20
En el nido
Era una caverna oval, de forma parecida al interior de un huevo. El aire interior parecía centellear con partículas relucientes, de tal modo que la cámara estaba tan alumbrada como el día, a pesar de que no poseía ni una fuente de luz identificable.
Clive advirtió que, a causa de aquella extraña iluminación, él y sus compañeros no producían sombras: ¡todos y cada uno de los átomos del aire resplandecían!
Clive se volvió y vio que Chillido bloqueaba el orificio circular por el cual habían entrado en la cámara y donde tendría que haberse visto un círculo de luz. En lugar de eso, vio que los muros de la cámara estaban salpicados de orificios. Algunos estaban por encima de sus cabezas, incluso en el techo de la cámara. Otros estaban en las paredes, y otros aun en el suelo de la cámara.
Todos los agujeros estaban alumbrados con colores diferentes y brillantes. Rojos y verdes, amarillos resplandecientes y distintos tonos de azul; todos los colores que Clive conocía y otros que nunca había visto.
—¿Qué opináis vosotros? —preguntó a los demás, después de examinar los distintos orificios.
—Creo que no tenemos futuro en este huevo de Pascua —dijo el sargento Smythe.
—Es una maravilla nunca vista —comentó Clive.
Usuaria Annie se había situado junto a él. Clive sintió el calor de su cuerpo y advirtió que temblaba ligeramente. La atrajo hacia sí, olvidando su campo eléctrico que, por suerte, estaba desconectado.
—Salida del programa —indicó Annie.
Clive estuvo tentado de entrelazar sus dedos con los de ella para intentar llegar a una comunión con la muchacha, pero aquél no era el momento.
Chillido produjo un sonido metálico con sus mandíbulas, el primero que hacía (al menos, el primero que Clive percibía) distinto de su espeluznante grito. La araña señaló hacia los agujeros de la cámara ovoide.
Lo que quiso significar era obvio. No podían quedarse allí. Tenían que elegir cuál salida tomar (o sea, una salida que pudieran alcanzar) y tenían que actuar rápidamente.
Clive dijo:
—Bien, ¿cuál va a ser? ¿Alguna sugerencia?
Finnbogg prefirió no participar en un debate. Saltó hacia el agujero más próximo, un disco brillante que arrojaba una luz de color de aguamarina.
Clive se volvió, intentando detenerlo, pero no fue necesario. Finnbogg se había quedado desconcertado: pisaba lo que parecía ser una superficie de luz pura, pero sólida.
Horace Smythe se acercó con cautela a un agujero escarlata, primero tanteándolo con la punta del pie, luego plantándose encima con firmeza.
—Pruebe, comandante —dijo sonriendo—. ¡Hace cosquillas! ¡Ciertamente podría alegrar al más triste!
Detrás de Finnbogg, Annie estaba tomándole gusto al juego, saltando de orificio en orificio, botando en sólidos discos de amarillo, verde y anaranjado.
Clive sonrió, saltó a un círculo de brillante magenta… y sintió que se hundía en él. Y, mientras pasaba a través del agujero, la única sensación que tuvo fue un agradable hormigueo danzando por su piel.
Usuaria Annie lo siguió, luego Finnbogg, con expresión feliz y aliviado de que no lo hubiesen dejado atrás.
Clive oyó un roce a sus espaldas; miró por encima de su hombro y vio que Chillido también entraba por el agujero. Así pues, ella no los abandonaba.
Al menos, todavía.
Un instante después, Clive sintió que caía en picado. Observó que la iluminación magenta provenía de las paredes del tubo, así como antes, en la cámara en forma de huevo, había provenido de los átomos del aire.
Quizás había pinturas o inscripciones en el interior del tubo, pero, si era así, pasaron relampagueando tan rápidamente que Clive sólo tuvo vagas impresiones. Mientras bajaba deslizándose, meditó sobre la singularidad de las aberturas de diferentes colores. Por un momento, había parecido como si sus compañeros hubieran podido elegir qué salida de la cámara ovoide tomar. Pero todas estuvieron cerradas (al menos, todas las que habían intentado) hasta que Clive probó de mantenerse en pie en el disco magenta.
¡Alguien, o algo, había decidido aquella opción por encima de ellos!
* * *
La caída los condujo a la parte alta de una pendiente. Clive esperaba contemplar algún panorama exótico, pero resultó sorprendido, aunque, en modo alguno, decepcionado. Una ladera cubierta de vegetación se extendía hacia abajo ante ellos y formaba un valle próspero.
Junto a él, Horace Hamilton Smythe exclamó:
—¡Vaya, si es como estar en casa!
Finnbogg emitió un sonido que tenía evidentemente el mismo feliz significado.
