podía estar sin necesidad de encender la lámpara, viendo cómo el bajo ventanuco se impregnaba del crepúsculo violeta, escuchando el repiqueteo de las ráfagas de nieve contra el cristal. Charlotte, arrimada al ancho costado de la voluminosa estufa, sentía penetrar lentamente el calor bajo el abrigo. Pegaba las manos transidas a la piedra tibia, y la estufa se le antojaba entonces el enorme corazón de aquella vieja isba. Y bajo la suela de sus botas de fieltro se fundían los últimos carámbanos.
Un día, una esquirla de hielo se rompió bajo su pie con un ruido inhabitual. Charlotte se quedó sorprendida; había regresado hacía media hora y ya se había fundido toda la nieve de su abrigo y de su chascás. Mientras que ese carámbano… Se inclinó a recogerlo. ¡Era un trozo de vidrio! Un trozo muy fino de una ampolla de medicamento rota…
Así entró en su vida la terrible palabra morfina. Y ésta explicó el silencio tras la cortina, el rebullir de sombras en los ojos de su madre, esa Siberia absurda e insoslayable como el destino.
Albertine no tenía ya nada que ocultar a su hija. A partir de entonces le tocó a Charlotte entrar en la farmacia y murmurar tímidamente: «Venía a por la medicina de la señora Lemonnier…». De regreso, cruzaba siempre sola los amplios descampados que separaban su barriada de las últimas calles de la ciudad, con sus tiendas y sus luces. Con frecuencia, se desataba una tempestad de nieve sobre aquellas extensiones yermas. Una noche, cansada de luchar contra el viento cargado de cristales de hielo, ensordecida por su silbido, Charlotte se detuvo en medio de aquel desierto de nieve y volvió la espalda a las ráfagas, con la mirada perdida en el vertiginoso vuelo de los copos. Sintió intensamente su vida, el calor de su escuálido cuerpo concentrado en un minúsculo yo. Percibía el cosquilleo de una gota que se escurría bajo la orejera de su chascás y el latir de su corazón, y, junto a su corazón, la frágil presencia de las ampollas que acababa de comprar. «Soy yo», resonó de repente en ella una voz ahogada, «la que está aquí, en medio de esta borrasca de nieve, en un lugar perdido del mundo, en esta Siberia, yo, Charlotte Lemonnier, yo, que nada tengo en común con estos parajes agrestes, ni con este cielo, ni con esta tierra helada. Ni con esta gente. Estoy aquí, sola, y llevo la morfina de mi madre…». Creyó que su mente flaqueaba antes de hundirse en un precipicio donde todo ese absurdo súbitamente revelado pasaría a ser natural. Reaccionó: no, aquel desierto siberiano tenía que acabar en algún sitio, y allí, al final del desierto, había una ciudad de amplias avenidas flanqueadas de castaños, allí estaban los cafés iluminados, el piso de su tío y todos aquellos libros que contenían palabras tan queridas por el solo aspecto de sus caracteres. Allí estaba Francia…
La ciudad con avenidas flanqueadas de castaños se transformó en una fina lentejuela de oro que brillaba en su mirada sin que nadie lo advirtiese. Charlotte percibía su brillo incluso en el reflejo del hermoso broche que lucía en el vestido una jovencita de caprichosa y altiva sonrisa; la muchacha estaba sentada en un precioso sillón, en medio de una espaciosa estancia de elegantes muebles y cortinajes de seda.
—La raison du plus fort est toujours meilleure —recitaba la joven con voz afectada.
—… est toujours la meilleure —rectificó discretamente Charlotte y, con los ojos bajos, agregó—: Sería más correcto pronunciar meilleure y no meillaire. Meill-eu-eure…
Redondeaba los labios y prolongaba aquel sonido que se perdía en una suave «r». La joven continuó recitando, con expresión huraña:
—Nous l’allons vous montrer tout a l’heure…
Era la hija del gobernador de Boiarsk. Charlotte le daba clases de francés cada miércoles. Al principio había abrigado la esperanza de hacerse amiga de aquella elegante adolescente, apenas mayor que ella. Ahora, como ya no esperaba nada, se esforzaba sencillamente en dar bien la clase. Las rápidas miradas de desdén de su alumna le traían ya sin cuidado. Charlotte la escuchaba, intervenía de cuando en cuando, pero su mirada se abismaba en el fulgor del precioso broche de ámbar. Sólo la hija del gobernador estaba autorizada a llevar en la escuela un vestido de cuello abierto con aquel adorno en medio. Concienzudamente, Charlotte señalaba todos los errores de pronunciación o de gramática. De la dorada profundidad del ámbar surgía una ciudad con hermosos follajes de otoño. Sabía que tendría que soportar durante toda una hora los mohines de aquella niña grande y gordita, soberbiamente vestida, y luego, en un rincón de la cocina, recibir de manos de una doncella su paquete, las sobras de una comida, y en la calle esperar una buena ocasión para quedarse a solas con la farmacéutica y murmurar: «La medicina de la señora Lemonnier, por favor…». La pequeña bocanada de calor robada en la farmacia sería barrida al instante por las gélidas ráfagas de los descampados.
