28: El Ejército de la Desesperación

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El Ejército de la Desesperación

El dolor precedió a la plena conciencia, de tal modo que a Clive le pareció haber nadado hacia la conciencia a través de un mar de agonía, como un buceador nadaría del suelo del océano hacia la superficie del agua. Sus ojos parpadearon; la luz que le hacía abrir y cerrar los ojos era acuosa, invernal, una luz que se filtraba débilmente a través de las minúsculas ventanas, cercanas al techo, de la sala de piedra.

Tanteó en busca de la daga que había formado parte de su atuendo. Hacía poco la había considerado como un mero adorno accesorio a las galas rojas y pardas que le habían proporcionado. Ahora podría ser de una importancia vital.

Pero la daga había desaparecido.

Con gran esfuerzo se incorporó y se sentó en la cama. ¡Otra vez estaba en una mazmorra! No solamente el raro universo entero, al cual lo habían lanzado en contra de su voluntad, se llamaba Mazmorra, sino que este universo estaba bien provisto de mazmorras auténticas, y Clive estaba cultivando un miserable hábito: el de hacerse echar dentro.

La encantadora y exótica ’Nrrc’kth estaba junto a él, con su magnífico vestido roto y manchado, y su sobrecogedora joya de plata y esmeralda desaparecida. Los rodeaba un abigarrado grupo de individuos de difícil identificación. Una robusta mujer, cuyo color de piel era semejante al de ’Nrrc’kth, sobresalía por encima de los demás; en la mano llevaba la daga con rubíes que había sido de Clive. Tenía el aspecto de una vieja, pero su fuerza y su agilidad eran evidentes. Claramente llevaba el dominio de la situación.

Era obvio que las criaturas que se movían a su alrededor con paso vacilante sentían temor ante la robusta mujer, y la daga contribuía a mantenerles a raya.

La mujer le lanzó a Clive una mirada con los ojos entrecerrados.

—¿Despierto por fin, chico?

Clive se puso en pie tambaleándose. No hubo necesidad de responder a la pregunta de la mujer, hecha en el dialecto habitual en la Mazmorra.

—Llámame Gram —dijo la mujer—. ¿Y quién eres tú, con ese aspecto tan raro?

En unas breves frases, Clive le contó quién era.

—El hermano del general Folliot, ¿no? Bien, bien, ¡si al final todos seremos parientes, por aquí!

Clive declaró no entender el comentario.

—Bien, de hecho yo soy la tía abuela de aquella preciosa chica. —Y señaló la belleza fresca y verdiblanca de ’Nrrc’kth.

—¿Provienen del mismo mundo?

—De Djajj… Tú lo conocerás como Baten Kaitos Omicron.

—No, no lo conozco —dijo Clive moviendo la cabeza—. No lo conozco, en absoluto.

—¿De dónde eres, chico? ¿Cuál es tu planeta? ¿Y cuál es tu año?

—Hum… Telus. Terra. La Tierra. El año es 1868. La vieja se echó a reír.

—Supongo que mi año, nuestro año —e indicó a ’Nrrc’kth—, sería para ti el 801.702. O por ahí, poco más o menos.

La anciana buscó con la mirada entre las docenas de individuos harapientos y sucios que llenaban la mazmorra.

—Me parece que aquí hay otro tipo de la Tierra. Pero no te puedo decir el año, no lo recuerdo. —Hizo una pausa para frotarse la barbilla.

El cerebro de Clive discurrió a gran velocidad. ¡¿Otro compañero de la Tierra?! ¿Podría ser Horace Hamilton Smythe? ¿O Sidi Bombay? La anciana sabía quién era el general Folliot (el hermano de Clive se debía de haber concedido a sí mismo la promoción a un rango más elevado que el de humilde comandante de la Guardia).

—¡Tomás! —gritó la anciana.

Las filas de prisioneros de paso vacilante se abrieron, y un hombre moreno, mal afeitado, avanzó arrastrando los pies. Vestía un gorro de punto y un atuendo vagamente marinero. Se sacó el gorro e inclinó la cabeza ante Gram.

—¿Sí, mi señora?

—¿De qué año dices que vienes, Tomás?

Los ojos del navegante se desplazaron de Gram a Clive y a ’Nrrc’kth antes de volver a fijarse en Gram.

