22: Atolón Nueva Kwajalein

22

Atolón Nueva Kwajalein

Fue Finnbogg quien se redimió a sí mismo, quien arriesgó su vida para salvar la de otro: su gran cobardía, al final, no fue tan grande como su lealtad o su arrojo. Pero, antes de que esto sucediera, Clive tuvo que encararse con él.

—Son hombres ordinarios, Finnbogg. No son diferentes del sargento Smythe o de mí mismo. Y nosotros no te damos miedo.

—No, no miedo de hombre Folliot, ni de hombre Smythe.

—Entonces ¿por qué te asustan tanto los japoneses… los nihonjines?

—Nihonjines comen gente.

—¿Cómo lo sabes?

—Sé.

—¿Cómo, Finnbogg? ¿Te has tropezado con otros nihonjines antes? ¿Has estado en esta parte de la Mazmorra?

El macizo animal negó con la cabeza.

—No aquí antes. Q’oornanos dijeron a Finnbogg. Enseñaron dibujos. Contaron historias.

Clive y Horace Smythe intercambiaron unas miradas.

—Cuéntanos las historias que te explicaron, Finnbogg —apremió Smythe.

—¿No deberíamos ocuparnos primero de perseguir el carro en que se han llevado a Annie? —interrumpió Clive.

—El carro corre demasiado, mi comandante. No lo podríamos atrapar persiguiéndolo abiertamente. Tenemos que hacer algo mejor que eso. Tenemos que coger a los nihonjines por sorpresa, si podemos.

Clive se frotó el mentón.

—Supongo que está en lo cierto, Smythe. Pero es demasiado duro permanecer calmado y frío mientras Annie está en las garras de esos diablos.

—Sí, mi comandante. —Hizo un gesto a Finnbogg para que continuase.

—Q’oornanos dicen: nihonjines tienen Corona de Castillo. Quien lleve Corona se convertirá en Señor de Castillo. Nihonjines no dejan a otros coger Corona. Matan a quienes lo intentan. Los asan y se los comen.

—¿Los q’oornanos te dijeron esto?

Finnbogg asintió con un gesto vigoroso que lo hizo aparecer como completamente humano.

—Pero… ¿por qué te habrán dicho todo esto? Te utilizaban sólo como vigilante del puente, ¿no?

—Finnbogg era buen guardián. No dejaba pasar a nadie. Sólo dejó pasar a hombres de Folliot. Dejó pasar a Clive Folliot. Y a hombres de Folliot.

—Sí. ¿Pero por qué los q’oornanos te contaron cosas de los nihonjines? Nunca tuvieron la intención de que llegases a este nivel de la Mazmorra, ¿no?

Finnbogg movió la cabeza, con la perplejidad dibujada claramente en sus facciones.

—Él no lo sabe, mi comandante. —Smythe, sin sacar ojo del soldado Onishi, bajó la voz para hablar con Clive—. El chico perruno no es tan inteligente, mi comandante, me parece. Hay un montón de preguntas que el viejo Finnbogg no puede responder, mi comandante. Le sugiero a usted que no pierda más tiempo con un ser de tan pocas luces, ¿comprende lo que le quiero decir, mi comandante?

Clive miró a Finnbogg, y luego otra vez al sargento Smythe.

—Comprendido, sargento. ¿Qué propone ahora?

Smythe se volvió hacia Finnbogg.

—¿Qué más sabes de los nihonjines, viejo amigo? ¿Qué fue aquello de la Corona?

—Q’oordanos dijeron a Finnbogg, cuando era cachorro, que nihonjines matan a todos, los asan y se los comen.

Por eso Finnbogg tiene miedo. Finnbogg lo siente, lo siente por amigo Smythe, lo siente por amigo Folliot. Finnbogg ama a dulce Annie. Si nihonjines asan a Annie, Finnbogg matará nihonjines. ¡Los matará! ¡Los matará! ¡Los matará a todos!

Los ojos del enano refulgieron y sus labios se retrajeron, revelando unas hileras de dientes caninos, enormes y puntiagudos.

