19: Entra en escena Chillido

19

Entra en escena Chillido

Clive tuvo tiempo de preguntarse: «¿Es esto lo que les ha ocurrido a los tramposos?» Luego no hubo más tiempo para pensar ni para nada. Las fauces se apretaron y los relucientes dientes triangulares se cerraron, formando una sólida pantalla de esmalte brillante, rodeada por unos hórridos labios carnosos que dejaban escapar odiosos gruñidos.

Con una sacudida, Clive chocó contra la superficie de dureza granítica. Con el impacto de las botas en los dientes rebotó a un lado, pasó por encima de los labios amenazadores, y cayó en un claro recubierto de rocas, Usuaria Annie, Horace Hamilton Smythe y Finnbogg cayeron tras él, enredados unos con otros. Entre gruñidos y resoplidos se pusieron de pie y echaron un vistazo a las heridas posibles. No había daños graves, lo que ya era un gran alivio.

Pero no tuvieron tiempo de examinar las heridas menores, cortes y arañazos. Bosques sombríos rodeaban el claro por tres lados, y el cuarto era una cuesta inclinada donde arbustos resistentes y árboles canijos luchaban para echar raíces y sobrevivir, arrimándose a los troncos que podían protegerlos de ser barridos cada vez que caía un fuerte chaparrón.

A los pies de la pendiente se veía una abertura, posiblemente de algo más de un metro de altura por casi un metro de anchura. Era evidente que conducía al interior de la colina, pero resultaba imposible juzgar su profundidad desde el exterior. Por una fracción de segundo, mientras Clive se tambaleaba y recuperaba vacilante el equilibrio, creyó ver un fulgor distante, una remota concatenación de luces que podrían (sólo podrían) haber sido las de la ya familiar y amenazadora espiral de estrellas, brillando y girando enigmáticamente.

Clive parpadeó ante la cegadora iluminación exterior, y alzó los ojos para echar una rápida ojeada al cielo.

La perpetua oscuridad (a la que ya se había acostumbrado) de las llanuras de Q’oorna, ya no existía. Allí había un cielo diferente, un cielo de distinto color, un cielo de plumas de cercetas. No había estrellas brillantes en espiral, ni las distantes constelaciones y difuminadas nebulosas que habían dado a Q’oorna su pálida luz diurna. En lugar de todo eso… ¡había dos soles en el cielo!

Uno era una brasa roja, gigantesca y amenazadora, que parecía a punto de lanzarse a la tierra y consumir el mundo entero en una feroz orgía final. Él otro era un punto azul brillante que seguía su curso cruzando la órbita del gigante rojo, indiferente a la presencia de un vecino un billón de veces mayor.

—¿Y ahora qué, mi comandante? —preguntó Smythe a Clive—. ¿Debemos entrar en la cueva?

Clive sacudió la cabeza, como si esto pudiese aclararle las ideas y darle una respuesta para la pregunta de Smythe. Pero antes de que pudiese hablar, muy cerca resonó un crujido de pisadas, seguido por el rugiente estruendo de una docena de voces.

Una banda de cazadores primitivos hizo su aparición, armados con lanzas y porras, y toscamente cubiertos con pieles de animales. Los cazadores se detuvieron frente a Clive y a sus compañeros. Aquel fue un momento de perplejidad tanto para unos como para otros.

Clive y sus amigos estaban en semicírculo, frente a la entrada de la cueva.

Antes de que nadie pudiese hablar, los primitivos se dispusieron delante de la cueva, bloqueando la entrada a Clive y a su grupo. Su líder desapareció dentro mientras sus seguidores permanecían de espaldas a la boca de la cueva, manteniendo a Clive y a sus amigos a raya con sus lanzas.

En ese momento se oyó un chillido.

Clive dio media vuelta como un rayo y vio al recién llegado. Parecía vagamente humano, pero también Finnbogg a primera vista tenía una apariencia vagamente humana. Y, al igual que la naturaleza canina de Finnbogg se había vuelto más clara en un examen más detallado, así también ocurrió con las características no humanas de este chillador.

Tenía cuatro brazos en lugar de dos, de tal modo que la criatura debía poder realizar cuatro tareas a la vez o hacer trabajar sus cuatro brazos a la vez en la misma tarea. Y tenía cuatro patas en lugar de dos, lo que debía permitirle andar, correr, subir o trepar, con increíble agilidad y resistencia.