Cuando apareció Albertine en la escalera, el cochero frunció el ceño y se levantó del asiento. No se lo esperaba. Aquella isba con el tejado hundido y cubierto de musgo, aquella carcomida escalera invadida por las ortigas. Y sobre todo aquella barriada de calles sepultadas bajo la arena gris…
Se abrió la puerta y, bajo su marco deformado, apareció una mujer. Lucía un largo vestido de corte muy elegante, un vestido que el cochero sólo había visto a las distinguidas señoras que salían del teatro, por la noche, en pleno centro de Boiarsk. Llevaba el pelo recogido en un moño y se tocaba con un amplio sombrero. El viento primaveral hacía ondular el velo, desplazándolo hacia las anchas alas graciosamente curvas.
—¡Vamos a la estación! —dijo la dama, y sorprendió todavía más al cochero con la sonoridad brillante, y muy extranjera, de su voz.
—… A la estación —repitió la niña que le había parado hacía un rato en la calle. Ella sí hablaba muy bien el ruso, con una pizca de acento siberiano.
Charlotte sabía que la aparición de Albertine en lo alto de la escalera había venido precedida por un largo y doloroso combate, salpicado de varias recaídas. Como la lucha de aquel hombre que se debatía en medio de los hielos, en un boquete negro, al que Charlotte vio un día, en primavera, al cruzar un puente. Asido a una larga rama que otros le tendían, reptaba por la resbaladiza pendiente de la orilla; tumbado boca abajo en aquella superficie helada, progresaba centímetro a centímetro y alargaba ya una mano roja que rozaba las de los salvadores. De súbito, sin que se supiese por qué, su cuerpo se estremecía y comenzaba a resbalar, yendo a parar de nuevo al agua negra. La corriente lo arrastraba un poco más allá. Había que volver a empezar… Sí, como aquel hombre.
Pero esa tarde de verano, luminosa y verde, los gestos de ambas rebosaban ligereza.
—¿Y la maleta grande? —exclamó Charlotte cuando se acomodaron en los asientos.
—La dejamos. No hay más que viejos papeles y todos aquellos periódicos de tu tío… Ya volveremos algún día a recogerla.
Cruzaron el puente y pasaron junto a la casa del gobernador. La ciudad siberiana parecía desplegarse ya como en un extraño pasado donde era fácil perdonar con una sonrisa…
Sí, con esa misma mirada desprovista de rencor recordarían Boiarsk al instalarse de nuevo en París. Y cuando, en verano, Albertine quiso regresar a Rusia (para sellar definitivamente la época siberiana de su vida, debieron de pensar sus allegados), Charlotte se sintió incluso un poco celosa de su madre: a ella también le hubiera gustado pasar una semana o dos en aquella ciudad poblada ya por personajes del pasado, cuyas casas —su isba entre otras— pasarían a ser monumentos de otros tiempos. Una ciudad donde ahora nada podía lastimarla.
—Mamá, no te olvides de mirar si todavía está la madriguera de ratones, ya sabes, junto a la estufa —pidió a su madre, asomada a la ventanilla del vagón.
Era julio de 1914. Charlotte tenía quince años.
Aquello no supuso una ruptura en su vida. Simplemente, esa última frase («¡No te olvides de mirar la madriguera de los ratones!») le fue pareciendo, con el tiempo, cada vez más estúpida, infantil. Hubiera debido callarse y escrutar aquel rostro asomado a la ventanilla del vagón, empaparse los ojos con sus rasgos. Transcurrieron meses, años, y aquella demanda postrera seguía teniendo la misma resonancia a felicidad boba. La espera se convirtió en el único tiempo de la vida de Charlotte.
Ese tiempo («en tiempo de guerra», escribían los periódicos) se asemejaba a una tarde gris, a un domingo en las calles desiertas de una ciudad de provincias: una ráfaga de viento surge de repente del ángulo de una casa, levanta un torbellino de polvo, un postigo bate amortiguadamente, el hombre se funde fácilmente en ese aire incoloro, desaparece sin razón.
Así desapareció el tío de Charlotte: «caído en el campo de batalla», «muerto por Francia», según la fórmula utilizada por los periódicos. Y ese giro verbal hacía todavía más desconcertante su ausencia, tanto como aquel sacapuntas sobre su escritorio, con un lápiz introducido y unas finas virutas, inmóviles desde su marcha. Así se vació poco a poco la casa de Neuilly; mujeres y hombres se inclinaban para besar a Charlotte y con cara muy seria le decían que se portase bien.
Tenía sus caprichos ese extraño tiempo. De pronto, con la saltarina rapidez de las películas, una de sus tías se vistió de blanco, se dejó rodear de parientes que se congregaron a su alrededor con la misma celeridad del cine de época, para encaminarse velozmente a la iglesia, donde la tía se encontró junto a un hombre bigotudo, con el cabello liso y engominado. Y casi de inmediato —en la memoria de Charlotte ni siquiera les dio tiempo a abandonar la iglesia— la recién casada se vestía de negro y no podía alzar los ojos llenos de lágrimas. Todo inducía a creer, por la rapidez del cambio, que al salir de la iglesia iba ya sola, vestía de riguroso luto y se protegía del sol los ojos enrojecidos. Los dos días se fundían en uno solo, coloreado por un cielo radiante, animado por el tañido de las campanas y por el viento estival que parecía acelerar aún más el ir y venir de los invitados. Y su hálito caliente abatía sobre el rostro de la joven tan pronto el velo blanco de casada como el velo negro de viuda.
