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—¡Hasta el presidente de la República se vio obligado a tomar comidas frías!

Era el primerísimo comentario que resonó en la capital de nuestra Francia-Atlántida. Imaginábamos a un venerable anciano —que conjugaba en sus rasgos la noble prestancia de nuestro bisabuelo Norbert y la solemnidad faraónica de un Stalin—, un anciano de barba cana, sentado ante una mesa tristemente alumbrada con una vela.

La noticia la había traído aquel hombre de unos cuarenta años, mirada vivaz y aspecto decidido, que aparecía en los álbumes más antiguos de nuestra abuela. Arrimando la barca a la pared de una casa, izaba una escalera y trepaba hasta una de las ventanas del primer piso. Era Vincent, tío de Charlotte y periodista del Excelsior. Desde que comenzara el diluvio, recorría las calles de la capital en busca del acontecimiento del día. Las comidas frías del presidente eran uno de esos acontecimientos. Y desde la barca de Vincent se había tomado la pasmosa foto que contemplábamos en un recorte de periódico amarillento: tres hombres en una precaria embarcación cruzando una amplia extensión de agua jalonada de edificios. El pie de la foto rezaba: «Los señores diputados dirigiéndose a la sesión de la Asamblea Nacional»…

Vincent, tras encaramarse al antepecho de la ventana, saltaba a los brazos de su hermana Albertine y de Charlotte, que se alojaban en su casa durante su estancia en París… La Atlántida, silenciosa hasta entonces, se llenaba de sonidos, de emociones, de palabras. Cada noche, los relatos de nuestra abuela iluminaban algún nuevo fragmento de ese universo sepultado por el tiempo.

Y también, aquel tesoro oculto. La maleta llena de viejos papeles que, cuando nos aventurábamos bajo la gran cama de la habitación de Charlotte, nos inquietaba por su masa obtusa. Abríamos las cerraduras, levantábamos la tapa y… ¡cuántos papelajos! La vida adulta, exhalando todo su hastío y su inquietante seriedad, nos cortaba la respiración con su olor a polvo y a cerrado… ¿Podíamos siquiera imaginar que nuestra abuela, en medio de aquellos vetustos periódicos, de aquellas cartas que ostentaban inimaginables fechas, encontraría para enseñárnosla la foto de los tres diputados en su barca?

… Fue Vincent quien transmitió a Charlotte la afición a esas ilustraciones periodísticas y la incitó a coleccionarlas recortando en los diarios esos efímeros reflejos de la realidad. Con el tiempo —debía de pensar Vincent—, cobrarían otro relieve, al igual que esos objetos de plata teñidos por la pátina de los siglos.

Durante una de aquellas veladas en las que el fragante hálito de las estepas lo llenaba todo, la réplica de un transeúnte, bajo nuestro balcón, nos sacó de nuestras ensoñaciones.

—Que sí, te lo juro, que lo han dicho en la radio: ¡ha salido al espacio!

Y otra voz, dubitativa, contestaba alejándose:

—¿Me tomas por idiota, o qué? «Que ha salido…».

¡Pero si ahí arriba no hay nada adonde se pueda salir! Es como saltar de un avión sin paracaídas…

Esta discusión nos devolvió a la realidad. En torno a nosotros se extendía el enorme imperio, que se lanzaba con especial orgullo a la exploración del insondable cielo que se erguía sobre nuestras cabezas. El imperio y su temible ejército, sus rompehielos atómicos que destripaban el Polo Norte, sus fábricas, que no tardarían en producir más acero que todos los países del mundo juntos, sus campos de trigo que ondulaban desde el mar Negro hasta el Pacífico… Y esa estepa sin límites.

Y en nuestro balcón, una francesa nos hablaba de la barca que cruzaba una gran ciudad inundada y se arrimaba a la pared de un edificio… Reaccionamos, tratando de comprender dónde estábamos. ¿Aquí? ¿Allá? En nuestros oídos se apagaba el susurro de las olas.

No, no era la primera vez que experimentábamos tal desdoblamiento. Vivir con nuestra abuela implicaba ya sentirse en otro lugar. Cuando la abuela cruzaba el patio, nunca iba a sentarse en el banco de las babuchkas, esa institución sin la que resulta impensable un patio ruso. Ello no quitaba para que las saludara muy amistosamente, preguntara por una de ellas si llevaba varios días sin verla, o les hiciera algún pequeño favor, explicándoles, por ejemplo, cómo quitarles a los lactarius salados ese regusto un poco ácido… Pero mientras les dirigía tan amables palabras, permanecía de pie. Y las viejas conversadoras del patio aceptaban esa disparidad. Todo el mundo comprendía que Charlotte no acababa de ser una babuchka rusa.