Su tronco era extraño, con un pecho delgado y un enorme abdomen, y su rostro disponía no de dos ojos sino de ocho, que refulgían como fuego bajo los dos soles. Había vestigios de pelo en el cuerpo de la criatura, pelo de composición rígida, parecido a púas.

De su boca salían proyecciones parecidas a dientes, aunque cuando Clive miró más atentamente el rostro se percató de que no eran dientes auténticos, sino mandíbulas como las de una araña. Pensó en el araña gigante con la que había luchado para defender su vida, primero junto a la jungla y luego en la playa, junto al río Uami, y por un instante sintió que iba a desfallecer.

Ahora sabía a lo que se refería el señor Darwin en sus obras, tan discutidas y tan condenadas. Si la raza de las arañas hubiese avanzado a través de miles de millones de años de… (intentó recordar la palabra del señor Darwin) evolución hasta llegar a una posición comparable a la de la humanidad…, entonces aquella asombrosa criatura podría ser el resultado.

Los primitivos permanecieron frente al extraño recién llegado. Y, al cabo de un momento de atónita inacción, emprendieron la fuga gritando aterrorizados.

Luego la extraña criatura se sentó en la boca de la cueva. Clive había visto al jefe de los primitivos cazadores desaparecer por aquel agujero. El jefe estaba atrapado, separado del mundo exterior y de sus compañeros de tribu, por el cuerpo del recién llegado.

La criatura se sentó contemplando a Clive y a los demás. No emitió ningún sonido, pero Clive sintió que de ella emanaba un mensaje. Quedaos donde estáis, pareció decirle. Miró a sus compañeros. Estos le hicieron una señal de asentimiento. Todos, incluso Finnbogg, habían recibido el mensaje de la criatura.

—¿Qué hacemos ahora, mi comandante? —preguntó Horace Hamilton Smythe.

—No me gustaría tener que luchar contra esta cosa —dijo Clive—. Ni siquiera contando con la ayuda de nuestras garras.

—No, mi comandante. ¿No le parece que podríamos simplemente empezar a retirarnos muy despacio? En estos bosques, parece que podríamos encontrar fácilmente un escondrijo.

—Estoy seguro de que todos los cazadores nos tienen ahora rodeados, sargento. Creo que podremos sacar más provecho de la situación permaneciendo aquí. Esta nueva criatura no parece hostil.

Se sentaron en el suelo. Tal como una araña se quedaría inmóvil, infinitamente paciente, en el centro de su telaraña, esperando a que llegase su presa y cayese en su red, el gran ser-araña permaneció sin moverse en la boca de la cueva, mientras los dos soles recorrían su lento camino hacia el horizonte.

Clive y sus amigos estaban solos e indefensos en el medio del claro, separados de su realidad habitual.

¿O no era así?

—Annie —dijo Clive—, ¿le he hablado de mi amigo Du Maurier?

—No —Annie movió la cabeza—. ¿Ojeo referencia Dafne?

—¿Dafne? No, George du Maurier. El caricaturista.

Annie sonrió.

—Oh, pozi tivo. He ingresado sus libros. Trilby. El marciano. Buena entrada nivel cific.

—¿Cific? —preguntó Clive.

—Hum, cific. Hum, Wells, Verne, Heinlein, éstos. Cific equivalente, hem, escritores ciencia ficción. —Ella sonrió—. Me gusta la cif. Todos Crackbelles aman cif. Todos aman cif.

—George du Maurier es mi amigo, Annie. Y cree que la comunicación mental es posible, de un planeta a otro.

Ella sonrió.

—¿Clive cree también?

—No lo sé. De veras que no lo sé. Pero me pregunto… si su aparato de campo eléctrico…

—Baalbec A-nueve.

—¿Podría… ayudarme? Si yo intentase enviar un mensaje a Du Maurier…, en realidad no tengo ni idea de qué tipo de ondas eléctricas o etéreas o magnéticas podrían llevar un mensaje así. Pero a lo mejor su aparato podría ser de alguna ayuda. Podría servir como una especie de telégrafo etéreo.

Annie sonrió.

—Indeterminado, Clive. Haz la prueba. Aquí. —Ella le cogió la mano, con un movimiento tan rápido e inesperado que no tuvo oportunidad de resistirlo, y la colocó de tal forma que su pulgar quedó en un lugar inmediatamente por encima de su esternón.

