27
La Sala de los Señores del Castillo
Un equipo de lugareños, trabajando a la luz de una antorcha, preparó el carro. Mientras éstos se ocupaban de sus tareas, Clive deliberaba con sus colegas.
Horace Hamilton Smythe fue el más hablador y el más decidido a seguir adelante.
—¡Tenemos que llegar hasta allí, mi comandante! Tengo la impresión de que he sido yo quien lo ha llevado hasta esta situación. Por esta razón desearía presentarle mis disculpas, mi comandante.
Clive Folliot estrechó la mano de Smythe. Aquella noche todo el mundo pedía disculpas.
—No es culpa suya, sargento. Sospeché de sus motivos durante un tiempo, tengo que admitirlo. Pero una vez que supe de sus experiencias en Nueva Orleans (el encuentro con los tramposos, el duelo), me di cuenta de que no era culpa suya. Durante esta aventura, usted no ha actuado siempre por voluntad propia.
Smythe inclinó la cabeza varias veces.
—Le estoy muy agradecido por su comprensión, mi comandante.
—Desearía poder estar seguro de que ahora mismo usted es el auténtico Horace Hamilton Smythe.
—¡Lo soy, mi comandante!
—¿Y no volverá a caer en algún trance hipnótico, sargento? ¿Está libre por completo de la influencia de Philo Goode, de Philo Goode y de quienes puedan ser sus compañeros o sus jefes?
—Esto no puedo decirlo, mi comandante. —Smythe levantó la cabeza como buscando alguna indicación en el cielo—. En estos momentos me siento totalmente yo mismo. Pero, si el señor Goode tiene sus redes invisibles tendidas encima de mí, lo único que puedo decir es que intentará cogerme de nuevo en ellas.
El hombre parecía acongojado. El corazón de Clive se solidarizó con él, pero no pudo hacer nada para reconfortarlo.
Estaban en la plaza, delante de la casa del comandante. La constelación de soles en miniatura relucía en lo alto y latía débilmente en aquella hora de la medianoche. Se habían colocado formando la ya familiar espiral.
Como Smythe, Clive levantó la cabeza a los cielos. En algún lugar más allá de las estrellas giratorias se encontraba la superficie interior de la concha que era aquel diminuto mundo. Quizá cada uno de los túneles entre los que habían intentado elegir conducían a un mundo diferente, cada uno una miniatura, cada uno con su entrada independiente, cada uno único.
—Además, simplemente, no puedo abandonar al viejo Sidi Bombay —prosiguió Horace Hamilton Smythe—. Es un buen amigo. Estoy convencido de que está vivo y de que, si continuamos adelante, encontraremos alguna pista que nos diga adonde ha ido a parar. Sidi es mi camarada más antiguo, comandante. Servimos juntos incluso antes de que usted y yo nos conociéramos. Yo fui el mentor de usted cuando era un teniente novato (usted también lo dijo, y yo me siento muy honrado con ello, mi comandante), y considero a Sidi como mi propio mentor. Mi iniciador y mi guía en el ancho y largo mundo, mi comandante. Siento en las mismas entrañas, comandante, que el viejo Sidi vive. Y no puedo abandonarlo.
—Lo comprendo —asintió Clive—. Lo mismo que siente usted por Sidi Bombay, lo siento yo… por la señorita Annie. —Los dos militares permanecieron en silencio unos momentos, meditando. Luego, casi de repente, Clive dijo—: Smythe, estoy seguro de que mi hermano está vivo. Tan seguro está usted de que Sidi Bombay vive como yo de que Neville Folliot también vive.
—¿Seguro, mi comandante?
—Bien, debo admitir que tengo mis dudas. Cuando encontramos el ataúd que contenía su cadáver, pensé evidentemente que todo había terminado para Neville. Sin embargo, por medio de algún poder, continúa agregando mensajes a su diario.
—El comandante ha leído un nuevo mensaje esta noche —comentó Smythe.
Clive no había compartido la última página escrita con Smythe.