Eso no quería decir que viviera aislada del mundo o que tuviera algún prejuicio social. A veces, de niños, muy temprano, nos despertaba un grito sonoro que retumbaba en medio del patio.

—¡La leche!

Entre sueños, reconocíamos la voz y sobre todo la inimitable entonación de Avdotia, la lechera, que venía del pueblo vecino. Las amas de casa bajaban con sus lecheras y se dirigían hacia los dos enormes recipientes de aluminio que aquella vigorosa campesina cincuentona acarreaba de casa en casa. Un día me despertó su grito y no volví a dormirme… Oí cerrarse suavemente nuestra puerta y unas voces que penetraron en el comedor. Al poco, una de ellas susurró con placentero abandono:

—¡Ah, qué bien se está en tu casa, Chura! Es como si estuviera tumbada en una nube…

Intrigado por esas palabras, miré tras la cortina que separaba el comedor de nuestra habitación. Avdotia estaba echada en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz, los ojos entornados. Todo su cuerpo —desde los pies descalzos cubiertos de polvo hasta el cabello desparramado— se solazaba en un descanso profundo. Sus labios entreabiertos dibujaban una sonrisa distraída.

—¡Qué bien se está en tu casa, Chura! —repitió muy quedo, dirigiéndose a mi abuela con ese diminutivo que solía utilizar la gente para sustituir su insólito nombre.

Adiviné el cansancio de aquel corpachón femenino desplomado en medio del comedor. Comprendí que Avdotia sólo podía permitirse semejante abandono en casa de mi abuela. Sabía que allí nadie la regañaría ni lo interpretaría mal… Terminaba su extenuante ronda doblada bajo el peso de los enormes recipientes. Y cuando se acababa la última gota de leche, subía a casa de «Chura», con las piernas entumecidas y los brazos pesados. El suelo siempre limpio, desnudo, conservaba un grato frescor matinal. Avdotia entraba, saludaba a mi abuela y, tras quitarse sus botazas, se estiraba en el suelo. «Chura» le llevaba un vaso de agua, se sentaba a su lado en un pequeño taburete, y hablaban en voz baja hasta que Avdotia se veía con fuerzas para ponerse de nuevo en camino…

Aquel día, oí algunas de las palabras que mi abuela dirigía a la lechera mientras ésta permanecía postrada en su venturoso abandono. Las mujeres evocaron las faenas agrícolas, la cosecha de trigo sarraceno… Y me quedé perplejo al oír hablar a Charlotte de esa vida del campo con perfecto dominio de la materia. Pero sobre todo porque su ruso, siempre muy puro, muy delicado, no desentonaba en absoluto con la lengua desenfadada, ruda y gráfica de Avdotia. La conversación derivó también hacia el inevitable tema de la guerra: el marido de la lechera había muerto en el frente. Cosecha, trigo sarraceno, Stalingrado… ¡Y esa noche la abuela iba a hablarnos del París inundado o nos leería unas páginas de Héctor Malot! Noté que un pasado lejano, oscuro —un pasado ruso, en esta ocasión—, despertaba de las profundidades de su vida de antaño.

Avdotia se levantó, besó a mi abuela y reemprendió su camino, que la llevaba a través de los campos infinitos, bajo un sol de estepa, en una telega ahogada en el océano de espigadas hierbas y flores… Cuando salió de la estancia, la vi tocar con sus gruesos dedos de campesina, y con vacilante precaución, la fina estatuilla que reposaba sobre la cómoda de nuestro vestíbulo: una ninfa de cuerpo chorreante y envuelta en sinuosos tallos, esa figurita de comienzos de siglo, uno de los escasos vestigios del pasado milagrosamente preservados…

Por sorprendente que pueda parecer, gracias al borracho del pueblo, Gavrilych, pudimos entrever esa otra vida insólita que llevaba dentro nuestra abuela. Era Gavrilych un hombre de quien temíamos hasta su tambaleante figura cada vez que aparecía tras los álamos del patio. Un hombre que desafiaba a los milicianos interrumpiendo la circulación de la calle principal con el caprichoso zigzag de sus andares, un hombre que echaba pestes contra las autoridades y que, con sus atronadores juramentos, hacía temblar los cristales y barría a la hilera de babuchkas de su banco. Sin embargo, ese mismo Gavrilych, cuando se cruzaba con mi abuela, se detenía y, procurando contener el aliento cargado de vapores de vodka, balbucía con profundo respeto:

—¡Buenos días, Charlota Norbertovna!