Él había esperado sentir aquella piel cálida y blanda, pero no la peculiar textura y forma que sintió bajo su piel. Aquello debía de ser el Baalbec A-nueve.

Cerró los ojos y se concentró, conjurando la imagen de George du Maurier.

Pensó:

Du Maurier, no sé si puedes oírme o no. Si puedes, le suplico que actúes.

He caído en otro mundo, Du Maurier. No tengo ni la más remota idea de dónde estoy. Otro planeta…, otro plano de existencia…, algún estado de existencia alterado que está más allá de nuestra usual noción de tiempo y espacio.

Viajé desde Inglaterra hasta el Sudd, la región de Ecuatoria donde mi hermano Neville fue visto por última vez. Allí pasé por una extraña puerta, una entrada oculta en una gran roca, con un corazón de rubí que brillaba y latía como un órgano vivo. Iba acompañado por el sargento mayor Horace Hamilton Smythe, de mi propia unidad de guardia, y por un indio oriental, Sidi Bombay.

Y fuimos a parar a un reino extraño, conocido como la Mazmorra. Quién reina en este lugar, cuál puede ser el propósito de sus moradores, todavía tengo que desentrañarlo. Creo que Neville está aquí. En un tiempo creí que había encontrado su cadáver, pero ahora creo que era un mero simulacro, y que Neville tiene que estar en alguna parte de la Mazmorra.

Dentro de la Mazmorra hay muchos reinos y realidades, mundos más allá de toda imaginación, más allá de toda consideración. El sargento Smythe está conmigo todavía, Sidi Bombay ha desaparecido. También hay conmigo un ser llamado Finnbogg, parecido a un humano pero que no lo es…, y una bella mujer que parece haber llegado del año 1999; ahora me está ayudando a enviarte este mensaje. Se llama Annie.

Du Maurier, te lo ruego, en nombre de nuestra amistad, en nombre de tus investigaciones parapsicológicas, en el nombre del sentimiento de humanidad, haz esto por mí.

Ponte en contacto con Maurice Carstairs del Recorder and Dispatch. Prepara un informe para él basado en lo que te he contado. Intentaré enviarte más detalles y posteriores descubrimientos. Si alguna vez encuentro el camino para regresar a Inglaterra, ¡seré rico y famoso como resultado de esta aventura!

Ponte en contacto con mi padre en la mansión paterna. Dile que continúo en la pista de Neville y que el título de barón de Tewkesbury nunca se extinguirá.

Ponte en contacto con la dama que me acompañó al teatro el día del estreno de Cox and Box. Encontrarás sus aposentos en la última planta de la casa más alta de Plantagenet Court. Supongo que ya conoces la calle. Si no es así, no creo que te sea difícil encontrarla. Dile que la quiero y que volveré para cumplir mi promesa.

Y finalmente, Du Maurier, el último y mayor favor de todos. Debes conseguir enviarme respuesta. Consígueme ayuda material, si puedes, pero, si no, envíame al menos respuesta. Por medios físicos o magnéticos, o como puedas. Hazme saber que mis palabras te han llegado. Hazme saber que no estoy desamparado por completo y para siempre, aquí, en la Mazmorra. Por favor, Du Maurier, haz esto por mí. Cuando regrese a Londres, compartirás conmigo toda la riqueza y toda la gloria que espero cosechar.

¡Dios te bendiga, Du Maurier! Sólo espero que me hayas podido oír, de un modo u otro. Si me has oído en tus sueños, ¡sabe que esto no es un sueño! Si me has oído estando despierto, ¡sabe que no estás loco! Soy real, estoy vivo, y ruego que este mensaje te llegue.

¡Adiós, Du Maurier! ¡Adiós! ¡No me abandones, amigo mío! ¡Eres el único contacto en el mundo que conozco desde hace treinta y tres años!

Dejó caer la mano en el regazo. ¿Cuánto tiempo hacía que él, Annie, Horace y Finnbogg permanecían en su formación semicircular?

Annie parecía pálida y agotada. Dijo:

—Creo…, creo… que estoy tan cansada, Clive.

El mismo Clive había caído en una especie de alucinación. Parpadeó. El sol (o soles) de aquel mundo se habían puesto tras los bosques que rodeaban la boca de la cueva. Un polvo resplandeciente coloreó la mitad del cielo. En Inglaterra, Folliot se habría detenido para admirar el magnífico cuadro creado por la naturaleza, pero aquí, en la Mazmorra, sólo tenía ojos para el ser de ocho extremidades que bloqueaba la entrada a la cueva.