—En efecto. Y uno inquietante. No obstante, muestra que Neville es capaz de comunicarse con nosotros.
—¿Cree usted en espíritus, mi comandante? No quiero desanimarlo, pero quizás el comandante Neville Folliot ha…, ¿cómo lo diría?, hem, haya pasado al siguiente estadio de la existencia. ¿Podría ser que mandase escribir el diario a sus dedos ectoplásmicos?
Clive mantenía el libro bajo el brazo. Le dio unos golpecitos.
—Todo es posible, sargento. Absolutamente todo. Pero, sea como sea, no creo que Neville esté muerto. El cadáver del ataúd fue un simulacro. Un artefacto mecánico, a lo mejor, o un muñeco. Quizás incluso un cadáver real, un cuerpo elegido por su parecido físico con Neville.
Cerró los ojos con fuerza durante unos momentos; luego los abrió y dijo:
—Vista a un doble con el uniforme adecuado, córtele el bigote y el pelo de forma que se parezcan a los de Neville, aplíquele un poco de maquillaje. Procure que la iluminación sea débil y que el momento sea corto y tenso. Voilá! ¡El engaño apenas puede fallar!
Distraídamente dio un puntapié a un terrón del suelo y luego se volvió hacia las enigmáticas estrellas giratorias. ¿Quién estaba detrás de todo? ¿Adonde los llevaría?
—No lo sé —respondió a su propia pregunta—, pero voy a descubrirlo. Y cuando lo haga, sé que volveré a encontrar a mi hermano. Lo encontraré vivo. Y con toda probabilidad, encontraré a mi Annie perdida y usted también encontrará a su camarada Sidi Bombay.
El carro, un vehículo hecho de maderos gruesos, con ciertas reminiscencias de los carromatos londinenses, salió de su cobertizo. El comandante/alcalde del pueblo iba en él, sentado en un alto banco de madera, chasqueando furiosamente el látigo contra las ancas de la yunta que arrastraba el carro.
Cuatro faroles de aceite de luz parpadeante se columpiaban en las cuatro esquinas del vehículo y una antorcha llameaba en un soporte junto al asiento del conductor.
Finnbogg y Chillido siguieron a Clive y a Smythe hacia el carro.
Clive se quedó petrificado al contemplar la yunta. El comandante había dicho que el carro no sería tirado por caballos. Por eso Clive había esperado encontrar otros animales usados para el mismo tipo de trabajo: bueyes, búfalos, incluso perros gigantes.
Pero aquellos animales de tiro eran seres humanos. Humanos gigantes, e iban desnudos. Uno macho, el otro hembra.
Clive soltó un grito de rabia y arremetió contra el comandante, con la intención de derribarlo de su percha. Pero el funcionario evitó su ataque; entonces Clive, en lugar de intentarlo de nuevo, corrió hacia la parte delantera del carro.
Escudriñó aquellos rostros patéticos. El hombre y la mujer debían de pesar media tonelada cada uno, como mínimo, y era probable que el hombre incluso la sobrepasara.
—¿Qué os han hecho? —rechinó Clive. No hubo respuesta.
Tomó la cabeza del macho en sus manos y miró fijamente en sus ojos. Estaban estupidizados, con pocos signos de inteligencia o de conciencia.
—¡Tú eres un ser humano, hombre, no un animal mudo! ¡Habla! ¿Qué os han hecho?
No hubo respuesta. Dio un paso hacia la hembra. Sus facciones eran, sólo levemente, menos bastas y primitivas que las de su pareja. El pelo largo le caía a cada lado del rostro. Llevaba el cuerpo enjaezado con arreos, y en la boca le habían puesto un bocado, exactamente igual que si fuese un caballo. Su compañero tenía arreos similares.
Los ojos de Clive se apartaron de los rostros idiotas, sin espíritu, y se posaron en sus cuerpos. Tenían los brazos largos y musculosos, y hombros fuertes y robustos; las manos se les habían empequeñecido para formar unos apéndices parecidos a porras. Iban a gatas, con la grupa levantada, pero sólo ligeramente, ya que tenían las piernas cortas, y acabadas en forma de muñones.