Sí, era el único del vecindario que la llamaba por su nombre francés, si bien ligeramente rusificado. Pero además recordaba, no se sabía cómo ni desde cuándo, el nombre del padre de Charlotte, y creaba ese exótico patronímico —«Norbertovna»—, el súmmum de la cortesía y de la obsequiosidad en sus labios. Se le iluminaban los ojos turbios, su cuerpo de gigante recobraba un precario equilibrio, su cabeza esbozaba una serie de movimientos un poco desordenados, y obligaba a su lengua macerada en alcohol a ejecutar este número de acrobacia sonora:

—¿Sigue usted bien, Charlota Norbertovna?

Mi abuela le devolvía el saludo y hasta intercambiaba con Gavrilych unas palabras no carentes de implícitas intenciones educativas. El patio, en esos momentos, cobraba un aspecto muy singular: las babuchkas, expulsadas por la tempestuosa entrada en escena del borracho, se refugiaban en la escalinata de la casona de madera situada frente a nuestra casa, los niños se escondían tras los árboles, a las ventanas se asomaban rostros entre curiosos y asustados. Y en la palestra, nuestra abuela charlaba con un Gavrilych amansado. Éste, por lo demás, no tenía un pelo de tonto. Hacía tiempo que había comprendido que su función rebasaba la borrachera y el escándalo. Se sentía en cierto modo imprescindible para el bienestar psíquico del patio. Gavrilych se había convertido en un personaje, una figura original, una curiosidad: el portavoz del destino imprevisible, peregrino, tan caro a los corazones rusos. Y de repente se topaba con aquella francesa, con la apacible mirada de sus ojos grises, elegante pese a la sencillez de su vestido, delgada y tan distinta de las mujeres de su edad, de las babuchkas a quienes Gavrilych acababa de expulsar de su nido.

Un día, intentando decirle a Charlotte algo que no se redujera a un simple saludo, carraspeó, cubriéndose la boca con su manaza, y rezongó:

—Pues sí, Charlota Norbertovna, usted tan sola, aquí, en nuestras estepas…

Gracias a tan torpe frase pude imaginar (cosa que no había hecho hasta entonces) a mi abuela en nuestra ausencia, en invierno, sola en su habitación.

En Moscú o en Leningrado todo habría sido distinto. El abigarramiento humano de la gran ciudad habría difuminado la singularidad de Charlotte. Pero había recalado en aquella pequeña ciudad, Saranza, ideal para vivir días idénticos los unos a los otros. Su pasado seguía estando intensamente presente, como si lo hubiera vivido la víspera.

Tal era Saranza: petrificada, en el confín de las estepas, en un profundo pasmo frente al infinito que se abría ante sus puertas. Calles serpenteantes, polvorientas, que trepaban siempre colinas arriba, y cercados de madera sobre el verdor de los jardines. Sol, soñolientas perspectivas. Y transeúntes que asomaban por el extremo de una calle y parecían acercarse eternamente sin llegar nunca a nuestra altura.

La casa de mi abuela se hallaba en los aledaños de la ciudad, en el lugar llamado «el Calvero del Oeste»: esa coincidencia (Oeste-Europa-Francia) nos hacía mucha gracia. Era un edificio de tres plantas, construido en los años diez, que debía inaugurar, según el proyecto de un ambicioso gobernador, toda una avenida que ostentara la impronta del estilo moderno. Sí, el edificio era una lejana réplica de aquella moda de comienzos de siglo. Parecía como si todas las sinuosidades, perfiles y curvas de aquella arquitectura, tras brotar de su fuente europea, hubieran fluido, debilitadas, desvaídas, hasta penetrar en las profundidades de Rusia; y, bajo el gélido viento de las estepas, ese fluir se hubiera estancado en los extraños ojos de buey ovalados, en los tallos de rosal cincelados que ornaban las entradas de las casas… El proyecto del gobernador ilustrado había quedado en nada. La Revolución de Octubre cortó de raíz esas decadentes tendencias del arte burgués. Y el edificio —una estrecha franja de la avenida soñada— había pasado a ser único en su género. Además, tras numerosos retoques, tan sólo conservaba una sombra de su estilo inicial. Fue sobre todo la campaña oficial de lucha «contra los excesos arquitectónicos» (de la que fuimos testigos siendo muy niños) la que le asestó el golpe de gracia. Todo parecían «excesos»: los obreros arrancaron los tallos de los rosales, condenaron los ojos de buey… Y como siempre surgen personas que se aplican en poner excesivo celo a cuanto se les encomienda (gracias a ellas triunfan de verdad las campañas), el vecino de abajo se afanó en arrancar de la pared la broza arquitectónica más flagrante: dos bonitos rostros de bacantes que se sonreían melancólicamente a ambos lados del balcón de nuestra abuela. Para ello, se vio obligado a realizar arriesgadísimas maniobras, encaramado en el antepecho de su ventana con una larga herramienta de acero en la mano. Los dos rostros se desprendieron uno tras otro de la pared y fueron a parar al suelo. Uno de ellos se rompió en mil fragmentos tras estrellarse contra el asfalto; el otro, siguiendo una trayectoria diferente, se hundió en el tupido arriate de dalias, que amortiguó su caída. Por la noche, lo recuperamos y lo trasladamos a casa. A partir de entonces, durante nuestras largas veladas veraniegas en el balcón, aquel rostro de piedra nos contemplaba con su mustia sonrisa y sus tiernos ojos desde las macetas floridas, y parecía escuchar los relatos de Charlotte.