El paisaje era en verdad muy parecido a algunos de Inglaterra. Colinas onduladas, prados verdes y senderos ocres de tierra. Incluso había casas de campo con techo de paja y, a lo lejos, donde la vista de Clive apenas llegaba, una casa impresionante solariega, construida en un clásico estilo Tudor.
Se frotó los ojos. «¿Es Inglaterra?» Levantó la cabeza, con enormes deseos y una cierta esperanza de ver el cielo inglés, con sus nubes henchidas y su amigable sol en algún punto del distante horizonte.
Pero el horizonte no se extendía a lo lejos, como debería. En la distancia, la tierra se levantaba de tal modo que los objetos diminutos y remotos colgaban por encima de los más cercanos. Un poco más lejos, el paisaje se oscurecía bajo la niebla acumulada.
Y, por encima de sus cabezas, en lugar del cielo azul y del sol amarillo, Clive percibió una constelación de estrellas minúsculas, girando en una danza eterna en torno a algún centro común. Parpadeó y se volvió. Quizá deberían emprender la retirada por el túnel que habían usado para entrar en aquel mundo al revés.
Pero la boca del túnel ya no se veía por ninguna parte. Y no era la primera vez que, desde que se había embarcado en aquella aventura, se daba cuenta de que no había camino de regreso.
La poderosa mano de Chillido agarró la de Clive, y una voz metálica y chirriante dijo a su mente: No, Clive Folliot, esto no es Inglaterra.
Clive comprendió que había oído el chirrido de las mandíbulas de Chillido. Sabía que el lenguaje de ella era un lenguaje más ajeno al suyo que el dialecto más exótico del Tíbet o de los aborígenes australianos. Pero, mientras mantuvo el contacto con ella, la comprendió.
¿Por qué nos trajo aquí?, preguntó Folliot al ser-araña.
Te he esperado durante larguísimo tiempo, Clive Folliot. A ti y a tus compañeros.
Pero… ¿por qué? ¿Qué tiene que ver usted con nosotros? Existen unas fuerzas y unas personas que operan detrás del escenario, que nos manipulan a todos. ¿Quiénes son? ¿Cuál es su objetivo?
El rostro de Chillido se retorció en su espeluznante versión de la sonrisa.
¿Cuál es tu objetivo, Clive Folliot?
Encontrar a mi hermano.
Chillido tendría que haber sabido esto gracias a su comunión mental anterior. Pero, obligado a cuestionarse sus propios motivos, se encontró preguntándose a sí mismo si realmente quería encontrar a Neville. Sería más feliz si Neville estuviese muerto… o perdido para siempre en la Mazmorra (un final deseable casi por igual). De algún modo, Clive encontraría la manera de regresar a Inglaterra, y llegaría a tiempo de tomar posesión de las propiedades y tierras de los Tewkesbury, y de la fortuna familiar. Habría solucionado su vida, ya fuera con la fama y la fortuna que le podría dar un libro, o sin ellas.
Clive no pudo determinar cuánto de su pensamiento había comprendido Chillido. En cualquier caso, ella soltó su apretón y echó a correr pendiente abajo con sus cuatro patas. Clive consideró por un momento la posibilidad de dirigirse hacia otra parte, pero percibía en Chillido una voluntad bondadosa y una fuente de energía que no podían tomarse a la ligera. Se volvió hacia sus compañeros.
—Permanezcamos juntos, entonces. Sea lo que sea lo que acontezca, lo mejor es que sigamos juntos, que aunemos nuestros esfuerzos y nos ayudemos mutuamente.
Sólo Finnbogg parecía tener alguna idea de su paradero. Se puso a corretear como un perro por la pendiente, de un lado a otro, buscando con el morro, con las aletas de la nariz en tensión. Pequeños gemidos de congoja salieron de su garganta.
—¿Qué ocurre, viejo amigo? —le preguntó Clive.
—Mal sitio, mal sitio. —Finnbogg chocó con Clive y casi lo echa al suelo. Era evidente que quería que alguien le proporcionase ánimos, y Clive le frotó la cabeza.
—¿Por qué es un mal sitio, Finnbogg?
Annie y Horace los observaban. Chillido había llegado a los pies de la ladera, y miró hacia ellos.
Después de un instante, siguió de nuevo su camino.
Clive comprendió que debía tomar una decisión difícil. Acababa de determinar (o así lo creía) que seguiría a Chillido, pero Finnbogg estaba poco dispuesto a continuar, al menos por el momento. De modo que tenía que decidirse entre seguir al ser arácnido y abandonar a Finnbogg, o permanecer junto a su corpulento amigo.
No pudo abandonar a Finnbogg. Dejó de observar a Chillido y miró tranquilizadoramente en los grandes ojos líquidos de Finnbogg. Cuando se volvió de nuevo, Chillido había desaparecido. Pero Annie y Horace, para satisfacción de Clive, habían permanecido a su lado.
Clive repitió su pregunta a Finnbogg.