Más adelante, ese tiempo caprichoso recobró su marcha regular, un ritmo marcado por las noches sin sueño y un largo desfile de cuerpos mutilados. Las horas tenían ahora la sonoridad de las espaciosas aulas de aquel instituto de Neuilly transformado en hospital. Su primera visión de un cuerpo humano fue esa carne viril desgarrada y sanguinolenta… Y en el cielo nocturno de aquellos años se pintó para siempre la macilenta monstruosidad de dos zepelines alemanes flotando entre las estalagmitas luminosas de los reflectores.
Por fin llegó un día, aquel 14 de julio de 1919, en que innumerables hileras de soldados cruzaron Neuilly camino de la capital. Vestidos de punta en blanco, mirada arrogante y borceguíes bien lustrados… la guerra recobraba su aspecto de parada militar. ¿Se hallaba entre ellos aquel combatiente que deslizaría en la mano de Charlotte una piedrecita oscura, aquel fragmento de obús cubierto de óxido? ¿Estaban enamorados? ¿Eran novios?
Ese encuentro no alteró en nada la decisión de Charlotte, tomada varios años atrás. Tan pronto se le presentó la primera, milagrosa ocasión, partió para Rusia. No existía aún comunicación alguna con aquel país asolado por la guerra civil. Corría el año 1921. Una misión de la Cruz Roja se disponía a viajar a la región del Volga, donde la hambruna había causado ya millares de víctimas. Charlotte fue admitida como enfermera. La seleccionaron de inmediato: los voluntarios para la expedición eran escasos. Y lo más importante: hablaba ruso.
Allí supo lo que era el infierno. De lejos, el infierno se asemejaba a las apacibles aldeas rusas —isbas, pozos, cercados— hundidas en la bruma del gran río. De cerca, se congelaba en las imágenes que tomaba durante aquellos tétricos días el fotógrafo de la misión: un grupo de campesinos y campesinas con chaquetones de piel de carnero, petrificados ante un hacinamiento de osamentas humanas, cuerpos despedazados, fragmentos de carne irreconocibles. Luego, aquel niño desnudo sentado en la nieve: largos cabellos enmarañados, mirada penetrante de anciano, un cuerpo de insecto. Por último, en una carretera helada, aquella cabeza, sola, con los ojos abiertos, vidriosos. Lo peor era que aquellas tomas no permanecían fijas. Cuando el fotógrafo doblaba el trípode, los campesinos que abandonaban el marco de la foto —de aquella terrorífica foto de caníbales— volvían a la vida con la desconcertante simplicidad de los gestos cotidianos. ¡Sí, continuaban viviendo! Una mujer se inclinaba sobre el niño, su hijo. Y no sabía qué hacer con aquel anciano-insecto, ella, que llevaba semanas alimentándose con carne humana. Entonces ascendía por su garganta un aullido de loba. No había foto capaz de fijar ese grito… Un campesino miró, suspirando, los ojos de la cabeza arrojada en la carretera. A continuación se inclinó y con mano torpe la metió en un saco de sayal. «Lo enterraré», masculló, «nosotros no somos tártaros…».
Y era menester entrar en las isbas de aquel apacible infierno para descubrir que aquella vieja que observaba la calle a través del cristal era la momia de una muchacha muerta hacía varias semanas, sentada ante aquella ventana con la imposible esperanza de salvarse.
Charlotte abandonó la misión no bien regresó a Moscú. Al salir del hotel, se mezcló con la abigarrada muchedumbre de la plaza y desapareció. En el mercado de Sujarevka, donde el trueque estaba al orden del día, intercambió una moneda de plata de cinco francos (el comerciante estampilló la moneda con la muela y la hizo sonar en el filo de un hacha) por dos hogazas de pan que debían cubrir los primeros días de su viaje. Iba ya vestida como una rusa, y en la estación, durante el violento y desordenado asalto a los vagones, nadie reparó en aquella muchacha que, ajustándose la mochila, se debatía zarandeada por las frenéticas sacudidas del magma humano.
Partió, y lo vio todo. Desafió el infinito de aquel país, su espacio huidizo, en el que se encenagan los días y los años. Pero ella avanzaba chapoteando en aquel tiempo estancado. En tren, en telega, a pie…
Lo vio todo. Caballos enjaezados, toda una manada, que galopaban sin jinete por un llano, se detenían un instante, reemprendían despavoridos su enloquecida carrera, felices y aterrados de su libertad reconquistada. Uno de los caballos fugitivos llamó la atención de todo el mundo. Un sable, profundamente hundido en la silla, se erguía en su lomo. El caballo galopaba y la larga hoja encajada en el cuero recio se balanceaba flexible y brillante bajo el sol del atardecer. La gente seguía con la mirada sus reflejos escarlatas, que se difuminaban paulatinamente en la bruma de los campos. Sabían que aquel sable, con la empuñadura rellena de plomo, probablemente había cortado un cuerpo en dos —desde el hombro hasta el bajo vientre— antes de incrustarse en el cuero. Y que las dos mitades se habían desplomado en la hierba pisoteada, cada una por un lado.
