18: El charco de Hades

18

El charco de Hades

Rodearon la colina creyendo que sabían lo que aparecería. Tenían el mapa de Annie; lo habían seguido durante días y había demostrado ser preciso.

Luego aprendieron mejor.

El mapa había indicado sólo una región baja, pero se encontraron con una estrecha zona salpicada de ciénagas. A Clive le sugirió una repetición del Sudd de Ecuatoria, pero Horace Hamilton Smythe señaló que la zona pantanosa aquí era mucho más pequeña que el Bahr-el-Zeraf. Si elegían su camino con cuidado, podrían atravesarlo.

—No estoy convencido —objetó Clive—. Posiblemente nosotros tres podamos andar, con mucho tiento, hacia el otro lado. —No era necesario que especificase que se refería a él mismo, al sargento Smythe y a Usuaria Annie—. Pero ¿qué pasará con…?

E indicó a Finnbogg con un movimiento de la cabeza.

—Es una lástima, mi comandante. No me gusta abandonar a la bestia, pero si tiene que ser así…

—¿Bestia? —dijo Folliot furioso—. No es una bestia. Es…, es…

—Es un perro, mi comandante. Siento tanto aprecio por el chico como puede sentirlo usted. Al pobre Sidi Bombay podía darle igual, pero yo pienso que es un espléndido sabueso. Sin embargo, un hombre es un hombre, y un animal es algo totalmente distinto. No creerá lo que dice aquel tipo Darwin, mi comandante. O eso espero. Todos somos un atajo de bestias sanguinarias, esto es lo que quiere decirnos. No aceptará una cosa así, ¡espero!

—¡Oh, deje en paz a Darwin! Yo estoy hablando de Finnbogg. Admito que es más bien parecido a un perro. Pero nosotros somos más bien parecidos a monos, sargento Smythe, en caso de que todavía no se haya dado cuenta. Tenemos el mismo número de extremidades y además dispuestas del mismo modo; y los demás órganos y características son muy semejantes. Pero esto no significa que un hombre sea lo mismo que un chimpancé. Y sólo porque Finnbogg es muy parecido a un perro no significa que sea uno.

Smythe no insistió. Quizá continuaba contrariado por la historia del John C. Calhoun. O quizá meramente estaba siendo deferente con el rango de Folliot. De cualquier forma…

—No, mi comandante. Pero seguimos teniendo que cruzar este pequeño pantano.

Tenían el mapa de Annie extendido frente a ellos, Clive Folliot lo recogió, lo dobló y se lo introdujo en un bolsillo de su chaqueta caqui.

—Partamos, pues —dijo.

Aquello ocurrió cuando rodearon la colina. El pantano se extendía ante ellos, tal como indicaba el mapa, y no parecía demasiado peligroso. Había charcos y zonas fangosas que podían ser de arenas movedizas, con las que habría que ir con gran cuidado. Se veían algunos montículos de hierba y árboles que surgían del pantano, con musgo colgando de ellos y con el equivalente q’oornano de otros parásitos vegetales: enredaderas, plantas trepadoras y orquídeas de un negro purísimo.

—¿Cree usted que encontraremos vida salvaje, mi comandante? —Smythe escudriñaba la zona.

Antes de que Folliot pudiese responder, el agua hizo erupción en el centro del charco más grande. El líquido brotó hacia arriba como un geiser y se desparramó como una ducha en un radio de decenas de metros, que incluyó a los viajeros. El agua era sorprendentemente cálida, casi caliente. Y hedía como cien mil diablos. Cuando tocaba la piel, dejaba un residuo espumante que escocía y quemaba incluso después de haberlo frotado.

Y con la lluvia de fluido negro cayeron un sinfín de criaturas, cuyos tamaños variaban desde el de una moneda de un chelín hasta el de una rata gigante de cloaca.

Folliot gritó a Usuaria Annie que conectara su campo de protección, pero ya era demasiado tarde: las criaturas pululaban encima de ella y encima de los demás.

Algo que parecía un sapo, de un buen palmo de largo, saltó al hombro de Clive y se afianzó allí clavándole los dedos de las patas. Cada uno de sus dedos estaba rematado en una uña; y allí donde las uñas agujerearon su piel, quedó una marca como si le hubieran hincado un tenedor al rojo vivo.

Una masa informe, parecida a algo que Meinheer Leeuwenhoek habría podido observar a través de su microscopio, se había pegado al rostro de Horace Hamilton Smythe. Al principio fue una simple mancha, semejante a una salpicadura de tinta, pero Smythe empezó a gritar y a frotárselo, intentando desesperadamente arrancárselo, mientras la masa crecía y se extendía, y amenazaba con cubrirle nariz y boca y ahogarlo.

Finnbogg fue invadido por un enjambre de insectos, escorpiones, avispas, gusanos, sanguijuelas y otros seres de todo tipo y descripción, en hordas incontables. La musculosa criatura se revolcó por los suelos, aplastando a cientos de sus torturadores, pero miles de ellos continuaron atacándolo.

Clive recordó que aún estaban en posesión de las garras cibroideas que habían recogido de la bestia voladora, y usó la suya para arrancarse el sapo del hombro y lanzarlo lejos de él, pero entonces una cosa parecida a una monstruosa oruga trepó por su cuerpo. Intentó cogerla, mientras la boca se le abría en un grito involuntario. Pero la cosa se movió como un rayo hacia su boca. Clive cerró los dientes y los mantuvo apretados, cogió la oruga con una mano y con la otra blandió la garra y la partió en dos. La bestia lo soltó y él la tiró.

Le entraron náuseas, se dobló y eructó. Había cortado la cabeza y las patas delanteras de la oruga, pero el resto de la criatura continuó debatiéndose, enviando punzadas de tremendo dolor a la lengua y a los labios de Clive.

