Prólogo
«… escuchad; hay un infierno en el buen universo de al lado. Vayamos».
Así escribía el poeta E. E. Cummings en su Tened piedad de esta bulliciosa, monstruosa inhumanidad.
Pudo no haber tenido en mente la ciencia ficción o a los escritores de relatos fantásticos cuando concibió estos versos. Pero pudo haber sido perfectamente al contrario. Los escritores de estos géneros enmarcan muy a menudo sus historias en universos que no conocemos, y que nunca conoceríamos… si ellos no nos condujeran allí. Por otra parte, Cummings pudo haber estado pensando que los escritores de ciencia ficción nos llevan normalmente a universos peores que el nuestro, si tal cosa es en verdad posible. De hecho son, con bastante frecuencia, universos que hacen que el nuestro parezca una casa de reposo. (Aunque las casas de reposo no suelen ser lugares muy agradables).
Los escritores de c-f representan el papel de Virgilio que conduce a su Dante (el lector) a través de distintos infiernos. Es decir, el universo de al lado es un Inferno. Es cierto. Todos queremos ir al cielo, pero no queremos leer acerca de él, a menos que vayamos en busca de un remedio para el insomnio. No ocurre gran cosa en el cielo, y la mayoría de los que allí están se aburren. El infierno es interesante, excitante. En el infierno las cosas se mueven con rapidez y con furia, y sus habitantes no saben si al minuto siguiente continuarán vivos o no.
Que esta descripción del infierno se parezca a la de la Tierra, es totalmente posible. Pero nuestros peligros nos son familiares, mientras que los de al lado no son más que quimeras. Nunca hemos topado con ellos y no sabemos cómo reaccionar ante ellos porque el entorno es extraño. Y tropezamos con entes, cosas y situaciones más allá de nuestra experiencia. En resumen: estamos en el bullicioso extramundo entre monstruos inhumanos.
Yo soy uno de los escritores que, en muchas de sus historias, ha situado a sus héroes y heroínas en el extra-mundo. Y los he metido en tales embrollos que ni siquiera, en el momento de arrojarlos, sabía cómo iban a salir de allí. Pero siempre he conseguido ingeniarme para encontrar una salida.
También he usado, en algunas de mis obras, personajes y entornos derivados de los pulps. Y tendría que añadir: derivados del espíritu de los pulps, de la aventura exótica.
He escrito otras muchas historias sin relación con los personajes y los entornos citados, pero las primeras han recibido mucha más atención. En parte, quizá, porque los personajes se han fusionado en un solo cuerpo. Es decir, han llegado a ser criaturas vivientes de un universo y a ser, entre ellos, verdaderos parientes de sangre. Al mismo tiempo, a pesar de estar inspirados en los pulps, están interrelacionados y en conexión genética con muchos personajes de los clásicos. Así, este universo de al lado es un universo nuevo: folletinesco y clásico a la vez, farmeriano.
Este, además de mi afición a las aventuras de extramundo, es el motivo por el que Byron Preiss me ha encomendado que edite y supervise la serie ha Torre Negra. Esta serie es una emulación del espíritu, ya no del contenido, del universo «farmeriano» de al lado, el folletinesco y clásico.
En primer lugar, empero, lo mejor es que describa cómo y por qué creé este universo.
A la edad de siete años, en 1925, había leído y había quedado prendado de las obras de Mark Twain, de Los Viajes de Gulliver de Johnathan Swift, de la Isla del Tesoro de R. L. Stevenson, de Un Cuento de Navidad de Charles Dickens, de los libros de Oz, de Antes de Adán de London, de las obras de H. G. Wells y de Julio Verne, del arquetipo Holmes y de El Mundo Perdido de Doyle y de las series de Tarzán y de Marte de Burroughs. Amaba La Odisea de Homero y las mitologías nórdica, griega e indígena americana.
Devoraba libros, y, sin embargo, era muy atlético.
En 1929, cuando tropecé con las primeras ediciones de Maravillas de la Ciencia y Maravillas del Aire de Hugo Gernsback, con las extraordinarias ilustraciones de Paul, la vida se volvió todavía más dorada. Me zambullí en los mares zafirinos de lo extraterrenal. Yo era un anfibio que alternaba entre la tierra de la realidad y el océano de la fantasía. Y yo prefería, con mucho, el océano. Y aún sigo prefiriéndolo, muy en perjuicio mío, ya que la tierra de la realidad es donde vivimos la mayor parte del tiempo.
