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Nakajima Modelo 97
Clive se despertó con los despojos de extraños sueños girando en torbellino en su cerebro y las mazas de mil salvajes de Ecuatoria machacándole la frente. Parpadeó y una llama abrasó las órbitas de sus ojos. Sacudió la cabeza y una boa constrictor africana apretó sus anillos y aplastó su cráneo hasta hacerlo puré.
Se incorporó con un gran esfuerzo, luchando contra la peor resaca de su vida. Nunca se había sentido inclinado a beber demasiado, y ahora las náuseas y el dolor le recordaban la justeza de aquella política y la locura que era desviarse de ella.
Con la vista borrosa miró a su alrededor. Allí estaba el poderoso Finnbogg, con la sangre y el barro de la noche anterior ya secos sobre su cuerpo. Clive se preguntó cómo podía la multiplicidad de soles en miniatura que iluminaban aquel mundo al revés dar paso a la oscuridad de la noche. Pero aquél era un problema que consideraría en otro momento.
El can estaba dormido y sus ronquidos eran tan extraordinarios como cualquier otra cosa de él. Clive estiró la mano hacia Finnbogg y lo zarandeó por el hombro.
Éste abrió un ojo sanguinolento y soltó un gemido.
Clive tuvo un momento de satisfacción al darse cuenta de que la especie de Finnbogg era igualmente débil ante la bebida y ante sus efectos.
Finnbogg cerró su ojo y dio muestras de querer cavarse una madriguera y esconderse en ella, pero Clive insistió hasta que consiguió que se sentara.
El teniente Yoshio Takamura no se veía por ninguna parte.
Más alarmante todavía: Annie también había desaparecido.
¿Había ella compartido el sake con sus compañeros masculinos? Clive intentó recordar. Sí, con toda seguridad había bebido con ellos. Pero ¿había aceptado sólo unos pocos sorbos del licor caliente, por mera cortesía, o había tragado tanto como Folliot y Finnbogg, con resultados similares o aun más funestos?
¿Habían drogado el licor?
¿Había sido la fiesta entera una pantomima de Takamura con un objetivo posterior y oculto?
Desde el exterior del destrozado cobertizo llegó el nítido chirrido y repiqueteo del carro a pedales. Ignorando el retumbar de su cráneo, Clive se puso en pie y, tambaleándose, salió afuera.
El día era claro y el cielo brillante. Los soles giratorios resplandecían en lo alto. La vida parecía haber vuelto a la normalidad en el atolón Nueva Kwajalein…, tan cerca de la normalidad como podía serlo la vida en aquel lugar único. El carro de pedales ya se encontraba en el otro extremo del poblado, y un par de japoneses uniformados lo propulsaban a buen ritmo. Haciendo pantalla sobre sus ojos para protegerse del deslumbrante sol, Clive pudo distinguir la silueta del teniente Takamura sentado en el asiento posterior del carrito y junto a él… ¡Annie!
Clive echó a correr hacia el carro. Corría más aprisa de lo que sus tambaleantes piernas podían llevarlo. Uno de los pedaleantes parecía controlar la dirección del carro. Giró hacia el río que alimentaba la laguna del centro del atolón y el carro chapoteó a través de las aguas poco profundas, para luego subir a toda velocidad a la orilla opuesta sin apenas perder el ritmo del pedaleo.
Clive continuó la persecución. Detrás de él oyó a Finnbogg quejándose y gimiendo, jadeando ruidosamente en el silencio matutino.
El carrito viró de nuevo y se dirigió hacia la reluciente máquina plateada, la Nakajima. Por fin se detuvo y los dos encargados de los pedales ofrecieron sendas manos al teniente Takamura y a Annie para bajar a tierra.
Juntos se dirigieron andando hacia la Nakajima, y el teniente Takamura ayudó galantemente a Annie a subir a una de las proyecciones metálicas que se extendían a los lados de la máquina, como alas de un ave planeando.
Annie se comportaba como si ya antes hubiese visto artefactos como aquéllos. Bien, era probable que así fuera. Para Clive, la Nakajima era nueva y enigmática, pero, si era un instrumento de guerra para los japoneses de 1943, entonces sería una cosa corriente, si no ya una verdadera antigüedad, en la época de 1999 de Annie.
