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Nos separamos de nuestra abuela al acabar las vacaciones. La Atlántida se esfumó tras las brumas de otoño y las primeras tempestades de nieve, tras nuestra vida rusa.

Porque la ciudad a la que regresábamos nada tenía en común con la silenciosa Saranza. Esa ciudad, que se extendía por las dos orillas del Volga, encarnaba, con su millón de habitantes, sus fábricas de armas, sus amplias avenidas con amplios edificios de estilo estalinista, el poderío del imperio. Una gigantesca central hidroeléctrica río abajo, un metro en construcción y un enorme puerto fluvial consolidaban a los ojos de todos la imagen de nuestro compatriota como el hombre que había triunfado sobre las fuerzas de la naturaleza, el que vivía en nombre de un radiante futuro, el que menospreciaba, con su esfuerzo dinámico, los ridículos vestigios del pasado. Además, nuestra ciudad, por sus fábricas, estaba vedada a los extranjeros… Sí, era una ciudad en la que se advertía perfectamente el pulso del imperio.

Ese ritmo, apenas regresamos, marcó el compás de nuestros gestos y pensamientos. Nos confundíamos con la nívea respiración de nuestra patria.

El injerto francés no nos impedía, ni a mi hermana ni a mí, llevar una existencia similar a la de nuestros compañeros: el ruso tornaba a ser la lengua cotidiana, la escuela nos formaba con el patrón de jóvenes soviéticos modélicos, los ejercicios paramilitares nos habituaban al olor de la pólvora, a las explosiones de las granadas de instrucción, a la idea de ese enemigo occidental contra el que algún día habría que combatir.

Las veladas en el balcón de la abuela no nos parecían ya sino un sueño infantil. Y cuando, en las clases de historia, el profesor nos hablaba de «Nicolás II, apodado por el pueblo Nicolás el Sanguinario», no establecíamos ningún vínculo entre el mítico verdugo y el joven monarca que aplaudía El Cid. No, esos dos hombres nada tenían que ver el uno con el otro.

Sin embargo, un día, más bien por azar, se operó esta conexión en mi mente: sin que me preguntaran, me puse a hablar de Nicolás y Alejandra, de su visita a París. Mi intervención fue tan inesperada y los detalles biográficos tan abundantes que el profesor pareció desconcertado. Se oyeron risitas de estupor por toda la clase: los alumnos no sabían si tomarse mi discurso como una provocación o como puro delirio. Pero ya el profesor había tomado las riendas del asunto y proclamaba, subrayando las palabras:

—El zar fue el responsable de la terrible represión en el campo de Jodynka: millares de personas aplastadas. Ordenó abrir fuego durante la manifestación pacífica del 9 de enero de 1905: cientos de víctimas. Su régimen fue culpable de las matanzas del río Lena: ¡ciento dos personas asesinadas! Y no es casual que el gran Lenin se llamase así: ¡con ese apodo quiso fustigar los crímenes del zarismo!

Con todo, lo que más me impresionó no fue el tono vehemente de la diatriba, sino una desconcertante pregunta que se abrió paso en mi mente durante el recreo, mientras los demás alumnos me hostigaban con sus befas. («¡Fijaos! ¡Pero si tiene una corona este zar!», gritaba uno de ellos tirándome del pelo). La pregunta, en apariencia, era muy sencilla: «Sí, lo sé, era un tirano sanguinario, está escrito en nuestro libro de historia. Pero ¿qué hacer entonces con ese viento fresco con efluvios a mar que soplaba sobre el Sena, con la sonoridad de esos versos que volaban al viento, con el crujido de la llana de oro en el granito? ¿Qué hacer con aquel día lejano? ¡Siento tan intensamente su atmósfera!».

No, en absoluto me proponía rehabilitar a ese Nicolás II. Confiaba en mi libro de historia y en nuestro profesor. Pero ¿y aquel día lejano, aquel viento, aquel ambiente soleado? Me perdía en esas reflexiones deshilvanadas, mitad pensamientos, mitad imágenes. Mientras intentaba zafarme de mis compañeros guasones, que me agarraban y me ensordecían con sus burlas, sentí de pronto unos celos terribles contra ellos: «Qué cómodo es no tener dentro de la cabeza ese día ventoso, ese pasado tan denso y aparentemente tan inútil. Sí, mirar la vida de una sola manera. No ver como yo veo…».

Este último pensamiento se me antojó tan insólito que dejé de defenderme de los ataques de mis escarnecedores y me volví hacia la ventana, ante la que se extendía la ciudad cubierta de nieve. ¡O sea que yo veía de manera diferente! ¿Era eso una ventaja? ¿O un inconveniente, una tara? No tenía ni idea. Creí poder atribuir esa doble visión a mis dos lenguas: en efecto, cuando pronunciaba en ruso «v`p|», se erguía ante mí un tirano cruel; en tanto que la palabra tsar en francés se llenaba de luces, ruidos, viento, resplandor de arañas, reflejos de hombros femeninos desnudos, mezclas de perfumes… el aire inimitable de nuestra Atlántida. Comprendí que tendría que ocultar esa segunda visión de las cosas, pues no haría sino suscitar burlas en los demás.