Vio también los caballos muertos que extraían de los pozos. Y los nuevos pozos que excavaban en la tierra untuosa y pesada; los maderos de la armazón que los campesinos bajaban al fondo del hoyo olían a madera fresca.
Vio a un grupo de aldeanos que, dirigidos por un hombre con una chaqueta de cuero negro, tiraban de una gruesa cuerda enrollada en torno a la cúpula y a la cruz de una iglesia. Los repetidos crujidos que producían al desmoronarse parecían avivar su entusiasmo. Y en otro pueblo, muy de mañana, divisó a una vieja arrodillada ante un bulbo de iglesia caído entre las tumbas de un cementerio sin tapia, abierto a la frágil sonoridad de los campos.
Atravesó pueblos desiertos con huertos rebosantes de frutas maduras que caían en la hierba o se secaban en las ramas. Recaló en una ciudad donde un vendedor mutiló un día, en el mercado, a un niño que había intentado robarle una manzana. Todos los hombres con quienes se topaba parecían o bien precipitarse hacia una meta desconocida, abalanzándose hacia los trenes, apretujándose en los embarcaderos, o bien esperar a no se sabía quién, ante las puertas cerradas de las tiendas, junto a portales custodiados por soldados y, a veces, simplemente, en el borde de la carretera.
El espacio con el que se enfrentaba no conocía término medio: el increíble hacinamiento humano se trocaba de repente en un desierto absoluto donde la inmensidad del cielo o la profundidad de los bosques hacían impensable la presencia del hombre. Y ese vacío desembocaba, sin transición alguna, en un feroz tropel de campesinos que chapoteaban en la orilla arcillosa de un río crecido con las lluvias del otoño. Sí, Charlotte también vio eso. Vio cómo aquellos campesinos encolerizados repelían con largas varas un pontón flotante del que se elevaba un interminable lamento. En la cubierta, se divisaban figuras que tendían sus descarnadas manos hacia la orilla. Eran enfermos de tifus, abandonados, que llevaban varios días navegando a la deriva en su cementerio flotante. Cada vez que intentaban atracar, los de la orilla se concertaban para impedírselo. El pontón proseguía su fúnebre travesía, y la gente moría, ahora ya de hambre. Pronto no les quedarían fuerzas para bajar a tierra, y los últimos supervivientes, despertados un día por el intenso y monótono batir poderoso de las olas, divisarían el horizonte indiferente del Caspio…
Una mañana, en la linde de un bosque refulgente de escarcha, vio unas sombras colgadas de los árboles, y los rictus consumidos de los ahorcados a quienes nadie había pensado en enterrar. Arriba, en el luminoso azul del cielo, una bandada de aves migratorias se difuminaba lentamente, acentuando el silencio con el eco de sus chillidos.
No la aterrorizaba ya el pesado y sincopado respirar de aquel mundo ruso. Había aprendido mucho desde su llegada. Sabía que era práctico llevar siempre, lo mismo en un vagón que en una telega, una bolsa llena de paja con unas piedras en el fondo. Era lo que los bandidos arrebataban a los viajeros en sus incursiones nocturnas. Sabía que el mejor lugar en el techo de un vagón era el de al lado del agujero de ventilación: en esa abertura se amarraban unas cuerdas que permitían bajar y subir rápidamente. Y cuando, con mucha suerte, encontraba un hueco en un pasillo abarrotado, no debía sorprenderle ver a un niño atemorizado a quien la gente hacinada en el suelo se iba pasando hasta la salida. Los que estaban acurrucados junto a la puerta la abrían y sostenían al niño en el estribo mientras hacía sus necesidades. Ese acarreo parecía más bien divertirles; sonreían, conmovidos por la criaturilla que se dejaba trasegar sin decir nada, emocionados por esa urgencia tan natural en un universo tan inhumano… Tampoco se sorprendía cuando, de noche, en medio del martillear de los raíles, se elevaba un susurro: la gente se comunicaba la muerte de un pasajero, una vida que se esfumaba entre el magma compacto de las demás.
Sólo una vez en el transcurso de aquella larga travesía jalonada de sufrimiento y sangre, enfermedades y barro, creyó entrever una parcela de serenidad y de cordura. Se hallaba ya al otro lado del Ural. Al salir de una aldea medio devorada por un incendio, divisó a unos hombres sentados en un ribazo cubierto de hojas secas. En sus pálidos semblantes, vueltos hacia el tibio sol de finales de otoño, se reflejaba una placidez beatífica. El campesino que conducía la telega en que iba Charlotte meneó la cabeza y explicó a media voz: «Pobre gente. Hay una docena rondando por aquí. Ha ardido su manicomio. Sí, locos, vaya…».
No, nada podía ya sorprenderla.