Lágrimas de rabia y conmiseración llenaron los ojos de Clive.
—¡Hablad! —gritó a los animales humanos—. ¡Poneos en pie! ¡Vestíos! ¡Os han convertido en animales!
El macho y la hembra se movieron inquietos como si, en un oscuro rincón de sus cerebros embrutecidos, alguna débil chispa brillase en respuesta al apasionado discurso de Clive. Movieron las manos-patas y emitieron un sonido, un suspiro que rasgaba el corazón, un sonido que contenía el último y desesperanzado vestigio de su humanidad perdida.
El comandante saltó de su percha. Metió la mano en el bolsillo y sacó una manzana y un cuchillo tosco. Partió la manzana por la mitad e introdujo sendas mitades en las bocas de las bestias humanas. A pesar de los bocados que llevaban, se las arreglaron para masticar la manzana. La tenue luz que había aparecido en sus ojos se desvaneció.
—No debería haberlo hecho, señor —apeló el comandante a Clive—. Sólo ha conseguido contrariarlos. Déjelos como están, señor, por su propio bien. No hay nada que pueda hacer por ellos. Nadie puede hacer nada por ellos. Sólo dejarlos tranquilos.
Clive escrutó el rostro del comandante. El dolor, la pena y la desesperanza que vio en su expresión eran demasiado reales para iniciar una discusión con él.
—De acuerdo —dijo—. Vámonos, pues.
—Muchas gracias, señor. —El comandante los ayudó a subir al carro.
Finnbogg insistió en olfatear el par de animales, antes de subir. Inclinó la cabeza a un lado, luego al otro: por fin se apartó de ellos y con gran esfuerzo se subió a la parte trasera del carro. Chillido saltó hacia las bestias humanas y éstas se encabritaron y se echaron atrás; luego, también ella se encaramó a la parte posterior del carro.
Clive y el sargento Smythe se sentaron más cerca del comandante.
El viaje al Castillo fue tranquilo y frío y, en gran parte de su recorrido, sin incidentes. De vez en cuando se oían ruidos que provenían de la oscuridad, ruidos que a Clive le producían escalofríos a lo largo del cuerpo. Había colocado el diario de Neville en el asiento, junto a él. Luego, para mantenerlo seguro, se incorporó un tanto y deslizó el libro encuadernado en cuero negro debajo del muslo.
El carro avanzaba rodando y pegando saltos. Nadie hablaba; incluso los impulsos musicales de Finnbogg parecían haber desaparecido. Clive no pudo calcular el tiempo que el carro viajó. El crujir de las ruedas, los olores frescos del campo y su propia tensión y fatiga, se combinaron para hacerlo caer en un estado de semiinconsciencia.
¡Qué perfecto sería aquel momento si a su lado estuviese Annie, en lugar del impávido sargento Smythe!
En aquella extraña duermevela, tenía a Annie entre sus brazos. Bajo la luz de las estrellas giratorias, su rostro era singularmente bello. Los puntos de luz del cielo se reflejaban en sus ojos y la brisa agitaba su pelo. Clive se preguntó cómo conseguían las mujeres cuidar de su cabello en mitad de circunstancias como aquéllas; pero, incluso en su medio sueño, reconoció que había misterios que estaban más allá de la comprensión masculina, y que aquél era uno de ellos.
Bajó su cabeza hacia ella y sus labios se encontraron.
Estaban inimaginablemente lejos de su casa, atrapados en un mundo que ellos no habían creado y que era probable que nunca comprendieran. Viajaban en compañía de unos seres nunca soñados en el Londres de Clive. Cada día, cada momento, podía ser el último.