Annie hizo correr el caparazón de cristal de la Nakajima hacia atrás, subió y se sentó en el asiento de la máquina. Clive pudo ver que hacía el gesto de conectar su Baalbec A-nueve bajo su blusa. El ademán le hizo preguntarse por qué no había usado el mecanismo el día anterior. Incluso si el ataque inicial de los soldados la hubiese cogido desprevenida y el primer golpe que recibió la hubiera dejado inconsciente, habría podido usar el campo eléctrico una vez que hubiese vuelto en sí.
Pero no era momento de perder el tiempo en especulaciones ociosas. Gritó e hizo señales a Annie, pero ésta estaba demasiado lejos para oír sus gritos y su posición en la Nakajima le impedía ver aquellos gestos frenéticos.
Un zumbido se levantó de la máquina, seguido como de una tos, de un ronquido (exactamente igual que si la Nakajima fuese un ser vivo) y, por fin, de un murmullo vibrante. La hélice plateada de la parte anterior de la Nakajima lanzó destellos a la luz del sol cuando empezó a girar.
La máquina estaba ya en funcionamiento…, pero ¿cómo podía ser? Onishi y Takamura habían dicho que desde hacía tiempo los japoneses estaban desprovistos de municiones para sus armas y de combustible para su máquina.
De alguna forma, Annie debía de estar proporcionando energía a la Nakajima con su Baalbec A-nueve. Clive sabía que el Baalbec extraía su poder del cuerpo de la muchacha: ¡qué gran esfuerzo tenía que ser, qué gasto agotador para sus reservas físicas, alimentar aquella máquina reluciente!
La vida volvió a las piernas de Clive, y también a las de Finnbogg. Corrieron hacia la orilla del riachuelo y lo vadearon por donde había cruzado el carrito a pedales. El agua era limpia y fresca. En su prisa, Clive y Finnbogg cayeron más de una vez en ella, pero se pusieron en pie de inmediato y siguieron.
Emergieron a la orilla opuesta y echaron a correr hacia la Nakajima. Ahora los poderosos músculos de Finnbogg entraron en acción y lo distanciaron de Clive en pocos momentos.
La Nakajima avanzaba con sus tres ruedas como un juguete móvil de un chiquillo. Finnbogg pasó a toda velocidad junto al carro de pedales parado, junto a los dos soldados y el teniente Takamura, y casi alcanzó la Nakajima en su lento avance, pero la máquina aceleró en el mismo momento en que Finnbogg saltaba hacia ella. Sus poderosas manos, todavía goteando agua, resbalaron en aquella corteza pulimentada, y él cayó al suelo con una sacudida.
Clive divisó a Annie, con el cabello azotado por la brisa creada por el avance de la Nakajima. El sol brillaba en su pelo, en el cristal del caparazón abierto, en las superficies pulidas y en la hélice plateada que arrastraba la Nakajima hacia adelante.
Luego la máquina se levantó del suelo como una elegante ave marina elevándose de la superficie de un estanque. Se alzó hacia el aire, encogiéndose en perspectiva al alejarse de Clive, y luego giró en una curva suave por encima de la colina más cercana. Después, la trayectoria aérea de la máquina volvió hacia la laguna, hasta que creció de nuevo, con el sol resplandeciendo en su piel metálica.
Aquella Annie que Clive veía en el caparazón abierto de la Nakajima, ¿era la auténtica Annie? ¿Estaba lo suficientemente cerca para verla saludar con la mano, para verla sonreírle a él (o a Finnbogg) o a sus —hasta hacía poco— capturadores?
La Nakajima se empequeñeció de nuevo; se alzó, reluciente bajo el brillante sol, y subió por encima de las hileras de colinas que rodeaban el atolón Nueva Kwajalein. Pronto fue un mero punto contra el cielo que lanzaba un destello de tiempo en tiempo, y por último desapareció.
Clive continuó atónito, hasta que un gemido de Finnbogg lo volvió a la realidad.
Echó a andar en dirección al teniente Takamura. El uniforme del oficial japonés, aunque destrozado y gastado, estaba inmaculado y lo llevaba con orgullo. Una vaina militar colgaba del cinto de Takamura y de ella sobresalía la empuñadura de su sable oficial.
—Comandante Folliot —dijo Takamura. Y levantó su mano en un saludo enérgico.
—Teniente. —Clive sintió una punzada al devolver el gesto; desde que había abandonado la Guardia Montada de Inglaterra y había empezado sus viajes, había pensado en sí mismo en términos civiles, como explorador o periodista. Sin embargo, de un modo u otro, consiguió evocar el recuerdo de los formalismos militares.
—La Sagrada nos ha dejado —dijo Takamura.