—Malos nihonjines aquí. Como nadie más. No como gente de Finnbogg, no como gente de comandante, no como q’oornanos. No como ningún gaijín. Malos nihonjines matan a todos, a todos, a todos. —Y soltó un suspiro que podría haber sido cómico si su tristeza no hubiese sido tan profunda y tan sincera.
—¿Nihonjines? —exclamó Annie—. ¿Gaijines?
—Sí, sí —jadeó Finnbogg—. ¿Annie conoce nihonjines?
—Alta probabilidad, Usuario Finnbogg. ¿Nihonjines andros? ¿Femmes?
Finnbogg sacudió la cabeza perplejo.
—Eh… ¿nihonjines chicos o chicas?
—¡Todos chicos, todos chicos, sí! Nihonjines aquí, ooh, malos, malos.
—¿De qué están hablando? —preguntó Clive.
Antes de que Finnbogg o Annie pudieran responder, Horace Hamilton Smythe dijo:
—Creo que sé a lo que se refiere, mi comandante.
—¿Sí?
Mientras hablaban, los cuatro habían descendido desde la base de la colina, hacia el lugar en donde habían visto a Chillido por última vez. Clive miró a su alrededor, buscando al arácnido, pero sin resultado.
—Sí, mi comandante —asintió Smythe.
—¿Bien?
—¿El comandante ha ido alguna vez al este?
—No más lejos de Zanzíbar, Smythe.
—Yo he estado más lejos, mi comandante. He estado en el lejano este. Por lo que puedo recordar, mi comandante, los japoneses llaman a su país Nipón o Nihón. Y se llaman a sí mismos nihonjines.
—¿Aquellos pintorescos hombrecillos?
—Son mucho más que eso, mi comandante.
—Sí, he visto sus pinturas y sus cerámicas. Muy encantadoras. He asistido a un par de conferencias acerca de sus costumbres. Creo que una vez conocí a uno de ellos. Lo tomé por un chino y el pobre pareció enfadado. No veo por qué. Se parecen mucho, vienen del mismo rincón del mundo, de aquel oriente que Dios sabe dónde está, ¿no? ¿Qué diferencia hay, eh? Pero el chico se puso un poco insistente al respecto, no quería que la cosa quedase así. Al final, tuve que disculparme. Vaya con el chico maniático, digo yo.
—Sí, mi comandante. —El rostro de Smythe expresaba una neutralidad completa.
Clive miró en torno suyo. Annie se había sentado en el suelo y estaba hablando animadamente con Finnbogg. Le hacía preguntas y él movía su gran testa asintiendo o negando.
—¿Se llaman nihonjines a sí mismos, no? —dijo Clive a Smythe—. Bien, no comprendo por qué al viejo Finnbogg le preocupan tanto. Si sólo son un puñado de individuos bajitos y bien educados, cuyos únicos intereses son cuidar las flores, beber té e ir vestidos con aquellos curiosos vestidos, sea como sea que los llamen.
—Quimonos, mi comandante.
—Así es. —Clive se dirigió a Finnbogg—. Bien, viejo amigo, si crees que estos nihonjines son tan malos, me pregunto qué es lo que propones que hagamos. ¿Estás seguro de que viven por aquí? ¿Crees acaso que hemos atravesado la tierra como un personaje del señor Dodgson? ¿Y hemos emergido en el Japón?
—Nihonjines aquí. Finnbogg lo sabe. Sabe cosa de nihonjines. No muchos, pero muy mala gente, muy feroces. Hasta q’oornanos tienen miedo de nihonjines, amigo Clive.
—¿Qué hacemos pues?
—¿Podemos volver? —El can señaló la cima de la colina, detrás de ellos. El agujero a través del cual habían emergido era una meta ilusoria—. ¿Regresar a casa posible? ¿Regresar al río?
—Echemos un vistazo. —Clive señaló vagamente hacia el lugar por el que habían salido.
Finnbogg se alejó de los demás y echó a correr colina arriba. Clive, Annie y Smythe lo siguieron, con grandes esfuerzos y jadeos. La ladera de la colina estaba cubierta de árboles pequeños y de matorrales. Había sido mucho más fácil descender que subir, y todos excepto Finnbogg usaban la vegetación como asideros para ayudarse en la ascensión.
El can llegó arriba mucho antes que sus compañeros. Saltó al lugar por el que habían emergido… y rebotó. Golpeó el suelo con sus puños macizos, lo pataleó con sus grandes pies, sin resultado. Tiró de los matorrales con sus gruesos dedos, brincó por los alrededores, olisqueó el suelo y aulló miserablemente, pero sin encontrar el conducto brillante.
—No podemos regresar —gimoteó—. Perdidos. Finnbogg está perdido. Amigos de Finnbogg perdidos. Todos perdidos. Oh, vienen los nihonjines. Servirán a Finnbogg asado para la comida.
