23
La Sagrada
En el pequeño valle habían encendido hogueras, y los hombres, vestidos con sus viejos uniformes meticulosamente cuidados y remendados, limpiaban sus armas o preparaban el cocido para la cena.
No era claro para Clive qué comida estaban preparando, ni podía imaginarse de dónde habían obtenido las provisiones. Había unas cuantas eras de terreno con plantas dispuestas en prolijas hileras. Quizá los japoneses cultivasen algunos vegetales y se procurasen algún alimento adicional por medio de la caza. Quizás hubiese peces en el río que cruzaba esta Kwajalein de otro mundo, o en el estanque que había en medio de su campamento.
Observó que los soldados sacaban brasas encendidas con palas, las cargaban en recipientes de piedra y las llevaban a sus simples refugios. Era obvio que, si era verdad que hacía veinte años o más que estaban encallados en la Mazmorra, tenían que conservar casi con adoración sus fuegos como tesoros.
Pero ¿dónde estaba Annie?
Clive cogió a Finnbogg por el hombro e hizo un ademán hacia el campamento. En principio, sólo había tenido la intención de hacer un reconocimiento de las posiciones del enemigo, pero la tormenta le ofrecía una oportunidad que tardaría mucho en presentarse de nuevo.
Los soldados ya se habían retirado a sus refugios. La guardia (si acaso montaban servicio de guardia alguno, después de veinte años) se resguardaría apiñada en cobertizos, empapada hasta los huesos por la lluvia, fustigada por el viento, calentándose las manos con sus preciosos fuegos.
No había camino alguno que bajase por la ladera; sin embargo, el descenso de la colina fue muy fácil. Clive fue avanzando de matorral en matorral, deteniéndose de vez en cuando para apoyarse en un tronco de árbol y observar. El robusto Finnbogg se había puesto a cuatro patas; para él la marcha era aún más fácil.
El único peligro radicaba en la oscuridad y la abundante lluvia. La hierba completamente empapada se volvía resbaladiza y las zonas de terreno desprovistas de vegetación se convertían en arcilla muy inestable y luego en barro que se desprendía con la insistente lluvia que caía a cántaros.
A unos treinta metros del pie de la ladera y a diez más del cobertizo más cercano, Clive se detuvo y se agachó tras una espesura de vegetación que le llegaba a la cintura. La lluvia continuaba cayendo, pero ya habían aparecido signos de que pronto la tormenta empezaría a amainar. Había agujeros en la negra capa de nubes, y un claro de luz del enigmático cielo se reflejaba en la superficie del lago azotada por el viento.
Los refugios de los japoneses apenas eran visibles. Pero unas rendijas de luz brillaban en la mayoría de ellos. En la orilla opuesta de la laguna pudo distinguir una franja de terreno limpia de vegetación y apisonada. En un extremo de la franja aparecía una máquina aerodinámica, reluciente, diferente de cualquier cosa en que Clive hubiese podido posar nunca los ojos. Si de alguna manera podía identificarla con algo era porque se parecía remotamente a las increíbles máquinas que los artistas visionarios dibujaban para publicarlas en los periódicos más sensacionalistas, máquinas que se pretendía que podían volar por encima de los tejados de las casas e incluso viajar a mundos distantes.
Aquello tenía que ser la Nakajima de la que el soldado Onishi les había hablado.
Clive sentía la lenta respiración de Finnbogg y le apoyó la mano en el brazo para contener su ímpetu, mientras señalaba hacia el cobertizo más próximo. La tormenta continuaba atronando, de modo que Clive podía hablar con Finnbogg sin peligro.
—No hay señal de Annie —susurró Clive—. Tenemos que localizarla.
Finnbogg gruñó para dar a entender que comprendía.
—Tenemos que separarnos, Finnbogg. Tenemos que continuar agachados, mantenernos silenciosos, y echar un vistazo a cada cobertizo hasta que encontremos dónde la tienen. Entonces…
—¡Entonces matar a nihonjines! —dijo Finnbogg con una voz cavernosa—. Matar a malos nihonjines, salvar a buena Annie, volver con el hombre Smythe.
