25: Como un cuento de los hermanos Grimm

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Como un cuento de los hermanos Grimm

—¡Un imbécil! ¡El alférez Yamura es un imbécil!

Clive volvió la cabeza. Todavía agachado junto a la mancha de sangre a medio secar, levantó la vista hacia el sargento. Este permanecía en pie, con el sable en las manos. Los dos soldados estaban detrás de él en rígida postura de firmes, con las carabinas en posición y las bayonetas caladas. Súbitamente, Clive vio a Finnbogg detrás de los dos soldados, tensando los músculos de sus poderosos miembros para lanzarse al ataque.

—¡Finnbogg, no! —gritó.

El can retrocedió un poco, con una expresión atónita en el rostro.

Más allá, el sargento Nomura, el piloto, recorría el terreno, en busca de posibles huellas de neumático de su Nakajima modelo 97. Había roderas, ciertamente, pero Clive no pudo ver ninguna que no estuviese hecha por el carro a pedales. Siempre, claro está, que las huellas del carro se distinguieran de las de la máquina voladora.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Clive. Sabía que estaba corriendo un riesgo por haber detenido el ataque de Finnbogg contra los japoneses, pero éstos habían probado ser capaces de parlamentar con anterioridad a aquel momento. Un ataque de Finnbogg a los soldados habría provocado que el sargento Fushida le asestara con su reluciente sable un inmediato (y fatal) golpe en el cuello. Hablar era mejor.

—Usted dice que el alférez Yamura es un grandísimo imbécil. ¿Qué quiere decir con eso? —repitió Clive.

—Quiero decir que no es un buen comandante. No respeta a los hombres. No respeta al Imperio. Sólo se preocupa de él mismo. El teniente Takamura era un buen oficial. El alférez Yamura es uno de los peores.

—Estoy muy de acuerdo con usted. —Clive se puso en pie muy despacio. No deseaba alarmar al sargento; no mientras tuviera en su mano un sable y Clive tuviese sólo la garra cibroidea metida en su cinturón: milagrosamente, después de los acontecimientos de los dos días anteriores, la garra continuaba metida en su cinturón.

El sargento Fushida gruñó, un peculiar hábito de los japoneses, que Clive encontraba molesto y desconcertante. El gesto podía carecer de significado, y una interpretación errónea por parte del oyente podía ser desastrosa.

—¿Cuáles son sus propósitos? —preguntó Clive—. No hay señal visible de su máquina Nakajima. Supongo que su colega el sargento Nomura tendrá algo que decir al respecto. Pero «la Sagrada», como ustedes la llaman, ciertamente no está aquí. Y mi colega el sargento Smythe y su prisionero también han desaparecido, dejando esto como pista, para más desconcierto.

Fushida retornó su sable a la vaina, para alivio de Clive Folliot, y se agachó junto a éste para observar la mancha de sangre.

—¡Hum! Quizá nunca sepamos lo que ocurrió —dijo en voz alta. Luego, sotto voce—: Se supone que tengo que hacer que mis hombres lo maten.

Clive miró asombrado al hombre.

—Sí —asintió Fushida—. La única alternativa que me dio Yamura era hacerlo yo mismo. Por eso había desenvainado mi sable.

La mente de Clive discurrió a una velocidad vertiginosa. Aquello era como un cuento de hadas, como un cuento de los hermanos Grimm que no había oído en veinticinco años: «Hansel y Gretel» Hasta Finnbogg quizá la conociera de labios de Neville; los hermanos la habían oído juntos de su aya. La cruel madrastra que ordenaba al leñador llevar a sus hijos al bosque y matarlos… y el leñador que tenía demasiado buen corazón para realizar el acto.

—¿Lo va a hacer? —preguntó Clive.

—¡No puedo! —Fushida sacudió la cabeza, con una mezcla de furia y de angustia en su expresión—. ¡Soy un militar! ¡Mataría por el emperador! ¡Mataría en la batalla! ¡Pero no soy capaz de matar a sangre fría!

—Me alegra oírlo, sargento, ¡créame que me alegra!

Permanecieron frente a frente.