Algún instinto remoto empujó a Clive a apretar con más fuerza sus labios contra los de Annie, a abrazarla más estrechamente, obligando sus manos a apretar el cuerpo de ella contra el suyo propio. Y ella respondía, respondía con caricias que debían de ser corrientes en su extraño mundo del año 1999, pero que eran sorprendentes (y deliciosas) para un hombre de la época formal de Clive.
En aquel instante, Clive percibió un movimiento raro. Era el diario de su hermano Neville, que había colocado bajo su muslo. Se agitaba y se retorcía como una cosa viva. Intentó ignorarlo para mantener su atención entera hacia Annie. Para ambos, podía ser la última oportunidad de compartir un momento como aquél. Clive no deseaba privarla a Annie de ello.
Pero el libro exigía su atención. Se calentaba, luego se enfriaba. Enviaba una sensación como de agujas hincándosele en la pierna. Punzaba como una inyección de ácido mortal.
Con un gemido, Clive dejó a Annie y alargó la mano hacia el libro. Y, con un sobresalto, se dio cuenta de que Annie no estaba allí, de ningún modo. Ahora estaba completamente despierto, consciente de estar sentado en el asiento duro de un transporte que iba saltando y crujiendo. Sacó el diario de debajo de su muslo.
Había hecho irrupción el alba… o su equivalente en aquel mundo hueco. La galaxia de estrellas se había hecho más brillante. El Castillo surgía ante ellos, a poco menos de dos kilómetros.
En la mano de Clive, el libro se abrió por sí solo, y se abrió por la página siguiente a la última que había leído. Había otro escrito, esta vez en tinta del color de los ojos de una cobra: ¡un verde mortal, hipnótico!
«La gema de la belleza es el diamante y la gema del pecado es la esmeralda. Busca el diamante. Busca la esmeralda. Has viajado más de lo que era simple y más de lo que era sensato. Tu peligro sólo acaba de empezar, pero ya está acabando. Cuidado con el pecado que reposa en la cima de la belleza. Cuidado con la esmeralda que reposa en la cima del diamante, ¡cuidado, Clive Folliot, cuidado!»
Sin la intervención de Clive Folliot, el libro se cerró con un golpe seco. Intentó abrirlo de nuevo, para reexaminar aquel último mensaje, pero el libro se resistió a ceder.
Un pelotón de rechonchos soldados de caballería semejantes a gnomos les cerraba ahora el paso. Acababan de llegar al Castillo, y el comandante frenó a las bestias humanas.
El jefe de la guardia vestía un pesado casco y una maciza armadura acolchada. Llevaba una enorme hacha de doble filo, y otras armas colgaban del cinto que rodeaba su ancha cintura.
—¡Tú! —gruñó. Señaló con su enorme hacha, sosteniéndola con una mano de tal forma que pareció el puntero de un profesor en una soleada clase de Cambridge. El arma apuntó inequívocamente a Clive—. ¡Baja! ¡Ven!
Señaló a los demás del carro e hizo un ademán desdeñoso.
—Vosotros, los que quedáis: idos a casa. O esperad aquí. O que os coman los… —pronunció una palabra: evidentemente el nombre de alguna bestia que podía encontrarse por los alrededores.
—Morid, de cualquier forma —rugió el jefe. Señaló de nuevo a Clive—. ¡Tú, ven, deprisa! —Se volvió sin esperar respuesta y echó a andar con torpeza hacia el Castillo.
Todavía sentado, Clive se volvió, miró a sus compañeros e intentó leer lo que veía en sus rostros. Tendió el diario a Horace Smythe. No estaba seguro de por qué lo hacía, pero, de algún modo, sentía que el diario tenía más probabilidades de perdurar en la custodia de Smythe que en la suya.
Clive descendió del carro y siguió al jefe de la guardia por el camino de tierra dura hacia el Castillo. Tendría que hacer frente a lo que hubiese dentro del Castillo, solo. Solo, la palabra resonaba en su mente. Y la repitió a cada paso que daba. Solo. Solo. Solo.
