29
Chang Guafe
De todos los prisioneros que se añadieron al ejército en el exterior del Castillo, el que teñía una apariencia más sorprendente era Chang Guafe. No era hombre, no era bestia, no era máquina: Chang Guafe no era nada de aquello y lo era todo a la vez.
Su rostro era una masa amorfa de ojos, dientes y otros objetos (que debían de ser más el producto de un experimentador enloquecido que de la naturaleza, incluso en sus peores engendros) en continuo movimiento. Tenía tentáculos y mecanismos, pinzas y garras. Chang Guafe podría haber sido el padre acromegálico del monstruo del gran puente negro, equipado con los inventos de un malvado fabricante de armamento.
En un rápido intercambio de información con el monstruo, Clive se enteró de que él (aunque esta palabra sea inexacta e insuficiente para designar a Chang Guafe, de momento nos bastará) era el producto de un mundo en donde la vida era simple y primitiva. El mismo Chang Guafe había empezado poco menos que como una ameba.
Pero el gran logro de la evolución de la especie de Chang Guafe era su habilidad en asimilar las características —y, hasta cierto punto, las personalidades conscientes— de las criaturas con las que tropezaban y que absorbían.
Por sí solo, el mundo de Chang Guafe había evolucionado hasta convertirse en el hábitat de una masa informe de protoplasma vivo, indiferenciado, no especializado, sin inteligencia e incluso inconsciente…, hasta que los primeros exploradores del espacio llegaron a su mundo desde un planeta remoto. Una vez que la nave espacial visitante se posó en él, fue inexorablemente absorbida, y tanto los aparatos mecánicos de la nave como los órganos físicos y mentales de sus ocupantes fueron incorporados a la estructura de la forma de vida indígena.
Con el conocimiento y la técnica de sus nuevos miembros, la vida indígena del planeta de Chang Guafe se convirtió a su turno en viajera del espacio, y se expandió envolviendo e incorporando toda la vida y toda la tecnología que encontraba a su paso.
Entonces Chang Guafe llegó al planeta ya dominado por los q’oornanos. Sería inexacto decir que Chang Guafe había viajado en una nave espacial o, por el contrario, que había viajado sin necesidad de ella. No había distinción entre tripulante y vehículo. Chang Guafe y sus provisiones, su equipo, su nave espacial, constituían una única entidad.
Pero algo de aquel planeta había paralizado la forma de Chang Guafe. Se podía mover, podía funcionar, podía incluso cambiar, pero dentro de ciertos límites, y ya no podía absorber nuevos organismos o nuevos mecanismos. Estaba atascado. Y lo habían encarcelado en la Mazmorra, de modo que quería vengarse de sus capturadores.
Chang Guafe vio en el liderazgo de Clive Folliot una oportunidad para llevar a término aquella venganza o, al menos, una esperanza de huir de aquel planeta y de recuperar su poder de crecer y adaptarse.
Y Clive Folliot vio en Chang Guafe a un aliado en su propia guerra contra los q’oornanos y en la búsqueda de su hermano desaparecido.
Clive y su banda se encontraban en un espacio abierto, con el Castillo —cuya mazmorra tenía ahora el muro agujereado— detrás de ellos y el ancho foso delante. Clive quería hablar con sus antiguos amigos, contarles lo que había experimentado y preguntarles qué habían aprendido durante el tiempo de su separación. Por encima de todo, quería hablar con Annie, con Annabelle Leigh, su propia descendiente. Pero aquél no era el momento para ello.
Echó su cabeza hacia atrás para observar el cielo. Las estrellas giratorias de la minúscula constelación, que iluminaban el mundo interior de la Mazmorra, eran tan brillantes como la luz del mediodía.
¿Qué había al otro lado de aquel mundo al revés? Clive sabía que podía viajar allí, si se le presentaba la oportunidad. ¿Había estado Neville en el Castillo de N’wrbb Crrd’f? ¿Se había ido ya, posiblemente a algún lugar lejos del Castillo, a algún país más allá del cielo de la Mazmorra?
Clive había conseguido estar a sólo una hora de distancia, a un pasillo quizá de Neville. ¡No podía abandonar su búsqueda!
Un pelotón de guardias gnomos salió disparado del boquete del muro del Castillo, excavado por el Baalbec A-nueve de Annabelle Leigh. La atracción física de Clive por Annie se había transformado en una especie de orgullo de abuelo y de preocupación por su bienestar. Ya no era aquella joven puramente atractiva, y exótica, que había conocido en aquel mundo de pesadilla.
