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Neuilly-sur-Seine se reducía a una docena de casas de rollizo. Auténticas isbas con tejados cubiertos de delgadas traviesas plateadas por las intemperies invernales, ventanas embutidas en marcos de madera finamente cincelados, cercas en las que se secaba la ropa. Las jóvenes acarreaban, con ayuda de una pértiga, cubos llenos de agua de los que caían algunas gotas en el polvo de la calle principal. Los hombres cargaban pesados sacos de trigo en una telega. Un rebaño desfilaba, con perezosa lentitud, camino del establo. Oíamos el sordo tintineo de las esquilas, el canto ronco de un gallo. En el aire flotaban los gratos efluvios de un fuego de leña: el olor de la cena ya próxima.

Y es que nuestra abuela ya nos había dicho un día, hablando de su ciudad natal:

—Bueno, Neuilly por entonces era un simple pueblo…

Lo había dicho en francés, pero nosotros sólo conocíamos los pueblos rusos. En Rusia un pueblo es necesariamente un rosario de isbas —la misma palabra derevnia procede de derevo, «el árbol, la madera»—. La confusión duró tiempo pese a las aclaraciones de los relatos posteriores de Charlotte. Al oír el nombre de Neuilly, de inmediato se nos aparecía el pueblo, con sus casas de madera, su rebaño y su gallo. Y cuando Charlotte, al verano siguiente, nos habló por vez primera de un tal Marcel Proust, «por cierto, lo veíamos jugar al tenis en Neuilly, en el Boulevard Bineau», nos imaginábamos a aquel dandi de lánguidos ojazos (la abuela nos había enseñado la foto)… ¡en medio de las isbas!

La realidad rusa se transparentaba con frecuencia bajo la frágil pátina de nuestros vocablos franceses. El presidente de la República no escapaba a un toque estaliniano en el retrato que de él trazaba nuestra imaginación. Neuilly aparecía poblado de koljosianos. Y en el París que se liberaba lentamente de las aguas latía una emoción muy rusa: ese fugaz respiro tras un cataclismo histórico más, ese júbilo por haber concluido una guerra, por haber sobrevivido a sanguinarias represiones. Erramos por sus calles aún húmedas, cubiertas de arena y de fango. Los habitantes apilaban ante sus puertas muebles y ropas para que se secasen, como hacen los rusos a finales de un invierno que comienza a parecerles eterno.

Y luego, cuando París resplandeció de nuevo en el frescor de su aire primaveral, cuyos efluvios adivinábamos intuitivamente, un mágico convoy arrastrado por una locomotora enguirnaldada aminoró la marcha y se detuvo a las puertas de la ciudad, ante el pabellón de la estación de Ranelagh.

Un hombre joven vestido con una sencilla guerrera se apeó del tren y avanzó por la alfombra púrpura extendida a sus pies. Le acompañaba una mujer, también muy joven, con un vestido blanco y una boa de plumas. Un hombre de más edad, con traje de ceremonia, soberbio bigote y una hermosa banda azul cruzada en el pecho, se separó de un impresionante grupo congregado bajo el pórtico del pabellón y se dirigió al encuentro de la pareja. El suave viento acariciaba las orquídeas y los amarantos que adornaban las columnas, haciendo ondular las plumas del sombrero de terciopelo blanco que lucía la joven. Los dos hombres se estrecharon la mano…

El señor de la Atlántida emergida, el presidente Félix Faure, recibía al zar de todas las Rusias, Nicolás II, y a su esposa.

La pareja imperial, rodeada de la élite de la República, nos guiaba a través de París… Varios años más tarde nos enteraríamos de la auténtica cronología de tan augusta visita: Nicolás y Alejandra habían viajado allí no durante la primavera de 1910, después del diluvio, sino en octubre de 1896, es decir mucho antes del renacer de nuestra Atlántida francesa. Pero poco nos importaba ese dato real. Para nosotros sólo contaba la cronología de los largos relatos de nuestra abuela: un día, en el tiempo legendario en que éstos transcurrían, París emergía de las aguas, brillaba el sol, y en el mismo momento oíamos el lejano pitido del tren imperial. Este orden de los acontecimientos nos parecía tan legítimo como la aparición de Proust entre los campesinos de Neuilly.

