26: Cielo en la Mazmorra

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Cielo en la Mazmorra

No hubo discrepancias.

Caminaron a lo largo de la base de una hilera de colinas. Cuando habían emergido a aquel extraño mundo invertido, dentro de la Mazmorra, habían visto señales de habitáculos en la distancia. Habitáculos, es decir, con una apariencia mucho más sólida que el rudimentario campamento militar japonés de Nueva Kwajalein.

Ahora, después de varios días de marcha que les habían destrozado los pies, con la sola distracción de las animadas canciones de Finnbogg, encontraban un camino con huellas de ruedas. Era un simple par de roderas paralelas de tierra seca en la superficie del suelo, pero llenó sus corazones de nuevas esperanzas y de expectación. Siguieron el camino y éste los condujo a un panorama todavía más esperanzador: un distante grupo de casas, una distante elevación de chimeneas, unas distantes espirales de humo.

—¡Por Dios, comandante, si podría ser mi tierra natal! —exclamó Horace Smythe—. ¡Oh, Señor, cómo es posible que este pedazo de cielo se abriera camino hasta llegar a la Mazmorra!

Verdaderamente era como la Inglaterra rural. Clive se preguntó qué aspecto tendría para Finnbogg… y para Chillido. Lo que era conocido y acogedor para él mismo y para Smythe, podía ser completamente extraño y amenazador para los demás. O (y el pensamiento golpeó a Clive como un puñetazo) lo que los rodeaba podía tener una apariencia diferente para los demás.

¿Veía acaso Finnbogg su hogar, sería para él un paraíso de olores y gustos destinados a hacer que su corazón canino vibrase?

¿Veía Chillido algún mundo terrible de telarañas y nidos, huevos y larvas y la presa cebada y jugosa a la cual las de su especie chupaban la misma esencia de la vida para su propia subsistencia?

Un escalofrío le recorrió la espalda y se agachó para recoger una piedra que se encontraba en la margen del camino. La palpó, la apretó contra su mejilla, la dejó caer de nuevo y le dio un puntapié. Incluso a través de sus botas sintió el dolor en el pie.

«Esto refutaría al obispo Berkeley», musitó.

Poco consuelo había en el ejercicio epistemológico.

Y se encontró preguntándose melancólicamente: «Si Annie estuviera en el grupo, ¿percibiría ella algún mundo desconocido, del futuro, de cristal reluciente y maquinaria metálica?»

* * *

Llegaron al pueblo cuando caía el atardecer. Clive levantó la vista hacia las tenues estrellas y se preguntó (y no era la primera vez, ni sería la última) cómo había llegado a la existencia aquel mundo desconocido. ¿Habría Dios, incluso con su infinito poder y creatividad, dado vida a un lugar como aquél? ¿O la Mazmorra era la obra de alguna grande y maravillosa (¡y posiblemente maligna!) raza?

Fueron recibidos por el representante del pueblo. Clive encontró al jefe y los habitantes totalmente humanos. De nuevo se preguntó cómo los veían sus compañeros, qué aspecto tenía el pueblo para ellos. Pero apenas si podía formular la pregunta con suficiente sensatez para hacerla comprensible.

El jefe era un hombre rechoncho, jovial, de cabello canoso. Tenía un enorme bigote y vestía ropas bastas; cuando le habló a Clive, éste no tuvo dificultades para comprenderlo. La lengua que empleaba no era exactamente inglés. Era el dialecto con el que Clive se había topado antes, que le había permitido hablar con Finnbogg y con los soldados japoneses del destacamento aerotransportado Dieciséis. Los acentos y los dialectos no eran idénticos. La gente de aquel pueblo hablaba una versión que contenía bastante inglés, mezclado con porciones generosas de una docena de otros idiomas que Clive en parte reconocía, más otros tan desconcertantes como habría podido serlo el marciano.

El jefe del lugar se presentó a sí mismo con un título, pero Clive fue incapaz de decir si había usado la palabra alcalde o comandante. ¿Era un funcionario elegido o un militar retirado que simplemente había asumido el gobierno del lugar?

La mujer del alcalde (o del comandante[9]) se movía atareadísima, sirviendo fuentes de comida deliciosa al grupo de viajeros. Clive no se sorprendió de que Finnbogg comiese sin problemas la misma comida que los humanos, ni de que Chillido declinase con una humana negación de cabeza y una enigmática expresión de rostro.