—No tengas tanta prisa por usar la violencia —murmuró Clive—. No sabemos cuántos son, pero, por la apariencia de su campamento, deben de ser algunas docenas, como mínimo. Tienen carabinas con bayonetas, aunque parece ser que sus municiones se agotaron hace ya muchos años. Nuestras garras cibroideas nos pueden ser de alguna ayuda, pero es muy difícil que podamos luchar contra todo el campamento.
—Entonces, ¿cómo salvaremos a buena Annie?
—Si logramos deshacernos de un par de guardias y reanimarla… quizá pueda hacer algo con su Baalbec A-nueve para ayudarse a sí misma.
Reanudaron la marcha.
Un enorme rayo unió cielo y tierra. Cuando un relámpago amarillo azulado restalló y el olor de ozono llenó el aire, Clive distinguió con claridad el metal brillante de la Nakajima: fue como si la máquina planease a través de los cielos, con la hélice de tres brazos de su nariz girando, y el caparazón de cristal en su espalda cubriendo a piloto y pasajero.
Fue la fantasía de un momento, lo sabía, y, sin embargo, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Si aquello era el producto del futuro de la Tierra, si aquello era un artefacto del mundo del que provenía su querida Annie, era un futuro que deseaba ver y sentir, si alguna vez se le presentaba la ocasión.
Avanzó de nuevo, ocultándose, hacia los cobertizos más cercanos. Finnbogg estaba a su derecha; Clive le hizo un gesto, señalando el siguiente refugio. Se separaron.
Clive consiguió llegar al refugio. Estaba hecho de maderas, escrupulosamente pulidas y encajadas con precisión. Si los japoneses habían morado allí durante veinte años, habían hecho buen uso del tiempo construyéndose las casas con la habilidad de auténticos artesanos.
Casi no había ni una rendija entre dos maderos, pero habían dejado una abertura para la respiración y quizá para proporcionar al ocupante de la construcción una vista del exterior. Clive se acercó y colocó sus ojos en la abertura.
¡Un uniforme de soldado apareció justo enfrente de Clive! Sólo el hecho de estar encorvado encima de su carabina desmontada, limpiando cada pieza con el cuidado con el que un tallador de diamantes observaría y limpiaría sus herramientas, salvó a Clive de ser descubierto. El cobertizo contenía una sola habitación, escasos muebles y pocos adornos. El recipiente de piedra, con el fuego que el soldado había traído del exterior, dejaba caer una luz parpadeante en su rostro inexpresivo. Un artesanal santuario religioso se levantaba contra una de las paredes.
El soldado tenía el pelo canoso y el rostro cubierto de arrugas.
No había señal de Annie.
Clive se retiró del cobertizo y avanzó lentamente hacia la izquierda, hacia el siguiente, de similar arquitectura. Consiguió dar una ojeada dentro. Había dos soldados sentados en el suelo, uno frente al otro, con el brasero de piedra a un lado. Con su luz oscilante se entretenían en un juego, que se realizaba moviendo guijarros blancos y negros en un tablero de madera. De vez en cuando uno de ellos murmuraba unas pocas sílabas.
No había señal de Annie.
El tercer cobertizo adonde se acercó Clive estaba oscuro. No pudo distinguir nada adentro, pero pudo oír el lento y regular respirar de un hombre dormido.
¿Eran todos los cobertizos viviendas individuales? Si era así, entonces tenía que haber al menos uno vacío, perteneciente a uno de los dos hombres que jugaba con los guijarros. Un cobertizo vacío podía servirle de escondrijo, de base de operaciones para él mismo y para Finnbogg. O… ¡a lo mejor Annie estaba allí!
Clive avanzó de nuevo a campo traviesa.