—Era 1492 —dijo Tomás—. Fui arrebatado de la buena carabela La Niña. Yo era el vigía de noche. Estaba sentado en lo alto haciendo mi trabajo, vigilando atentamente por si había trombas de agua o serpientes de mar. Y decía mis oraciones, para que no cayéramos al abismo del final del mundo, si es que llegábamos allí.

—Sí —interrumpió Gram—. Vuelve al tema, Tomás.

—Sí, mi señora. Bien, allí estaba, sentado, meditando sobre la agonía de Nuestro Señor y repasando las estaciones de la Cruz, cuando, de repente, hubo un resplandor de luces en el cielo, de todos colores, brillantes como la luz del día. Y luego, como un racimo de estrellas que se abrió paso a través de una extensión de nubes; en el sudoeste, recuerdo perfectamente que era en el sudoeste. Y entonces formaron como una espiral y empezaron a girar y girar. Y yo me sentí tan mareado que tuve que dejar mis oraciones y agarrarme con todas mis fuerzas a la cesta del vigía para evitar caer a cubierta. Pero no me sirvió de nada, no. Me cogieron de todas formas. Simplemente me arrancaron de allí, hacia el cielo, y luego me bajaron a la Mazmorra. Y todo lo que me ha ocurrido luego…

—No importa —lo cortó Gram—. ¿Te basta con esto? —Se volvió para situarse frente a Clive—. Éste es Tomás, pues. Tomás, éste es el comandante Clive Folliot. Puesto que ambos sois del mismo planeta, quizá podáis hacer buenas migas juntos. Mientras, yo me ocuparé de mi pequeño bebé. —Abrazó a ’Nrrc’kth y curó las heridas de la joven.

Clive y Tomás se alejaron juntos. Clive paseó la mirada por su entorno, para hacerse una idea del aspecto de los demás prisioneros. ¿Por qué estaban allí? ¿Por qué las misteriosas y sombrías criaturas que gobernaban aquel mundo (fuesen q’oornanos o alguna otra raza todavía más alienígena) capturaban seres de tantos mundos y tantas épocas y los traían a la Mazmorra? ¿Por qué dejaban libres a unos y encarcelaban a otros?

Así como había conseguido localizar a Neville (de lo cual Clive estaba convencido), también podría resolver aquel misterio aún más profundo. ¡Y había estado tan cerca, tan atrozmente cerca de encontrar a su hermano!

¡No estaba dispuesto a abandonar aquel objetivo! Pero no podía esperar encontrar a Neville si permanecía inmóvil en aquella prisión de roca. Había viajado demasiado lejos y sufrido demasiado, había pagado un precio demasiado alto en dolor y en pérdida de amigos para ahora permanecer inmóvil.

—Tomás —dijo dirigiéndose al marinero—. Es usted español, ¿no?

—Sí, mi señor.

—¿Tiene amigos, aquí, Tomás? ¿Forman estos prisioneros una comunidad que podamos movilizar contra nuestros carceleros?

El rostro del ibérico puso una solemne expresión.

—La Mazmorra es un lugar creado por Dios para ponernos a prueba, señor. Si conservamos nuestra fe, nuestra salvación es inevitable. Si cedemos a la rebelión o a la desesperación, nos condenamos.

Clive Folliot era tan religioso como el hombre que tenía junto a sí, pero había momentos para la salvación a través de la fe y momentos para la salvación a través de los actos. Aquél era claramente uno de los últimos.

—No me cabe ninguna duda de que su fe es firme, Tomás. Y naturalmente nadie iría contra los designios del cielo. Pero estoy seguro de que usted no cree que sus capturadores estén cumpliendo la voluntad del cielo. ¡Es muy probable que sea todo lo contrario! ¿No quiere ayudar a ganar nuestra libertad? Estoy seguro de que ésa es la voluntad de Dios: libertad, y no miseria, para los devotos creyentes.

Sea como fuere, costó poco convencer a Tomás. Quizá fuese la elocuencia de Clive y su ardiente sinceridad lo que arrastró al ibérico. O a lo mejor era el recuerdo de la luz del día, el cielo limpio y el agua corriente, en contraste con la suciedad y la miseria de su actual entorno.

De cualquier forma, una gran sonrisa iluminó la expresión melancólica de Tomás.