Tomaron el refrigerio y bebieron jarras de cerveza espumeante en la mesa de madera sin pulir del comandante. Pero ya antes de terminar de comer se oyeron cuernos y tambores fuera, y salieron a la plaza mayor del pueblo.

Los lugareños, colocados en filas, se movían al compás de la música. Era un espectáculo extraño, un cruce entre una danza y algo que un sargento instructor podría haber ideado para el entrenamiento de reclutas torpes.

Clive se volvió hacia el jefe:

—Su título es el de comandante, ¿no?

El hombre asintió.

Una sospecha estremecedora creció en la mente de Clive.

—¿Quién le enseñó todo esto? —preguntó.

En silencio el comandante bajó la cabeza.

Una sensación apremiante de algo parecido a la rabia recorrió el cuerpo de Clive. Asió al otro por el cuello de la ropa y le levantó la cabeza de una sacudida.

—¡Dígame, hombre! ¡Dígame! ¡Dígame quién le enseñó esto, o le arranco la verdad por la fuerza!

—No…, no puedo decírselo, señor.

—¿No puede? ¡Querrá decir, no quiere!

—¡Por favor! —La mujer del comandante revoloteaba alrededor, agitando las manos con desesperación—. Por favor, señor, no puede, no puede.

Sin soltar al comandante, Clive se dirigió a la mujer.

—¿Por qué no? Mujer, he atravesado un infierno para llegar aquí. Una serie de infiernos. ¿Dónde estamos? ¿Qué mundo es éste? ¿Por qué el alcalde se hace llamar comandante? ¿Quién enseñó a esos hombres la instrucción militar inglesa? ¡Dígamelo!

Finnbogg se encogió ante el arrebato de su jefe. Horace Hamilton Smythe contemplaba la escena absolutamente perplejo. Chillido permanecía algunos metros atrás, observando atónita.

Clive zarandeó de nuevo al comandante.

—De acuerdo —dijo el comandante con un jadeo—. De acuerdo. Se lo contaré todo.

Clive aflojó su apretón y el hombre empezó a retorcerse para huir, pero Clive era más joven y más fuerte, y las penalidades pasadas desde que había partido de Londres a bordo del Empress Philippa habían dado más vigor a sus músculos y más agilidad a su cuerpo.

Agarró al comandante por la nuca y lo empujó de nuevo hacia su casa, mientras su mujer continuaba dando vueltas a su alrededor. Smythe, Finnbogg y Chillido los siguieron. Los danzantes continuaron sus evoluciones en la plaza del pueblo como si nada inconveniente hubiera ocurrido.

En el interior de la casa, el comandante se desplomó en una silla. Detrás de él, una chimenea de piedra acogía un fuego reconfortante. La repisa del hogar mostraba los tesoros familiares: dos cuadritos en marcos adornados, un ramo de flores secas guardado bajo una campana de cristal y lo que parecía ser una Biblia. Un espejo rectangular detrás de los tesoros proporcionaba una imagen doble de cada uno de ellos. Contra el muro de la pared, un reloj de caja emitía su tic-tac monótono: su largo péndulo oscilaba de un lado a otro con regularidad inquebrantable.

Era una escena que habría podido ser copiada de mil pueblos ingleses, y allí estaba, en algún lugar de la Mazmorra entera, ¿o eran mundos junto a mundos, mundos dentro de mundos? ¿Era aquel planeta una concha vacía, como un huevo vaciado de su contenido? Si éste era el caso, entonces se habían abierto camino de una superficie exterior a una interior.

* * *

Por encima de sus cabezas, la minúscula galaxia de estrellas brillaba y se oscurecía alternadamente para crear el simulacro de día y de noche. Bajo sus pies (alcanzable a través del túnel resplandeciente que los había llevado a aquel lugar) estaba el aterrorizador mundo de negrura que habían cruzado a pie, el mundo que conocían como Q’oorna.

¿Cómo habían conseguido llegar a aquel mundo negro desde el Sudd?

Quizá la Mazmorra no fuera un lugar tan simple como Clive Folliot había imaginado. Los túneles podían conducir no meramente hacia el subsuelo, sino que podían abrirse paso hacia dimensiones desconocidas, dimensiones que se encontraban más allá de lo visto en sus estudios académicos y más allá incluso de su imaginación.