El soldado Onishi se agachó, intentando mantener a Horace Smythe entre él mismo y el enano.

—¿Has recuperado el valor, Finnbogg? —Clive aún no estaba convencido de ello.

—Finnbogg siente haber tenido miedo, hombre Folliot. Próxima vez será valiente. ¡Próxima vez matará nihonjines si nihonjines hacen daño a Annie!

Clive se volvió hacia Smythe.

—¿Cree que podemos confiar en él… después de habernos abandonado en la lucha?

—Creo que sí, mi comandante —dijo Smythe mirando a Finnbogg.

—De cobarde a valiente en un momento, ¿tan fácil es? Cuesta creerlo.

—Lo comprendo, mi comandante. Pero creo que a Finnbogg toda la vida le han estado inculcando el miedo a los japoneses. Y nunca los vio, por lo que parece. Eran como fantasmas para él. Horribles cocos de fantasía para asustar a los niños malos, ¿no? Y entonces, de repente, ahí están.

Señaló con la cabeza hacia el soldado Onishi.

—Ahora los hemos visto. Finnbogg sabe que sólo son humanos. ¡Bah!, además tenemos uno como prisionero aquí, atado con una correa. Finnbogg no nos volverá a fallar, comandante. ¡Apostaría la paga de un mes!

Clive se frotó los ojos con los puños. Las imágenes de Annie tumbada en el suelo y raptada en el carro a pedales de los japoneses, lo perseguían y atormentaban. Por un brevísimo instante se preguntó cómo el soldado había conseguido golpearla con la culata de su carabina si ella tenía conectado el campo eléctrico de su Baalbec A-nueve, pero en realidad no estaba seguro de que hubiese llegado a conectarlo.

Annie había indicado que el Baalbec extraía su energía de la propia fuerza de su cuerpo. Por esta razón, sólo lo utilizaba cuando la necesidad apremiaba. No lo llevaba conectado si no había un peligro inminente. Si el soldado japonés la había cogido desprevenida… O quizá lo había conectado. Un golpe rápido y seco con la carabina podía haber resultado efectivo, de todas formas. Y, una vez que Annie había quedado inconsciente, ¿habría continuado funcionando su campo eléctrico?

No lo sabía, no podía saberlo, y además aquel tema lo distraía de su problema más inmediato: trazar un plan de batalla con el fin de liberar a Annie de sus raptores.

—¿Qué era esto de la Corona, viejo amigo? —El sargento Smythe seguía con su intento de desenmarañar el ovillo de informaciones, supersticiones y temores de Finnbogg.

Éste, siempre voluble, de un cobarde rematado había pasado a ser un guerrero temerario, impaciente por partir y hacer frente al enemigo.

Por su parte, el soldado Onishi, antes un militar agresivo, había intercambiado los papeles con Finnbogg y se había convertido en un cobarde.

—Tienes que tranquilizarte —insistía Smythe—. No vamos a ir a ninguna parte donde nos asen. Ahora dime, ¿qué es esto de la Corona? ¿Qué es lo que te contaron los q’oornanos? ¿Algo que ver con los nihonjines? Vamos, Finnbogg, tienes que hablar.

Finnbogg se dejó caer en sus posaderas. El impacto de sus macizos muslos sacudió, literalmente, el suelo.

—Q’oornanos dicen: Señor de Castillo tiene Corona. No se puede ver Corona. Corona como hielo, como cristal, como aire. Corona está allí, pero no se puede ver.

—Muy bien, ¿una corona invisible, pues? ¿Invisible? ¿Sabes lo que es?

—Sí, sí, Corona invisible. ¡Pero Corona visible cuando auténtico Señor la lleve! ¡Finnbogg lo sabe! ¡Q’oornanos lo saben!

—¿Qué Señor del Castillo, entonces? ¿Qué señor? ¿Qué castillo?

—No sé. —Ahora Finnbogg estaba abatido—. No sé. Un castillo, un señor. Sólo sé lo que dicen q’oornanos.