Al otro lado del patio, cubierto por el follaje de tilos y chopos, se erguía una casona de madera de dos pisos, de oscuros y recelosos ventanucos, renegrida por el paso de los años. Ese tipo de construcción, y otros similares, era lo que quería eclipsar el gobernador con la grácil luminosidad del estilo moderno. En aquella casona, que se remontaba a dos siglos atrás, vivían las babuchkas más folklóricas, directamente surgidas de los cuentos, con sus gruesos chales, sus rostros mortalmente lívidos, sus manos huesudas, casi azules, posadas en las rodillas. Siempre que penetrábamos en aquella oscura morada, se me pegaba a la garganta el olor áspero, denso, pero no del todo ingrato, que flotaba, estancado, en los atestados pasillos. Era el olor de la vida pretérita, tenebrosa y sumamente primitiva cuando se enfrenta a la muerte, el nacimiento, el amor, el dolor. Una suerte de clima opresivo, pero lleno de una extraña vitalidad; comoquiera que fuera, el único que casaba con los habitantes de la enorme isba. El hálito ruso… En el interior, nos sorprendía el número y disimetría de las puertas, que se abrían a habitaciones sumidas en una humosa penumbra. Yo percibía, casi físicamente, la densidad carnal de los seres cuyas vidas allí se entremezclaban. Gavrilych vivía en el sótano, que compartía con tres familias. La angosta ventana de su habitación se hallaba a ras de suelo y, desde la primavera, la obstruían los hierbajos. Las babuchkas, sentadas en su banco a escasos metros, dirigían de cuando en cuando inquietas miradas hacia allí, pues no era raro ver aparecer entre esos tallos, por la ventana abierta, la ancha cara del «escandalizador». Su cabeza parecía brotar de la tierra. Pero durante esos instantes de contemplación, Gavrilych permanecía siempre tranquilo. Echaba el rostro hacia atrás como si quisiera contemplar el cielo y el refulgente crepúsculo en las ramas de los álamos… Un día en que nos aventuramos hasta el desván de la gran isba negra, bajo su tejado caldeado por el sol alzamos el pesado batiente de una buharda. En el horizonte, un aterrador incendio abrasaba la estepa; el humo no iba a tardar en eclipsar el sol…

La revolución, en definitiva, había conseguido una única innovación en aquel apacible rincón de Saranza: despojar de su cúpula a la iglesia, que se alzaba en uno de los extremos del patio. Habían eliminado también el iconostasio y lo habían sustituido por un gran lienzo de seda blanca; se trataba de una pantalla, confeccionada con las cortinas requisadas en uno de los pisos del edificio «decadente». El cine La Barricada se hallaba listo para recibir a los primeros espectadores…

Sí, nuestra abuela era esa mujer que podía hablar tranquilamente con Gavrilych, la mujer que se oponía a todas las campañas y que, un día, nos dijo con un guiño, refiriéndose a nuestro cine: «Esa iglesia decapitada…».

Y vimos elevarse por encima del achaparrado edificio (cuyo pasado ignorábamos) la esbelta silueta de un bulbo dorado y una cruz.

Esos pequeños detalles, mucho más que su indumentaria o su físico, nos revelaban la peculiaridad de Charlotte. Por lo que respecta al francés, lo considerábamos más bien nuestro dialecto familiar. Al fin y al cabo, cada familia tiene sus pequeñas manías verbales, sus tics lingüísticos, su argot íntimo, sus apodos, que jamás traspasan el umbral de una casa.

La imagen de nuestra abuela estaba tejida con esas anodinas rarezas: originalidad a los ojos de algunos, extravagancias para otros. Hasta el día en que descubrimos que una piedrecita cubierta de óxido podía perlar sus pestañas de lágrimas y que el francés, nuestra jerga doméstica, podía —por la magia de los sonidos— arrancar de las negras aguas tumultuosas una ciudad fantasmagórica y devolverla lentamente a la vida.

Aquella noche, Charlotte, de ser una señora de oscuros orígenes no rusos, pasó a ser mensajera de una Atlántida sepultada por el tiempo.