Un grito en japonés seguido de una serie de bramidos, golpes, gruñidos y del ruido de leña al astillarse, quebró el silencio de la noche. La lluvia casi había cesado, el cielo se estaba despejando y ya había suficiente luz para ver con claridad el campamento japonés con su laguna en el centro.
Con un estrépito, el tejado de un cobertizo saltó literalmente por los aires y chocó contra el suelo. Las paredes de la pequeña construcción siguieron el mismo camino. Dos japoneses uniformados salieron disparados del cobertizo agitando los brazos y gritando. La robusta silueta de Finnbogg los perseguía de cerca. Detrás de ellos se dibujaba una curiosa escena, iluminada por el fuego del suelo y por la luz del cielo.
Media docena de soldados japoneses yacían amontonados en un círculo. Algunos de ellos se movían, otros gemían, y el resto, ni lo uno ni lo otro. En el centro del círculo, atada a una silla de madera, había una mujer. Tenía el mentón hundido en el pecho, pero levantó la cabeza cuando vio que Clive se acercaba, y le sonrió.
—¡Annie!
—¡Clive!
Él corrió hacia ella y se puso a deshacerle las ataduras. Las cuerdas eran gruesas y los nudos demasiado apretados para que él pudiera deshacerlos. Cogió una carabina y consiguió quitarle la bayoneta. Y atacó los nudos con el filo del acero de la hoja.
—Han corrido a buscar ayuda, Clive. ¡Te cogerán! —dijo Annie con un sollozo.
—¡Les haré frente!
Más voces se levantaron en gritos de alarma y, entre ellas, pudo oírse el bramido encolerizado de Finnbogg.
—Pobre Finnbogg —exclamó Annie—. Me ha visto aquí y ha enloquecido. Clive, ¿qué ha sucedido en nuestro campamento? ¿Dónde está Horace?
—Horace está bien. No se preocupe. Aquí, gire un poco las muñecas. Bien. Ahora, hacia el otro lado. —Él se inclinó y cortó las cuerdas que le mantenían los pies atados a las patas de la silla—. ¡Ya está libre!
Las voces se acercaban más y más. Unas luces de antorchas parpadeaban.
Un japonés entrado en años con atuendo de oficial y sable en mano conducía una patrulla de soldados.
Clive se puso en pie de un salto, con la bayoneta en posición. Sin perder ni un momento, Annie tomó una carabina de un soldado caído y se situó junto a Clive.
—Sea lo que sea lo que ocurra, Annie… —murmuró Clive—. Sea lo que sea…
El oficial gritó una orden y los soldados se detuvieron en seco. Luego se dirigió a Annie y a Clive en japonés. Para asombro de Clive, Annie replicó en el mismo lenguaje.
—¿Qué le ha dicho? —le preguntó Clive.
—Le he dicho que hable en el dialecto de aquí. De donde yo vengo, todo el mundo conoce un poco el japonés, pero yo sólo sé lo más elemental y no creo que tú sepas algo, ¿verdad?
—No, no sé nada. —Un torbellino de pensamientos giró en el interior del cerebro de Clive, de temas que quería considerar cuando tuviese la oportunidad, de cosas que quería decirle a Annie. Pero ahora no había tiempo—. Vamos a resistir —dijo Clive al oficial—. Supongo que sus hombres nos van a vencer, pero les va a costar caro. Y sé muy bien que preferimos morir antes que ser prisioneros.
Para su alivio, Annie añadió un gesto afirmativo. Estaba representando una comedia ante el oficial japonés y, con el apoyo de Annie, la jugada parecía funcionar.
—Envaine el sable, señor —continuó Clive—. Confío en que usted es un oficial y un caballero.
A pesar de que Clive vestía ropa de paisano, tuvo el suficiente porte militar para convencer al otro.
—Soy el comandante Clive Folliot, destacado al servicio del Quinto Regimiento de la Guardia Imperial de Su Majestad. ¿Y usted quién es, señor?
—Yoshio Takamura, teniente, regimiento aerotransportado Dieciséis de la Armada Imperial.