—La señorita Annie. Una chica corriente, teniente.
—¿Corriente? —El japonés pareció completamente desilusionado.
Clive se permitió una estrecha sonrisa.
—Ciertamente extraordinaria. Pero todavía humana, mortal.
—Se ha ido —dijo Takamura—. El alférez Yamura me sucederá en el mando. —Desenvainó el sable, que brilló con la luz de los múltiples soles. Lo levantó en un saludo a Clive Folliot y luego en otro a la máquina aérea. Entonces se arrodilló e, invirtiendo el sable y situando su punta en el esternón, se lo hundió profundamente en el corazón.
* * *
Mientras que Takamura se había comportado con corrección militar y había exigido la obediencia inmediata y disciplinada de sus subordinados, Yamura actuaba con la autosuficiencia y arrogancia de los potentados orientales, que Clive ya conocía de sus días de Madagascar y de Zanzíbar. El resultado era un servilismo adulador que Clive consideró inquietante.
Incluso con la brevedad de su estancia en Nueva Kwajalein, Clive había llegado a respetar a Takamura: por la corrección de caballero, por su sentido del deber y del honor. Era un oficial con quien Clive hubiera estado orgulloso de servir, de haber sido diferentes las circunstancias. Y los hombres del destacamento aerotransportado Dieciséis de la Armada eran hombres que hubiera sido un privilegio tener bajo su mando.
Pero Yamura era otra historia. La presunción de superioridad, la exigencia de obediencia a su persona más que a la Corona y al Imperio, el abuso de las comodidades y de las prerrogativas del mando… Clive lo había visto antes y sabía adonde conducían: al resentimiento, la traición, la relajación en el deber, la prioridad del individuo frente a la comunidad; en una palabra: a la tiranía… y a la definitiva e inevitable caída del tirano.
Los soles danzaban sobre el atolón Nueva Kwajalein.
El alférez Osamu Yamura estaba sentado frente a un pupitre de campaña, contemplando a los dos extraños, el occidental y el fortísimo Finnbogg, quienes permanecían de pie, devolviéndole la mirada. La aversión era obvia, tácita y mutua.
—¿Qué voy a hacer con ustedes dos? —preguntó Yamura. Con los codos apoyados en la mesa, extendió sus manos carnosas hacia adelante, palmas hacia arriba, como en una súplica desesperada.
La pregunta podía haber sido pura retórica, pero, a pesar de todo, Clive decidió responderle.
—Es obvio, alférez. Compartimos una desgracia común. Lo mejor que podemos hacer es considerarnos compañeros en el exilio; lo peor, víctimas de algún complot tan complejo y tan remoto que sólo podemos hacer suposiciones en cuanto a su naturaleza. Nuestra única esperanza es hacer causa común.
—¿Dónde está la Sagrada? —Yamura señaló hacia arriba con un movimiento de cabeza, indicando vagamente el cielo en el cual había desaparecido Annie, con la Nakajima.
—Me resulta difícil aceptar su terminología. Tal como le dije el teniente, Takamura…
—Mi predecesor está muerto —lo interrumpió Yamura—. Ahora yo soy el comandante. Ahora yo estoy al mando. No lo olvide, británico, y no mencione sus conversaciones entre usted y el fallecido. —Y se acarició el bigote rojizo y canoso con la carnosa mano—. De cualquier forma, hacía tiempo que esta unidad necesitaba un cambio en el mando. Mi predecesor nos hizo un favor a todos saliendo de escena por su propio pie.
—No comparto su evidente mala opinión del teniente Takamura, alférez Yamura, pero, sea como sea, lo que ha ocurrido, a pesar de ser muy lamentable, no se puede remediar. Repito: somos víctimas comunes de fuerzas y agentes que no comprendemos, pero que obviamente no desean nuestro bien. Nuestra salvación, si hay salvación posible, podría muy bien radicar en una alianza entre nosotros.
—Parece que se considera como mi igual, Folliot.
—Comandante Folliot, si me permite, alférez. Y, a pesar de que mi rango está claramente por encima del suyo, no voy a insistir en excesivas muestras de deferencia por su parte. De hecho, si he de hablarle con franqueza, le confesaré que siento ciertos impulsos hacia el igualitarismo.
Yamura dio un fuerte puñetazo al escritorio de campaña.
—¡Me ha interpretado mal, británico! Usted es mi prisionero. Usted y su esclavo.
—Finnbogg no es mi esclavo, señor.
—Su animal, pues.
—Tampoco es un animal. Finnbogg es un hombre.