—¡Sí, comandante! La buena de Gram es muy fuerte, y tengo otros amigos. ¡Hay extrañas criaturas por aquí, comandante! Unas parecidas a lobos, otras a leones y otras a las que nunca sabría ponerles nombre, pero todas son prisioneras de la Mazmorra y todas están dispuestas a evadirse. Sólo necesitan a alguien que los guíe. ¿Lo hará usted, comandante? ¿Lo hará?

Clive dudó sólo un momento. Era una persona contemplativa, pasiva por naturaleza, que prefería estudiar, pensar y planificar, antes que actuar. Pero no había tiempo para tal conducta.

—¡Soy su hombre, Tomás! ¡Sí, os conduciré! Vamos, reunámonos con Gram. Y con todos los que crea que tengan deseos y capacidades para sumarse al grupo central del complot. Tenemos que madurar un plan y luego llevarlo a cabo. Los q’oornanos nos trajeron aquí, a cada hombre, mujer y criatura inhumana de nosotros, contra nuestra voluntad. Pero no nos tendrán encerrados aquí para siempre. ¡Tenemos que ser dueños de nosotros mismos otra vez!

* * *

’Nrrc’kth descansó mientras Clive, Tomás y Gram preparaban su plan. Tomás propuso a dos prisioneros más para que se sumaran a la conspiración. Uno era una extraña criatura de piel parecida a la de un lagarto y garras como las de un tigre. Otro era mucho más raro: una cosa sombría y susurrante, cuyo aspecto no lograba Clive percibir con claridad, que parecía crecer y encogerse y moverse sin cesar.

Corrían peligro (siempre el peligro) de que algunos prisioneros fuesen traidores, agentes dobles que los carceleros q’oornanos hubieran situado entre la masa políglota para que sirvieran a sus fines. No había un sistema fácil para descubrir a tales traidores; sin embargo, la presencia de delatores parecía bastante improbable.

Tenían que confiar en el criterio de Tomás, y en el de Gram, decidió Clive.

El plan que desarrollaron requería levantar el pavimento de losas del suelo de la mazmorra. Las piedras no estaban unidas con cemento, sino simplemente colocadas unas junto a otras, encajadas con tanto cuidado que era casi imposible moverlas.

Pero contaban con la daga de Clive, que había pasado inadvertida a sus captores en la confusión de la pelea con el Señor del Castillo, y que había pasado a manos de Gram. Ahora, con su hoja pulida como herramienta, Clive y sus aliados consiguieron levantar un bloque junto a la pared de la ventana…, apenas una fracción de centímetro.

Pero entonces las zarpas de tigre del amigo de Tomás entraron en acción. Unos dedos ordinarios no habrían podido mantener la piedra en aquella posición: Clive calculó que pesaba casi doscientos kilos, y sus lados eran lisos y resbaladizos. Pero las garras se clavaron en ella y luego el ser de forma cambiante consiguió introducir sus zarcillos por la estrecha rendija y meter una parte de su masa bajo la piedra; de esta manera, pudo presionar la losa hacia arriba.

Con un esfuerzo aunado consiguieron levantar la roca, empujarla hacia un lado y depositarla encima del bloque adyacente.

Durante un breve instante, Clive creyó que la extracción de la piedra les daría acceso a algún oculto camino de huida, a algún túnel olvidado que los conduciría de la mazmorra al mundo exterior, desde donde podrían escapar definitivamente del Castillo.

Pero no fue así. Bajo las piedras sólo vieron tierra negra. En un sentido, Clive se sintió aliviado. En realidad, no quería salir del Castillo y escapar a través del campo abierto. No después de haber llegado tan cerca de Neville. ¡Oh, no! Ahora Clive anhelaba la confrontación que sabía que le estaba aguardando.

Trabajaron por turnos, cavando la tierra que había quedado al descubierto. Los guardias llevaban la comida a intervalos regulares, de modo que fue una cuestión muy fácil proteger la excavación con los cuerpos de los prisioneros siempre deambulantes. Ni los guardias prestaron atención a lo que hacían. La cárcel había sido segura durante tanto tiempo, que eran víctimas de una excesiva confianza.