El estrecho balcón de Charlotte planeaba en el aromático hálito de la llanura, en la linde de una ciudad dormida, escindida del mundo por la silenciosa eternidad de las estepas. Cada noche se asemejaba a un fabuloso matraz de alquimista en el que el pasado experimentaba una asombrosa transmutación. Los elementos de esa magia nos resultaban no menos misteriosos que los componentes de la piedra filosofal. Charlotte desplegaba un viejo periódico, lo acercaba a la lámpara de pantalla color turquesa y nos leía el menú del banquete celebrado en honor de los soberanos rusos a su llegada a Cherburgo:

Potage

Bisque de crevettes

Cassolettes Pompadour

Truite de la Loire braisée au sauternes

Filet de Pré-Salé aux cèpes

Cailles de vigne à la Lucullus

Poulardes du Mans, Cambacérès

Granités au Lunel

Punche à la romaine

Bartavelles et ortolans truffés rôtis

Pâté de foie gras de Nancy

Salade

Asperges en branches sauce mousseline

Glaces Succès

Dessert[1]

¿Cómo podíamos descifrar tan cabalísticas fórmulas? ¡Bartavelles et ortolans! ¡Cailles de vigne à la Lucullus! Nuestra abuela, comprensiva, buscaba equivalentes citándonos productos, muy rudimentarios, que todavía se encontraban en las tiendas de Saranza. Nosotros paladeábamos fascinados esos manjares fabulosos realzados por el brumoso frescor del océano (¡Cherburgo!), pero había que partir ya en pos del zar.

Al igual que él, cuando entramos en el palacio del Elíseo nos dejó sobrecogidos el espectáculo de aquella masa de fracs negros que se petrificaron a su llegada: ¡pensar que eran más de doscientos senadores y trescientos diputados! (Los mismos que apenas unos días atrás, según nuestra cronología, acudían a la sesión de la Asamblea en barca…). La voz de nuestra abuela, siempre sosegada y un tanto soñadora, cobró en ese momento un timbre dramático:

—Como podéis imaginar, allí se encontraron frente a frente dos mundos contrapuestos. Mirad la foto; lástima que el periódico lleve tanto tiempo doblado… ¡Sí, el zar, un monarca absoluto, reunido con los representantes del pueblo francés, los representantes de la democracia!…

A nosotros se nos ocultaba el sentido profundo de esa confrontación. Pero distinguíamos ya, entre las quinientas miradas fijas en el zar, aquellas que, sin ser malévolas, se negaban a participar del entusiasmo general, y que, sobre todo, en virtud de esa misteriosa «democracia», podían permitírselo. Pero nos consternaba tamaña indiferencia. Escrutábamos las jerarquías entre los fracs negros para descubrir potenciales aguafiestas. ¡El presidente debería haberlos expulsado echándolos de la escalinata del Elíseo!

La noche siguiente, la lámpara de nuestra abuela se encendió de nuevo en el balcón. Vimos en sus manos las páginas de unos periódicos que acababa de sacar de la maleta siberiana. Habló, y el balcón se separó lentamente de la pared y planeó hundiéndose en la fragante oscuridad de la estepa.

… Nicolás estaba sentado a la mesa de honor, guarnecida con magníficas guirnaldas de mediolla. Llegaba a sus oídos tan pronto una amable réplica de Madame Faure, sentada a su derecha, como la suave voz de barítono del presidente dirigiéndose a la emperatriz. Los destellos de la cristalería y el espejeo de la plata maciza deslumbraban a los comensales… A los postres, el presidente se levantó y, alzando la copa, declaró:

—La presencia de Vuestra Majestad entre nosotros ha sellado, ante las aclamaciones de todo un pueblo, los vínculos que ligan a ambos países en una armoniosa actividad y en una mutua confianza en sus destinos. La alianza entre un poderoso imperio y una laboriosa república… Fortalecida por una acreditada fidelidad… Erigiéndome en intérprete de toda una nación, renuevo ante Vuestra Majestad… Por la grandeza de su reino… Por la felicidad de Su Majestad la Emperatriz… Alzo la copa en honor de Su Majestad el Emperador Nicolás y de Su Majestad Alejandra Fiodorovna.