Entonces encontré el mundo de los pulps, la revista Argosy, que salía semanalmente con muchas historietas de c-f y de aventuras. Más tarde, leí todas las revistas de c-f, que eran abundantes, y, en 1931, el primer ejemplar de The Shadow («La Sombra») me cautivó. Pero durante la Depresión el dinero escaseaba. Cuando salió el primer número de Doc Savage («Doctor Salvaje»), en 1933, tuve que elegir entre comprar The Shadow o Doc Savage, y el viejo Doc ganó.
También leía la serie Bomba, el niño en la jungla de Roy Rockwell y la de c-f Grandes Maravillas. A pesar de que eran libros, tenían ciertamente cualidades folletinescas. Las historias eran trepidantes y arrastraban al lector a seguir leyendo hasta el final. Los personajes variaban entre la simple caricatura y el retrato magistral. El estilo era un abanico entre lo casi atroz, y lo competente o incluso muy bueno. Las ideas eran a menudo estimulantes, a veces originales y otras veces triviales; algunas no eran más que remedos de otras, pero con nuevos giros y nuevos aspectos.
En resumen: ocurría lo mismo que en la llamada «corriente principal» de la literatura, excepto que esta corriente no tiene conceptos nuevos o poco habituales. Si fuera así, ya no sería corriente principal.
En aquellos días, evidentemente, yo no poseía discriminación literaria. Todo lo que leía me parecía grandioso, y mucho de lo que leía me proporcionó algunos de los placeres más agradables que jamás haya tenido. Estaba en la época dorada de mi infancia y adolescencia. Los tiempos eran malísimos, y, cuando vuelvo la vista atrás, las insinuaciones de inmortalidad, aquel estremecimiento azulado, dorado, aquel temblor-al-borde-de-la-revelación, aquel sentimiento casi místico que experimentaba, provenían tanto (o quizá más) de los pulps que tragaba como de los clásicos que leía.
Ah, sí, olvidaba que también Las Mil y Una Noches y la Biblia fueron influencias tempranas. Hubo tantas, que es fácil pasar alguna por alto.
Más tarde, me enfrasqué en las demás obras de Dickens y las no «holmesianas» de Doyle, todas las de Jack London, y luego Balzac, Rabelais, Goethe, Mann, Dostoyevsky, Joyce, Fielding y los poetas. A los veinte años, me tropecé con las biografías de sir Richard Francis Burton y con los libros que había escrito. Leí todo esto mucho antes de empezar a vender mis relatos a revistas.
El inconsciente es la verdadera democracia. Todas las cosas, todas las personas, son iguales. Así, en mi mente, Ulises no estaba más arriba que Tarzán, el rey Arturo no era más grandioso que Doc Savage, y Cthulhu y Conan surgían en mi horizonte mental tan amenazadores como Jehová o Sansón.
Los pulps y los clásicos se fundieron en mi mente, Lord Greystoke vivía junto a Aquiles y a Natty Bumppo, Leopold Bloom se codeaba con Lamont Cranston y Rudolf Rassendyll. El Lucifer de Milton se hacía pulir los cuernos en el salón de belleza de Patricia Savage y La-Que-Tiene-Que-Ser-Obedecida se carteaba con Scheherazade y Jane Eyre. Bellow Bill Williams (un personaje de una serie en Argosy) se hinchaba las tripas en el mismo bar que el señor Pickwick, el gran dios Thor, Falstaff, Anciano Coyote y Operador. D’Artagnan, Thibaut Corday, el Brigadier Gerard y el Teniente Darnot discutían sobre estrategia militar tomando buen vino y caracoles. Josué, Fu-Man-Chú, el Profesor Moriarty, el Capitán Nemo, Pete el de Latón y el Doctor Nikola contaban cuentos alrededor de una hoguera de campaña. Paul Bunyan, Christian el Peregrino, el Halcón Carse, Don Quijote y el León Cobarde discutían sobre los aspectos metafísicos del Té de Locos. He aquí la idea.
Ahora mi consciente discierne mejor, y ya no sitúa a esos personajes en igual rango en el teatro literario. Pero la Madre de las Mentes, La-Que-Tiene-Que-Ser-Obedecida, mi inconsciente, no opina como mi consciente.