¿Cuáles de sus compañeros podrían ayudarlo a desentrañar aquel enigma? Horace Hamilton Smythe era demasiado pragmático; Finnbbogg demasiado simple en su devoción perruna; Chillido demasiado alienígena. Si sólo pudiese reunirse con Annie… Como nativa de una Tierra futura, parecía poseer los conocimientos y la capacidad de comprensión que Clive no habría encontrado en una mujer de su misma época y de su mismo círculo. Y el extraño mecanismo que llevaba bajo su piel parecía aumentar sus poderes mentales. Así como podía dibujar mapas, quizá podría conocer nuevas lenguas, analizar informaciones de clases muy diferentes…

Clive esbozó una sonrisa triste mientras pensaba que el enigmático Sidi Bombay habría podido ser el más indicado para discutir su situación. Pero ¿dónde estaba Sidi Bombay?

Clive temblaba.

—Le pido disculpas —se dirigió al comandante—. No tenía derecho a ponerle las manos encima, señor.

El hombre lo contempló con la mirada vacía.

—No puede imaginarse las experiencias que hemos pasado —continuó Clive—, o los sentimientos que hierven en nuestro pecho. He permitido que la furia me arrastrase, señor. Le pido disculpas. ¿Nos ayudará, señor?

La esposa del comandante había desaparecido en la cocina y ahora regresaba con una bandeja con té caliente y pastas. El alcalde/comandante había recuperado en parte su aliento… y su compostura.

—Casi nunca nos visitan forasteros. Nuestro pueblo es muy sencillo. Cuidamos de nuestras granjas. Comerciamos los días de mercado y bailamos en las fiestas. Procuramos no buscarnos problemas.

Clive escuchaba las palabras del hombre, pero no sólo eso: mientras el oficial hablaba, Clive estudiaba su rostro. Los bigotes del hombre se agitaban con nerviosismo. Un tic le aparecía y desaparecía en la comisura de los labios. Y sus ojos…

Sus ojos lanzaban miradas de un lado a otro: a Clive, a la figura de su esposa que no cesaba de moverse, a Smythe, a Finnbbogg y a Chillido.

Pero también miraban fugazmente en dirección a la repisa del acogedor hogar y, cada vez que lo hacían, el tic reaparecía en la comisura de los labios del alcalde. Y, con menor frecuencia, echaban furtivas miradas en otra dirección.

Si Clive lo interpretaba correctamente, el comandante no miraba hacia ningún objeto del interior de la casa. Lo hacía hacia algo que estaba fuera, quizá más allá del pueblo. Y cada vez que miraba hacia aquel algo, era con un aire de presagios y temores.

El comandante continuaba hablando, charlando sobre cultivos, lluvias y cosechas, pero Clive no lo oía. La esposa del comandante le sirvió una taza de té y le ofreció una pasta.

Clive continuaba observando atentamente los ojos del comandante. ¿Qué había en la repisa que no dejaba de atraer su atención, que no dejaba de llenarlo de preocupación?

Con la taza de té en la mano, Clive se levantó y se dirigió a la chimenea. Los leños ardían con una llama regular y confortable. De espaldas a los demás, estudió los objetos de la repisa.

Uno de los cuadros representaba una escena de la vida del pueblo. Gentes felices yendo a sus trabajos, casas de campo con techo de paja y campos verdes alrededor. A los lejos, una estructura más oscura se elevaba hacia el cielo: una estructura que se alzaba con torres y torreones como las de un castillo medieval. Todo lo demás en el cuadro sugería alegría y contento, pero el castillo tenía una presencia siniestra y amenazadora.

El otro cuadro era un retrato del matrimonio. Clive reconoció al comandante y a su mujer: versiones más jóvenes y más delgadas de ellos mismos, pero inequívocamente las mismas personas. A su alrededor había lugareños, gentes que les daban la enhorabuena y, al parecer, familiares. Y el sacerdote que sonreía radiante a la joven pareja era… ¡Timothy F. X. O’Hara de joven! Su rostro era más delgado; su cabello escaso y descolorido era más espeso y pelirrojo. Pero ¡aquel hombre era sin duda el padre blanco de Bagamoyo!

Clive agarró el retrato y lo plantó ante los ojos del comandante.

—¿Quién es este sacerdote? —preguntó.

—¿Por qué? ¿Por qué? —balbuceó el viejo—. Naturalmente, es el maestro.

—¿Qué maestro?

—El predicador. El padre O’Hara. Este es nuestro retrato de matrimonio. El padre O’Hara nos casó a mi señora y a mí. ¿Qué ocurre, hombre?

—¿Está aquí? ¿Está en el pueblo? ¿Está aquí ahora?