—Muy bien, señor. ¿Tengo su palabra de que ni usted ni sus hombres traicionarán mi confianza? Si es así, mi compañera y yo dejaremos las armas y usted y sus hombres harán lo mismo. Le doy mi palabra de honor como oficial y caballero de que no intentaré nada contra usted ni le provocaré daño alguno.
El oficial japonés gritó una corta frase a sus subordinados. Éstos bajaron sus carabinas al suelo y armaron un par de pabellones como conos perfectos. El teniente Takamura avanzó hacia Clive Folliot, con su sable cruzado delante de su pecho. Y se detuvo apenas a treinta centímetros de Clive, con sus ojos pequeñísimos por debajo de los del inglés, mirando el rostro de Folliot.
Lentamente el japonés alzó su sable. Durante un momento lo mantuvo en posición horizontal, con su filo en dirección a Clive Folliot, al nivel del cuello de éste.
Clive tenía la garra cibroidea en el cinturón de sus pantalones y continuaba en posesión de la bayoneta. Comparó la fracción de segundo que tardaría en hundir la bayoneta en el estómago desprotegido del otro con el tiempo que tardaría Takamura en cortar con su sable reluciente la yugular igualmente expuesta y desprotegida de su cuello.
Sus ojos se encontraron, y despacio, muy despacio y simultáneamente, Takamura y Folliot introdujeron sable y bayoneta en vaina y anilla del cinturón. Con el rabillo del ojo, Clive vio que Annie soltaba un suspiro de alivio.
—¿Qué está haciendo su demonio a nuestros hombres? —preguntó Takamura.
—¿Demonio? Ah… ¡Finnbogg!
El can había aparecido de nuevo. Avanzaba tambaleándose hacia el grupo; una mezcla de sangre y barro recubría su forma achaparrada. Los soldados lo acosaban. Él los cogía, los levantaba a peso y los lanzaba por los aires, pero continuaban acercándose, pinchándolo con sus bayonetas, acorralándolo por todos lados. Parecía un noble león africano acosado por una jauría de perros afganos.
—Finnbogg. Todo correcto —le llamó Clive—. Annie está bien.
El teniente Takamura gritó una serie de órdenes a sus hombres.
Éstos abandonaron su ataque a Finnbogg, y el poderoso can cayó al suelo, a los pies de Annie. Ella le pasó la mano por el pelo, rizando entre los dedos sus flequillos llenos de barro.
—No es un demonio —dijo Annie al teniente—. Es mi amigo y protector. No le haréis daño.
—Pero tú eres un ángel —dijo el teniente—, un ser sagrado.
Clive se quedó mirándolo, asombrado. Parecía estar suficientemente cuerdo, pero si él y su unidad habían sido arrebatados de una guerra y abandonados a su suerte en la Mazmorra, abandonados allí durante veinte años… ¿qué extraño sistema de creencias no podían haber desarrollado? ¿Annie un ángel, un ser sobrenatural y sagrado? ¿Finnbogg un demonio?
¿Y qué habrían pensado de Chillido? Era obvio que no habían tropezado con la aracnoide… ¡pero aún podían llegar a conocerla!
—Soy una mujer, teniente Takamura. No un ángel. Una mujer humana.
El oficial japonés soltó una larga y lenta exhalación entre sus dientes.
—Su soldado Onishi está en nuestro campamento, en el valle de al lado —dijo Clive—. Han sido traídos aquí desde el atolón Kwajalein, ¿no es así?
Takamura asintió.
—¿Y usted? ¿Es usted británico?
—Sí.
—¿Estaba en Singapur?
Clive negó con la cabeza.
—¿Rangún?
—Zanzíbar.
—¿Por qué está usted aquí? ¿Qué le ocurrió?