La orquesta de la guardia republicana atacó el himno ruso… Y por la noche, la gran gala en la Opera fue apoteósica.

La pareja imperial subió la escalera, precedida de dos lacayos con candelabros. Parecían avanzar por entre una cascada viviente: las curvas blancas de los hombros femeninos, las flores abiertas en los corpiños, el fragante esplendor de los tocados, el refulgir de las joyas en las carnes desnudas, todo ello destacando sobre el fondo de los uniformes y los fracs. El poderoso grito de «¡Viva el Emperador!» elevaba con sus ecos el majestuoso techo, hasta fundirlo con el cielo… Cuando al finalizar el espectáculo la orquesta atacó la Marsellesa, el zar se volvió hacia el presidente de la República y le tendió la mano.

Mi abuela apagó la lámpara y permanecimos unos minutos sumidos en la oscuridad, los necesarios para que desaparecieran las mosquitas que buscaban una muerte luminosa bajo la pantalla. Paulatinamente, nuestros ojos empezaban a ver. Las estrellas volvieron a formar sus constelaciones. La Vía Láctea se impregnó de luminosidad. Y en una esquina de nuestro balcón, entre los tallos entremezclados de guisantes de olor, la bacante depuesta fijaba en nosotros su sonrisa de piedra.

Charlotte se detuvo en el umbral de la puerta y suspiró dulcemente:

—Veréis, esa Marsellesa, en realidad, era simplemente una marcha militar. Algo similar a los cantos de la Revolución rusa. Durante periodos como ése, a nadie le asusta la sangre… —Entonces penetró en la habitación y desde allí la oímos recitar unos versos a media voz, cual extraña letanía del pasado—:… l’étendard sanglant est levé… Qu’un sang impur abreuve nos sillons

Aguardamos a que el eco de estas palabras se fundiese con la oscuridad, y exclamamos ambos a un tiempo:

—¿Y Nicolás? ¿Sabía el zar de qué hablaba la canción?

La Francia-Atlántida poseía una gran gama de sonidos, colores, fragancias. Tras los pasos de nuestros guías, descubríamos los diferentes tonos que componían la misteriosa esencia francesa.

El Elíseo se nos mostró en el esplendor de sus arañas y el centelleo de sus espejos. La Opera deslumbraba con la desnudez de los hombros femeninos, nos embriagaba con el perfume que exhalaban los espléndidos tocados. Notre-Dame nos produjo una sensación de piedra fría bajo un cielo tumultuoso. Sí, casi podíamos tocar aquellos ásperos y porosos muros: una gigantesca roca, cincelada, según nos parecía, por la ingeniosa erosión de los siglos…

Estas facetas sensibles trazaban los contornos aún vagos del universo francés. El continente emergido se poblaba de cosas y de seres. La emperatriz se arrodillaba en un enigmático «reclinatorio» que no evocaba para nosotros ninguna realidad conocida. «Es como una silla con las patas cortadas», explicaba Charlotte, y la imagen del mueble mutilado nos dejaba suspensos. Al igual que Nicolás, reprimimos las ganas de tocar el manto de púrpura que cubriera a Napoleón el día de su coronación. Necesitábamos ese tacto sacrilego. El universo en gestación carecía aún de materialidad. En la Sainte-Chapelle, nos suscitó ese deseo la rugosa textura de un vetusto pergamino; Charlotte nos explicó que esas largas cartas las habían escrito de su puño y letra, un milenio atrás, una reina de Francia y una mujer rusa, Anna Iaroslavna, esposa de Enrique I.

