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Siendo aún niño, adiviné que esa sonrisa tan singular representaba para toda mujer una extraña pequeña victoria. Sí, un efímero desquite de todas las esperanzas frustradas, de la grosería de los hombres, de la escasez de cosas hermosas y auténticas en este mundo. De haber sabido expresarlo por aquel entonces, habría llamado a esa manera de sonreír «feminidad»… Pero mi lengua se ceñía a la sazón a palabras demasiado concretas. Me limitaba a contemplar los rostros femeninos en nuestros álbumes de fotos, y a atisbar esa chispa de belleza en algunos de ellos.

Porque aquellas mujeres sabían que, para salir guapas, tenían que pronunciar, unos minutos antes de que las cegase el fogonazo, esas misteriosas sílabas francesas cuyo significado pocas conocían: «petite-pomme…». Como por ensalmo, la boca, en vez de tensarse con festiva placidez o de crisparse en ansioso rictus, formaba un gracioso redondel. El rostro entero se metamorfoseaba. Las cejas se arqueaban levemente y se alargaba el óvalo de las mejillas. Decían «petite pomme», y la sombra de una lejana y soñadora dulzura velaba la mirada, afinaba los rasgos, teñía la foto con una luz tamizada de tiempos pretéritos.

Las más diversas mujeres se habían dejado conquistar por esa magia fotográfica. Como aquella pariente moscovita, por ejemplo, en la única foto en color de nuestros álbumes. Casada con un diplomático, hablaba sin despegar los dientes y suspiraba de hastío aun antes de escuchar a su interlocutor. Pero, en la foto, yo detectaba de inmediato el efecto de la «petite pomme».

Observé su aureola también en el rostro de aquella desangelada provinciana, una tía de la que poco se sabía y cuyo nombre era evocado únicamente para referirse a las mujeres que se habían quedado sin marido tras la hecatombe masculina de la última guerra. Incluso Glacha, la campesina de la familia, exhibía esa milagrosa sonrisa en las pocas fotos que nos quedaban de ella. Había, en fin, todo un enjambre de jóvenes primas que hinchaban los labios intentando mantener, durante unos interminables segundos de pose, el fugaz sortilegio francés. Murmurando su «petite pomme», mantenían la creencia de que la vida venidera estaría entretejida tan sólo de esos instantes tocados por la gracia…

De tarde en tarde, en ese desfile de miradas y rostros se cruzaba el de una mujer de rasgos regulares y finos, de grandes ojos grises. En los álbumes más antiguos, donde aparecía joven, su sonrisa se impregnaba del discreto encanto de la «petite pomme». Luego, con la edad, en los álbumes cada vez más recientes y próximos a nuestra época, esa expresión se difuminaba y se cubría de un velo de melancolía y simplicidad.

Esa mujer, esa francesa extraviada en la nevada inmensidad de Rusia, era la que había enseñado a las demás la palabra que las favorecía. Mi abuela materna… Había nacido en Francia a comienzos de siglo, en el seno del matrimonio formado por Norbert y Albertine Lemonnier. El misterio de la «petite pomme» fue probablemente el primer mito que nos fascinara en nuestra infancia. Y también una de las primeras palabras del idioma que mi madre llamaba en broma «tu lengua abuelomaterna».

Un día me topé con una foto que no hubiera debido ver… Pasaba las vacaciones en casa de mi abuela, en la ciudad próxima a la estepa rusa donde había recalado ella después de la guerra. Apuntaba un caluroso y lento crepúsculo de verano que bañaba las estancias de una luz malva. Esa iluminación un poco irreal se posaba en las fotos que yo examinaba ante una ventana abierta. Eran las más antiguas de nuestros álbumes. Las imágenes remontaban el cabo inmemorial de la revolución de 1917, resucitaban la época de los zares y, lo que es más, atravesando el sólido telón de acero de aquella época, me trasladaban tan pronto al pórtico de una catedral gótica como a las avenidas de un jardín cuya vegetación me dejaba perplejo por su infalible geometría. Me sumergía en la prehistoria de mi familia…

¡Y de pronto, esa foto!

La vi cuando, por pura curiosidad, abrí un sobre grande que encontré inserto entre la última página y la tapa del albúm. Era ese inevitable montón de fotos que no se consideran dignas de figurar en el áspero cartón de las hojas, paisajes que ya nadie acierta a identificar, rostros que no evocan afectos ni recuerdos. Ese montón del que, cada vez que cae en nuestras manos, decimos que habría que clasificar para decidir la suerte de esas almas en pena…

Allí, entre personas desconocidas y paisajes olvidados, la vi. Una joven cuya indumentaria contrastaba extrañamente con la elegancia de las figuras que se perfilaban en otras fotos. Vestía un chaquetón enguatado de un gris sucio y un chascás de hombre con las orejeras bajadas. Posaba estrechando contra su pecho a un bebé arrebujado en una manta de lana.