Era carne de su propia carne, sangre de su sangre. Era su hija, y tenía que cuidarla.
Los gnomos atacaron con picas y hachas.
Las fuerzas de Clive se defendieron con todas las armas improvisadas que encontraron. Palos, piedras y, cuando la necesidad compelía, con las manos vacías, los dientes o las uñas. Algunas poseían órganos que segregaban e inyectaban veneno.
Chillido saltaba en el aire, propulsándose con sus cuatro patas en una dirección y luego en otra, retorciendo extremidades y cuellos de gnomos con sus cuatro delgados pero potentes brazos. Sus mandíbulas, que Clive había creído meramente simbólicas, demostraron ser todo lo contrario: propinaban mordeduras que provocaban paroxismos de agonía en los enemigos y temblores de horror en sus camaradas. Se arrancaba las púas y las lanzaba a los rostros de los atacantes, quienes caían al suelo retorciéndose y gritando de dolor hasta que morían.
Un gnomo atacante consiguió golpear a Chillido con una maza rematada en una punta de lanza. El impacto partió uno de los cuatro brazos de la mujer araña. Y ésta soltó un aullido como nunca había oído Clive. Con sus brazos restantes cogió al enemigo, lo levantó y lo lanzó por el aire. Los gritos de éste se mezclaron con los de ella, y se interrumpieron con la zambullida del cuerpo en el foso.
Se oyó el ruido de algo que se desgarraba, unido a un terrible alarido, y el gnomo desapareció bajo las aguas rizadas.
La maza del gnomo había quedado clavada en la carne de Chillido, y los pelos-púas la mantenían aún allí. La mujer-araña arrancó de su articulación el miembro roto, desclavó de su brazo fuera de combate la maza de punta de lanza y regresó, andando con dificultad, a la batalla, aplastando a su paso cráneos de gnomos con la maza; y, mientras duró toda esta escena, sus gritos resonaron en todo el campo de batalla.
Los atacantes ya estaban casi diezmados cuando un grito de desánimo se levantó entre los seguidores de Clive. Se acercaba otro pelotón de guardias (¡no, dos pelotones!). Habían salido del Castillo y los estaban rodeando: un grupo de soldados avanzaba en el sentido de las agujas del reloj y el otro en sentido contrario, para convergir, a modo de tenazas, en el centro de la banda de guerreros de Clive.
El poderoso Finnbogg se sacudió los pocos gnomos que quedaban del pelotón original, con los cuales estaba enzarzado en dura batalla, y arremetió contra los nuevos grupos de atacantes. Clive oyó su rugir canino, como un contrapunto grave a los penetrantes gritos de guerra de Chillido, y lo vio desaparecer bajo la masa de gnomos.
Clive distinguía vagamente la silueta de Finnbogg mientras los gnomos se arrastraban sobre él como cucarachas encima de un roedor. Pero Finnbogg no era una víctima pasiva. Algunos gnomos salieron despedidos, junto con los trozos sanguinolentos de otros.
Annabelle, ’Nrrc’kth y Gram se habían dispuesto formando un triángulo, con sus espaldas hacia el centro. Las dos últimas se habían provisto de armas recogidas de los gnomos caídos, mientras que Annabelle confiaba sólo en su Baalbec A-nueve. Clive no conocía más que unas pocas capacidades del mecanismo y apenas podía imaginar lo que éste era capaz de hacer en defensa de Annabelle, o lo que ella era capaz de hacer con él.
Clive iba armado con la daga de empuñadura de rubíes que había recibido de N’wrbb Crrd’f. Parecía un arma lastimosa para usarla contra las picas, mazas, hachas y espadones, pero Clive actuaba como un inspirado. Saltaba y golpeaba, esquivaba y clavaba. Lo recubría una capa de sudor, polvo y sangre, y no tenía idea de cuánta de la sangre era suya, pero no le importaba.
Aquel señor amable, meditativo, quizás involuntariamente egoísta, se había convertido en una máquina de matar.
Sentía al sargento Smythe a sus espaldas, oía los bufidos del hombre en sus esfuerzos, los gritos de triunfo, los gritos de dolor.