Muchas veces, apretujada en la irrespirable oscuridad de un vagón, tenía un sueño breve, luminoso y totalmente inverosímil. Nevaba, y unos enormes camellos volvían sus desdeñosas cabezas hacia una iglesia. Por la puerta abierta de la iglesia, salían cuatro soldados arrastrando a un sacerdote que suplicaba con voz desgarrada. Los camellos con las jorobas cubiertas de nieve, la iglesia, la multitud jocosa… En su sueño, Charlotte recordaba que, en otro tiempo, aquellas siluetas gibosas le evocaban siempre las palmeras, el desierto, los oasis…
Y en ese preciso momento despertaba de su sopor: ¡no, no soñaba! Se hallaba en medio de un ruidoso mercado en una ciudad desconocida. La nieve se le pegaba a las pestañas. Los transeúntes se acercaban y sopesaban la medallita de plata que ella esperaba intercambiar por una hogaza de pan. Los camellos dominaban desde las alturas el rebullicio de los comerciantes, cual extraños drakars hincados sobre soportes. Y ante las regocijadas miradas de la multitud, los soldados empujaban al sacerdote hasta un trineo repleto de paja y le obligaban a subir a él.
Tras ese falso sueño, su paseo, por la noche, fue tan cotidiano, tan real… Cruzó una calle cuyos adoquines relucían bajo el brumoso resplandor de un farol. Abrió la puerta de una panadería. Su interior caldeado y bien alumbrado le pareció familiar hasta por el color de la madera barnizada del mostrador y por la disposición de los pasteles y los bombones en el escaparate. La dueña la saludó afablemente, como a una cliente habitual, y le alargó una hogaza de pan. En la calle, Charlotte se detuvo estupefacta: ¡tenía que haber comprado mucho más pan! ¡Dos, tres, no, cuatro hogazas! Y debía haberse fijado en la calle donde estaba aquella excelente panadería. Se acercó a la casa de la esquina, alzó los ojos. Pero las letras, de aspecto extraño, evanescente, se entremezclaban, parpadeaban. «¡Seré tonta!», pensó de pronto. «Si ésta es la calle donde vive mi tío…».
Se despertó sobresaltada. En el tren, detenido en campo raso, se oía un zumbido confuso: una banda había asesinado al maquinista y recorría los vagones incautándose de cuanto caía en sus manos. Charlotte se quitó el chal y se cubrió la cabeza anudándose las puntas bajo la barbilla, como hacen las campesinas ancianas. Luego, sonriendo todavía al recordar su sueño, se colocó en las rodillas una bolsa llena de trapos viejos enrollados en torno a una piedra…
Y si no le ocurrió nada durante aquellos dos meses de viaje fue porque el inmenso continente que atravesaba estaba ahíto de sangre. La muerte, cuando menos por unos años, perdía atractivo, pues se había convertido en algo demasiado trivial que no merecía ya esfuerzo alguno.
Charlotte atravesó Boiarsk, la ciudad siberiana de su infancia, sin preguntarse si era aún un sueño o la realidad. Se sentía demasiado débil para pensar en ello.
Sobre la entrada de la casa del gobernador ondeaba una bandera roja. Dos soldados armados con fusiles pateaban la nieve uno a cada lado de la puerta… Algunas ventanas del teatro estaban rotas y alguien las había tapado, a falta de algo mejor, con paneles del decorado de madera contrachapada: tan pronto se divisaba un follaje salpicado de flores blancas, probablemente el utilizado para El jardín de los cerezos, como la fachada de una dacha. Y encima del portal, dos obreros extendían una larga banda de calicó rojo. «¡Todos al mitin popular de la sociedad de ateos!», leyó Charlotte aminorando un poco el paso. Uno de los obreros cogió un clavo que llevaba apretado entre los dientes y lo hincó con fuerza junto al signo de admiración.
—¡Vaya, hemos acabado la faena antes de que se haga de noche, gracias a Dios! —gritó a su compañero.
Charlotte sonrió y prosiguió su camino. No, no soñaba.
Un soldado, que se hallaba apostado junto al puente, le cerró el paso y le pidió que le mostrara la documentación. Charlotte obedeció. El soldado la cogió y, como probablemente no sabía leer, decidió retenérsela. Hasta él mismo parecía asombrado de su propia decisión. «Podrá recuperarla cuando el consejo revolucionario haga las comprobaciones pertinentes», le comunicó, repitiendo a todas luces las palabras que había oído en boca de otro. Charlotte no se vio con fuerzas para discutir.
Hacía tiempo que se había aposentado el invierno en Boiarsk. Pero ese día el aire era tibio, y el hielo, bajo el puente, tenía la superficie cubierta de grandes manchas húmedas. Un breve periodo de bonanza. Gruesos copos perezosos remolineaban en el silencio blanco de los descampados que tantas veces atravesara Charlotte en su infancia.
La isba pareció divisarla de lejos, con sus dos angostas ventanas. Sí, la casa la miraba acercarse, su arrugada fachada esbozaba una imperceptible muequecilla, que expresaba la amarga alegría del reencuentro.
Poca cosa esperaba Charlotte de aquella visita. Estaba preparada desde hacía tiempo para recibir las noticias que no dejarían ninguna esperanza: la muerte, la locura, la desaparición. O una ausencia pura y simple, inexplicable, natural, que no habría sorprendido a nadie. No quería confiar pero seguía confiando.