* * *

El muro brilló, refulgió y, gradualmente, se hizo transparente. Clive se quedó perplejo, mirando. ’Nrrc’kth estaba junto a él. Había recobrado sus fuerzas, y se había convertido en parte vital de la conspiración de los prisioneros para escapar. Tomás estaba supervisando los trabajos de excavación y, ante la súbita visión, lanzó una exclamación invocando la protección de su santo patrón.

—Siempre he tenido razón —prorrumpió Tomás—. La Mazmorra es obra de los designios del cielo. ¡Quizás es un purgatorio! ¡Quizás es la antesala del mismo infierno! Y ahora…

Clive ordenó calma. Había aprendido a manejar el dialecto de la Mazmorra y el problema de las lenguas ya no le impedía el ejercicio de la autoridad.

Ahora, en el lugar donde el muro de piedras firmemente encajadas había mantenido a los abigarrados prisioneros indefensos, aparecía un campo brillante y reluciente. Y, en el centro del campo, iluminada por una luz interior y rodeada por Chillido, Finnbogg y Horace Hamilton Smythe, ¡se erguía la esbelta figura de cabellos oscuros de Usuaria Annie!

Clive dio un paso adelante. Sintió que su cerebro ejecutaba un giro, que su sentido del tiempo y del espacio viraba hacia alguna dimensión desconocida que le permitía tener acceso a la información que llevaba dentro de sí. Esta información la llevaba desde la extraña comunión experimentada con Horace Hamilton Smythe, con Finnbogg y con Annie, a través de Chillido. Entonces había creído evitar la fusión de su mente con la de Usuaria Annie. Pero ahora comprendía que había compartido en realidad su mente con la de ella, y que ella había compartido la suya con la de él. Hasta ahora había reprimido la extraordinaria información recibida de ella, pero, en aquel instante de confrontación, brotó con fuerza de no sabía qué rincón de la mente, en donde había permanecido oculta.

Mientras la escena que tenía delante se helaba en un cuadro, su mente viajó a través del relato que había recibido de Annie.

Si, tú me llamas Usuaria Annie, pero mi nombre es Annabelle Leigh. Mis amantes me llaman Anne, o Belle. Me gusta Belle. Mi abuela conoció a Belle Starr.

Crees que hablo de una forma rara, pero es la forma de hablar de mi tiempo, de mi mundo. De mi trabajo. Los ordenadores son parte corriente de nuestra vida cotidiana, y nuestro lenguaje ha imitado la jerga del programador y del analista de sistemas. Tu forma de hablar es para mí tan ajena e incomprensible, Clive Folliot, como la mía lo es para ti. Bendita sea Chillido por ayudarnos a comprendernos mutuamente. Me gustas, me siento atrapada por ti, pero entre nosotros existe algo anterior que no sabes, y que tienes que saber.

Nací en San Francisco en 1980, así que tengo diecinueve años. Fui virgen hasta los quince años (la media para las chicas de mi tiempo). Tengo buenos estudios y una buena profesión, o al menos la tenía hasta que los q’oornanos me arrancaron de Piccadilly Circus y me trajeron a la Mazmorra.

Mi madre ya fue cantante antes que yo. Nació en Denver, en 1959, y se marchó a San Francisco. Cantaba en el coro de la ópera de San Francisco y trabajó en unos pocos pequeños papeles de relleno. Tenía veintiún años cuando yo nací. Nunca se casó. Esto es una tradición en nuestra familia. Yo soy la quinta generación que conservo la tradición, y no quiero romperla si puedo evitarlo.

Nunca nos casamos. Nosotras elegimos a nuestros amantes, parimos hijas, vivimos nuestras vidas, vamos a donde queremos y, por encima de todo, ¡nunca nos casamos!

Mi abuela nació en Chicago en 1925. Era una cabaretera. Cantaba y bailaba y hacía de chica de compañía. No tuvo una vida demasiado fácil. Su madre no había podido darle mucho, pero le enseñó la ley de la familia: vive como quieras, toma los amantes que desees, pare una hija y ¡nunca te cases!

La abuela lo pasó mal, pero permaneció fiel a la tradición familiar. Parió a mi madre a la edad de treinta y cuatro años. La crío con lo poco que ganaba, pero le enseñó lo que tenía que aprender y la ayudó a abrirse camino en el mundo.