De pronto oyó que le gritaba:
—¡Tenga, comandante! ¡Abra la mano! —El sargento se las había apañado para conservar unos cuantos perdigones explosivos, recogidos de la bestia voladora que los había atacado en el puente de obsidiana. Pasó la mitad de sus municiones a la palma de Clive.
Los perdigones eran apenas más grandes que pepitas de naranja.
Clive lanzó uno al rostro de un atacante. Explotó con un estrépito que lanzó al soldado por los suelos, con la cara hecha un sanguinolento amasijo. Clive lanzó otro perdigón, y luego otro. Cada uno hizo su trabajo. Oyó a Horace Hamilton Smythe, detrás de él, gritando triunfante después de cada éxito similar.
Pero pronto se agotó la provisión de explosivos, y los enemigos continuaban llegando.
Y Clive se encontró frente a frente con un personaje alto, delgado, vestido de blanco y verde. No era la encantadora ’Nrrc’kth, sino su cruel supuesto consorte, N’wrbb Crrd’f.
Cada uno clavó los ojos en los del otro. Clive hubiera querido un minúsculo y mortal perdigón más, uno más. ¡Sólo uno! Pero no tenía ninguno. Sólo tenía la pequeña daga, la daga del rubí.
N’wrbb, armado con una larga espada, descargó la hoja de arriba abajo. Su trayectoria fue tal que la pesada espada habría tronchado a Clive desde el hombro, hasta el esternón… si hubiera dado según era la intención de quien la manejaba.
Folliot no saltó hacia atrás ni intentó apartarse a un lado, sino que se lanzó hacia adelante, con la daga levantada a la altura del pecho, y clavó la hoja en el corazón de N’wrbb. La hoja se hundió en la pálida figura, y una sangre de color esmeralda se esparció alrededor de la herida.
Clive arrancó la daga, confiando en que N’wrbb caería muerto; pero Folliot había presumido que los órganos internos de aquellas delgadas criaturas estaban dispuestos igual que los suyos. Fue un error por su parte, un error que salvó la vida de N’wrbb y que casi le cuesta la suya.
El hombre alto soltó un grito de dolor y de rabia. Cogió su espada por la hoja, la levantó hasta el punto más alto y la hizo caer pesadamente en la cabeza de Clive Folliot. La maciza empuñadura golpeó como una maza de guerra contra el cráneo desprotegido de Clive.
Clive oyó el impacto, más que lo sintió. Dio unos pasos atrás y, sin poder hacer nada para evitarlo, se derrumbó de rodillas y cayó hacia un lado. Vio a N’wrbb que se agarraba el pecho: un icor verde manchaba su blanco atuendo, antes inmaculado.
N’wrbb giró en redondo y se alejó, tambaleándose, de Clive.
Folliot hizo un esfuerzo doloroso y consiguió ponerse en pie de nuevo. A su alrededor la batalla continuaba enfurecida. Los guardias gnomos y los prisioneros evadidos se acuchillaban y se herían sin tregua. Los cuerpos de los muertos y los moribundos llenaban el suelo; en un recodo, Clive vio un hórrido tentáculo que emergía del foso y arrastraba una sangrante forma, que aún se debatía, hacia el agua negra.
En algún lugar del combate estaban Annabelle y Gram, ’Nrrc’kth y Chillido, el fiel Finnbogg y el robusto Horace Hamilton Smythe. Algunos puede que estuvieran heridos; otros, muertos. La batalla seguía con la misma furia.
Tambaleándose y tropezando a cada paso, pero recuperando las fuerzas con cada movimiento, Clive cruzó con paso pesado el suelo manchado de sangre, en persecución de N’wrbb Crrd’f.
El hombre alto había huido hacia la mazmorra, y Clive fue tras él, incapaz de igualar las grandes zancadas del otro, pero decidido a no dejarlo escapar.
Atravesó pasillos que descendían, salas que resonaban con sus pasos y frías escaleras de piedra que subían. Parecía no haber ni un alma en el Castillo. Todos los soldados debían de haber sido enviados a la furiosa batalla del exterior. Los gritos de desesperación, de triunfo y de muerte flotaban en el aire, proporcionando un ruidoso contrapunto a los pasos retumbantes y a los jadeos de los dos hombres.
Ahora N’wrbb corría por un pasillo. Clive lo perseguía sin descanso. Detrás de él pudo oír el rumor de otros perseguidores.