—Pero ¿y ahora, qué? —preguntó Clive.

En lugar de responder a la pregunta, Fushida llamó a su camarada sargento.

Nomura se acercó a Fushida y a Clive Folliot.

—No —refunfuñó—, la Sagrada no ha estado aquí. Mi Nakajima no ha estado aquí. De ser así, habría dejado sus huellas en la tierra.

—¿Entonces dónde? —preguntó Fushida. Hablaba ora en el dialecto q’oornano, ora en japonés.

Nomura se encogió de hombros e hizo una indicación hacia el cielo.

—Sabes tanto como yo de este extraño mundo.

—No es así —contradijo Fushida—. Nunca he volado en la Nakajima modelo noventa y siete, Hiroshi. En Kawanishis, en algunas islas, y para saltar sobre Kwajalein. Pero nunca en la Nakajima, y nunca en este mundo.

Nomura asintió.

—Tienes razón, Chuichi. Pero déjame decirte que yo he visto muy poco de este mundo. Sólo hice un vuelo, el vuelo al Castillo cuando ganamos la Corona. Este es un mundo extraño. En lugar de vivir en la superficie de una bola sólida, estamos en el interior de una bola vacía.

—¡Todos lo sabemos!

—¿Sí? ¿Comandante Folliot? —inquirió Nomura.

—Habíamos conjeturado lo mismo, sargento.

—Muy bien. Pueden estar en cualquier parte. Pero no sé cómo la Sagrada consiguió hacer volar la Nakajima. No tenemos combustible. Incluso experimenté para intentar destilar todavía más el sake, para hacer alcohol puro y usarlo como combustible, pero sin éxito.

Fushida se permitió una risita.

De la dirección opuesta a la del atolón Nueva Kwajalein brotó un horrible grito. Todos quedaron petrificados; luego se volvieron muy despacio para ver la fuente del sonido, que aumentaba de volumen por momentos.

Para satisfacción de las esperanzas de Clive, el grito provenía de Chillido. La gran aracnoide había rodeado la colina y ahora avanzaba hacia ellos correteando con sus cuatro patas, desplazándose a una velocidad increíble y gritando a todo lo que le daba la voz.

Se detuvo a la misma distancia de Clive y de los demás que un lanzador de criquet del bateador. En sus brazos asombrosamente delgados, asombrosamente fuertes, sostenía dos formas humanas, mientras hacía rechinar sus mandíbulas y los observaba con ojos fulgurantes.

La visión de la aracnoide y el sonido de sus gritos espeluznantes hicieron que los dos soldados empezaran a temblar. Los sargentos actuaron mejor. Ambos desenvainaron sus sables y permanecieron en sus lugares, mirando de Clive a Chillido y de Chillido a Clive. Parecían adivinar que la criatura de ocho extremidades estaba asociada con Folliot, aunque no tenían ni idea de cómo había podido llegar a ocurrir aquello.

Clive echó a andar hacia Chillido.

Esta, con sus dos patas libres, empezó a arrancarse pelos-púas de su henchido abdomen. Echó atrás las manos y luego las lanzó adelante, una tras otra.

Clive había recorrido quizás una cuarta parte de la distancia que lo separaba de ella; con el rabillo del ojo pudo ver a Finnbogg avanzando paralelo a él. Folliot se detuvo y volvió la cabeza para seguir el curso de las púas mientras éstas pasaban zumbando junto a sus orejas.

Cada una alcanzó a un japonés. Los cuatro militares soltaron un aullido común, no de rabia ni de dolor sino de terror puro, destilado. Clive comprendió lo que había hecho Chillido. Había ordenado a su cuerpo que segregara una sustancia química capaz de producir aquella reacción en los cuerpos de los japoneses, como un cirujano que administrara un medicamento a un paciente mediante una aguja hipodérmica o una víbora que inoculara su veneno a una víctima.

Sin pronunciar una sola palabra, los dos soldados y los dos suboficiales dieron media vuelta y echaron a correr gritando hacia la hilera de colinas que los separaba del atolón Nueva Kwajalein.