Desde algún lugar del interior de la caverna, llegó un grito agónico, seguido del ruido de algo que desgarraban y trituraban. Y la extraña criatura de ocho miembros que tapaba la entrada de la cueva cabeceó y salió lentamente hacia el claro.

Mientras Clive miraba a la criatura, fascinado, primero oyó y después vio a unos pocos salvajes que empezaban a salir agazapados de los bosques, en donde antes habían desaparecido.

La criatura de cuatro brazos emitió un chillido aterrador y con sus varias manos se arrancó manojos de pelos rígidos y los lanzó hacia los bosques. Los pelos salieron disparados como jabalinas en miniatura; y, cuando acertaban a los primitivos, éstos empezaban casi instantáneamente a hincharse y a perder color. En pocos segundos caían al suelo y sus cuerpos se transformaban en horrendos y dilatados, recuerdos de un ser humano, o se retorcían jadeando, cada vez más pálidos, hasta que por fin quedaban convertidos en charcos de fluidos gorgoteantes, en medio de los cuales sus huesos sobresalían como bizcochos en una taza de crema.

«Quizá deberíamos haber huido con los salvajes», pensó Clive, pero ya era tarde para ello.

Ahora algo le estaba ocurriendo al rostro del aracnoide. Clive lo contemplaba fascinado. Sabía que no tenía sentido intentar huir y, al observarlo con detenimiento, se apercibió de que, de alguna manera fantásticamente singular, de alguna manera «aracnil», aquel ser le estaba sonriendo. Sonriéndole a él y a sus tres amigos.

La criatura lanzó los cuatro brazos adelante y cogió, con cada una de sus manos, a cada uno de ellos. Annie había anulado su campo eléctrico como arma de defensa para convertirlo en un medio de comunicación, en beneficio de Clive, y había quedado tan exhausta por la transmisión del mensaje de Clive a Du Maurier ¡que había olvidado volverlo a conectar!

Con una amabilidad sorprendente, pero con una fuerza que superaba incluso la del robusto y macizo Finnbogg, el arácnido arrastró a los demás, correteando con sus cuatro patas, hacia la boca de la cueva que antes habían rodeado los salvajes.

Cuando la mano de la criatura agarró la de Clive Folliot, éste sintió una extraña comunicación con el ser-araña y, a través de éste, con sus compañeros. Quizás esto fuera la telepatía mental de que hablaba George du Maurier o quizá fuera otra cosa, alguna especie de intercambio de ondas cerebrales entre los tres humanos, el ser perruno y la criatura aracnoide.

Clive se sintió arrastrado hacia la mente de la gran araña. Y descubrió que podía conocer a la criatura, no como si la oyera hablar sino como si, de alguna manera milagrosa, se hubiese convertido él mismo en la criatura aracnoide.

El ser no tenía nombre, que Clive supiera, pero el ser pensó de sí mismo que era la fuente del gran chillido que helaba la sangre y que Clive ya había oído; y esta palabra se convirtió para Clive en el nombre de la criatura: Chillido. No había otro apodo posible para aquel animal, ningún otro nombre que Annie, Finnbogg o Smythe le pudiesen aplicar con más acierto.

Y, cuando identificó a aquel ser con el nombre, se apercibió del sexo de la criatura: en efecto, poseía una sexualidad sorprendentemente poderosa. Indudablemente era una hembra.

Estaba penetrando en la mente de una araña hembra, sexualmente consciente, quizás incluso sexualmente muy vital, cuando… ¿qué había aprendido de los hábitos de apareamiento de los arácnidos? Intentó recordar una clase de Historia Natural en Cambridge. Sí, podía ver al catedrático de patillas anchas, mejillas sonrosadas y gafas de pinzas; podía oír su voz temblorosa, ya vieja. Sí. La hembra arácnida se acoplaba y después de la cópula devoraba a su consorte.

Pero… Chillido no era una araña, no más que Finnbogg era un perro, o que Clive y Annie eran orangutanes. Eran los descendientes evolucionados de aquellas especies ancestrales. Rogó que Chillido fuera civilizada, que en el curso de la evolución su especie hubiera abandonado la horrorosa práctica de sus antepasados. Y, en una onda puramente mental, recibió la respuesta del ser que lo tenía cogido por la mano con una sujeción tan poderosa como la de una niñera que lleva cogido a su pupilo.