Clive se permitió la momentánea distracción de mirar por encima de su hombro. Y a sus espaldas vio a su grupo de compañeros y aliados. Annie, ’Nrrc’kth, Gram, Tomás, Smythe y sus inhumanos o semihumanos asociados, Finnbogg, Chillido y Chang Guafe, lo seguían en la carrera. Pero Clive no se detuvo a esperarlos.
De repente, N’wrbb desapareció, y pronto Clive llegó al punto donde había visto por última vez a su enemigo. Había un nicho excavado en la lisa piedra negra. Un rico tapiz que representaba una escena sorprendentemente lasciva tapaba la entrada.
Clive empujó con cautela el tapiz, esperando encontrar a N’wrbb detrás de él preparado para golpearlo a traición con la espada. Pero el hombre pálido no estaba allí. Estaba agazapado al fondo de un corto pasillo, de espaldas a una puerta de madera maciza; con la empuñadura de su larga espada golpeaba la puerta, suplicando que lo dejasen entrar.
Clive avanzó. Sólo el furtivo parpadeo de los ojos verde oscuro de N’wrbb lo detuvieron al borde de una baldosa, que sin embargo no parecía diferente de las demás que la rodeaban. Clive se apoyó contra la pared, extendió un pie con gran cuidado y pisó levemente la piedra.
Con un estruendo, un inmenso bloque negro cayó del techo. Clive no había mirado hacia arriba; estaba demasiado concentrado en el hombre que tenía delante. El bloque era una piedra que debía de pesar fácilmente doscientos cincuenta kilos. Chocó contra el suelo, rompiéndose en un millar de pedazos, y los fragmentos despedidos hirieron a Clive en el rostro y en el cuerpo. Había conseguido sacar el pie a tiempo, ya que de lo contrario le habría quedado hecho puré. Si hubiera pisado con todo su peso en la piedra, el bloque desprendido lo habría matado en el acto.
N’wrbb llamó de nuevo a quien fuera que estuviese al otro lado de la puerta, o a quien pensaba que estuviese allí. No hubo respuesta.
Clive saltó por encima de la piedra hecha añicos y se detuvo apenas a un metro de N’wrbb. Armado sólo con la daga de la empuñadura de rubíes, habría sido una presa fácil para N’wrbb, pero a su contrario ya no le quedaba valor.
—Déjame ir —suplicó el hombre pálido—. Déjame pasar. —Señaló el corto pasillo que habían atravesado—. Déjame sitio para pasar y me iré, te dejaré solo, podrás hacer lo que quieras.
—Demasiado tarde —respondió Folliot—. ¡Defiende tu vida luchando, monstruo q’oornano!
—¡Yo no soy q’oornano! ¡No te das cuenta, también me han hecho prisionero! ¡Estoy de tu lado, Clive Folliot!
—No está bien… —empezó a decir Clive.
Pero N’wrbb echó la espada a los pies de Clive y se derrumbó, llorando y suplicando. Clive Folliot podía matar cuando estaba encendido por la rabia, pero no podía hacerlo a sangre fría.
Algo se movió detrás de Clive. Vio que su banda de compañeros y aliados había alcanzado el pasillo. Se detuvieron al otro lado del bloque de piedra caído y hecho pedazos. Ninguno de ellos se movió o habló. Permanecieron allí, testigos de la confrontación entre su jefe y el enemigo.
Clive alargó una mano hacia N’wrbb. El hombre pálido se lanzó contra Clive, con un gran pedazo de piedra negra en su puño. Golpeó a Clive en la mejilla con la piedra y lo envió violentamente contra el muro. De un salto, N’wrbb pasó por arriba del cuerpo de Clive, se situó encima del montón de pedazos de piedra caídos, alzó los brazos hacia la oscuridad que se abría en donde antes había colgado el bloque y, con un gruñido y una risita burlona, desapareció.
Con esfuerzo, Clive se puso en pie y dio unos pasos para emprender de nuevo la persecución de N’wrbb, decidido esta vez a no ser presa de ningún truco. Pero algo lo detuvo. Fue el suave contacto de una mano en su hombro.
Se volvió y se encontró frente a la alta y bellísima ’Nrrc’kth. Sus ojos verde esmeralda estaban al mismo nivel que los suyos. Su cálida boca y sus tentadores labios a centímetros de los suyos.
—Perdónale la vida, Clive. —Ella tomó las manos de él entre las suyas.
—Pero quería…
—Lo sé —dijo ’Nrrc’kth con suavidad.