«¿Cómo pudo colarse», me preguntaba yo con estupor, «entre esos hombres de frac y esas mujeres con vestido de noche?». Y a su alrededor, en otras fotos, las majestuosas avenidas, las columnatas, las panorámicas mediterráneas. Su presencia resultaba anacrónica, fuera de lugar, inexplicable. Con ese aspecto sólo propio en nuestros días de las mujeres que en invierno se dedican a despejar los montones de nieve de las carreteras, parecía una intrusa que se hubiera inmiscuido en nuestro pasado familiar.

No había oído entrar a mi abuela, que posó la mano en mi hombro. Di un respingo y después, mostrándole la foto, le pregunté:

—¿Quién es esta mujer?

En los ojos invariablemente serenos de mi abuela asomó una breve chispa de espanto y, adoptando un tono casi de despego, contestó con otra pregunta:

—¿Qué mujer?

Callamos los dos, aguzando el oído. Por la habitación sonaba como un extraño aleteo. Mi abuela se volvió hacia lo que producía el ruido y exclamó con voz que me pareció alborozada:

—¡Una calavera! ¡Mira, una calavera!

Vi una gran mariposa parda, una esfinge crepuscular que se agitaba, intentando penetrar en la engañosa profundidad del espejo. Me precipité hacia ella con la mano tendida, presintiendo ya en la palma el cosquilleo de sus aterciopeladas alas… Reparé entonces en el tamaño poco habitual de la mariposa. Me acerqué y no pude contener un grito:

—¡Pero si son dos! ¡Son siamesas!

Las dos mariposas, en efecto, parecían pegadas entre sí. Y latían en sus cuerpos palpitaciones febriles. Para sorpresa mía, la doble esfinge no me prestaba la menor atención ni intentaba escabullirse. Antes de cogerla, pude ver las manchas blancas en su tórax: la famosa calavera.

No volvimos a hablar de la mujer de la chaqueta enguatada… Seguí con la mirada el vuelo de la esfinge ya libre; en el cielo, se escindió en dos mariposas, y comprendí, en la medida en que puede comprenderlo un niño de diez años, el porqué de tal unión. El desasosiego de mi abuela se me antojaba ahora lógico.

La captura de las esfinges acopladas me trajo a la mente dos recuerdos muy antiguos, los más misteriosos de mi infancia. El primero, que se remontaba a mis ocho años, se resumía en las palabras de una vieja canción que a veces mi abuela susurraba más que cantaba, sentada en su balcón, mientras, con la cabeza inclinada, remendaba el cuello o reforzaba los botones de una prenda. Los últimos versos de su canción, sobre todo, me dejaban como extasiado:

«… Y allí dormiríamos hasta el fin de los tiempos».

Ese prolongadísimo sueño compartido por dos enamorados rebasaba mi comprensión infantil. Yo ya sabía que cuando la gente moría (como aquella anciana vecina cuya desaparición me habían explicado tan bien aquel invierno) se dormía para siempre. ¿Como los amantes de la canción? El amor y la muerte se habían unido de esa extraña manera en mi joven cerebro. Y la melancólica belleza de la melodía contribuía a acrecentar esa turbación. El amor, la muerte, la belleza… Y ese cielo del atardecer, ese viento, ese olor de la estepa, los sentía como si, por obra de la canción, acabase de comenzar mi vida en aquel instante.

Me resultaba imposible ponerle una fecha al segundo recuerdo, que era lejanísimo. Ni siquiera había un «yo» preciso en su nebulosa, tan sólo una intensa sensación de luz, la aromática fragancia de las hierbas y esas líneas plateadas atravesando la densidad azulada del aire; muchos años más tarde las identificaría como telas de araña. Con todo, este recuerdo, inaprensible y confuso, me sería caro, pues llegué a convencerme de que se trataba de una reminiscencia prenatal. Sí, un eco que me venía de mi ascendencia francesa. Y en un relato de mi abuela hallaría todos los elementos de dicho recuerdo: el sol otoñal de su viaje a Provenza, el olor de los campos de lavanda y aun esas telas de araña ondulando en el aire embalsamado. Nunca me atrevería a hablarle de mi presciencia infantil.