Sería un olvido imperdonable si no hablara de lo grande que fue la influencia de los primeros filmes y de las ilustraciones de los libros de mi infancia. Antes de que supiera leer, vi (y continúo recordando) a Douglas Fairbanks en Robin Hood (1922), El Pirata negro de Fairbanks (1926) y, en 1925, a Wallace Beery en El Mundo Perdido; y Lon Chaney en El Fantasma de la Opera me hizo vibrar y me aterrorizó. Había muchos más que no he olvidado y que todavía hierven en mi inconsciente.
Las impresionantes ilustraciones de Doré en El Viaje del Peregrino, El Paraíso Perdido, La Balada del Antiguo Marinero, e Inferno y las de Wyeth y de Pyle, me influyeron enormemente. Las obras de Paul para las revistas de Hugo Gernsback chispeaban en mi mente como las grandes gemas de los muros del antiguo Opar.
Esto fue, podría decir, el equivalente visual de los clásicos y los pulps.
Todo: libros, revistas, cine e ilustraciones vibraban en la misma frecuencia. Ya no es así, pero no toda su magia se ha esfumado.
Me he extendido tan profusamente en el origen del universo que aquí hemos llamado «farmeriano», porque quería que el lector lo entendiese bien. Y es un preludio (palabra de origen latino que significa antes de la representación, y también, en algún sentido, prejuego) necesario.
Es necesario porque esta extraña trama entre lo real y lo irreal, entre los clásicos y los pulps, es lo que ha decidido a Byron Preiss (la editorial de esta serie en proyecto) a lanzarla. Las obras de La Torre Negra están basadas, en parte, en el espíritu que subyace en algunas de mis obras.
Estas obras son también, de algún modo, mis tributos a otros escritores y, en parte, derivan de mis deseos infantiles de continuar las obras de algunos de mis autores favoritos, cuando éstos cesaron de escribirlas.
Las obras mías mencionadas más abajo son extensiones y amplificaciones, a mi manera particular (¿puede haber otra?), de la amada ficción de mi Edad Dorada:
La serie «Opar», basada en los modelos de Tarzán y Allan Quartermain. (Los desafortunados filmes basados en los personajes de Haggard no tienen relación alguna con sus grandes novelas).
La serie «Lord Grandrith-Doc Caliban», basada en Tarzán y en Doc Savage (pero mostrando el lado más oscuro de estos héroes).
La serie «Riverworld» (El mundo del río), una fusión de mi fascinación por Burton, Twain y Dante y sus filosofías, e inspirada en última instancia por la Biblia.
La serie «The World of Tiers», inspirada en diversas fuentes: los mundos apocalípticos de William Blake, el poeta inglés; el héroe popular indígena americano, Anciano Coyote; las hazañas de D’Artagnan; el personaje del drama de Rostand, Cyrano de Bergerac, y el auténtico Cyrano. (El último también aparece en la serie «Riverworld».); los estrafalarios cuentos de Thibaut Corday, el legionario francés de Theodore Roscoe; el general de brigada Étienne Gerard, de Doyle, que Doyle extrajo del auténtico soldado de Napoleón, el barón de Marbot. (Marbot aparece también en la serie «Riverworld»).
La Aventura de los Tres Locos, en la cual Sherlock Holmes y Watson encuentran a G-8, a La Sombra, a Mowgli el Niño-lobo, para su gran consternación, y acaba en un país perdido de África, cuyos habitantes descienden de Zu-Vendi, el pueblo perdido en Allan Quatermain de Haggard.
La serie «Greatheart Silver», historia que trata de una confrontación definitiva entre los héroes de siempre y los decrépitos villanos de los pulps.
Tengo otras obras similares, demasiado numerosas para ser mencionadas. Ya hemos hablado bastante acerca de ellas. Pero éstas han dado origen a las novelas de La Torre Negra, y éstas, como he señalado, emulan el espíritu de las anteriores. Universos que engendran universos, no paralelos a los míos sino asintóticos.