—Vaya, pues no. Éste es un pueblo demasiado pequeño para mantener a su propio sacerdote. El padre O’Hara viene cada unos pocos años para confesar nuestros pecados, celebrar bodas y bendecir las cunas de los recién nacidos y los túmulos de los muertos. Vaya, las jóvenes parejas prometidas que no pueden esperar la siguiente visita… a veces se ponen terriblemente impacientes, viviendo separados y esperando al sacerdote para poder casarse.

Clive se llevó la mano a la frente.

—¿Sabe usted por dónde viene? ¿Cómo consigue llegar aquí? ¿Adonde se dirige cuando se va?

El comandante negó con la cabeza.

—No, señor. Tan sólo llega andando por el camino, lo mismo que usted y sus amigos. Se queda aquí unos días o una semana, y luego se marcha otra vez andando. Eso es todo.

Clive devolvió el retrato de boda a la repisa y volvió la espalda a los demás. Cambió la dirección de su mirada, del cuadro al espejo de atrás, y vio a los otros reunidos a sus espaldas. El comandante lo miraba con aprensión.

Clive se movió hacia la izquierda, hacia el ramo de flores secas. En el espejo, la expresión del comandante mostró alivio. Luego se desplazó de nuevo hacia los cuadros y hacia la Biblia.

El comandante se levantó y cogió el brazo de Clive.

—Por favor, señor, coma algo. ¿Le sirvo más té? —Y cogió la taza de Clive—. Todavía se siente confuso, por lo que puedo ver. Sus disculpas han sido aceptadas, señor. Debe considerarse como un huésped, como un huésped honorable. —Y tiró del codo de Clive, intentando alejarlo del lugar a la fuerza.

Clive permitió que el comandante le cogiese la taza de té, pero se negó a moverse del sitio.

—¿Qué es esto? —preguntó. Y tomó la Biblia de la repisa.

—¡Por favor! —exclamaron simultáneamente el comandante y su esposa.

—Pero si sólo es una Biblia —protestó Clive.

Sostuvo el libro con una mano y lo observó. No era una Biblia. ¡Era el diario de Neville Folliot!

Clive se dirigió furiosamente, con un par de zancadas, hacia el comandante.

—¿De dónde lo sacó, señor? ¿De dónde…?

La mujer del comandante se puso a toquetear a Clive con sus rechonchas manos rosadas. Aquellos movimientos eran tanto para aplacarlo como para quitarle el libro. Pero Clive no estaba dispuesto a permitir ni lo uno ni lo otro. El comandante, mientras tanto, tartamudeaba rápidas retahílas de palabras, con las que le exigía que le devolviese lo que era suyo, le suplicaba que les evitase aquel desastre, y afirmaba que Clive no comprendería, que ellos no tenían la culpa, que el responsable era el Señor del Castillo y que éste lo castigaría si permitía que le cogiesen el libro.

Con un gesto cortante de la mano, Clive silenció al comandante y paró los intentos de su mujer de arrebatarle el libro.

—Este libro es el diario de mi hermano, el comandante Neville Folliot, de los Granaderos Reales de Somerset. Habiendo fallecido mi hermano, es de mi responsabilidad hacerme cargo del diario y devolverlo a nuestro padre, el barón Tewkesbury. Usted no tiene derechos sobre el libro y no consentiré que lo sustraigan de mi poder. ¡Y aquí se acaba el asunto!

Temblando de pies a cabeza, el comandante se desplomó en una silla. Su mujer se arrodilló ante él, murmurándole palabras de consuelo y secándose las lágrimas con su delantal.

—Supongo —dijo Clive— que el Señor del Castillo al cual ustedes se refieren vive en el castillo que se ve en el cuadro, más allá del pueblo. —Indicó la repisa.

El comandante asintió en silencio. El rostro se le desfiguró en una mueca. Apenas parecía el mismo hombre que había sido minutos antes.

—Y es el mismo castillo hacia el cual usted lanzaba miradas ansiosas cuando hablaba antes —continuó Clive.

El comandante asintió de nuevo.

Clive ordenó sus pensamientos, mientras escrutaba el diario que tenía en sus manos por todos lados y estudiaba atentamente su encuadernación como si ésta le pudiera dar a entender algo.

—¿Conocieron ustedes a mi hermano Neville Folliot?

El comandante y su mujer reconocieron el hecho.