El Castillo, visto desde más cerca, era un perfecto ejemplo de fortaleza medieval. Parecía la ilustración de un libro de cuentos populares reunidos por los hermanos Grimm, ¡quizás el mismo que contenía la historia de Hansel y Gretel! Altas torres se elevaban lúgubremente por encima de gruesas almenas. Muros con mirillas y estrechas ventanas facilitaban la defensa del Castillo contra un posible ejército sitiador. La única entrada visible a la mole era una gran abertura arqueada, cerrada con una reja de hierro, a la cual sólo se podía llegar cruzando un ancho foso.
A través de la reja, Clive pudo ver un ancho patio descubierto: el tipo de patio que en siglos pasados se habría utilizado como punto de encuentro para comerciantes… o guerreros.
Era un edificio desfasado en cientos de años, una pesadilla de la Edad Media. Pero allí estaba.
El guía de Clive no había dicho otra palabra desde que habían dejado atrás el carro y a los compañeros de Clive. La única compañía que éste tenía en aquella marcha melancólica eran las pisadas rápidas y ligeras del jefe que lo conducía camino arriba y el pesado arrastrar de pies de los demás guardias a sus espaldas.
Cuando llegaron al foso, el puente estaba levantado. El jefe de la guardia buscó una piedra pesada y la arrancó del suelo con sus sucios dedos. Echó la mano hacia atrás y lanzó la piedra contra el puente; la piedra chocó contra éste con gran estruendo y cayó en el agua.
Por entonces la mañana ya era brillante: unas espirales de vapor se levantaban y bailaban por encima del foso. Un rostro apareció en una rendija junto al puente. La cabeza recubierta con el casco asintió y, momentos después, con gran acompañamiento de crujidos y chirridos, el puente bajaba.
—¡Tú, ve! —le ordenó el guía a Clive, quien empezó a cruzar con precaución el puente levadizo. Cuando estaba a la mitad, el guardia del Castillo gritó—: ¡Alto!
Clive aprovechó la oportunidad para mirar sobre el borde del puente, hacia el lóbrego foso. Algo que nadaba dentro le devolvió la mirada y pareció casi sonreír, pero fue una sonrisa hambrienta, de apetito, que reveló hileras de dientes triangulares y relucientes.
Clive dio un paso atrás con toda cautela y se situó más cerca del centro del puente. Se oyó que el hierro se quejaba: la reja se alzaba. Clive pudo ver que su parte inferior estaba dotada de una serie de terribles puntas de lanza que encajaban en el suelo, y que fácilmente podrían clavarse en un hombre y horadarle la carne.
Más gnomos hicieron su aparición y rodearon a Clive. Éste lanzó una sola mirada hacia atrás. El pelotón que lo había escoltado desde el carro había dado media vuelta y ahora se alejaba del foso. El carro y sus pasajeros ya no se veían por ninguna parte.
¿Estarían a salvo? A Clive se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en sus compañeros: en los que había dejado en el carro y en los que se habían separado de él días atrás. Smythe, Finnbogg y Chillido lo habrían acompañado si él se lo hubiese pedido. Estaba seguro de ello.
Pero las condiciones de la situación indicaban que debía avanzar solo. Tenía que seguir adelante. Debía seguir hasta el final. De una manera u otra, hallaría el camino de regreso hacia donde se encontraban los demás, especialmente hacia Annie (o ella hacia él) y juntos descubrirían sus destinos.
Pero ahora tenía que seguir adelante. De nuevo se repitió a sí mismo, mientras cruzaba paso a paso el patio enlosado hacia la torre principal del Castillo: estaba solo… solo… solo…
Esta vez, los guardias se negaron a decir una sola palabra. Incluso su jefe se comunicaba por medio de ademanes exagerados y toscos empujones. Un pensamiento le cruzó por la mente: el diario de Neville ya debía de tener otro mensaje, pero había dejado el libro encuadernado de negro a Smythe. No había medio de modificar aquel acto; era un hecho consumado.