Y, a través de Chillido, Clive se encontró en un extraño contacto mental con Finnbogg y Horace Hamilton Smythe.

En la mente de Finnbogg encontró singulares recuerdos, memorias de la infancia del ser perruno. Los primeros recuerdos de Finnbogg eran de su madre y de sus hermanos y hermanas. Aquellas criaturas eran, en efecto, perrunas; y como ser canino que era, los recuerdos más intensos que poseía eran olfativos. El olor cálido y acogedor de su madre, de su carne familiar, de la leche de sus tetas. El tacto áspero de su lengua cuando lo limpiaba, a él y a sus hermanos. Los olores de su carnada, similares entre ellos, pero muy diferentes del de su madre y claramente distinguibles el uno del otro, como para Clive serían distintos los rostros de sus amigos. Primero se podía distinguir a los machos de las hembras, y luego no había posible confusión entre dos cachorros. Y el olor de su padre, fuerte y dominante, teñido con el matiz de mil criaturas seductoras y de sustancias que el gran macho encontraba fuera de la guarida íntima, donde la madre cuidaba y alimentaba a sus cachorros…

Clive sabía que lo conducían por el claro, que estaba entrando en la cueva. Sabía que el desplazamiento no tardaría más de unos segundos, pero, en el intercambio mental que tenía lugar con Chillido y dentro de él, años de memorias y de experiencias se intercambiaban.

Entró en la mente de Horace Hamilton Smythe, y de repente tuvo acceso a todos sus recuerdos y sentimientos. Tenía un nuevo conjunto completo de memorias. Una infancia que había tenido sus principios en una idílica granja en el sur de Inglaterra. Smythe y su alegre y siempre activa madre. Su padre era más taciturno, más serio, mucho menos agradable que su madre, pero aun así un buen hombre, leal, de confianza, que se preocupaba por su familia y por su patria. Y había además muchos otros. El pequeño Horace también tenía sus hermanos y sus hermanas. Y un perro, una grande, descomunal bestia afectuosa.

Y la mente de Clive lo vio con claridad. Era un bulldog, terriblemente feo y tremendamente cariñoso. Era como Finnbogg, parecidísimo a Finnbogg. Pero entonces llegó la plaga y sobrevino la ruina de la granja, y la muerte del padre de Smythe. Su madre, expulsada de la tierra, reunió a sus hijos y se los llevó al norte. Habían tenido que matar al gran bulldog (el acontecimiento más triste de la vida de Horace Hamilton Smythe: el chico había llorado durante días, inconsolable). No era de extrañar, se percataba ahora Clive, que Smythe se hubiese encariñado tanto con Finnbogg.

Luego la viuda Smythe y sus hijos se habían ido hundiendo, desde una honorable pobreza en un suburbio de Londres hasta la más abyecta miseria en los barrios bajos de la metrópoli. La madre había desempeñado trabajos cada vez más viles, y las hijas habían acabado por llevar unas vidas vergonzosas mientras los hijos se convertían en criminales, hasta que Horace encontró un nuevo hogar en el servicio a Su Majestad. De otro modo, el sargento recién alistado, que en su juventud había poseído una gran fuerza interior y una virtud potencial, habría acabado probablemente flotando en el Támesis con un cuchillo clavado en las tripas, o colgando de la horca en Dartmoor.

Clive compartió con Smythe las memorias de las campañas. Se vio a sí mismo como lo había visto el sargento; en conjunto, una visión no muy halagüeña, pero pintada con un cierto afecto. Recordó con Smythe los primeros encuentros de éste con Sidi Bombay y contempló su aventura americana, que ya había relatado en su mayor parte.

Había otros episodios en la vida de Horace Hamilton Smythe, odiseas y acontecimientos que sorprendieron a Clive Folliot. Lo vio envuelto en pieles, azotado por los vientos helados y aguijoneado por el aguanieve, luchando para escalar los picos del Himalaya, acercándose a los sagrados recintos de las silenciosas tierras del Tíbet y del Nepal. Lo vio en las junglas del Amazonas, explorando las civilizaciones del Brasil.

¿Qué estaba haciendo un simple sargento mayor del ejército de Su Majestad en aquellos climas remotos? Con un sobresalto, Clive se dio cuenta de que había mucho más de Horace Hamilton Smythe de lo que nunca se hubiera podido imaginar.