Richard Lupoff fue elegido con buen criterio para la novela guía, La Mazmorra. Lupoff es una astilla de mi palo, no por el hachazo, sino por la madera. Es una autoridad en las obras de Edgar Rice Burroughs y es profundamente leído en la ciencia ficción y la fantasía, conocidas y no tan conocidas, de finales del siglo XIX y de principios del XX. Ha escrito un buen número de parodias e imitaciones tomando como temas esas obras. También es autor de series de parodias sobre escritores de ciencia ficción. Yo fui uno de sus temas, débilmente disfrazado como Albert Payson Agrícola, un escritor de c-f a sueldo, asesinado justificadamente. Para los demasiado jóvenes para saberlo, Albert Payson Terhune fue un escritor de mucho éxito de historias de perros pastores escoceses (collies), uno de los cuales se llamaba Lassie. Agrícola es la palabra latina para granjero, «farmer».
El interés de Lupoff por la «vieja materia» no es tan sólo el de un principiante. Ha tomado los primeros clásicos y los no tan clásicos de los pulps y de los libros populares y los ha reconstruido. Les ha dado nueva vida, nuevos colores y nuevas formas, en un estilo completamente «lupoffiano». No obstante, a pesar de reírse de las primitivas historias de c-f, a menudo repletas de ciencia ridícula, de personajes superficiales y de racismo, nos revela un amor de fondo por dichos personajes. Aunque una parte de él las desacredita y siente repulsión hacia esas historias primitivas (hasta cierto límite) por sus premisas reaccionarias, otra parte de él cree realmente en ellas y les tiene un gran afecto.
Esto es bueno. Un escritor que ni cree en los mundos de los que escribe ni los ama, no convence.
Como yo, está muy familiarizado con el siglo XIX. Sabe que es la madre del siglo XX, y que la Tierra, entonces, todavía era térra incógnita. África todavía era el Continente Negro, en sentido geográfico y físico.
Y, como yo, utilizaba y utiliza personas reales entre las ficticias. La Mazmorra comienza en la Tierra de 1868. De entrada, nos presenta a algunos personajes históricos. Poco después, conocemos a Sidi Bombay, en otro tiempo portador del rifle de Sir Richard Francis Burton. Y también está el ficticio sargento mayor Horace Hamilton Smythe. Su maestría en el disfraz nos recuerda a La Araña, a La Sombra, a Doc Savage y a Sherlock Holmes. A mí también me evoca al mismo Burton, el genio de los disfraces.
Con el espíritu de mis mundos, Lupoff escribe una historia en la que las cosas son pocas veces lo que parecen. Lo familiar y acogedor se vuelve siniestro. El héroe, como en muchos de mis trabajos, es justificablemente paranoico. En algún lugar, de algún modo, alguien o alguna cosa está moviendo los hilos y, de grado o por fuerza, las marionetas bailan. Pero las marionetas pueden pensar y luchar, rebelarse.
Por encima de todo, reina el Misterio. No es sólo la atmósfera enrarecida y equívoca de las historias de detectives y de Gothics[1], aunque también haya algo de esto. Es el misterio del universo mismo. O, como en el presente caso, también el misterio de otro mundo.
Uno de los objetos singulares de este universo, el diario de Neville Folliot, con añadiduras fuera de fecha hechas por una mano invisible, me recuerda al gran libro de Glinda la Buena. Mientras suceden los acontecimientos, éstos aparecen diariamente en las páginas en blanco del mágico y grueso volumen. Dudo que Lupoff haya sacado la idea de los libros de Oz; sin duda es de su propia cosecha. Sin embargo, suena a Oz.
También el espíritu de entremezclar los pulps y los clásicos, un híbrido creado sólo en nuestro género, resuena en sus novelas.
Los personajes humanos y no humanos de La Mazmorra pertenecen al espíritu «farmeriano». Me gusta especialmente Finnbogg, el «bulldogoide», y Chang Guafe, el torturado y monstruoso «semitransformante». Y hay un nexo que entrecruza a entidades de diferentes tiempos y de diferentes espacios: una de mis situaciones preferidas.
¿Quién los reúne? ¿Con qué propósito?
¡Ah, el agridulce sabor del misterio!
Cuando esta serie esté finalizada, contemplaremos su universo como un todo orgánico. Y se explicará en términos lógicos y creíbles.
Pero, como escribió E. E. Cummings:
«… cuando los cielos pendan y los océanos se hundan, el único secreto continuará siendo el hombre».
* * *
PHILIP JOSÉ FARMER