—Muy bien, pues. —De vez en cuando Smythe echaba vistazos al prisionero; el hombre estaba muy asustado por Finnbogg. Por otra parte, el japonés era bástate dócil. Y el comandante Folliot estaba siguiendo el diálogo de cerca—. Ahora —preguntó Smythe a Finnbogg—, ya que no sabemos nada acerca de este Señor del Castillo, ¿te contaron los q’oornanos por qué el Señor del Castillo ya no tiene su Corona? ¿Qué hacen los japoneses con ella?

Finnbogg balanceó su enorme testa, contento de poder responder a las preguntas de Smythe.

—Nihonjines asaltaron Castillo. Hace mucho tiempo, nihonjines tenían cosa voladora. Como carro, como tren, como enemigo volador en puente. Nihonjines llegaron a Castillo con cosa voladora, mataron soldados de Señor, intentaron raptar Dama. Gran batalla. Muchos soldados de Señor muertos. Muchos nihonjines muertos también. ¡Muchos, muchos, muchos! Nihonjines consiguieron Corona invisible de Señor.

Pronunciaba la palabra invisible con regocijo. Para él era una nueva palabra. Clive Folliot, que escuchaba en silencio el diálogo entre Smythe y Finnbogg, percibió el placer que éste experimentaba al emitir la palabra.

—Y luego, Finnbogg, ¿qué ocurrió luego?

—Soldados de Señor Castillo expulsaron nihonjines. Nihonjines huyeron volando.

—¿Y no volvieron a atacar nunca más?

—Cosa voladora de nihonjines ya no voló más.

—Comprendo —asintió Smythe. Y lanzó una mirada a Clive Folliot.

—Sin combustible, ¿verdad, sargento? Y sin almacén de provisión de combustible, aquí en la Mazmorra. Me pregunto con qué debía funcionar la cosa. Leña, carbón…, tendrían que haber sido capaces de conseguir algo, ¿no le parece?

Smythe se dirigió al soldado Onishi, y tiró de la correa para atraer su atención.

—¿Qué es esto, soldado? ¿Tus camaradas tienen una máquina voladora? ¿Estropeada? ¿Sin combustible? ¿Por qué no la recargasteis con leña, eh?

El japonés frunció el entrecejo.

—El Nakajima precisa gasolina. No hay gasolina en la Mazmorra… o no hay manera de conseguirla.

—¿Qué es gasolina?

—¡Combustible! ¡Combustible para motores! En su época no saben nada acerca de ello. Es un líquido. ¿Tiene alcohol, inglés?

—¿Para beber?

—Nosotros —interrumpió Clive— utilizamos diferentes clases de alcohol en el laboratorio de Cambridge. Es decir, los filósofos de la naturaleza. Es un líquido inflamable, cierto. Imagino que podría usarse como combustible para un motor.

—¿Y esta máquina, esta Nakajima?

—Modelo noventa y siente —respondió el japonés—. Nos barrieron de Kwajalein y nos lanzaron a la Mazmorra. Aquí hemos encontrado a otros, a otros hombres de la Tierra y también a otras criaturas. Hemos aprendido el dialecto local. ¡Pero nosotros vivimos juntos! ¡Soldados aerotransportados del Dieciséis! ¡Banzai!

—Sí, eso está muy bien, soldado Onishi.

—Sargento…, sargento Smythe. —Era evidente que el rango del otro había aplacado a Onishi. Instruido en la tradición autoritaria de su imperio, obedecería a cualquier militar de rango superior—. Sargento, ¿quién es ése? —preguntó indicando a Clive.

—Es el comandante Folliot, soldado; ¡así que cuida tu lenguaje cuando hables con él o de él!

Onishi tensó su cuerpo, estremecido por un ligero temblor.

—¿Y qué es esto de la Corona de que hablaba Finnbogg? —preguntó Clive—. ¿Atacaron realmente un castillo y robaron una corona invisible? Me suena a cuento de hadas.

—¡Es la verdad, comandante! Yo no estaba en el asalto. La Nakajima noventa y siente normalmente sólo lleva tres hombres, cuatro como máximo. El teniente Takamura posee ahora la Corona.

—¿Y este asunto de la invisibilidad?