El verano siguiente mi hermana y yo vimos llorar a nuestra abuela… Por vez primera en nuestra vida.

Mi abuela era para nosotros una suerte de justa y benévola divinidad, siempre equilibrada y de serenidad perfecta. Su historia personal, que desde hacía tiempo se había convertido en un mito, la situaba por encima de las tribulaciones de los simples mortales. No, no vimos ninguna lágrima. Tan sólo una dolorosa crispación en sus labios, pequeños temblores que le recorrían las mejillas, rápidos pestañeos…

Sentados en la alfombra cubierta de papeles arrugados, nos hallábamos inmersos en un juego apasionante: íbamos extrayendo unas piedrecitas de sus envoltorios blancos y las comparábamos: tan pronto aparecía un fragmento de cuarzo como un guijarro liso y agradable al tacto. En el papel había anotados nombres que nosotros, en nuestra ignorancia, interpretábamos como enigmáticas denominaciones mineralógicas: Fécamp, La Rochelle, Bayona… Dentro de uno de los envoltorios descubrimos incluso un fragmento ferroso y áspero, medio oxidado. Creímos leer el nombre del extraño metal: «Verdún»… Así pasaron por nuestras manos varias piezas de aquella colección. Cuando entró nuestra abuela, el juego ya se había animado. Nos disputábamos las piedras más bonitas, probábamos su dureza golpeándolas unas con otras, rompiéndolas en ocasiones. Las que se nos antojaban feas —como el «Verdún», por ejemplo— las arrojábamos por la ventana, a un arriate de dalias. Varios envoltorios quedaron destrozados…

La abuela se detuvo ante aquel campo de batalla sembrado de bultitos blancos. Alzamos los ojos. Fue entonces cuando las lágrimas parecieron asomar a sus ojos grises, lo justo para que su brillo se nos hiciese insoportable.

No, nuestra abuela no era una diosa impasible. También ella podía ser presa de una desazón, de un súbito desasosiego. ¡Ella, que tan serenamente avanzaba a nuestros ojos por el apacible curso de los días, también podía estar a punto de llorar alguna vez!

A partir de aquel verano, la vida de mi abuela me reveló facetas nuevas, inesperadas. Y sobre todo mucho más personales.

Antes, su pasado se resumía en unos cuantos talismanes, en algunas reliquias familiares, como ese abanico de seda que me recordaba a una fina hoja de arce, o como el famoso «bolsito del Pont-Neuf». Según se decía en nuestra familia, lo había encontrado en dicho puente Charlotte Lemonnier a la edad de cuatro años. La niña corría delante de su madre, cuando se detuvo bruscamente y exclamó: «¡Un bolso!». Y más de medio siglo después, su cristalina voz resonó, con debilitado eco, en una ciudad perdida en medio de las ilimitadas tierras rusas, bajo el sol de las estepas. En ese bolso, de piel de cerdo con incrustaciones de esmalte azul en el cierre, guardaba mi abuela su colección de piedras de antaño.

Ese viejo bolso, uno de los primeros detalles que recordaba de su vida, significaba para nosotros la génesis del mundo fabuloso de su memoria: París, el Pont-Neuf… Una sorprendente galaxia en gestación que dibujaba sus contornos aún difuminados ante nuestros fascinados ojos.

Había además, entre esos vestigios del pasado (recuerdo el placer con que acariciábamos los cantos dorados y lisos de los libros rosas: Mémoires d’un caniche, La soeur de Gribouille…), un testimonio todavía más remoto. Una foto, tomada ya en Siberia, en la que aparecían Albertine, Norbert y, delante de ellos, en un entorno muy artificial —como lo es siempre el mobiliario en el estudio de un fotógrafo—, encaramada a una especie de velador muy alto, Charlotte, a la edad de dos años, con un gorro adornado con encajes y un vestido de muñeca. Esa foto montada en cartulina gruesa, con el nombre del fotógrafo y las efigies de las medallas que le habían concedido, nos intrigaba sobremanera: «¿Qué tiene en común esa preciosa mujer de semblante puro y fino, aureolado de sedosos rizos, con ese anciano cuya barba blanca está dividida en dos rígidas trenzas que parecen los colmillos de una morsa?».