Los guardias acompañaron a Clive a través de corredores y túneles hasta que llegaron a una sala de audiencias. El capitán de la guardia cogió a Clive por el codo y lo llevó al centro de la sala. Cuando llegaron ante una plataforma elevada, el capitán empujó a Clive por detrás a la vez que le golpeaba con el pie la parte posterior de las rodillas. Clive cayó de bruces en el suelo. En un relampagueo brevísimo de claridad examinó la alfombra sobre la que había caído: era un rico tejido oriental, con un único dibujo repetido cientos y cientos de veces, trazado con hilo dorado sobre un fondo de color de medianoche.
La espiral de estrellas giratorias.
Hubo un momento de silencio. Luego una suave voz masculina habló:
—Venga, no hay necesidad de eso.
Clive levantó los ojos. Un hombre y una mujer estaban sentados en sendos tronos de madera esculpida.
—Ven —dijo el hombre—. No hay excusa a la manera como te han tratado. De verdad que lo siento muchísimo, viejo amigo. Intentamos inculcar alguna educación a estos tipos, pero detrás tienen una larga tradición y es muy difícil hacerlo cambiar. —Hizo una señal a Clive para que se levantase y luego le indicó una tercera silla cerca del estrado.
Clive se dirigió a la silla y se sentó en ella. Era consciente del estado andrajoso de sus ropas y de la suciedad que cubría su cuerpo. Hacía días que no se bañaba ni se afeitaba, semanas que no se había cambiado de ropa.
Contrastando con esto, el hombre que había hablado iba inmaculadamente acicalado. Era alto y delgado, hasta un punto casi grotesco, pero su silueta y sus facciones tenían una elegancia envidiable. Su vestido era completamente blanco, de un material sedoso y pálido, con un corte especial para acentuar la forma de su cuerpo. Cuando se movía, daba la impresión de poder y elegancia, a pesar de su extrema delgadez.
Su compañera era la contrapartida femenina de él, vestida también con ropajes de seda blanca. El vestido se le ajustaba estrechamente a los brazos y al cuerpo, y el escote del pecho era tan grande que atraía la poco predispuesta atención de Clive. Debajo de la cintura, donde el hombre vestía pantalones ajustados que desaparecían dentro unas botas negras, la mujer llevaba una larga falda.
Los dos llevaban anillos de piedras preciosas, centelleantes esmeraldas montadas en engastes de plata. Una sola esmeralda oscura colgaba de una cadena de plata en el cuello de la mujer: reposaba contra sus generosos pechos, y se elevaba y se hundía al ritmo de su respiración.
Pero lo que más chocó a Clive de los dos fue su tinte. Su piel era de color blanco. No del llamado «blanco anglosajón», sino de un blanco puro, como si los hubiesen esculpido en hielo o nieve viva. Y el cabello y los ojos de ambos eran verdes, de un verde oscuro y brillante, del color que reflejaban las piedras de esmeralda que ambos llevaban como ornamento.
—Tú eres el comandante Clive Folliot —dijo entonces el hombre.
Clive reconoció su identidad.
—De la isla de Anglo-Tierra del planeta Telus —dijo el hombre con una leve sonrisa—; y de la Tercera Era Tecnológica de aquel mundo.
Clive no encontró ninguna respuesta.
—Y yo —continuó el hombre— soy N’wrbb Crrd’f. —Colocó una mano en su pecho con aire piadoso e inclinó la cabeza cortésmente—. Y mi compañera es lady ’Nrrc’kth. —Extendió su brazo hacia la mujer. Ella la tomó entre las suyas mientras sonreía dulcemente a Clive.
Su sonrisa, a pesar de su cuerpo alto y delgado y de su sorprendente coloración (o quizás a causa de estas características), cortaba la respiración. Clive la comparó con la de las mujeres que había conocido a lo largo de su vida y no encontró ninguna que se le pudiera igualar. Ella soltó la mano de N’wrbb Crrd’f y él retiró la suya. La magnífica mujer tocó la esmeralda que colgaba de su pecho y Clive no pudo evitar preguntarse qué color tendrían las areolas de sus pechos. ¿Las vería él alguna vez?