—¡Basta! —De nuevo el japonés golpeó la mesa—. ¡No soportaré más que se me contradiga! ¡Son inferiores! ¡Los dos! ¡Como lo era el estúpido de Takamura! ¡El estúpido! ¡No tenía derecho a ser el comandante! ¡No comprendía el arte del mando! ¡Debería haberlo echado de su puesto tiempo atrás!
El alférez tenía la cara encendida de cólera, y las comisuras de sus labios húmedos de saliva.
Cerca estaban un sargento y dos soldados. El sargento (Clive reconoció en él a Chuichi Fushida, el suboficial al mando de la patrulla de asalto que había capturado a Annie) hizo una señal a uno de los soldados y éste corrió hacia el alférez Yamura con un trapo y le limpió las comisuras de los labios. El teniente balanceó su brazo y tumbó al soldado de espaldas en el suelo.
Yamura se inclinó hacia adelante, comprimiendo sus sienes con las palmas de las manos. Respiraba con dificultad y entrecortadamente.
—¿Se encuentra bien, alférez? —Luego Clive se volvió y se dirigió a Fushida—: ¿Está enfermo el oficial, sargento? Antes me pareció que casi había perdido… el juicio. Y ahora esta exhibición. ¡Puede que esté en el mismo borde de la apoplejía! ¿Hay un oficial médico en su unidad?
—¡Prisionero, cállese! —dijo el sargento, pero sus ojos manifestaron un mensaje diferente. Estaba inquieto, y su expresión mostraba que buscaba con desesperación una salida al dilema provocado por la muerte de Takamura y la ascensión de Yamura.
Yamura había vuelto a una condición casi normal. Bajó sus manos, levantó el rostro y miró a Clive Folliot y a Finnbogg.
—La Sagrada era una mujer occidental. Estaba en su compañía cuando mis hombres la cogieron, y fueron ustedes quienes la liberaron, ayer noche.
—Sí —reconoció Clive—. Todo es cierto.
—¿Dónde está?
¿Era aquella pregunta una obsesión? ¿Estaba firmemente convencido el alférez Yamura de que Clive y Annie estaban en combinación, o al menos de que Clive estaba enterado del destino de Annie antes de que ésta huyera volando en la reluciente Nakajima?
—Si insiste en que la señorita Annie es una criatura sagrada, no discutiré más con usted —dijo Clive—. Quizá lo sea, en un sentido, ya que parece poseer una inocencia angelical a pesar de haber sido educada en un mundo más perverso que el suyo o el mío, alférez. Pero le aseguro que no sé adonde ha ido. La máquina…, la llaman Nakajima, ¿no?…
—Modelo noventa y siete.
—Una máquina voladora.
—Un aeroplano.
—Como quiera. Pero tengo que decirle que, en mi mundo, estas cosas sólo existen en la imaginación de los visionarios y de los locos. Si en el suyo y en el de la señorita Annie son objetos cotidianos, entonces están muy por delante de 1868. Pero yo no sé cómo opera su avión, ni tengo la menor idea de adonde puede haber viajado Annie en él. Como hipótesis, pero nada más, podría aventurar que ha regresado al valle de donde sus soldados la raptaron. ¿No le parece una suposición razonable, alférez Yamura?
—Muy bien. ¡Nos va a conducir allá!
—¿Desea ir allá? ¿Usted y todos sus hombres?
El rollizo oficial quedó sumido en meditación durante un intervalo que parecía arrastrarse interminablemente. Al final dijo:
—Irá el sargento Nomura. Es nuestro piloto. La Nakajima es de su responsabilidad, y recibirá un castigo si la pierde. Regresará a Nueva Kwajalein si la recupera. Traerá a la Sagrada con él. —Yamura insistió dos, tres, cuatro veces, mostrando que reafirmaba sus decisiones—. Nomura y Fushida; el sargento Fushida al mando de algunos hombres. Sí. Esto será suficiente. Y usted, comandante, y su animal como guías.
Clive había imaginado que tendría que negociar su partida de Nueva Kwajalein. En un sentido, se había salido con la suya. Pero él y Finnbogg parecían haber regresado a su condición de prisioneros. Sin embargo, sería más fácil escapar de una pequeña patrulla de soldados que del destacamento entero.
—Muy bien, alférez. Finnbogg y yo acompañaremos a sus hombres.
