21: ¡Nihonjines!

21

¡Nihonjines!

—Vamos a averiguar qué es —ordenó Clive. Annie movió su mano, y la fantasmal reproducción desapareció.

Emprendieron la marcha, Clive y Horace Smythe en cabeza, y Annie inmediatamente después, para dar fuerzas al pobre Finnbogg, que temblaba y gimoteaba: lo asustaba la perspectiva de seguir, pero aún más lo asustaba la de quedarse atrás.

No tuvieron tiempo de calcular cuánto tardarían en llegar al siguiente grupo de colinas, ni tuvieron que dar la vuelta a la ladera recubierta de hierba para descubrir qué era lo que se había movido en el prado. Algo apenas mayor que un punto móvil avanzaba rodeando la base de la colina más cercana.

Clive miró atentamente.

—¿Qué es aquello?

—No podría decirlo, mi comandante. Pero viene por nuestro camino. Pronto lo sabremos.

Los cuatro compañeros continuaron adelante, colina abajo, mientras el objeto seguía acercándose.

—Parece…, parece un vehículo. Un carro, quizá.

—No me gusta esto, mi comandante. No sé muy bien qué es, ni sé quién hay detrás de todo esto. Pero me temo que Finnbogg tenía razón acerca de esos japoneses.

Clive movió la cabeza.

—No importa quiénes sean, Smythe; tenemos que buscar ayuda en cada ser amistoso con que nos encontremos en este lugar olvidado de Dios.

—En mi opinión, comandante, no creo que tengan intenciones amistosas.

Mientras tanto, Finnbogg gimoteaba acurrucado detrás de Annie. Esta se había detenido y, haciéndose sombra con la mano, oteaba el vehículo que se aproximaba.

—No es un carro —dijo Clive—. Se parece más a alguna especie de bicicleta, o a una especie de silla. Fíjese en aquellos dos tipos pedaleando, uno junto al otro. Y aquellas… ruedecillas… en lugar de ruedas. Y aquel hombrón sentado detrás.

El artilugio estaba ya al alcance de la voz, a una distancia ciertamente menor a la longitud de un campo de rugby. Clive distinguía ahora a los dos hombres que se inclinaban en sendos manillares, haciendo girar con regularidad los pedales que transmitían el movimiento a las ruedecillas, las cuales a su vez hacían avanzar al vehículo. El hombre sentado en el centro del asiento trasero del artefacto tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Mientras la máquina iba avanzando a saltos, alargó la mano hacia un lado, tomó un instrumento singular y lo sostuvo delante de su rostro.

—¿Qué es aquello? —preguntó Clive.

—Se parece a un catalejo —respondió Smythe—. Dos catalejos, unidos. Me da la impresión de que el tipo nos está observando.

El hombre bajó el instrumento.

—Fíjese, mi comandante. En realidad, los otros dos cargan con él, ¿no? Y ponen todo su empeño en ello. Hacen avanzar el carro con una rapidez endiablada.

Cuando el vehículo estuvo más cerca, pudieron oír cómo repiqueteaban sus mecanismos y cómo tañían sus hierros, igual que haría un carruaje saltando por los baches de un camino del Sussex rural. Se detuvo en seco a pocos metros de Clive y de los demás. Los dos pedaleadores saltaron de sus sillines y se colocaron entre el carrito y el grupo de Clive. Tenían la piel bronceada y su rostro mostraba las características orientales; los dos aparentaban tener una cuarentena de años. Vestían los restos de un uniforme militar de color caqui, lleno de remiendos pero cuidado con esmero; llevaban trozos de tela a modo de polainas y calzaban botas improvisadas.

El hombre que montaba detrás permaneció inmóvil, sin abandonar el carro. Parecía tener unos diez años más que los otros y vestía con más cuidado. Señaló hacia Annie y gritó una orden en una lengua que Clive no comprendió.

Folliot se adelantó y, hablando en el dialecto local, le pidió que les diera a conocer su identidad.

El hombre pareció sorprendido, pero se recobró y cambió de su propia lengua al dialecto.

—Soy el sargento Chuichi Fushida del destacamento aerotransportado de la Armada Imperial Japonesa. Y ustedes son mis prisioneros. Nos seguirán a la base.