—¿Son caníbales? —dijo Clive sin aliento.
Finnbogg gimió.
—No tomaría demasiado en cuenta los temores de este chucho —aconsejó Smythe.
—¿Eh?
—Finnbogg tiene una mentalidad simple, comandante. Y ya hemos visto cómo le gustan los cuentos fantásticos. Además, ¿dónde aprendería esto de los nihonjines? No creo que haya estado antes por aquí. Tampoco parece que conozca especialmente el sitio. A lo mejor nos está contando un cuento de viejas… o el equivalente perruno, si me comprende usted, mi comandante.
Clive recorrió el paisaje con la vista, protegiéndose los ojos con la mano. Era tan endiabladamente normal, pensó.
Y paradójicamente era el lugar más extraño de todos. Intentó reconstruir sus experiencias desde la entrada a la Mazmorra por el corazón de rubí, en el Sudd.
¿Cuál era la naturaleza de la Mazmorra?
Al principio había parecido un mundo comparable a la Tierra, a pesar de su propia rareza. Un planeta negro que rotaba en soledad, con los millones y millones de estrellas que Clive conocía, todas a un lado, y la misteriosa espiral de estrellas al otro. Al dar vueltas, cada punto de la Mazmorra miraba primero hacia los millones de estrellas (lo que Clive llegó a concebir como el universo conocido) y luego hacia la espiral que sentía que contenía la respuesta al misterio de la Mazmorra.
Pero cuando uno pasaba a un nivel diferente, todo cambiaba.
Hubo el extraño tren aéreo, con sus vagones que parecían arrancados de diferentes épocas y espacios.
Hubo la extraña caída del tren, cuando Clive y sus compañeros perseguían a Philo Goode y a sus compinches.
Hubo la cámara ovoide con sus brillantes discos multicolores. ¿Por qué todos los discos, salvo uno, habían permanecido cerrados e impenetrables mientras que el que los había llevado a la ladera de la colina se les había abierto sin esfuerzo?
La estructura de la Mazmorra era un misterio, tanto como sus propósitos.
—Comandante…
Clive parpadeó.
—¿No haríamos mejor en continuar avanzando, mi comandante?
—¿Hacia adonde, Smythe?
—No lo sé, mi comandante. Usted es el oficial al mando. Esperaba que nos pudiera ofrecer un plan, mi comandante. —El rostro de Smythe era tan afable y esperanzado como el de un niño inocente.
—Bien, supongo que no tiene ningún sentido permanecer aquí sin hacer nada. Me gustaría saber adonde ha ido Chillido, pero parece que no vamos a ganar nada dando vueltas por la colina. Puede que nunca regrese. —En realidad, no creía aquello, aunque sentía que Smythe también tenía razón. La pasividad no era el medio de sobrevivir en la Mazmorra.
—Propongo que sigamos un camino que descienda siempre —sugirió Clive—. ¿Cuál es su opinión, Smythe?
—A falta de otra información, mi comandante, en general es una buena idea. Conduce al agua y, la mayoría de las veces, conduce a algún poblado de la zona. Y es más fácil para la tropa. Sólida doctrina militar; estoy seguro de que el comandante la recordará de la instrucción con la Guardia.
—Muy bien…
—Sólo que, mi comandante, si se me permite la opinión, quizá la señorita Annie podría usar su aparato para proporcionarnos un mapa, una vez más.
—Sí, espléndida idea. —Miró hacia la joven.
Sin una palabra, ésta introdujo la mano en el interior de su blusa e hizo algo en el Baalbec A-nueve.
—¿Así está bien?
En el aire delante de ellos apareció una imagen tridimensional del paisaje que tenían ante sí. Se parecía a una de las maquetas que los oficiales del general Leicester utilizaban para representar problemas tácticos, en la preparación de las maniobras de la Guardia.
Clive identificó la ladera en donde se encontraban. Pero en vano buscó la representación del disco brillante por el cual habían emergido. Colinas y valles se extendían ante ellos, y unos pocos riachuelos suaves se unían a otros para formar corrientes mayores. En algunos casos, cuando el intangible modelo abarcaba lo suficiente, Clive vio adonde conducían las corrientes: a lagos, a ríos y, por fin, al mar. Y, evidentemente, a pueblos distantes que alimentaban su esperanza de llegar a comprender la Mazmorra, y quizás incluso de escapar de ella.
¿Habría un puerto? ¿Habría barcos y marineros que conociesen la geografía completa de aquel mundo?
A la derecha de los viajeros, más allá de unas suaves colinas, el modelo mostraba un llano horizontal, un poco mayor que un gran prado.
Todo el paisaje que el modelo exhibía era tranquilo, bucólico, inmóvil. Todo excepto el prado.
Allí, algo se movía.