Yamura gritó sus instrucciones al sargento que estaba junto a él en unas pocas frases en japonés. Clive Folliot y Finnbogg esperaron hasta que concluyó la andanada. Llegado este momento, Yamura se levantó con brusquedad, empujando el pupitre de campaña.
Pero, antes de que diera en el suelo, los dos soldados se lanzaron hacia él, lo cogieron a tiempo y lo volvieron a poner en pie. El sargento, mientras, había palidecido. Hizo una aspiración, se inclinó en una reverencia y luego se puso rígidamente en posición de firmes.
Yamura se fue hacia su cobertizo y desapareció en su interior.
El sargento gritó una orden a los dos soldados, que salieron apresurados en direcciones opuestas. Tan pronto como se hubieron alejado los soldados, el sargento se volvió a Clive y lo saludó con elegancia.
—Sargento Chuichi Fushida, de la Armada Imperial, a su servicio, señor.
Clive le devolvió el saludo.
—Lo conozco, sargento. Mi memoria no es tan pobre.
—Sí, señor. Debo pedirle disculpas, comandante Folliot, por la conducta de uno de mis hombres.
—¿A qué conducta se refiere?
—Á la del que golpeó a la Sagrada con la carabina.
—Una pobre decisión. Estoy de acuerdo en que no fue lo correcto. Bien, aunque, hablando de la señorita Annie, ciertamente parece que no está herida. Creo que las disculpas serán aceptadas.
—Le estoy muy agradecido, señor.
—Volverá allí con nosotros, ¿no?
—He mandado a mis hombres a buscar al sargento Nomura, nuestro piloto.
—Comprendo. Ahí viene. —Se volvió hacia Finnbogg—. Vamos, Finnbogg. Has estado tremendamente silencioso, viejo amigo. Supongo que no tienes en mente nuevos actos de carnicería, ¿no?
—Quiero a Annie —bufó Finnbogg.
—Lo sé. ¿Y quién no? Bien, esos nihonjines no parecen tan malos como habrían podido ser. Partamos.
Por las razones que fueran, el alférez Yamura despachó la partida a pie. Hoy no había carro a pedales, lo cual significaba que la expedición, que habría podido llegar al campamento de Clive en una hora o menos, se pasaría el día entero caminando a través de las colinas.
Al principio los dos sargentos se alternaron en el mando, mientras los soldados marchaban impasibles. Clive y Finnbogg insistieron en andar a su propio paso. Cuando emprendieron la marcha, Finnbogg estaba ceñudo y silencioso. Pero, cuanto más avanzaban, más animado se sentía; correteaba, se alejaba y regresaba al grupo. Los japoneses llevaban sus carabinas sin munición con las bayonetas caladas. Siempre que Finnbogg se separaba del grupo, el sargento Fushida y el sargento Nomura se ponían nerviosos. Pero Clive permanecía en todo momento con ellos y Finnbogg siempre regresaba.
Los ánimos del can se habían recuperado hasta el punto de que empezó a cantar estribillo tras estribillo de «La vieja tosca Cruz».
Por fin, dieron la vuelta a la colina familiar que los llevaba al campamento de Clive. Había caído el crepúsculo, pero los soles múltiples no se habían puesto: en aquel mundo al revés no había lugar para hacerlo, pero parecían apagarse y alumbrar alternativamente, creando los equivalentes al día y a la noche. La tormenta de la noche anterior no se había repetido: había pocas nubes, y el atardecer era agradable.
Finnbogg salió corriendo disparado, dando alegres brincos.
Al cabo de pocos minutos regresaba, cabizbajo, con los hombros caídos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Clive.
Finnbogg lo cogió por la mano y tiró de él para que se apresurase.
Era el sitio preciso, no había lugar a dudas. Las características del terreno eran exactamente las mismas de las del lugar que habían abandonado hacía poco más de veinticuatro horas. Y había señales de que habían arrastrado algo en el lugar donde había virado el carrito a pedales.
Pero no había señales de la Nakajima modelo 97. No había señales de Annie.
No había señales de Horace Hamilton Smythe, ni de su prisionero, el soldado Shigeru Onishi.
Sólo había una zona de tierra removida: al parecer, allí había tenido lugar una lucha no hacía mucho, y en el centro había una mancha oscurecida.
Clive Folliot se agachó junto a la mancha negruzca y la frotó con el dedo para estudiarla. La materia oscura era rojiza y pegajosa. No había dudas: era sangre, y tan reciente que aún no estaba totalmente seca ni la tierra la había absorbido por completo.
Detrás de Clive, el sargento Fushida se echó a reír.