Con un sobresalto, Clive se percató de que N’wrbb Crrd’f estaba hablando:
—… desearías refrescarte. Con toda sinceridad, me asombra que hayas sobrevivido hasta aquí. Perderé una apuesta —rio—. Una apuesta amistosa, pero una apuesta que me sabe mal perder, a pesar de todo. Nunca creí que sobrevivirías hasta este punto. Pensé que tendrías algún punto flaco, comandante Clive Folliot. Candidatos mucho más fuertes y mucho más capaces que tú han intentado este viaje, y no han llegado ni a las proximidades del Castillo. Pero…
Hizo un gesto con las manos, como rogando por sí mismo.
—Aquí, por cada ganador hay un perdedor, y viceversa, de modo que tendré que pagar, mi amigo recogerá las ganancias y así todo permanecerá en equilibrio.
Tomó la mano de su encantadora compañera, se levantaron y bajaron del estrado. Clive permaneció frente a ellos. Ahora que estaban más cerca, parecían aún más elegantes, el hombre aún más poderoso, la mujer aún más sobrecogedoramente encantadora, más de lo que Clive hubiera creído nunca.
—Mis hombres te llevarán a tus aposentos. Allí encontrarás un baño caliente, jabón, navaja de afeitar y ropa limpia. Estoy seguro de que te sentirás más feliz y más cómodo cuando te hayas sacudido las marcas de tus viajes. Luego te reunirás con nosotros para comer, comandante Clive Folliot.
Clive hizo un gesto con la cabeza.
—Mis amigos, mis compañeros… —señaló vagamente hacia la entrada de la sala, indicando tanto el camino por el que había llegado como el carro con Finnbogg, Chillido y Horace Hamilton Smythe.
—Lo siento, comandante. Ellos no pueden reunirse con nosotros. Temo por ellos: sólo hay una pequeña posibilidad de que estén vivos, aunque ciertamente desearía que no les ocurriese nada.
—¿Que ya no estén vivos? ¿El sargento Smythe? ¿Finnbogg y Chillido? ¿Que ya no estén vivos? —Clive empezó a temblar.
—Pero hay otro huésped —dijo N’wrbb Crrd’f con suavidad—. Estoy seguro de que será un gran placer para ti compartir la mesa con el general de brigada.
Petrificado, Clive repitió como un eco las últimas palabras del otro:
—¿General de brigada?
—Sí —sonrió N’wrbb Crrd’f—. El general de brigada Neville Folliot.
* * *
Clive se deleitó en el baño. La bañera era de madera, con las piezas encajadas y pulidas con tanta perfección que era absolutamente estanca. Unos criados le habían proporcionado el agua caliente en cubos, le habían cortado el pelo y le habían afeitado la barba, y lo habían lavado, frotado y mimado.
La habitación tenía pocos muebles: cortinas suaves en las paredes, una inmensa cama en donde estaba la ropa limpia preparada y una alfombra gruesa como la de la sala de abajo, donde se repetía interminablemente el dibujo de las estrellas giratorias.
Cuando lo dejaron solo, salió del agua y se secó con una inmensa toalla. La ropa que le habían preparado era de corte medieval: jubón, medias y botas altas de cuero blando. Los colores eran todos de tonos de rojo y pardo. La ropa era de su talla. Una daga, con la empuñadura dorada adornada con rubís pulidos, colgaba en su cinto.
Clive se colocó frente a un espejo alto y se admiró a sí mismo. La habitación estaba alumbrada con antorchas montadas en argollas.
Detrás de Clive apareció una figura alta y elegante vestida de blanco. Dio la vuelta en redondo y vio a lady ’Nrrc’kth. Esta se llevó un dedo a los labios, extendió una mano de dedos larguísimos y la apretó contra los labios de Clive, para silenciarlo antes de que intentase hablar.
Él asintió y ella dejó caer la mano.