—Es cosa cierta, comandante. La Corona…, cuando el teniente Takamura se la quita, se puede ver, aunque apenas… Parece…, parece que escape al límite de la visión humana. Incluso cuando uno la toma entre las manos (nunca se me ha permitido tocarla, claro está, pero me lo han contado), incluso cuando uno la toma entre las manos, tiene que mirarla con el rabillo del ojo, y entonces la puede distinguir, y aún con dificultad. Movió la cabeza.

—Y cuando uno se pone la Corona (he visto al teniente Takamura), nadie puede verla en absoluto.

—¿Te parece correcto esto, Finnbogg? —preguntó Clive.

—Q’oornanos dicen: cuando auténtico Señor de Castillo lleve Corona, ¡Corona brillará como oro!

—¿Es eso cierto, Onishi? ¿Ha visto usted alguna vez brillar la Corona?

—No, señor.

—¿Quién la llevaba cuando su Nakajima atacó? ¿Vio alguno de sus oficiales alguien que la llevase? ¿No le parece un cuento de hadas?

—No, señor. Pero nunca he oído decir a nadie que viese brillar la Corona, señor comandante.

—Muy bien. Ahora, ¿cómo vamos a arrancar a Annie de las manos de los compañeros de este chico? ¿Cree que aceptarían un canje, Smythe?

—Me parece que no, mi comandante. No conozco mucho del carácter oriental, pero…

—¡Mucho más que yo, sargento!

—Como diga el comandante. Pero no creo que esos chicos sean aficionados a canjear, no, mi comandante.

—Finnbogg irá a mirar. —El enorme can se puso a dar enormes saltos, haciendo temblar la tierra.

—¿Mirar adonde, Finnbogg?

—Mirar allí. —Finnbogg señaló—. Carro vino de detrás de colina. Regresó a otro lado de colina. Finnbogg irá a echar un vistazo.

—Pero ellos verán cómo te acercas. Y como tú, no hay ninguno.

Una sonrisa maliciosa (la primera que Clive le veía hacer) iluminó el rostro macizo de Finnbogg.

—Finnbogg no rodeará colina. Irá por encima colina. Mirará desde arriba a nihonjines.

—¿Ya no te dan miedo?

—¡Ya no! ¡Vergüenza para Finnbogg! Finnbogg no volverá a tener miedo. —Y dio una vuelta en torno al prisionero, pasando agachado por debajo de la correa que aún sostenía el sargento Smythe. El soldado retrocedió ante Finnbogg, pero éste agarró la correa y tiró del soldado hacia sí. El hombre, aunque más bajo que Clive Folliot y que Horace Smythe, se elevaba un palmo por encima del corpulento can.

Onishi estaba visiblemente agitado.

Finnbogg frotó su mandíbula contra el pecho del hombre y dio vueltas a su alrededor, exhibiendo sus largos caninos. Cuando terminó, Onishi temblaba tanto que tuvo que agacharse y ponerse de manos en el suelo para calmarse.

Finnbogg daba grandes brincos, riendo con una risa que helaba la sangre.

—Te creo, Finnbogg. Pero temo que te arrastre la pasión e intentes atacar el campamento enemigo. ¿Puedes cargar conmigo hasta la cima de la colina, Finnbogg? Podría andar, pero tardaríamos demasiado —dijo Clive—. Podemos explorarlo juntos. Prométeme, Finnbogg, que cuando lleguemos allí permanecerás tranquilo. Que te quedarás agachado. Sólo llegaremos a la cima de aquella colina, observaremos y, cuando hayamos visto lo que hay que ver, simplemente regresaremos e informaremos. No quiero ataques suicidas. No quiero héroes. Eres un miembro del grupo y, para bien o para mal, yo soy el oficial al mando de nuestra pequeña unidad. De modo que, si tú perteneces a ella, tienes que obedecerme. ¿Lo harás?

Finnbogg movió la enorme cabeza arriba y abajo, con la lengua colgando, como la de un perro.

—Oh, sí, comandante Folliot, oficial al mando, sí, sí, sí. —Esbozó una tosca versión del saludo militar y permaneció torpemente en un envaramiento parecido a la posición de firmes.