Pero lo más apasionante fue ver cómo la Atlántida se edificaba ante nuestros ojos. Nicolás cogió una llana de oro y extendió el mortero sobre un gran bloque de granito: la primera piedra del puente Alejandro III… Luego alargó la llana a Félix Faure: «¡Tenga usted, señor Presidente!». Y el viento, que en esos momentos hacía cabrillear las aguas del Sena, se llevaba las palabras que voceaba el ministro de Comercio, tratando de hacerse oír entre el restallar de las banderas:

—¡Sire! Francia ha querido dedicar a la memoria de Vuestro Augusto Padre uno de los grandes monumentos de su capital. En nombre del Gobierno de la República, ruego a Vuestra Majestad Imperial se digne consagrar este homenaje colocando, con el presidente de la República, la primera piedra del puente Alejandro III, que enlazará París con la exposición de 1900, dispensando así a la magna obra, fruto de civilización y de paz, la alta aprobación de Vuestra Majestad y el gracioso patronazgo de la emperatriz.

No bien el presidente asestó dos golpes simbólicos en el bloque de granito, se produjo algo inaudito. ¡Un individuo que no formaba parte del séquito imperial ni del grupo de notables franceses se dirigió a la pareja de soberanos, tuteó al zar y, con soltura muy mundana, besó la mano de la zarina! Mi hermana y yo contuvimos la respiración, pasmados ante tamaño descaro…

La escena fue perfilándose poco a poco. Las palabras del intruso cobraron sentido, sorteando la lejanía del pasado y las lagunas de nuestro francés. Nosotros, febrilmente, captábamos su eco:

Très illustre Empereur, fils d’Alexandre Trois!

La France, por fêter ta grande bienvenue,

Dans la langue des Dieux par ma voix te salue,

Car le poète seul peut tutoyer les rois.[2]

Lanzamos un «uf» de alivio. El insolente importuno no era otro que el poeta de cuyo nombre nos informó Charlotte: ¡José María de Heredia!

Et Vous, qui près de lui, Madame, à cette fête

Pouviez seule donner la suprime beauté,

Souffrez que je salue en Votre Majesté

La divine douceur dont votre gráce est faite![3]

La cadencia de las estrofas nos embriagó. La resonancia de las rimas casaba a nuestros oídos palabras muy dispares: fleuve - neuve - or - encor… Sentíamos que sólo con esos artificios verbales podía expresarse el exotismo de nuestra Atlántida francesa:

Voici Paris! Pour vous les acclamations

Montent de la cité ríante et pavoisée

Qui, partout, aux palais comme à l’humble croisée,

Unit les trois couleurs de nos deux nations…

Sous les peupliers d’or, la Seine aux belles rives

Vous porte la rumeur de son peuple joyeux,

Nobles Hótes, vers vous les coeurs suivent les yeux,

La France vous salue avec ses forces vives!

La Forcé accomplira les travaux éclatants

De la Paix, et ce pont jetant une arche immense

Du siècle qui finit à celui qui commence,

Est fait pour relier les peuples et les temps…

Sur la berge historique avant que de descendre

Si ton généreux coeur aux coeurs français répond,

Médite gravement, rêve devant ce pont,

La France le consacre à ton père Alexandre.

Tel que ton père fut, sois fort et sois humain

Garde au fourreau l’épée illustrement trempée,

Et guerrier pacifique appuyé sur l’épée,

Tsar, regarde tourner le globe dans ta main.

Le geste impérial en maintient l’equilibre,

Ton bras doublement fort n’en est point fatigué,

Car Alexandre, avec l’Empire, t’a legué

L’honneur d’avoir conquis Tamour d’un peuple libre.[4]

«El honor de haber conquistado el amor de un pueblo libre», esas palabras, que al principio estuvieron a punto de pasar desapercibidas en el melodioso fluir de los versos, nos sorprendieron. Los franceses, un pueblo libre… Ahora comprendíamos por qué se había atrevido el poeta a dar consejos al señor del imperio más poderoso del mundo. Y por qué constituía un honor ser amado por aquellos ciudadanos libres. Esa libertad, aquella noche, en medio del aire sofocante de las estepas nocturnas, nos pareció como una bocanada áspera y fresca del viento que agitaba el Sena, y llenó nuestros pulmones con un soplo embriagador y un poco enloquecido…

Más adelante, sabríamos calibrar la ampulosa pesadez del poema. Aquella noche, sin embargo, su énfasis de circunstancias no nos impidió atisbar en sus estrofas ese «no sé qué francés» que por el momento no tenía nombre. ¿El ingenio francés? ¿La cortesía francesa? Todavía éramos incapaces de formularlo.