—Usted dijo…
—Sí, Clive Folliot. Pero ahora intercedo por él. Un villano, un monstruo, pero, a pesar de todo, un hombre de Djajj. De todo nuestro planeta, sólo los tres, N’wrbb, la vieja Gram y yo, sobrevivimos en la Mazmorra. Si él muriese… —Movió la cabeza lentamente—. Además, Clive Folliot, lo has vencido. Tú no sabes qué significa para un hombre de Djajj ser derrotado y humillado como tú has derrotado y humillado a N’wrbb.
—Entonces… ¿qué quiere que haga?
Ella todavía le tenía las manos cogidas. Entonces soltó una, y con la otra lo condujo de nuevo a través del Castillo. Seguidos de los demás (Annie y Horace Hamilton Smythe, Finnbogg, Chillido y Chang Guafe), se dirigieron a la gran sala donde Clive había visto por primera vez las dos figuras de blanco pálido y verde brillante… ¡El diamante y la esmeralda! En aquel instante, y con total asombro, se daba cuenta: ¡el diamante y la esmeralda de que había hablado el diario de su hermano!
’Nrrc’kth lo condujo a la gran silla de madera esculpida que había pertenecido a N’wrbb, y luego se situó delante de él. Annabelle Leigh, Usuaria Anne, se colocó junto a ella, ligeramente detrás. Los demás, incluido el rarísimo Chang Guafe, permanecieron detrás de las dos mujeres.
—Clive Folliot —dijo ’Nrrc’kth—, por el derecho que te confiere el valor, por el derecho que te confiere el combate, por el derecho que te confiere la conquista, has ganado el título de Señor del Castillo. Pero aún queda una prueba final. Una prueba final que debes superar o…
No terminó la frase. En lugar de ello, se volvió hacia Annabelle Leigh. La joven de la Tierra futura, agotadas sus energías (por la enorme cantidad que había consumido el Baalbec A-nueve para poner en marcha la máquina voladora Nakajima y luego para disolver el muro de la mazmorra), estaba muy pálida. Sin embargo, nunca había aparecido más bella.
Annabelle levantó las manos. Sus dedos desaparecieron bajo la masa de su cabello. Sacó algo, algo que era casi invisible, pero que Clive logró ver con el rabillo del ojo; algo que brillaba y espejeaba como cristal pálido.
Recordó, de pronto, otro momento en que Annie se había llevado las manos a la cabeza. Otro momento en que su expresión facial le había parecido desconocida. Durante un brevísimo instante, se había preguntado por las razones de aquella expresión, pero había sido interrumpido por cuestiones más apremiantes.
De algún modo, durante su estancia en Nueva Kwajalein, durante el tiempo en que Usuaria Annie se había convertido en una criatura de mito para el destacamento Dieciséis de la Armada, había recibido de los japoneses la Corona del Señor del Castillo. Y cuando aquella Corona la llevara el auténtico Señor del Castillo, recordó Clive, entonces resplandecería.
Annie estaba de pie a un lado de Clive, ’Nrrc’kth al otro.
Sosteniendo la casi invisible Corona con las puntas de los dedos, las dos bellísimas mujeres la bajaron con cuidado hasta la cabeza de Clive.
El resplandor que emitió la Corona llenó la sala, y en aquel mismo instante, los amigos de Clive allí reunidos y la multitud de prisioneros liberados que los habían seguido lanzaron vítores entusiastas.
Annabelle Leigh puso los brazos alrededor del cuello de Clive y le besó cariñosamente las mejillas. Su aliento era perfumado; y sintió que una única y cálida lágrima caía del ojo de ella a su mejilla. Luego ella lo soltó y lady ’Nrrc’kth se echó a sus brazos y apretó su boca contra la suya, mientras lo atraía hacia ella. Clive dudó sólo un instante y luego le respondió con igual ardor.
De algún lugar a espaldas de Clive se oyó el roce de pesadas cortinas de terciopelo. Apartó de sí a lady ’Nrrc’kth y giró en redondo; olvidó la Corona del Señor del Castillo, olvidó a sus amigos, olvidó lo que lo rodeaba.
Se lanzó hacia el tapiz oscilante, lo apartó a un lado y se lanzó tras el fugitivo N’wrbb Crrd’f. De nuevo los dos echaron a correr a través de pasillos llenos de polvo. De nuevo llegaron al nicho donde se habían encontrado frente a frente. De nuevo al lugar donde un montón de piedras partidas señalaba que Clive había evitado por muy poco la muerte.