Los labios le quemaban enloquecedoramente allí donde ella los había tocado. Aquel brevísimo contacto había sido como el beso de una llama helada, un sorbo de vino helado salpicado con especias picantes.
Actuando casi por puro reflejo, tomó a la mujer en sus brazos. Ella se dejó abrazar, sin resistirse. Él sintió los labios en su oreja, la cálida respiración cerca de su piel, aquel cuerpo fuerte contra el suyo. Debido a la estatura de ella, pudo verle con toda claridad la magnífica esmeralda que colgaba en su pecho. Cuando ella se movió, supo la respuesta al misterio que lo había desconcertado: el color de las areolas que decoraban sus pechos.
—Clive Folliot —susurró ’Nrrc’kth en su oreja—. ¡Clive Folliot, tienes que rescatarme!
Aquéllas fueron las primeras palabras que Clive le oía pronunciar, y lo dejaron absolutamente atónito. ¿No era la consorte de N’wrbb Crrd’f? Le preguntó si el señor no era su marido.
’Nrrc’kth lanzó una risita apagada.
—Quiere ser mi marido —dijo con amargura—. ¡Yo lo desprecio!
—Pero… yo los vi juntos. Soberano y consorte. Hombre y mujer.
—De ninguna manera. Clive movió la cabeza.
—¿Éste no es el mundo de usted? ¿El castillo de usted?
—No, yo no soy de este mundo, ni lo es la bestia de N’wrbb. Nuestro mundo está muy lejos de aquí. Los agentes de la Mazmorra llegaron allí y N’wrbb hizo un pacto con ellos. Si él los ayudaba en sus planes, ellos lo ayudarían a capturarme y a traerme aquí como prisionera de N’wrbb.
Clive sintió vértigo. Quizá fuera el baño caliente que le había secado la sangre del cerebro; quizá fuera la proximidad de lady ’Nrrc’kth. Se tambaleó y ella lo ayudó a llegar a la cama. El sólo tenía la intención de sentarse en un costado, pero entonces sintió un zumbido en los oídos. Quizás alguien había echado alguna sutil infusión en el agua del baño. Se recostó, con los ojos fijos en el techo, en donde las sombras causadas por las antorchas bailaban hipnóticamente.
Vio un rostro que se inclinaba hacia él, un rostro que le era algo desconocido, pero que era el más hermoso que nunca había mirado. La piel era pálida y el cabello liso, de un verde oscuro. Sintió el contacto de unas manos suaves que reposaban en los costados de su rostro. Oyó palabras pero no las pudo entender. Sus propias manos notaron la tela lisa y su maravillosa y suave piel.
Sin previo aviso, arrancaron a lady ’Nrrc’kth de su lado. Sintió una mano que lo agarraba por el cuello del jubón, y que lo ponía en pie sin demasiados miramientos. Y se encontró frente a lord N’wrbb Crrd’f.
—Debería matarte —gruñó a Clive. Su aliento era ardiente y pestilente—. Debería mataros a los dos. Pero haré algo mejor que eso. Mucho mejor. Crees conocer el significado de la palabra Mazmorra, Clive Folliot. Crees que lo sabes, pero no sabes nada. ¡Nada de nada!
N’wrbb levantó la mano y con todas sus fuerzas pegó a Clive en una mejilla y luego en la otra. Todavía débil y mareado, Clive vio una negrura que rodeaba la espiral de estrellas giratorias, y que en el centro de ésta surgía el rostro burlón de N’wrbb.
—Tú y lady ’Nrrc’kth aprenderéis el significado de la Mazmorra… ¡mientras el general Neville Folliot y yo lo contemplaremos con regocijo!
¡Tan cerca de encontrar a Neville había llegado! ¡Tan cerca! Y ahora… ¿qué sería de él?
Clive se sintió tumbado violentamente por el vigoroso N’wrbb y arrastrado hacia la puerta. Y, mientras perdía la conciencia, se preguntó qué le estaría ocurriendo a lady ’Nrrc’kth.