Era tal el agotamiento acumulado durante los últimos días que ya sólo pensaba en el calor de la gran estufa, en arrimarse a ella y dejarse caer en el suelo.
Desde la escalera de la isba, descubrió bajo un escuálido manzano a una vieja con la cabeza arrebujada en un chal negro. La mujer se había agachado para recoger una rama semienterrada en la nieve. Charlotte la llamó. Pero la anciana campesina no se volvió. La voz era demasiado débil y se desvanecía pronto en el aire apagado y tibio. Charlotte no se sintió capaz de lanzar otro grito.
Empujó la puerta con el hombro. En la oscura y fría entrada descubrió toda una reserva de madera: tablas de cajas de embalaje, placas de parquet e incluso, formando un montículo negro y blanco, las teclas de un piano. Recordó que lo que más suscitaba la ira del pueblo eran los pianos que encontraban en los pisos de los ricos. Había visto uno, destrozado a hachazos, incrustado en medio de un río helado.
Al entrar en la habitación, su primer gesto fue tocar las piedras de la estufa. Estaban tibias. La invadió un agradable vértigo. Quiso ya deslizarse al pie de la estufa cuando, sobre la mesa de gruesas tablas oscurecidas por los años, se fijó en un libro abierto. Un volumen antiguo de papel rugoso. Apoyándose en un banco, se inclinó sobre las páginas abiertas. Curiosamente, las letras empezaron a bailarle ante los ojos, a difuminarse, como le ocurrió aquella noche en el tren, cuando soñó con la calle parisiense donde vivía su tío. Pero ahora no se debía a ningún sueño, sino a las lágrimas. Era un libro francés.
Cuando la vieja del chal negro entró, no pareció sorprenderse al ver a aquella delgada muchacha que se levantaba del banco. De las ramas secas que llevaba bajo el brazo caían al suelo largos filamentos de nieve. Su ajado rostro se asemejaba al de cualquier anciana campesina de aquella comarca siberiana. Sus labios, cubiertos de una fina red de arrugas, se estremecieron. Y en aquella boca, en el pecho mustio de aquel ser irreconocible, resonó la voz de Albertine, una voz cuya entonación no había cambiado un ápice.
—Durante todos estos años, sólo tenía miedo de una cosa: ¡de que regresases aquí!
Sí, ésa fue la primera frase que dirigió Albertine a su hija. Y Charlotte comprendió: lo que habían vivido desde su despedida en el andén, ocho años atrás, toda aquella multitud de gestos, rostros, palabras, sufrimientos, privaciones, esperanzas, inquietudes, gritos, lágrimas…, todo ese rumor de la vida resonaba como un solo eco que se negaba a morir. Ese encuentro, tan ansiado, tan temido.
—Quería pedirle a alguien que te escribiera diciéndote que había muerto. Pero estábamos en guerra, y luego vino la revolución. Y de nuevo la guerra. Y…
—No me hubiera creído lo que dijera esa carta…
—Ya; luego pensé que de todas formas no te lo creerías.
Arrojó las ramas junto a la estufa y se acercó a Charlotte. Cuando la miró en París, desde la ventana del vagón, su hija tenía once años. Pronto iba a cumplir veinte.
A Albertine se le iluminó el semblante y se volvió hacia la estufa.
—¿No oyes? —susurró—. Los ratones, ¿recuerdas? Ahí siguen…
Más tarde, acuclillada ante el fuego que se reavivaba tras la puertecilla de hierro colado, Albertine murmuró como para sus adentros, sin mirar a Charlotte, que se había echado en el banco y parecía dormida:
—Así es este país. Entrar en él es fácil, pero una vez dentro no se sale nunca…
El agua caliente parecía una sustancia nueva, desconocida. Charlotte tendía las manos hacia el hilillo que su madre le vertía lentamente sobre los hombros y la espalda con un cazo de cobre. En la oscuridad de la habitación tan sólo iluminada por la tenue llama de una tea encendida, las gotas calientes semejaban resina de pino. Producían deliciosas cosquillas en su cuerpo. Charlotte se restregaba con una bola de arcilla azul; el jabón no era más que un vago recuerdo.
—Estás muy flaca —dijo Albertine muy quedo, y su voz se quebró.
Charlotte se rió despacito. Y al alzar la cabeza con el pelo húmedo, vio que las lágrimas que brillaban en los ojos apagados de su madre tenían el mismo color, ámbar, de la resina.
En los días siguientes, Charlotte intentó averiguar cómo podían abandonar Siberia (por superstición, no se atrevía a decir «regresar a Francia»). Acudió a la que antes fuera la casa del gobernador. Los soldados que custodiaban la entrada le sonrieron. ¿Sería buena señal? La secretaria del nuevo dirigente de Boiarsk la hizo esperar en un cuartito; el mismo, pensó Charlotte, donde esperaba, antaño, el paquete con las sobras de la comida…
El dirigente la recibió sentado tras su pesado escritorio. Con el ceño fruncido, siguió trazando enérgicas rayas con un lápiz rojo en las páginas de un folleto. Sobre la mesa descansaba todo un rimero de opúsculos idénticos.
—¡Hola, ciudadana! —exclamó por fin alargándole la mano.