Mi bisabuela trabajó de fregona en Boston. Se fue allí desdeñada como bastarda. Había llegado a América en brazos de su madre, cuando aún era un bebé. Su madre había intentado pasar por viuda, pero, de algún modo, la gente se enteró de que nunca había estado casada y de que su hija era ilegítima. Fue la que tomó la gran decisión, la que sentó la ley de la familia.

El apellido de la familia no fue siempre Leigh. Se abrevió, en algún momento de la historia de la familia, de Leighton.

Nuestro linaje fue fundado por la inglesa Annabelle Leighton. Había tomado un amante, pero esto ocurrió antes de establecer nuestra gran ley. Quería casarse. Su amante le había prometido que se casaría con ella. Ella confió en él, ¡pobre ingenua! ¡Pobre Annabelle Leighton!

Su amante era el segundo hijo de un barón. Su hermano mayor había desaparecido en una expedición al África del Este. El amante de la tatarabuela fue en busca de su hermano. Ninguno de los dos regresó.

La tatarabuela esperó el final más amargo. Dio a luz en soledad, en soledad y sin ayuda, en un helado piso londinense. Cuando comprendió que su amante no regresaría, cuando el barón Tewkesbury murió y el título y la fortuna pasaron a un primo lejano que le dio con la puerta en las narices, mi tatarabuela creó la gran ley de nuestra familia.

Reservó un pasaje para América y fue a vivir a Boston: y enseñó a su hija a vivir como quisiese, a tomar los amantes que eligiese y a parir una hija para traspasarle la ley de la familia. Y, por encima de todo, a no casarse nunca.

Esta es la historia de mi familia. Esta soy yo.

Jugaste un papel en esta historia, Clive Folliot. Tú sabes quién eres. Tú sabes qué parte tuviste.

Mis sentimientos respecto a ti son confusos, esto como mínimo. Si salimos de esto vivos…, si encuentras la manera de regresar a Inglaterra y a Annabelle Leighton…, si después de todo te casas con ella…

¿Qué será de mi familia? ¿Qué será de nuestra ley? ¿Qué será de mí? No lo sé, Clive Folliot. Esto es el final y la respuesta a todo. Yo simplemente no lo sé.

Clive sacudió la cabeza, como si esto pudiera cambiar el universo y romper el estado de estupor que lo había poseído, y sonido y movimiento aparecieron de nuevo a su alrededor.

Usuaria Annie (no: Annabelle Leigh) permanecía en el centro de su nimbo resplandeciente. Colores para los que Clive no tenía ni el más vago de los nombres relucían y ondulaban alrededor de ella mientras movía las manos, disolviendo el muro de piedras de la mazmorra.

No tenía ni idea de qué eran los ordenadores de que ella había hablado en aquel cegador momento de comunicación, salvo que eran máquinas maravillosas, máquinas que parecían casi tener cerebro y conciencia propios, y que podían utilizarse o bien como servidoras o bien como dueñas del hombre. El Baalbec A-nueve evidentemente era una máquina de aquel tipo.

Los prisioneros salían en tropel por el boquete que Annabelle Leigh había hecho en el muro de la mazmorra. Sin duda, aquella maravilla era una más de las que su Baalbec A-nueve era capaz de producir.

Clive no podía imaginar la cantidad de energía que aquel acto había consumido, la cantidad de energía que le quedaba, ni qué cosas más podía hacer aquella máquina bajo el mando de Annabelle. Había dicho a Clive que la máquina se recargaba con las energías de su cuerpo. Cuando ella estaba cansada y sus fuerzas agotadas, entonces el Baalbec también debía perder su poder, hasta que Annie hubiese descansado, se hubiese alimentado y hubiese repuesto sus fuerzas.

Y, por cierto, ¿cómo había conseguido llegar allí? Sólo podía hacer especulaciones, y éstas lo llevaban a pensar que había volado en la Nakajima modelo 97. ¿Había descendido a tierra allí? Quizás en el patio del Castillo. O tal vez al otro lado del foso; y de allí habría traído a Chillido, a Finnbogg y a Horace Hamilton Smythe.

Preguntas, siempre preguntas, y cada respuesta sólo arrastraba en su estela una nueva lista de enigmas. No había tiempo, ciertamente ahora no había tiempo, de continuar con las cuestiones.