Sabíamos ya que el anciano, nuestro bisabuelo, tenía veintiséis años más que Albertine. «¡Es como si se hubiese casado con su propia hija!», me decía mi hermana, escandalizada. Semejante unión nos parecía ambigua, malsana. Todos nuestros libros escolares abundaban en historias sobre matrimonios entre una muchacha sin dote y un anciano rico, avaro, ávido de juventud. Hasta tal punto que no concebíamos que pudiera darse otra clase de alianza conyugal en la sociedad burguesa. Tratábamos de descubrir en los rasgos de Norbert alguna viciosa malignidad o una mueca de mal disimulada satisfacción. Pero su rostro era sencillo y franco como el de los intrépidos exploradores que aparecían en las ilustraciones de nuestros libros de Julio Verne. Por lo demás, ese viejo de larga barba blanca tan sólo contaba en aquel entonces cuarenta y ocho años…

Por su parte, Albertine, supuesta víctima de las costumbres burguesas, no tardaría en encontrarse en el borde resbaladizo de una tumba abierta en la que empezaban a caer las primeras paletadas de tierra. Se debatiría con tal violencia entre las manos que la retendrían, lanzaría tan desgarradores gritos, que incluso el fúnebre tropel de rusos que había acudido a aquel cementerio, en una lejana ciudad de Siberia, se quedaría estupefacto. Aunque habituadas a la trágica brillantez que caracteriza los funerales rusos, a las lágrimas torrenciales y a las lamentaciones patéticas, esas gentes se quedarían atónitas ante la torturada belleza de la joven francesa. Albertine se revolvería al pie de la tumba gritando en su sonora lengua: «¡Arrojadme a mí también! ¡Arrojadme a mí también!».

Un terrible plañido que resonaría durante mucho tiempo en nuestros oídos infantiles.

—Es que ella… a lo mejor le quería… —me dijo un día mi hermana, que era mayor que yo. Acto seguido, se ruborizó.

Pero en esa foto de principios de siglo, más que la insólita unión entre Norbert y Albertine, la que despertaba mi curiosidad era Charlotte. Sobre todo los deditos de sus pies descalzos. Por simple ironía del azar o por cierta involuntaria coquetería, los tenía rígidamente doblados hacia la planta del pie. Tan anodino detalle confería a la foto, en definitiva harto vulgar, un singular significado. Sin acertar a expresar mi pensamiento, me limitaba a repetir para mis adentros con voz soñadora: «Esa niña encaramada, quién sabe por qué, a un extraño velador, un día de verano desvanecido para siempre, el 22 de julio de 1905, en un rincón perdido de Siberia. Sí, esa diminuta francesa que celebra ese día sus dos años, esa niña que mira al fotógrafo y por un capricho inconsciente crispa los dedos de los pies increíblemente pequeños, permitiéndome así penetrar en ese día, percibir su ambiente, su época, su color…».

Y cerraba los ojos, a tal punto me parecía vertiginoso el misterio de esa presencia infantil.

La niña era… nuestra abuela. Sí, era ella, la mujer que vimos aquella noche agacharse y, en silencio, ponerse a recoger los fragmentos de piedras desparramadas por la alfombra. Petrificados y contritos, mi hermana y yo nos quedamos arrimados a la pared, sin osar balbucir una palabra de disculpa o ayudar a nuestra abuela a reunir los talismanes diseminados. Adivinábamos que sus ojos, que no veíamos, estaban nublados de lágrimas…

La noche de nuestro juego sacrilego no veíamos ya frente a nosotros al hada bondadosa de antaño, la que nos contaba el cuento de Barba Azul o la Bella Durmiente, sino a una mujer sensible y agraviada pese a su fortaleza de ánimo. Vivía ese momento de angustia en que de súbito el adulto se traiciona, deja traslucir su debilidad, se siente como un rey desnudo ante los ojos atentos del niño. El adulto recuerda entonces a un funámbulo que acaba de dar un paso en falso y a quien, durante unos segundos de desequilibrio, tan sólo sostiene la mirada del espectador, molesto a su vez por poseer ese poder inesperado…

Cerró el «bolso del Pont-Neuf», lo llevó a su habitación y nos llamó para que nos sentásemos a la mesa. Tras un silencio, comenzó a hablar con voz serena y sosegada, en francés, al tiempo que nos servía té con sus ademanes habituales:

—Entre las piedras que habéis tirado, había una que me gustaría mucho recuperar…

Y con ese mismo tono neutro, siempre en francés, aunque durante las comidas (por los amigos o los vecinos que solían presentarse sin avisar) hablábamos las más de las veces en ruso, nos contó el desfile de la Grande Armée y la historia de la piedrecita oscura llamada «Verdún». Apenas entendíamos lo que nos relataba, pero nos fascinó sobre todo su tono. ¡Nuestra abuela nos hablaba como a adultos! Nosotros tan sólo veíamos a un guapo oficial con bigote que se despegaba de la columna del desfile victorioso, se acercaba a una joven apretujada en medio de una multitud entusiasta y le ofrecía un pedacito de metal oscuro…