* * *

Súbitamente Clive se percató de que, si él tenía aquel acceso profundo a las mentes y a las memorias de sus compañeros, ellos debían de tener la misma clase de acceso a su propia mente. Había acontecimientos de su vida de los que no se sentía orgulloso, pero ahora no podía hacer nada para protegerse del escrutinio mental. Sus compañeros sabrían cosas que nunca hubiera pensado revelar en sus artículos a Maurice Carstairs, tanto si él lo deseaba como si no.

Hasta ahora no se había aproximado a Usuaria Annie en aquella extraña comunión mental, y durante un momento pensó si debía hacerlo. Su incursión en la mente de Horace Hamilton Smythe había sido muy fácil de realizar. Después de todo, él y Smythe eran nativos del mismo país y casi de la misma edad. Habría sido lógico tener más dificultades para entablar contacto mental con Finnbogg, un ser de otra especie, el producto de otro mundo. Pero quizá la misma «perrunidad» del macizo Finnbogg y la natural afinidad entre humano y canino habían posibilitado el contacto.

Pero Annie… Se le aproximó mentalmente y fue como aproximarse a una luz bellísima y sutil. A pesar de lo cansada que había quedado después del intento de comunicación con Du Maurier, ella ahora se movía (si ésta era la palabra) con gracia inefable y sin aparentar cansancio. La muchacha lo atrajo hacia sí y él se encontró flotando hacia ella, impaciente y entusiasmado. Pero antes de que pudiese tocar la luz que era Annie, ésta se escabulló danzando, evitando su contacto mental como si fuera un fuego fatuo.

Más tarde, pareció que ella le susurraba al oído, ja llegará el momento, Clive, ya llegará el momento. Creyó verla bailar, bailar desnuda, e intentó alcanzarla de nuevo, pero tropezó con la mente de Chillido.

¿Cuáles eran las memorias de Chillido? ¿Cuáles eran sus pensamientos? Clive podía sentirlos, compartirlos de algún modo; incluso mientras Chillido sondeaba y buscaba entre los suyos propios. Clive percibió una inteligencia superior a la suya, una inteligencia más antigua y más sabia. Pero mientras que la extrañeza de Finnbogg era la de un ser de sangre caliente, de un mamífero parecido al perro (o muy parecido al perro), la de Chillido era mucho más alejada de Clive. Era un arácnido, de sangre fría, ovíparo, que tenía ocho extremidades y ocho ojos.

La química de su cuerpo era muy diferente de la suya. La criatura segregaba sustancias químicas que impregnaban los duros pelos de su cuerpo y, cuando le parecía, podía variar aquellos procesos químicos para lograr las reacciones que deseaba, desde el terror y la sumisión a la colaboración voluntaria, la lujuria incontrolable y la muerte. Pero no había usado esta química en Clive y en sus amigos, porque no había sido necesario.

Quería a Clive, a Smythe, a Annie y a Finnbogg para algo. Clive podía vislumbrar el propósito en la mente de Chillido, pero era un objetivo tan alejado de su experiencia y de su comprensión que le llegó como un caos de impresiones sin sentido.

* * *

Chillido empujó a Clive y a sus compañeros a través de la boca de la cueva. El extraño hechizo de comunicación con los demás se rompió cuando Chillido soltó las manos de cada uno de ellos, pero, en el momento final de aquella comunicación, sucedió algo más.

Clive recibió la nítida impresión de que él y los otros podrían conseguir de nuevo aquella comunión, con o sin la intervención de Chillido. Bajo su hechizo, sus mentes y sus redes nerviosas infinitamente complejas se habían alterado. Por su propio deseo o no, a sabiendas o no, Chillido había proporcionado a Clive, a Annie, a Smythe y a Finnbogg el poder de compartir sus mentes. Con el simple gesto de entrelazar sus dedos y permitir que ellas circulasen de uno a otro.

Detrás de Clive, el voluminoso cuerpo de Finnbogg bloqueó la boca de la cueva. Annie y Horace Hamilton Smythe ya estaban dentro con él. La luz del exterior volvió a iluminar la caverna por unos instantes, y luego reinó otra vez la oscuridad cuando Chillido obstruyó la abertura.

Por fin, también el aracnoide estuvo dentro, y Clive y los demás pudieron percibir el mundo en donde ellos y el ser-araña habían entrado.