Al otro lado del montón de piedras, Clive vio un destello metálico: era una placa de latón pulido junto a la puerta de madera maciza a la cual N’wrbb había llamado tan infructuosamente. De repente, Clive comprendió que estaba a punto de descubrir un secreto, un secreto mucho más importante para él que la persecución del cobarde N’wrbb Crrd’f.
En el latón reluciente había diez palabras grabadas en una elegante escritura militar. Clive leyó las palabras, pronunciando suavemente cada sílaba para sí mismo.
General de Brigada Neville Folliot
Reales Guardias Granaderos de Somerset
Clive golpeó la placa de metal, utilizando la empuñadura de su daga como aldaba. No hubo más respuesta a estos golpes que la que había habido a las llamadas y a las súplicas de N’wrbb.
—Neville —gritó Clive—, ¡abre! ¡Abre! ¡Soy yo, tu hermano Clive!
Todavía no hubo respuesta. Quizá no había nadie al otro lado de la puerta. O quizá Neville estaba allí, incapaz de responder, herido o incluso muerto.
La banda de fieles seguidores de Clive no se veía aún por ninguna parte. Todo lo que pensó fue que debían continuar junto a ’Nrrc’kth y Annie, sorprendidos por la brusca partida de Clive. Él sabía que lo seguirían, que aparecerían en cualquier momento. Pero no esperaría para pedirles consejo o ayuda.
Tenía que hacerlo; esto lo sabía. Si los demás estaban a su lado, tendría más refuerzos y más ánimos. Pero si no, continuaría su curso inalterado.
Se agachó y recogió el gran fragmento de piedra negra con que antes lo había golpeado N’wrbb. Lo aplastó contra la cerradura, y la puerta tembló. Golpeó la roca contra el mecanismo una y otra vez.
Por fin la puerta se abrió lentamente de par en par.
La habitación en que se encontró era un perfecto despacho de un caballero del siglo diecinueve, con muebles de madera maciza y un sofá de crin de caballo. Hileras de libros uniformemente encuadernados llenaban altas estanterías, alineadas contra los muros. Donde la biblioteca no cubría el revestimiento de madera oscura de la pared, colgaban unos retratos con marcos dorados.
Una tenue luz de gas alumbraba la estancia.
En el centro, frente a la puerta, se alzaba un inmenso escritorio de madera con adornos esculpidos. Una figura distinguida, vestida con un elegante traje de civil, propio de un caballero y de corte moderno, se sentaba allí, enfrascada en su tarea.
La obra que tenía ante sí era un gran diario encuadernado en cuero negro. El hombre sostenía una pluma de punta de acero. De vez en cuando hacía una pausa en su escritura para mojar la pluma en el tintero; luego sacudía el exceso de tinta de la plumilla y volvía a su tarea.
Clive no pudo decir lo que duró aquella escena. Sólo sabía que tenía un peso en el pecho y que le costaba respirar. Percibía a la banda de aliados esperando en silencio a media docena de pasos atrás. Sentía en su pecho el corazón latiendo con violencia, la sangre corriendo por sus tímpanos.
¡Neville!
¡Neville, por fin!
El hombre de traje elegante terminó su página. Con mucho cuidado, volvió la pluma a su soporte, levantó un rectángulo de papel secante y lo aplicó en la hoja que tenía ante sí. Abrió un cajón del escritorio y sacó algo.
Y todo, todo, sin levantar la cabeza de su trabajo.
¿Qué lugar tenía Neville en la Mazmorra? ¿Qué alianza tenía con los q’oornanos? ¿Cuál de los jugadores del tablero de ajedrez ene-dimensional imaginado por Annie movía la pieza llamada Neville Folliot? ¿Y con qué propósito?
Todos estos pensamientos corrieron vertiginosamente por la mente de Clive durante los segundos en los cuales la escena permaneció paralizada.
—¡Neville! —gritó Clive.
El hombre que había estado escribiendo levantó la cabeza y miró a Clive a los ojos.
Simultáneamente levantó un reluciente revólver, un Colt de la Armada Americana, y lo apuntó al pecho de Clive.
—Me temo que se equivoca usted, comandante Clive Folliot —siseó el hombre.
Clive Folliot se quedó mirando, absolutamente pasmado, la faz de un perfecto desconocido.