Después de cenar, inspeccioné, provisto de una linterna, el arriate de dalias de la parte delantera de la casa, pero no di con el «Verdún». Lo encontré a la mañana siguiente, en la acera: una piedrecilla ferrosa rodeada de colillas, cascos de botella y regueros de arena. En cuanto lo miré, pareció desgajarse de tan trivial vecindad, cual meteorito procedente de una desconocida galaxia y a punto de confundirse con el guijarro de una alameda…

Y así, adivinamos las lágrimas soterradas de nuestra abuela y presentimos el lugar que ocupaba en su corazón aquel lejano enamorado francés que precediera a nuestro abuelo Fiódor; sí, un apuesto oficial de la Grande Armée, el hombre que deslizara en la mano de Charlotte la rugosa esquirla del «Verdún». Tal descubrimiento nos llenaba de confusión. Nos sentimos ligados a nuestra abuela por un secreto al que no había tenido acceso ningún otro miembro de la familia. Tras las fechas y anécdotas de nuestra vida familiar, ahora oíamos surgir la vida en toda su dolorosa belleza.

Por la noche, nos reunimos con nuestra abuela en el balconcillo. Cuajado de flores, parecía suspendido sobre la cálida bruma de las estepas. Un sol cobrizo y ardiente acarició el horizonte, permaneció un rato indeciso y se esfumó con premura. Titilaron en el cielo las primeras estrellas. Con la brisa de la noche ascendieron hasta nosotros fuertes y penetrantes fragancias.

Guardábamos silencio. Aprovechando la última luz, nuestra abuela zurcía una blusa extendida sobre sus rodillas. Luego, cuando el aire se impregnó de tinieblas ultramarinas, alzó la cabeza, abandonando la labor, con la mirada perdida en la brumosa lejanía de la llanura. Sin atrevernos a romper su silencio, le dirigíamos de cuando en cuando miradas furtivas: ¿nos haría alguna nueva confidencia, todavía más secreta, o nos leería sin más, con la ayuda de la lámpara de pantalla color turquesa, algunas de las páginas de Daudet o de Julio Verne que solían acompañar nuestras largas veladas de verano? Estábamos pendientes, sin confesárnoslo, de su primera palabra, de la entonación con que la pronunciaría. En nuestra espera —el espectador atento al funámbulo— se entreveraban una curiosidad bastante cruel y un vago malestar. Nos daba la impresión de tender una trampa a aquella mujer, sola frente a nosotros.

Ella, sin embargo, no parecía advertir nuestra tensa presencia. Sus manos seguían inmóviles sobre sus rodillas, su mirada se fundía con la transparencia del cielo. Un asomo de sonrisa le iluminaba los labios…

Poco a poco nos abandonamos a ese silencio. Asomados a la barandilla, abríamos los ojos de par en par intentando abarcar el mayor retazo de cielo posible. El balcón oscilaba levemente, hurtándose a nuestros pies, comenzando a planear. El horizonte se acercó, como si nos abalanzáramos hacia él a través del hálito de la noche.

Encima de la línea del horizonte vislumbramos un pálido espejeo; semejaban pequeñas olas de lentejuelas en la superficie de un río. Incrédulos, escrutamos la oscuridad que invadía nuestro balcón volador. Sí, una masa de agua oscura refulgía en el fondo de las estepas, subía, difundía el áspero frescor de las grandes lluvias. Su manto parecía irradiar progresivamente una luz mate, invernal.

Veíamos ahora brotar de aquella fantástica marea las negras moles de los edificios, las agujas de las iglesias, los postes de los faroles… ¡Una ciudad! Gigante, armoniosa pese a las aguas que inundaban sus avenidas, una ciudad fantasma emergía ante nuestros ojos…

De pronto reparamos en que desde hacía ya un rato nos hablaba alguien. ¡Nos hablaba nuestra abuela!

—Por aquel entonces tendría yo casi vuestra edad. Era el invierno de 1910. El Sena se había convertido en un auténtico mar. Los parisienses circulaban en barca. Las calles parecían ríos; las plazas, grandes lagos. Y lo que más me sorprendía era el silencio…

Oíamos, en nuestro balcón, ese silencio soñoliento del París inundado. El chapotear de las olas al paso de una barca, una voz apagada en el extremo de una avenida sumergida.

La Francia de nuestra abuela surgía de las aguas cual brumosa Atlántida.