Clive continuó hacia adelante. Cuando llegó junto a Chillido, ésta soltó su doble fardo, depositando al sargento Smythe y a su antiguo prisionero en el suelo.

Smythe se levantó vacilante, apoyando una mano en Clive.

El soldado permaneció tumbado en el suelo, contemplando los soles multicolores con la mirada vacía. Emitía un gemido cada tanto y movía manos y pies al azar. Tenía el vientre hinchado y el rostro muy pálido.

—Smythe —dijo Clive—, ¿qué le pasa?

—Vayámonos de aquí, mi comandante. No quiero…, no puedo mirar al hombre. Me atacó, y casi me mata, mi comandante. Me tenía a su merced y estaba preparándose para despacharme de un modo particularmente horroroso, mi comandante, pero no puedo permanecer cerca de él.

—Pero… ¿qué ocurrió?

—Fue Chillido, mi comandante. —El sargento Smythe hizo un gesto indicando a la aracnoide—. Llegó en un momento providencial, mi comandante, y me salvó. Sí, lo hizo. Pero, entonces, mi comandante…, creo que puso sus huevos dentro del cuerpo del hombre. No sé cuánto tiempo dura la incubación, pero no quiero estar aquí cuando los pequeños quieran salir del caparazón, mi comandante.

Clive quedó atónito. Observó a la figura que yacía en el suelo, mirando, sin verlos, los soles múltiples. Clive no pudo aguantar aquella visión y volvió la cabeza. Pero no pudo no mirar y tuvo que volver los ojos hacia aquella atrocidad.

«Las avispas lo hacen», pensó Clive. «Ponen sus huevos en el interior de sus víctimas, y cuando los pequeños rompen la cáscara utilizan el huésped como alimento». Era horrible. Una de las adaptaciones al medio…, efectiva, eficiente y sin piedad. Pero no sabía que las arañas lo hicieran. Y entonces recordó que Chillido era un ser de otro mundo. Era como una araña, pero no era una araña.

¿Qué otros horrores tendría que conocer aún en la Mazmorra?

—Deberíamos coger una piedra y aplastarle el cráneo, o tomar una de nuestras garras cibroideas y segarle la yugular; cualquier cosa sería tener más piedad que… que… Puede haber sido un enemigo, ¡pero continúa siendo un hombre, Smythe! Mátelo. En nombre de Dios, Smythe, como un acto de misericordia, matémoslo.

—Si hacemos esto, mi comandante…, creo que tiene más huevos, mi comandante. Lo siento por el hombre tanto como usted, mi comandante. Pero no me gustaría estar en su lugar, mi comandante; ¿y a usted?

—¿Entonces, Smythe? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué propone usted?

—¿La señorita Annie se ha ido, mi comandante?

Clive asintió.

—Los japoneses se encuentran en aquella dirección —señaló Smythe—. Así que sugiero que vayamos en esta otra. —Y con el pulgar señaló por encima de su hombro, indicando un sentido opuesto a Nueva Kwajalein—. Hay dos salidas en este valle. Vayamos a ver adonde conduce la otra.

Clive miró a Chillido. Se estaba limpiando las púas, mientras miraba con cariño el vientre henchido del indefenso soldado japonés. La araña alargó una mano hacia aquel vientre crecido y lo despojó de su camisa caqui. La carne de abajo estaba abotagada. Un círculo rojo señalaba el punto por donde ella había introducido los huevos. Chillido acercó su mejilla al vientre del hombre, sonriendo serenamente. Emitió el primer sonido distinto del terrorífico grito que Clive le había oído siempre: un canturreo acogedor y maternal. Tenía el tono de una cariñosa canción de cuna.

Clive se volvió, con el estómago revuelto. Cuando acabó de arrojar el contenido de su estómago al suelo, permaneció temblando, con las manos frías y el rostro húmedo y pálido.

Chillido parecía no prestar atención a Folliot ni a sus compañeros. Clive miró a Finnbogg. ¿Cuánto había comprendido de lo que había sucedido? ¿Cuál era su deseo ahora?

Clive se reunió con Smythe y Finnbogg.

—Muy bien, sargento —consiguió decir al fin—. Vamos a ver qué hay en esa dirección.