—Hemos sido traídos aquí, como ustedes, como muchos otros. Finnbogg (mi demonio, como lo llama usted) no es sino otra clase de hombre, de un mundo diferente del nuestro, teniente Takamura, y también fue arrebatado de su mundo. Venimos de diferentes mundos y de diferentes tiempos. Ustedes son de 1943, nos dijo el soldado Onishi.
—Sí.
—Yo soy de 1868. Annie es de 1999. Así que ya ve, teniente, todos somos víctimas de Q’oorna, todos prisioneros de la Mazmorra. Las guerras que tienen lugar en la Tierra ya no son nuestras guerras. Aquí no podemos ser enemigos. Aquí somos amigos, hermanos.
El japonés puso la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo. Con él se limpió el rostro sudado. Era un gesto muy vulgar, pero para Clive fue extrañamente aliviador, un signo de humanidad común que superaba sus diferencias de raza y de cultura, de idioma y de época.
Takamura hizo una señal a sus hombres y éstos trajeron sillas para Clive, para Annie y para el mismo Takamura. Finnbogg se había sentado, ya feliz, en el suelo, y reposaba con el rostro arrimado a la rodilla de Annie y los ojos cerrados.
—Le tengo que preguntar —prosiguió Clive— por qué sus hombres nos atacaron. Aquí somos extranjeros, exiliados. No les habíamos hecho ningún daño.
—Los tomaron por enemigos. Por agentes de Q’oorna. ¿Cómo sabemos que Gran Bretaña y América no están aliadas con Q’oorna contra el imperio del Japón?
—Esta guerra del futuro…, ruego para que nunca ocurra. Tiene que haber algún medio de prevenirla. Delante de nosotros tenemos una oportunidad única en la historia: conocer representantes de tres eras distintas y ver los acontecimientos del mundo a través de los ojos de estas diferentes eras. Pero por ahora, ante el difícil trance que compartimos aquí en la Mazmorra, ¡es una locura de las más desatadas luchar unos contra otros!
—Tiene razón. Usted tiene razón y mis hombres están equivocados. Como oficial al mando, asumo la responsabilidad y el deshonor de sus errores. Por favor, acepte mis disculpas, comandante. —Y el teniente hizo una reverencia con la cabeza.
«¡Dios mío!», musitó Clive para sí mismo, «¿no habré ido demasiado lejos?» Había oído hablar en alguna parte de la curiosa práctica japonesa del harakiri, el suicidio ritual para la expiación del deshonor. No de la culpabilidad, que era un concepto familiar para un inglés, sino del deshonor. La diferencia era sutil, pero muy real. Clive no quería…
—Sin embargo es muy comprensible, teniente. No piense más en ello. No se ha hecho gran daño, de cualquier modo.
—¿Y su… Annie? —dijo Takamura—. ¿Ella también nos perdona?
—Os perdono —sonrió Annie. Levantó su mano y se frotó la cabeza, mientras un gesto de perplejidad sustituía su expresión sonriente.
—Entonces brindemos. Nos las hemos arreglado para reproducir un pequeño placer aquí en la Mazmorra. —Takamura gritó una orden a sus hombres. Entre la retahíla de sílabas, Clive consiguió descifrar sólo la palabra sake—. Construimos un pequeño embalse en el riachuelo que corre a través de nuestro valle —continuó Takamura— para preparar un arrozal, y fuimos muy afortunados por poder cultivar arroz después de sembrar el de nuestras provisiones. Y aprendimos a destilar sake.
Bebieron, cantaron y se contaron historias de la vida militar en el Imperio Británico del siglo diecinueve y en el Imperio Japonés del veinte. Clive sintió que los vapores del sake le subían del estómago a la cabeza. Se notaba cálido y relajado y veía que unas manos bronceadas con uniformes caqui alcanzaban su vaso y le servían más sake. El sabor del sake era placentero y la sensación que producía en su organismo también lo era. Sintió que los párpados y la cabeza le pesaban, y en el momento de hundirse en la cálida y confortable inconsciencia, se percató de que si Takamura decidía traicionarlo por la noche, estaría por completo a su merced.