—Ni pensarlo —replicó Clive—. Sargento, por favor —dijo volviéndose hacia Horace Hamilton Smythe—, quizás es mejor que sea usted quien trate con ese tipo.

—Comprendido, mi comandante —contestó Smythe—. Soy Smythe, sargento mayor del Quinto Regimiento de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad. Quizá podamos llegar a un acuerdo, ¿verdad, sargento? ¿Me repite su nombre, por favor, Fushida?

El oriental pareció absolutamente perplejo.

—¿Guardia Montada? ¿Su Majestad? ¿Cuál Majestad? ¿Qué Guardia Montada?

Ahora le tocaba a Smythe mostrarse atónito.

—¿Qué Majestad? Vaya, Su Majestad Imperial la reina Victoria.

El sargento japonés frunció el entrecejo.

—¿Victoria? ¿De Inglaterra?

—La misma.

—La reina Victoria murió hace ya años. —Y gritó una orden a sus subordinados. Estos se acercaron al carro y sacaron dos carabinas. Al final de cada arma sobresalía una brillante y pulida bayoneta.

Annie había permanecido inmóvil, contemplando con mirada absorta durante toda la conversación.

Finnbogg estaba hecho un ovillo detrás de ella, gimiendo y temblando.

Los dos japoneses armados avanzaron hacia ellos blandiendo sus armas.

—Esto no ha funcionado, comandante Folliot. Será mejor que nos defendamos. —Y Smythe alzó su garra cibroidea.

Clive siguió su ejemplo.

El primer soldado se dirigió hacia Folliot y Smythe, y el otro hacia Annie y Finnbogg.

—No obstante, no parece que nos vayan a disparar —dijo Smythe—. Quizá no tengan municiones.

Finnbogg retrocedió, sacudiendo la cabeza de miedo, y soltó una retahíla de gemidos y gimoteos.

Annie puso la mano dentro de su blusa para conectar el campo eléctrico, pero el soldado que estaba más cerca de ella ya había levantado la carabina hacia atrás para golpearle la cabeza con la culata. Con un giro vertiginoso, el arma chocó con el costado de su cráneo y ella se desplomó en el suelo sin emitir sonido alguno.

Horace Hamilton Smythe hacía fintas y esquivaba las acometidas del segundo soldado y usaba su garra como puñal. Tenía una clara desventaja, ya que la carabina y la bayoneta proporcionaban al soldado japonés un mayor alcance.

La garra golpeó contra la bayoneta y resbaló por el cañón de la carabina. El soldado dio vuelta su arma y lanzó en un arco la culata contra Smythe, que esquivó el golpe con un salto.

Clive echó a correr hacia Annie, pero llegó antes a donde se encontraba Finnbogg, acurrucado en el suelo.

Folliot le dio un puntapié furioso y le gritó:

—¡Levántate, maldito cobarde! ¡Tenemos un combate ahora! Levántate y demuéstrales quién eres. —Finnbogg se aplastó aún más contra el suelo.

—No —gimió Finnbogg—. No-o-o-o. Nihonjines matan a todos, asan a todos, se comen a todos. ¡No se coman a Finnbogg! ¡Idos, nihonjines! ¡Vete, hombre Folliot!

Folliot se inclinó hacia el ahora débil Finnbogg, lo cogió por los hombros y lo zarandeó, encolerizado por su timorato comportamiento. En ese momento, sintió un golpe en la nuca y cayó, aturdido, sobre Finnbogg. Parpadeó. El cielo resplandeciente se tornó un torbellino. Durante un instante vio el malévolo rostro de uno de los soldados enemigos que se inclinaba hacia él y alzaba verticalmente su carabina con la culata hacia abajo, justo encima de su frente. Era evidente que el japonés intentaba machacar su cráneo con la madera del arma, en lugar de destriparlo con la afilada bayoneta que brillaba a la luz del sol.