Hablaron. Y Charlotte, con incrédulo estupor, comprobó que las respuestas del funcionario semejaban un extraño y deformado eco de las preguntas que se le formulaban. Ella le habló del Comité Francés de Socorro, y oyó, a manera de eco, un breve discurso sobre las miras imperialistas de Occidente ocultas tras la filantropía burguesa. Manifestó su deseo de regresar a Moscú para… La interrumpió el eco: las fuerzas intervencionistas del extranjero y los enemigos de clase en el seno del país se dedicaban a sabotear la reconstrucción de la joven República Soviética…
Tras aguantar durante un cuarto de hora semejante diálogo para sordos, a Charlotte le entraron ganas de gritar: «¡Lo único que quiero es marcharme!». Pero ya no podía zafarse de la absurda lógica de la conversación.
—Un tren para Moscú…
—El sabotaje de los expertos burgueses a los ferrocarriles…
—La delicada salud de mi madre…
—La horrible herencia económica y cultural que nos ha legado el zarismo…
Por fin, Charlotte, agotada, susurró débilmente:
—Por favor, devuélvame mi documentación…
La voz del dirigente pareció tropezar con un obstáculo. Un rápido espasmo le recorrió el rostro. Salió del despacho sin abrir la boca. Aprovechando su ausencia, Charlotte echó una ojeada al montón de folletos. El título la sumió en una gran perplejidad: Para poner fin a la relajación sexual en las células del Partido (Recomendaciones). Luego eso era lo que subrayaba el dirigente con lápiz rojo.
—No hemos encontrado su documentación —dijo al entrar.
Charlotte insistió. Entonces ocurrió algo tan inverosímil como lógico. El dirigente vomitó tal sarta de juramentos que, aun tras haber viajado dos meses en trenes abarrotados, Charlotte se quedó perpleja. El otro seguía increpándola cuando ella tenía ya la mano en el pomo de la puerta. Luego, arrimando bruscamente su rostro al de ella, le espetó:
—¡Puedo detenerte y fusilarte ahí mismo, en el patio, detrás del cagadero! ¿Te has enterado, espía asquerosa?
De regreso, mientras caminaba por los campos nevados, Charlotte se dijo que estaba naciendo una nueva lengua en aquel país. Una lengua que ella ignoraba, y por eso le había parecido inverosímil el diálogo en el antiguo despacho del gobernador. No, todo encajaba: la elocuencia revolucionaria que degeneraba de repente en un lenguaje abyecto, y ese llamarla «ciudadana» y «espía», y el folleto que reglamentaba la vida sexual de los miembros del Partido. Sí, se inauguraba un nuevo orden de cosas. Todo en ese mundo, con ser tan familiar, iba a cambiar de nombre; a cada objeto, a cada ser, iba a aplicársele una etiqueta diferente.
«¿Y esta nieve lenta?», pensó, «¿y estos copos soñolientos de la bonanza en el cielo malva del atardecer?». Recordó lo feliz que le hacía, de niña, ver esa nieve al salir a la calle tras darle la clase a la hija del gobernador. «Igual que hoy…», se dijo respirando profundamente.
A los pocos días, la vida se paralizó. Durante una límpida noche, un gélido frío bajó del cielo. El mundo se trocó en un cristal de hielo en el que se habían incrustado los árboles erizados de escarcha, las columnas blancas e inmóviles sobre las chimeneas, la línea plateada de la taiga en el horizonte y el sol envuelto en un halo tornasolado. La voz humana se perdía; se helaba, como el vapor, en los labios.
No pensaban sino en subsistir, en vivir al día, preservando una minúscula parcela de calor en torno al cuerpo.
Las salvó sobre todo la isba. En ella todo estaba concebido para hacer frente a los inviernos sin fin, a las noches sin fondo. Incluso los gruesos troncos conservaban en su seno la dura experiencia de varias generaciones de siberianos. Albertine había adivinado la respiración secreta de la vieja morada, había aprendido a vivir en estrecha fusión con la cálida lentitud de la gran estufa que ocupaba media habitación, con su vivido silencio Y Charlotte, al observar los gestos cotidianos de su madre, pensaba a menudo, sonriendo: «¡Si es una auténtica siberiana!». Ya el primer día había reparado en unos manojos de hierba seca que había en la entrada. Recordaban los ramos que utilizan los rusos para azotarse en los baños. Cuando dieron cuenta de la última rebanada de pan, adivinó la verdadera utilidad de los manojos. Albertine puso a macerar uno en agua caliente y, por la noche, comieron lo que más adelante llamarían en broma «la sopa de verduras siberiana», un revoltillo de tallos, granos y raíces. «Empiezo a conocerme al dedillo las plantas de la taiga», dijo Albertine, sirviendo la sopa en los platos. «Además, me sorprende que las aproveche tan poco la gente de aquí…».