—Me pregunto dónde habrá aprendido Finnbogg a hacer esto —murmuró el sargento Smythe.

—Ahora todo lo que me preocupa es Annie —suspiró Clive.

—Muy bien, soldado Onishi —dijo Smythe—. Puede sentarse ahora. No intente ninguna treta o es hombre muerto. ¿Cómo es que no tiene munición en su carabina?

Onishi, evidentemente aliviado por poder hablar de temas militares con otro soldado, se sinceró. Clive permaneció alejado unos pasos, escuchando el diálogo sin tomar parte en él. Después de todo, él era un oficial de carrera y aquellos dos sólo eran hombres alistados en la milicia.

Clive Folliot sintió que uno de los poderosos brazos de Finnbogg lo levantaba y cargaba con él: el can emprendía la marcha hacia la colina detrás de la cual había desaparecido el carrito japonés.

—Comandante Folliot, ¿va bien? —preguntó Finnbogg. Cargaba con Clive como una niña lleva una muñeca, como si el peso del hombre no significase absolutamente nada para él.

—Voy bien —consiguió decir Clive—. Tú sólo preocúpate de llegar allí, Finnbogg.

Y avanzaron colina arriba saltando y botando. Clive sabía que quedaría más magullado al final de esta cabalgata que después del más fatigoso viaje a caballo, pero esto no le importaba mucho.

Annie. Ella era su único pensamiento. Annie. El soldado Onishi había negado que los nihonjines fuesen caníbales, y había parecido muy sincero, pero, si su unidad había estado errando veinte años en la Mazmorra, cualquier transformación, cualquier acusación contra ellos podía ser verdad.

¡Veinte años!

¿Y si en verdad se habían convertido en caníbales? ¡Veinte años!

De pronto advirtió que había otra posibilidad aun más atroz que la muerte de Annie. Una banda de hombres, aislados durante veinte años en un mundo inimaginablemente alienígena y lejos de su hogar… y, de repente, ¡en posesión de una bellísima joven! Los dientes de Clive chirriaron de angustia.

La ladera de la colina corría bajo los ojos de Clive. Notó algo helado y húmedo en su cabeza y volvió la vista hacia el cielo. Más allá de la silueta de anchos hombros y de la gran testa de Finnbogg, el cielo que cubría la Mazmorra se estaba oscureciendo, oscureciendo por la combinación de crepúsculo y de nubes cargadas de lluvia.

Otra gota golpeó la mejilla de Clive, y otra.

El viento empezó a pasarle silbando y la temperatura cayó en picado.

Al cabo de pocos minutos, el cielo fue gris oscuro. Unas nubes enormes e hinchadas enturbiaron el cielo y el aire se cargó de humedad. Un rayo salió disparado de una nube negra y permaneció visible por unos segundos antes de desaparecer. Un instante después, un trueno retumbaba a través de los valles.

Clive miró hacia adelante. Se aproximaban a la cresta de la colina. Susurró un aviso a Finnbogg. El poderoso can se detuvo y depositó con cuidado a Clive en el suelo. Este le hizo una señal con la mano: abajo. Finnbogg asintió y se dejó caer al suelo, agazapándose tanto como le permitió su imponente volumen.

Clive avanzó reptando y se asomó a la cresta de la colina. Un valle en forma de cuenco se abría ante ellos, rodeado de montañas. Un riachuelo entraba por un extremo de la depresión y salía por el otro. En el centro, el pequeño valle se ensanchaba para contener un lago. Clive se preguntó la profundidad que podría tener.

Unas tiendas y cobertizos rudimentarios se levantaban a orillas del lago. Clive intentó recordar sus nociones de geografía. La disposición de los cobertizos le era familiar. ¡Sí! Si el lago fuera una laguna de agua salada…, si las colinas y los cobertizos fueran arrecifes de coral, de poca elevación…, la forma podría haber sido casi idéntica a la de un atolón del océano Pacífico.

Y los nihonjines habían recreado su última base, Kwajalein.

Y entonces la tormenta se descargó con toda su furia.