Fue un momento de una clarividencia y una calma extrañas. Clive sintió como si se hubiera liberado de su cuerpo. Se vio tumbado de espaldas, mirando con los ojos entrecerrados hacia el cielo. Vio al soldado japonés observándolo fijamente. Vio la carabina, un pequeño rifle con mango de madera y una placa de textura maciza en la cantonera de la culata. Se dio cuenta de que aquella placa, bajo el peso de la madera y del acero del arma, y empujada por los musculosos brazos del soldado, aplastaría su cráneo y clavaría fragmentos de hueso en su cerebro: en un instante su vida quedaría reducida a la nada.

Incluso se apercibió, con curiosidad, de una bisagra justo detrás del cargador y del protector del gatillo. Se preguntó para qué serviría aquel mecanismo y, con una punzada de tristeza, se dijo que no viviría para poder averiguarlo.

La luz del sol hizo destellar la pulida bayoneta y la carabina inició su descenso.

El soldado japonés pasó volando por encima de Clive, en un perfecto salto mortal, y aterrizó, tambaleante, sobre sus pies.

La silueta de Horace Hamilton Smythe relampagueó sobre Clive.

Folliot consiguió incorporarse sobre sus manos y rodillas. Se sentó en cuclillas en la hierba y observó cómo Smythe y el soldado japonés se enfrentaban. El singular momento de calma irreal había pasado ya; y le silbaban los oídos y le dolía el cráneo, y comenzó a sentir la náusea que sabía que llegaba con la contusión.

El soldado japonés arremetió contra Smythe. Ahora usaba la bayoneta y ejecutaba a la perfección los ejercicios de una instrucción ortodoxa que Clive había visto cientos de veces en los campos de entrenamiento y en las paradas militares de la Guardia Montada Imperial.

Horace Hamilton Smythe iba armado sólo con su garra cibroidea, pero, para sorpresa de Clive, el sargento la había colocado de nuevo en el cinto que sostenía sus pantalones. En lugar de usar su propia arma, prefirió esquivar hacia un lado la arremetida del soldado. Éste, con todo su peso cargado en el impulso dado a la bayoneta, fue fácil presa para Smythe. El inglés cogió al japonés por el hombro y el codo y le añadió velocidad para que chocase con más fuerza con su pierna extendida. El japonés saltó por los aires.

Aterrizó de espaldas y miró atónito a Horace Hamilton Smythe, el cual, de un modo u otro, le había arrancado la carabina de la mano mientras giraba por los aires.

Se oyó un repiqueteo detrás de Clive. Se volvió y vio el carrito propulsado a pedales que se alejaba a toda marcha por el camino de baches. El soldado japonés que había tumbado a Annie de un golpe había cargado su cuerpo inerte en el carro. Ahora pedaleaba furiosamente en su puesto, mientras su superior, el sargento, había abandonado su rígida postura en el asiento trasero y había ocupado el puesto del otro soldado.

—¡Deténgalos! ¡Se llevan a Annie! —Clive dio unos pocos pasos tambaleantes como intentando perseguir al carro. Pero comprendió que era imposible que pudiera alcanzarlo, aun cuando no hubiera estado medio aturdido.

—¡Al suelo, mi comandante! —Era la voz del sargento Smythe que provenía de sus espaldas. Clive se lanzó de bruces al suelo y se volvió para ver lo que pretendía Smythe. El sargento se había llevado al hombro la carabina japonesa y estaba apuntando con cuidado al carro.

—¡No, Smythe! ¡Puede tocar a Annie! —gritó Clive.

Pero Smythe apretó el gatillo. Clive oyó el clic del martillo. El sargento bajó el arma y abrió el cargador.

—No hay munición. La recámara vacía y el cargador sin munición.

—¡Será mejor que corramos tras el carro, Smythe! —Clive hizo unos cuantos pasos inseguros más y luego se detuvo, débil y mareado.

—Ahora no es el momento, mi comandante. Veamos qué podemos sacarle a ése. Tenemos que preparar un plan. Tenemos que ver qué hacemos con Finnbogg mientras lo llevamos a cabo. Malo que Madame Chillido se haya ido. Pero quizá la volvamos a ver, mi comandante.

El soldado, tumbado en el suelo cerca de Smythe, consiguió ponerse a gatas. Y se lanzó hacia el inglés. Sin preocuparse por mirar hacia atrás, Smythe se hizo a un lado. El soldado pasó de largo disparado, cayó, y Smythe le pinchó las posaderas con la bayoneta.