A todas éstas, el poeta se volvió hacia el Sena y alargó la mano para señalar, en la otra orilla, la cúpula de Les Invalides. Su discurso rimado tocaba ahora un punto muy doloroso del pasado franco-ruso: Napoleón, Moscú en llamas, Bereziná… Angustiados, mordiéndonos los labios, acechábamos su voz en tan peligrosísimo lugar. El rostro del zar se tornó grave. Alejandra bajó los ojos. ¿No hubiera sido mejor omitir aquello, guardar las apariencias y pasar directamente de Pedro el Grande a la Entente cordial?

Pero Heredia parecía incluso alzar la voz:

Et sur le ciel, au loin, ce Dôme éblouissant

Garde encor des béros de l’époque lointaine

Où Russes et Français en un tournoi sans haine,

Prévoyant l’avenir, mêlaient déjà leur sang.[5]

Nosotros, atónitos, nos preguntábamos sin cesar: «¿Por qué aborrecemos hasta ese punto a los alemanes, y recordamos la agresión teutona de hace siete siglos, en tiempos de Alexander Nevski, tanto como la última guerra? ¿Por qué somos incapaces de olvidar las exacciones de los invasores polacos y suecos, que se remontan a tres siglos y medio atrás? Por no hablar de los tártaros… ¿Y por qué el recuerdo de la terrible catástrofe de 1812 no ha empañado la fama de los franceses entre los rusos? Tal vez se debiera precisamente a la elegancia verbal de ese “torneo sin odio”».

Pero donde ese «no sé qué francés» se encarnó sobre todo fue en la presencia de una mujer. Ahí estaba Alejandra, concentrando sobre su persona una atención discreta, saludada en cada discurso de modo bastante menos grandilocuente que su esposo, si bien mucho más cortés. E incluso entre las paredes de la Academia Francesa, donde nos sofocó el olor de los viejos muebles y los gruesos volúmenes polvorientos, ese «no sé qué» permitió a Alejandra seguir siendo mujer. Sí, lo era aun en medio de aquellos ancianos que adivinábamos gruñones, pedantes y también un poco sordos, porque tenían las orejas llenas de pelos. Uno de ellos, el director, se levantó y, con expresión desabrida, declaró abierta la sesión. Luego enmudeció como para poner en orden sus ideas, que —no lo dudábamos— no tardarían en hacer sentir a la audiencia la dureza de sus sillones de madera. El olor a polvo se hacía más denso. De pronto el anciano director irguió la cabeza y, con una chispa de malicia en los ojos, habló:

—¡Sire, Señora! Hace cerca de doscientos años, Pedro el Grande se presentó un día, de improviso, en el lugar donde se reunían los miembros de esta Academia y se interesó por sus trabajos… Vuestra Majestad hace hoy mucho más: suma un honor a otro honor no viniendo solo. —Volviéndose hacia la Emperatriz, prosiguió—: Vuestra presencia, Señora, aportará a nuestras graves sesiones algo en extremo inusual: el encanto.

Nicolás y Alejandra intercambiaron una rápida mirada. Y el orador, como presintiendo que había llegado el momento de evocar lo esencial, intensificó el timbre de la voz para preguntarse de manera harto retórica:

—¿Se me permitirá decirlo? Este testimonio de simpatía va dirigido no sólo a la Academia, sino a nuestra propia lengua nacional…, que no es para vos una lengua extranjera, y en ello se echa de ver como un deseo de entrar en más íntima comunicación con el gusto y el espíritu franceses…

«¡Nuestra lengua!». Mi hermana y yo nos miramos por encima de las hojas que leía la abuela y a ambos se nos hizo la luz: «… que no es para vos una lengua extranjera». ¡Luego ésa era la clave de nuestra Atlántida! La lengua, esa misteriosa materia, invisible y omnipresente, que alcanzaba con su esencia sonora cada rincón del universo que estábamos explorando. Esa lengua que modelaba a los hombres, que esculpía los objetos, rutilaba en los versos, rugía en las calles invadidas por las multitudes y arrancaba una sonrisa a una zarina llegada del otro extremo del mundo… Pero que, sobre todo, palpitaba en nosotros, cual fabuloso injerto en nuestros corazones, cubierto ya de hojas y de flores, portando en sí el fruto de toda una civilización. Sí, ese injerto, la lengua francesa.