Pero ¿cómo podía ser aquello? Clive había recuperado su calma exterior, aunque interiormente estaba aturdido, agitado por la sorpresa y el misterio. ¿El comandante y su mujer conocían, pues, a Neville? ¿Habían obtenido el diario de él?

Pero Neville estaba muerto. Clive lo había visto, había abierto su ataúd, había contemplado el cadáver de Neville, había soltado el diario (¡aquel mismo diario!) de las mismas manos de Neville.

¡No!

La mente de Clive saltaba de un polo a otro como una limadura de hierro en el experimento llevado a cabo por el fallecido señor Faraday.

Neville tenía que estar vivo, tenía que estar en algún lugar por delante de ellos, ¡incitándolos, arrastrándolos hacia algún propósito oculto que sólo él conocía! Y el enigmático diario con sus mensajes, a veces útiles, a veces traidores, ¡reaparecía ahora!

Clive se sentó. Acercó hacia él una pequeña mesa y dejó el libro encima. Lo abrió en la última página escrita, que ya había leído.

En la página siguiente, había nuevas palabras. Estaban escritas en tinta de color de sangre derramada recientemente, un color que Clive no había visto nunca antes, salvo en el fragor de una batalla sanguinaria. Pero la letra con la que la nueva página estaba escrita mostraba la pluma inimitable de Neville. El texto era breve y las palabras eran claras; sin embargo, el significado no lo era.

«Hermano pequeño, me dejas perplejo. Nunca creí que llegarías hasta este lugar. Nunca creí que vivirías tanto. Todavía puedes regresar. Todavía puedes salvarte. Tus compañeros están perdidos, pero tú puedes salvarte. Vuélvete, ¡vuélvete ahora! De otra forma, el Señor del Castillo tendrá lo que le da regocijo. Vuélvete, hermano, y dile a Padre que su voluntad se cumplirá, que el Señor ha visto el signo, que el torbellino se acerca a su vórtice y en el momento preciso, que la fórmula dice la verdad. ¡Vuélvete, hermano, o el Señor te comerá el hígado!»

Clive quedó pasmado. ¿Volverse? ¿Cómo podría, incluso si quisiese hacerlo? No había retorno a través del túnel de colores, no se podía volar a través del vacío hacia el extraño vehículo similar a un tren, no se podía volver a cruzar el abismo, no…

Simplemente, no había camino de regreso. Además, incluso si desease dejar su búsqueda y regresar a Inglaterra, no podía abandonar a Sidi Bombay y a Annie. ¡No podía abandonar a Annie!

Clive levantó los ojos y fijó su mirada en la del comandante. Percibió que la expresión de los ojos del otro se reflejaba en los suyos propios.

El signo…, el torbellino…, el vórtice…, el momento…, la fórmula…

¿Qué significaba todo esto? ¿Estaba el barón de Tewkesbury envuelto en algún complot? ¿El padre de Clive y su hermano, juntos?

Clive meció su silla. En un impulso, estiró su mano hacia Horade Hamilton Smythe, en busca de ayuda o simplemente del consuelo tranquilizador que aquel contacto podía proporcionarle. Pero antes de que Smythe pudiera responder a aquel gesto, Clive se puso en pie con brusquedad y cerró el diario de Neville con un golpe seco que sobresaltó a los demás.

—¡Iremos al Castillo! —ordenó.

—¡No! —suplicó el comandante—. ¡Usted no sabe lo que dice!

—¡Iremos! ¿A qué distancia está? ¿Cuánto tardaremos en llegar andando?

—¡No pueden ir andando, señor! ¡Es absolutamente imposible!

—Entonces necesitaremos caballos, señor.

—No tenemos caballos en este pueblo.

—¿Qué utilizan?

—Utilizamos… otros animales. Tenemos carros y otros animales para tirar de ellos. No caballos.

—Muy bien —espetó Clive.

—Por favor —empezó de nuevo el comandante, pero el aspecto del rostro de Clive lo convenció de que el caso no tenía esperanzas—. Al menos —concedió el funcionario—, no de noche. No podemos llevarlos de noche, y ustedes nunca llegarían sin guías. Al menos esperen a mañana por la mañana, señor. Por favor.

Clive dudó, intercambió miradas silenciosas con sus compañeros, intentando leer sus pensamientos. Luego tomó una decisión.

—No. Prepare el coche. ¿Cabremos todos en él? Prepare los animales. ¡Nos iremos enseguida!

El comandante se puso lentamente en pie, con la cara pálida y las manos temblorosas. Junto a él, su mujer cayó al suelo, ahogada en sollozos.