—De todas formas, estos chicos conservan su armamento limpio y las bayonetas afiladas —murmuró el sargento—. Es una lástima que no pongan cartuchos en las armas.

El soldado japonés empezaba a ponerse en pie de nuevo, pero Smythe lo detuvo con una orden severa.

—Te vas a sentar donde estás, chico —dijo en el dialecto local—. Las piernas estiradas por delante y las manos en la espalda. Así, buen chico. No quiero matarte, pero ya has tenido demasiadas oportunidades y no te voy a dar otra. Comandante Folliot…

Clive miró a Smythe. Éste dudó un momento, y luego dijo:

—Mi comandante, ¿qué le parece si sostiene el arma un momento? Mantenga la bayoneta apuntada a este tipo y, si intenta algo, hágale saltar las tripas al suelo.

Clive tomó el arma y permaneció en pie junto al prisionero.

Smythe se arrodilló junto al hombre y le desató las polainas de tela de los tobillos.

—Siempre me he preguntado para qué sirven estos trastos —murmuró. Pasó detrás del japonés y con la polaina ató fuertemente los brazos del hombre a su espalda. Y anudó un extremo de la segunda polaina en los puños del hombre, tal como si hubiese sido una cuerda.

—No querría que este chico se nos escapase precisamente ahora.

Sin sacar ojo al prisionero, Folliot y Smythe examinaron la carabina. El sargento descubrió el uso de la bisagra del mango: la carabina podía ser plegada, para ser una carga menos voluminosa.

—¿Por qué queréis plegar una carabina en dos? —preguntó Smythe al prisionero.

El hombre tenía la mirada vacía más allá del sargento.

—Te he hecho una pregunta —dijo éste con brusquedad.

El japonés continuó con la vista fija. Su semblante tenía una expresión más atónita que desafiante.

—Quizás otra punzadita con su propia bayoneta, sargento Smythe —sugirió Clive.

Smythe lo consideró por unos momentos. Luego se retiró y se colocó en la más rígida posición de firmes.

—¡Soldado: nombre y rango! —bramó.

El japonés cuadró los hombros. Sus ojos se hicieron más brillantes, como si, dentro de su confusión, se pusiera más alerta.

—¡Onishi, Shigeru, soldado raso, destacamento aerotransportado de la Armada, sargento!

—¡Bien! ¿Dónde están acampados, soldado Onishi?

—¡Isla Onemak, en el atolón Kwajalein, sargento!

—¿Y el mando?

—¡Teniente Takamura, sargento! ¡Alférez Yamura, sargento! ¡Sargento Fushida, sargento!

—¿Oyó hablar de estos sitios, mi comandante? —preguntó Smythe—. ¿Qué dijo? Onemak, Kwajalein.

—Creo recordar Kwajalein —respondió Clive—. Una manchita de coral en el Pacífico Oeste. No creo que el Imperio haya llegado tan lejos, por ahora. Y no sé por qué alguien querría poseer aquel lugar. Quizá como punto de avituallamiento para mercantes.

Algo daba tirones del tobillo de Clive, y de sus pies subían unos gimoteos. Se volvió y vio a Finnbogg acurrucado en el suelo. Su cuerpo macizo continuaba temblando y sus mejillas estaban mojadas de lágrimas.

—Cobarde —dijo Clive con desprecio—. Traidor. ¿Qué quieres, Finnbogg?

—Finnbogg lo siente, hombre Folliot —sollozó—. Finnbogg tanto miedo. Nihonjines, nihonjines, malos hombres, nihonjines…

—No te preocupes. Ya lo sé. Los nihonjines asan a la gente para comérselos. Y ahora tienen a Annie. ¡Tenemos que liberarla de sus garras!

—¡Los soldados japoneses no son caníbales! —soltó el soldado raso Onishi, que se estaba recuperando. Aquéllas eran sus primeras palabras voluntarias—. Obedecemos la voluntad del emperador. Deberían saberlo, ingleses. Ustedes también tienen rey propio.

—Una reina, no un rey. Pero así es.

—Rey.