Y merced a esa rama abierta en nosotros penetramos, por la noche, en el palco de la Comédie Française, especialmente acondicionado para recibir a la pareja imperial. Desplegamos el programa: Un capricho de Musset, fragmentos de El Cid y el tercer acto de Las mujeres sabias. No habíamos leído ninguna de esas obras por aquel entonces, pero un leve cambio en la entonación de Charlotte nos permitió adivinar la importancia de aquellos títulos para los habitantes de la Atlántida.

Se alzó el telón. Toda la compañía se hallaba en el escenario, ataviada con trajes de ceremonia. El de más edad avanzó, se inclinó y habló de un país que no reconocimos de inmediato:

Il est un beau pays aussi vaste qu’un monde

Où Vhorizon lointain semble ne pas finir.

Un pays à l’âme féconde,

Tres grand dans le passé, plus grand dans l’avenir.

Blond du blond des épis, blanc du blanc de la neige,

Ses fils, chefs ou soldats, y marchent d’un pied sûr.

Que le sort clément le protège,

Avec ses moissons d’or sur un sol vierge et pur![6]

Por primera vez en mi vida miraba a mi país desde el exterior, de lejos, como si yo ya no perteneciera a él. Catapultado a una gran capital europea, me volví para contemplar la inmensidad de los campos de trigo y de las nevadas llanuras bajo la luz de la luna. ¡Veía a Rusia en francés! Me hallaba en otro lugar, fuera de mi vida rusa. Y tan aguda era esa ruptura, y a la par tan estimulante, que tuve que cerrar los ojos. Me daba miedo no poder volver a la realidad, quedarme para siempre en aquella noche parisiense. Aspiré profundamente, apretando los párpados. El cálido viento de la estepa nocturna soplaba de nuevo sobre mí.

Aquel día, decidí robarle su magia. Quise adelantarme a Charlotte, entrar antes que ella en la ciudad en fiestas, unirme al séquito del zar sin el halo hipnótico de la pantalla color turquesa.

Era un día silencioso, gris; un día de verano, incoloro y triste, de esos que, curiosamente, permanecen grabados en la memoria. El aire, que traía efluvios de tierra mojada, hinchaba los visillos blancos de la ventana abierta; la tela se animaba, cobraba volumen y volvía a caer dejando entrar en la estancia a un ser invisible.

Feliz de mi soledad, llevé a cabo mi plan. Saqué la maleta siberiana y la coloqué sobre la alfombra, junto a la cama. Los cierres produjeron el leve chasquido que aguardábamos cada noche. Levanté la tapa grande y me incliné sobre aquellos viejos papeles cual corsario sobre el tesoro de un cofre…

En los montones superiores, reconocí algunas fotos, volví a ver al zar y a la zarina delante del Panteón y a orillas del Sena. Pero lo que yo buscaba estaba más al fondo, en aquella masa compacta y ennegrecida de los caracteres de imprenta. Separé, como un arqueólogo, una capa tras otra. Nicolás y Alejandra aparecieron en lugares que me eran desconocidos. Una nueva capa, y los perdí de vista. Divisé entonces largos acorazados en un mar liso, aeroplanos de alas cortas, ridículas, y soldados en las trincheras. Intentando seguir el rastro de la pareja imperial, empecé a revolver al buen tuntún, mezclando los recortes. El zar reapareció un instante, a caballo, con un icono en las manos, ante una hilera de soldados de infantería hincados de rodillas… Le noté el rostro envejecido, sombrío. Yo lo quería de nuevo joven, en compañía de la hermosa Alejandra, aclamado por la multitud, glorificado por las entusiastas estrofas.

Por fin, en el fondo de la maleta, di con su rastro. Los grandes titulares no dejaban lugar a dudas: ¡GLORIA A RUSIA! Desplegué la hoja en mis rodillas, como hacía Charlotte, y comencé a leer lentamente estos versos a media voz:

Oh! grand Dieu, quelle bonne nouvelle,

Quelle joie fait vibrer tous nos coeurs,

Voir crouler enfin la citadelle

l’esclave gémit de douleur!