Ese significado secreto de las palabras se reveló de nuevo, más adelante, en una situación tan tragicómica como la de la clase de historia.

Me hallaba en una interminable cola de espera que serpenteaba por las inmediaciones de una tienda de comestibles y, traspasando el umbral, se enroscaba por el interior. Se trataba sin duda de algún producto infrecuente en invierno, naranjas o sencillamente manzanas, no lo recuerdo. Ya había rebasado el límite psicológico más importante de esa espera: la puerta de la tienda, ante la cual decenas de personas chapoteaban aún en la nieve fangosa. En ese momento vino a reunirse conmigo mi hermana: entre ambos teníamos derecho a recibir doble cantidad de la mercancía racionada.

No entendimos lo que provocó de súbito la ira de la multitud. Los que teníamos detrás debieron de figurarse que mi hermana pretendía colarse. ¡Crimen imperdonable! Estallaron gritos de rabia, la larga serpiente se contrajo, nos rodearon rostros amenazadores. Intentábamos ambos explicar que éramos hermanos. Pero la multitud jamás reconoce su error. Los que todavía no habían traspasado el umbral, los más amargados, lanzaron gritos de indignación, sin acabar de saber contra quién. Y como todo movimiento de masas exagera absurdamente el alcance de su esfuerzo, pasaron a expulsarme a mí mismo. La serpiente se estremeció y los hombros se enderezaron. De una sacudida, me encontré fuera de la cola, junto a mi hermana, frente a aquella apretada sarta de rostros iracundos. Intenté recuperar mi sitio, pero sus codos formaron una hilera de escudos. Asustado, con los labios temblorosos, miré a mi hermana y sus ojos se cruzaron con los míos. De manera inconsciente, adiviné que ambos éramos especialmente vulnerables. Ella, dos años mayor que yo, iba a cumplir los quince, y por ende no podía utilizar todavía ninguna de las bazas de una mujer joven, al tiempo que había perdido las ventajas de la infancia que habrían podido enternecer a aquella multitud blindada. Lo mismo sucedía conmigo: a mis doce años y medio, no podía imponerme como esos jóvenes de catorce o de quince que esgrimen su agresiva irresponsabilidad de adolescentes.

Nos deslizamos a lo largo de la cola esperando que nos admitiera alguien, al menos unos metros más lejos del sitio perdido. Pero los cuerpos se apretaban a nuestro paso, y al poco nos encontramos fuera, en la nieve fundida. Pese a que una dependienta gritó: «¡Eh, los que están en la calle que no esperen, que no quedará para todos!», la gente seguía afluyendo.

Nos quedamos al final de la cola, hipnotizados por el poder anónimo de la multitud. Me asustaba alzar los ojos o moverme, y me temblaban las manos hundidas en los bolsillos. De pronto, como llegada de otro planeta, oí la voz de mi hermana —unas palabras teñidas de sonriente melancolía:

—¿Te acuerdas?: Bartavelles et ortolans truffés rótis, ortegas y hortelanos trufados y asados…

Se rió bajito.

Y yo, al mirar su pálido rostro, en cuyos ojos se reflejaba el cielo invernal, sentí que mis pulmones se llenaban de un aire totalmente nuevo —el de Cherburgo—, un aire poblado de un olor a bruma salada, de cantos húmedos en la playa y de gritos de gaviotas sobrevolando el infinito océano. Por un instante me quedé ciego. La cola avanzaba, empujándome lentamente hacia la puerta. Yo me dejaba llevar, sin abandonar ese instante de luz que se dilataba en mi interior.

Ortegas y hortelanos… Sonreí y lancé a mi hermana un discreto guiño. No, no nos sentíamos superiores a la gente que se apretujaba en la cola. Eramos como ellos, quizá vivíamos incluso más modestamente que muchos de ellos. Pertenecíamos todos a la misma clase: la de la gente que chapoteaba en la nieve pisoteada, en medio de una gran ciudad industrial, a la puerta de una tienda, esperando llenar sus bolsas con dos kilos de naranjas.

Y sin embargo, al oír las palabras mágicas, aprendidas en el banquete de Cherburgo, me sentí distinto a ellos. No por mi erudición (por entonces no tenía ni idea de qué aspecto tenían los famosos ortegas y hortelanos). Sencillamente, el instante que estaba viviendo —con sus luces brumosas y sus efluvios marinos— había relativizado cuanto nos rodeaba: esa ciudad y su aspecto tan estalinista, esa nerviosa espera y la obtusa violencia de la multitud. Toda esa gente que me había expulsado de la cola ya no me inspiraba ira, sino una extraña compasión: ellos no podían penetrar, entornando levemente los párpados, en ese día lleno de frescos aromas a algas, de gritos de gaviotas, de sol velado… Me entraron unas ganas tremendas de contárselo a todo el mundo. Pero ¿cómo hacerlo? Para ello necesitaba inventar una lengua inédita de la que por el momento sólo conocía los dos primeros vocablos: bartavelles et ortolans, ortegas y hortelanos…