—Vamos —dijo Clive exasperado—. La reina Victoria reina y todo va bien en el Imperio. Ha sido nuestra soberana durante treinta y unos cuantos gloriosos años. Desde 1837.

El japonés soltó una carcajada.

—¿En qué año cree usted que estamos, inglés?

—¡En el 1868, claro!

—En el 2603 según el calendario japonés. Año 76 de Meiji. Y, según su calendario occidental, estamos en el año 1943.

Folliot se quedó con los ojos fijos en el rostro del otro.

El japonés perdió algo de la seguridad de sus afirmaciones.

—Estamos en la Mazmorra desde el 1943.

El sargento Smythe se dirigió hacia donde estaba Clive Folliot, rodeando al prisionero, y escudriñó al soldado:

—¿Desde 1943, eh? ¿Sus amigos están aquí desde 1943, eh? ¿La unidad entera? ¿Oficiales, sargentos y todo lo demás?

—¡Sí!

—¿Y cuánto tiempo hace que están aquí? ¿Cuántos años tenía cuando ocurrió? ¿Cómo ocurrió?

El japonés pareció todavía más confuso.

—No sé cuánto tiempo hace que estamos aquí. Hemos sufrido mucho. Llegamos de noche. Hubo unas estrellas giratorias. Creímos que era alguna nueva arma de los americanos. El general MacArthur, el almirante Nimitz, el presidente Roosevelt…, los americanos tienen grandes líderes, y más armas que nosotros.

Un temblor sacudió el cuerpo del hombre.

—Pero ahora no son los americanos. Son los q’oornanos. Desde que estamos aquí hemos sido atacados por monstruos y asaltados por bandidos. Los hombres desaparecen. Las municiones se han acabado. El combustible se ha acabado; por eso hemos convertido nuestros vehículos en carros a pedales. Nuestro aeroplano Nakajima ya no vuela. El piloto, el sargento Nomura, se niega a que la despiecemos; limpia y cuida del Nakajima como si fuese un altar sagrado. Podríamos sacar buenas piezas del Nakajima. Ruedas, engranajes, buena plancha metálica.

—Entonces hace mucho tiempo que están aquí. No me ha dicho su edad.

—Tenía dieciséis años cuando llegamos a la Mazmorra.

Smythe dirigió una mirada especial al hombre.

—¿Se ha mirado en el espejo últimamente? ¡Mírese, soldado! Arrugas en el rostro. Canas en el pelo. Si quiere saber mi opinión, debe rayar los cuarenta. Y si no los tiene ya, se acerca mucho.

Onishi se encogió de hombros.

—Hace veinte años que están aquí —dijo Smythe a Folliot—. Quizás un poco más. Según sus cuentas esto nos lleva a 1963. Parece que desde que llegaron aquí han olvidado el paso del tiempo.

—Pero estamos en 1868 —insistió Clive.

—Para nosotros sí, mi comandante. Todavía no comprendemos muy bien la Mazmorra, ¿verdad?

—Me gustaría que Du Maurier estuviese aquí, sargento. Usted no lo conoce, pero ésta es la clase de enigma que a su cerebro le gustaría descifrar. Quizá la Mazmorra existe en algún camino del tiempo, supongo. Algún camino que está apartado del nuestro. No sólo es un lugar diferente: es una especie diferente de lugar, donde la geografía y la cronología no funcionan de la misma forma que en la Tierra. ¡Oh, cómo le gustaría a Du Maurier!

—En 1963 —dijo Onishi— la guerra ya debería estar terminada. El general Tojo habrá dictado las condiciones de paz al presidente Roosevelt. ¡El almirante Yamamoto habrá cabalgado con su caballo en la Casa Blanca!

—No sé nada de esto, soldado. Es un problema de su siglo, no del mío.

Lanzó una mirada de menosprecio a Finnbogg, y luego una más respetuosa a Horace Smythe.

—Lo que nos interesa ahora es encontrar el destacamento del soldado Onishi y rescatar a Annie.

—Oh, sí —gimió Finnbogg—. Rescatar a Annie, encontrar a Chillido, huir de nihonjines. ¡Huir de nihonjines!

—¡Queda convocado nuestro consejo de guerra! —anunció Clive.