Voir un peuple relever la tête,

Et du droit porter le flambeau!

Ami, n’est-ce pas un grand jour de fête,

Sur nos alais faites hisser les drapeaux![7]

No me detuve hasta llegar al estribillo, asaltado por una duda: «¿Gloria a Rusia?». Pero ¿dónde está el país rubio como las espigas, blanco como la nieve, ese país de alma fecunda? ¿Y qué pinta aquí ese esclavo que gime de dolor? ¿Y quién es ese tirano cuya caída se celebra?

Desconcertado, comencé a leer el estribillo:

Salut, salut à vous,

Peuple et soldats de la Russie!

Salut, salut à vous

Car vous sauvez votre Patrie!

Salut, gloire et honneur

A la Douma qui, souveraine,

Va, demain, pour votre bonheur

A tout jamáis briser vos châines.[8]

De pronto, divisé unos gruesos titulares que destacaban sobre los versos:

ABDICACIÓN DE NICOLAS II. LA REVOLUCIÓN: EL 89 RUSO. RUSIA DESCUBRE LA LIBERTAD. KERENSKI, EL DANTON RUSO. LA TOMA DE LA PRISIÓN PEDRO Y PABLO, LA BASTILLA RUSA. EL FIN DEL RÉGIMEN AUTOCRÁTICO…

La mayoría de estas palabras no me decían nada. Pero comprendí lo esencial: Nicolás había dejado de ser zar y la noticia de su caída provocaba una explosión de delirante alegría entre quienes, sólo unos días antes, le aclamaban deseándole un largo y próspero reinado. Recordaba muy bien los versos de Heredia, cuyo eco resonaba todavía en nuestro balcón:

Oui, ton Père a lié d’un lien fraternel

La France et la Russie en la même espérance,

Tsar, écoute aujourd’hui la Russie et la France

Bénir, avec le tien, le saint nom paternel![9]

Se me antojaba inconcebible semejante cambio. No podía creer que se hubiera cometido una traición tan abyecta. ¡Y menos aún por parte de un presidente de la República!

Oí cerrarse la puerta de entrada. Recogí apresuradamente todos los papeles, cerré la maleta y la empujé bajo la cama.

Por la noche llovía, y Charlotte encendió la lámpara del interior. Nos acomodamos junto a ella, como en nuestras veladas en el balcón. Mientras escuchaba su relato (Nicolás y Alejandra aplaudían la representación de El Cid desde su palco), yo observaba sus rostros con desengañada tristeza, pues había entrevisto el futuro, y ese conocimiento pesaba mucho en mi corazón de niño.

«¿Dónde está la verdad?», me preguntaba, atendiendo distraídamente a la historia (los soberanos se levantan, el público se vuelve para ovacionarlos). «Esos mismos espectadores no tardarán en maldecirlos. ¡Nada quedará de tan mágicos días! Nada…».

Ese final, que me había visto condenado a conocer de antemano, me pareció de repente tan absurdo e injusto, sobre todo en plena fiesta, en medio de la luminaria de la Comédie Française, que prorrumpí en sollozos y, arrojando hacia atrás el taburete en que estaba sentado, me escabullí a la cocina. Nunca había llorado así. Rechacé rabioso las manos de mi hermana, que intentaba consolarme. (¡Le reprochaba tanto que ella no supiera aún nada!). Entre lágrimas, gritaba con desespero:

—¡Todo es falso! ¡Traidores, más que traidores! Ese mentiroso de bigote… ¡Un presidente, qué increíble! Mentiras…

No sé si Charlotte había adivinado las causas de mi zozobra (sin duda había advertido el desorden que había organizado al hurgar en la maleta siberiana, quizás incluso se había topado con la página fatídica). El caso es que, conmovida por tan inesperado acceso de llanto, vino a sentarse a mi cama y, buscando mi mano en la oscuridad, deslizó en ella una piedrecilla áspera. La apreté en mi mano. Sin abrir los ojos, reconocí por el tacto el «Verdún». En lo sucesivo, me pertenecía.