Giró la vista hacia ’Nrrc’kth. Su vestido blanco, su piel pálida, su pelo verde oscuro, su belleza supraterrenal todavía provocaban una conmoción en su interior. Desvió la vista de ella y miró una vez más a Annabelle Leigh. ¿Era aquella joven la verdadera tataranieta de Annabelle Leighton? Tenía que serlo; la historia encajaba demasiado bien, a pesar de sus rasgos fantásticos, con la realidad de las vidas de Clive y de Annabelle.

Annabelle Leigh, Usuaria Annie, era su propia tataranieto. Era carne de su propia carne, el fruto de sus impulsos vitales (y de los de Annabelle), de la pasión de ambos.

Pensó en cómo la había tenido en brazos durante el viaje en carro. Sabía que si la situación hubiese sido otra, si se hubiese presentado la oportunidad, habría hecho algo más que cogerla entre sus brazos. Habría… Ella era su propia tataranieta, su descendiente directa, su misma hija, y él habría… Pero no, aquello había sido sólo un sueño, un curioso vuelo de la imaginación, algo a medias entre la materia del sueño y los pensamientos del deseo. Y si él no lo hubiera sabido, si no lo hubiera sabido a tiempo…

Pero ahora una fuerza más tangible lo arrastraba: los prisioneros de la mazmorra en busca de su libertad.

Unos pocos consiguieron huir lejos de la mazmorra del Castillo. Se oyeron las zambullidas de los que habían caído en el ancho foso, y luego una serie de gritos: los habitantes del recinto acuático empezaban su festín.

Pero la mayoría de los prisioneros permaneció en la parte interior del foso, apiñándose alrededor de Clive, Tomás, Gram y ’Nrrc’kth. Los recién llegados —Annabelle, Horace Hamilton Smythe, Finnbogg y Chillido— también estaban junto a ellos.

Y todos, todos, estaban mirando a Clive.

No, no estaban simplemente mirándolo. Estaban esperando algo de él. Esperando a que tomara una decisión, a que tomara el mando.

No deseaba el papel de jefe, pero habían depositado la confianza en él. Arriba, en el Castillo, había guardias. Era un milagro que todavía no hubiesen respondido a la fuga en masa de los prisioneros, pero Clive sabía que aquello podía suceder en cualquier momento.

Podía conducir a aquella abigarrada banda a la huida o podía ordenarles quedarse donde estaban y luchar.

La primera alternativa ahorraría heridas, e incluso muertes, por el momento. Pero, de una forma u otra, tenía que hacer frente a los q’oornanos. Alguien tenía que resolver el misterio de la Mazmorra. ¡Alguien tenía que derrotar a los señores omnipotentes!

Este alguien podía ser Clive Folliot, con su banda de seguidores, humanos e inhumanos.

Hubo tiempo para una breve comunicación con Annie mientras los demás se tomaban un corto descanso, y Clive no dejó pasar la oportunidad.

—Ahora comprendo —dijo a Annie.

Ella lo miró directamente a los ojos y le dijo:

—Me alegro, Clive. —La mirada de ella expresó también que sabía lo que Clive comprendía. Gracias a aquel momento de unidad psíquica, ella había aprendido tanto de él como él de ella.

—¿Hay algo más, algo más que deba descubrir?

Annie sonrió.

—Bibliotecas enteras, Clive. Abuelo. Los q’oornanos sólo son un grupo, un mundo en un universo que apenas puedes imaginar. Nosotros somos peones, abuelo. Peones en un ene-dimensional ajedrez de locura, en donde no sabemos ni de quién es la mano que nos mueve.

—¿No hay esperanza, pues? —casi suplicó Clive.

—¡Siempre hay esperanza, abuelo! ¡Siempre! Sólo cuando nos rendimos la esperanza deja de existir para nosotros. Mientras nos aferremos a nuestras aspiraciones, mientras no abandonemos la lucha, todavía podemos ganar. Algún día. De alguna forma. ¡Ganaremos, abuelo!

Clive sonrió a Annie, a aquella bellísima mujer, a aquella criatura valiente y enigmática. Comprendía que la amaba, que la amaba como nunca antes había amado a nadie.

¡Ganarían! En lo más profundo de su corazón, sabía que ganarían.

La primera tarea que les aguardaba era enfrentarse con Neville.

Clive Folliot se preparó para acometer aquella tarea.