Las salvó también la presencia de aquella niña, la pequeña cíngara que se encontraron un día, medio congelada, en la escalera, rascando las tablas de la puerta con sus dedos entumecidos, amoratados de frío… Para conseguirle comida, Charlotte hizo lo que nunca habría hecho por sí misma. En el mercado la vieron mendigando: una cebolla, unas patatas heladas, un pedazo de tocino. Hurgó en el contenedor de basura que estaba junto a la cantina del Partido, no lejos del lugar donde el dirigente había pensado fusilarla. Llegó a descargar vagones por una hogaza de pan. La niña, que estaba esquelética cuando la encontraron, osciló unos días en la frágil frontera entre la luz y las tinieblas; luego, lentamente, con vacilante asombro, se deslizó de nuevo en ese extraordinario fluir de días, palabras, olores, en eso que todo el mundo llamaba la vida…
En marzo, un día en que resplandecía el sol y crujía la nieve bajo las pisadas de los transeúntes, una mujer (¿su madre?, ¿su hermana?) se presentó en la casa y, sin decir nada, se la llevó. Charlotte las alcanzó en los linderos de la barriada y alargó a la niña la muñeca de mejillas desconchadas con la que jugaba la pequeña cíngara durante las largas veladas de invierno… Aquella muñeca venía de París y era, junto con los viejos periódicos de la «maleta siberiana», uno de los últimos vestigios del pasado.
El hambre de verdad —Albertine lo sabía— llegaría en primavera… No quedaba un solo manojo de hierbas en las paredes de la entrada; el mercado estaba desierto. En mayo, abandonaron la isba, sin saber muy bien adonde se dirigían. Anduvieron por un camino todavía saturado de humedad primaveral, inclinándose de vez en cuando a coger finos brotes de acedera.
Un kulak las aceptó como jornaleras en su granja. Era un siberiano fornido y seco; de su barba, que le ocultaba medio rostro, brotaban escasas frases, siempre breves y definitivas.
—No os pagaré nada —dijo sin ambages—. La comida y la cama. No os contrato por vuestra cara bonita. Necesito brazos.
No tenían elección. Los primeros días, Charlotte, al regresar a la granja, se derrumbaba, exhausta, en el camastro, con las manos cubiertas de ampollas reventadas. Albertine, que se pasaba el día cosiendo sacos para la futura cosecha, la cuidaba como podía. Una noche, Charlotte se sentía tan cansada que, al tropezarse con el dueño de la granja, empezó a hablarle en francés. La barba del campesino pareció cobrar vida; sus ojos se achinaron: sonreía.
—Bueno, mañana puedes descansar. Si tu madre quiere, podéis ir a la ciudad… —Dio unos pasos y se volvió—: Los jóvenes del pueblo se reúnen cada noche para bailar y divertirse, ¿sabes? Ve con ellos, si te apetece…
Como habían acordado, el campesino no les pagó nada. En otoño, cuando se disponían a regresar a la ciudad, les señaló una telega cuya carga estaba cubierta con una tela de sayal nueva.
—Os llevará él —dijo señalándoles a un anciano campesino sentado en el pescante.
Albertine y Charlotte le dieron las gracias y se encaramaron a la telega colmada de cajas, sacos y paquetes.
—¿Todo eso manda usted al mercado? —inquirió Charlotte para llenar el embarazoso silencio de los últimos minutos.
—No. Es lo que habéis ganado.
No les dio tiempo a contestar. El anciano tiró de las riendas, la telega se bamboleó y empezó a rodar por el polvo caliente del camino… Bajo la tela, Charlotte y su madre descubrieron tres sacos de patatas, dos sacos de trigo, un tonelete de miel, cuatro enormes calabazas y varias cajas de verduras, habas y manzanas. En un rincón, divisaron media docena de gallinas con las patas atadas; un gallo, en medio, las miraba colérico y humillado.
—De todas formas, pondré a secar unos manojos de hierbas —dijo Albertine cuando acertó por fin a despegar la vista de aquel tesoro—. Nunca se sabe…
Murió dos años después. Era una noche de agosto, serena y transparente. Charlotte regresaba de la biblioteca donde, como le habían encomendado, tenía que revisar montañas de libros recogidos en las mansiones nobiliarias destruidas… Su madre estaba sentada en un pequeño banco pegado a la pared de la isba, con la cabeza apoyada en la madera lisa de los rollizos. Tenía los ojos cerrados. Había debido de dormirse y morir durante el sueño. Una leve brisa procedente de la taiga hacía temblar las páginas del libro abierto en sus rodillas. Era el librito francés, con el dorado del canto gastado.
Se casaron la primavera del año siguiente. Él era oriundo de un pueblo situado a orillas del mar Blanco, a diez mil kilómetros de la ciudad siberiana adonde le había llevado la guerra civil. Charlotte no tardó en observar en él que el orgullo que sentía por ser «juez del pueblo» corría parejo con un vago malestar cuyas causas ni él mismo habría sabido explicar por entonces. Durante la cena ofrecida con motivo de la boda, uno de los invitados propuso, con voz grave, guardar un minuto de silencio por la muerte de Lenin. Todos se levantaron… Tres meses después de la boda, destinaron al juez al otro extremo del imperio, a Bujará. Charlotte insistió en llevarse la maleta grande llena de viejos periódicos franceses. Su marido no se opuso, pero en el tren, disimulando mal ese permanente malestar, le explicó que entre su vida francesa y la de allí se alzaba una frontera mucho más insalvable que cualquier montaña. Buscaba palabras para designar lo que a todos les resultaría muy pronto de lo más natural: el Telón de Acero.