El contenido de su estómago emergió y se desparramó por el suelo y el insecto cayó y continuó retorciéndose débilmente en la asquerosidad humeante.

Una inmensa serpiente negra se alzó de repente e hizo oscilar su cabeza a treinta centímetros del rostro de Folliot. Su lengua vibró. Se parecía a la mortal cobra egipcia, con sus ojos negros reflejando la pálida nebulosa y las estrellas que centelleaban encima de ella.

—¡Sistema de urgencia! ¡Sistema de urgencia! ¡Error catastrófico! —era la voz de Usuaria Annie. Clive estaba petrificado, con los ojos clavados en la cobra. Habría aprendido lo suficiente de aquellos animales para saber que su agilidad era limitada, y sus movimientos no muy rápidos. Pero a aquella corta distancia, la cobra sólo tenía que dejarse caer adelante (aquél era el sistema de ataque de esos bichos) y Clive recibiría una dosis letal de veneno.

Annie no usó su garra cibroide, sino que levantó la mano y con un dedo señaló a la cobra… y ésta se retiró deslizándose de nuevo hacia el pantano. Una cosa como una especie de sanguijuela gigante se había pegado en el dorso de la mano de ella y Clive se la arrancó y la lanzó tan lejos como pudo. Annie recorrió el cuerpo de él con el dedo, echando fuera a media docena de animales que se habían introducido dentro de sus ropas, sin ni siquiera haberse enterado de ello. Allí donde señalaba con su dedo, Clive sentía como un rayo abrasador, pero lo soportaba sin esfuerzo al ver que las bestias atacantes no lo toleraban.

Annie aplicó el mismo tratamiento a Horace Hamilton Smythe.

Luego los tres corrieron hacia Finnbogg. La corpulenta criatura rodaba todavía por los suelos, retorciéndose y desgarrándose la piel. Folliot y Smythe lo agarraron y Annie le pasó el dedo por todo el cuerpo, haciendo huir un horror tras otro.

—¿Y usted? —gritó Folliot a Annie—. ¿Puede usar esto en usted misma?

Ella parecía comprender.

—Energía campo eléctrico agotada. Modo exclusión usuario. ¡Requerida intervención manual!

Y, mientras gritaba esto, comenzó a sacarse la ropa.

No dudó ni un instante con ninguna prenda. Y, antes de esperar a que estuviera totalmente desnuda, Clive Folliot y Horace Hamilton Smythe se lanzaron a desengancharle nauseabundas monstruosidades de la carne.

El suceso completo duró sólo momentos. Annie dibujó una circunferencia en el suelo que incluyó a los cuatro. De alguna forma, su Baalbec A-nueve dejó una carga en el suelo. Ninguno de los horrores que habían surgido (y que continuaban surgiendo) cruzó la línea.

En el combate por liberarse a sí mismos de las monstruosidades que los salpicaron, los viajeros habían hecho caso omiso del geiser que los había arrojado. Observaron ahora que seguía escupiendo su malvado vómito en el aire, y éste no sólo consistía en agua maloliente sino también en un continuo flujo de seres nauseabundos.

Cuando por fin el geiser agotó su chorro, el suelo estaba recubierto con una alfombra viva de abominaciones que se arrastraban y brincaban; trepaban unas encima de otras, combatían, se mataban y se devoraban mutuamente, enmarañadas en un frenesí de locura.

Sólo el aro creado por el Baalbec A-nueve de Annie protegía a los cuatro.

Clive calculó que el geiser había brotado sólo durante un cuarto de hora, pero la orgía de muerte y festín continuó durante casi una hora. Luego las criaturas cayeron en una lasitud total. Perezosamente, empezaron a retirarse, reptando de nuevo hacia el charco.

Como un organismo vivo, el mismo suelo pareció desplazarse margen abajo, hacia el charco. En realidad, era el movimiento colectivo de decenas de miles de abominaciones, pero con la apariencia de un solo horror; entraron en el charco con un sonido gorgoteante, continuo, repugnante, un sonido como el de una bestia que estuviera chupando las entrañas de una víctima indefensa.

Muy despacio, Usuaria Annie se agachó y recogió sus ropas. Temblaba mientras se las ponía y Folliot la cogió galantemente por el brazo para ayudarla a mantener el equilibrio. El sargento Smythe le sugirió que a partir de entonces mantuviese su campo eléctrico conectado en todo momento, pero Annie negó con la cabeza. Y por una vez habló comprensiblemente.

—Baalbec A-nueve usa mis energías —y apretó un pulgar contra la suave carne de su corazón—. No batería de repuesto en A-nueve. No fuente de energía externa. —Sonrió con tristeza—. Baalbec A-nueve sólo usa la energía de Annie. No tan poderoso. No tan poderoso.

Estaba claramente agotada y a punto de soltar aquellas lágrimas que suelen acometer a alguien cuando está emocional y físicamente exhausto.

Usuaria Annie se sentó en cuclillas y se llevó las manos a los ojos.

Clive se arrodilló junto a ella.

Ella lo miró a la cara, y finalmente las lágrimas le cayeron de los ojos.

—Sistema sobrecargado, usuario Folliot. Sistema de defensa sobrecargado. Circuitos de defensa chisporrotean, usuario. —Y se lanzó a los brazos de Clive, apoyó la cabeza en su hombro, como un gatito, y lloró sobre su chaqueta.

* * *

Una vez que el suelo estuvo despejado (lo cual no tardó ya mucho), decidieron seguir avanzando. No tenían idea de cuánto duraban los intervalos de descanso del geiser. Podían pasar años entre dos erupciones, o simplemente minutos. Pero no deseaban quedarse allí para comprobarlo. Ni tampoco deseaban intentar cruzar el pantano.

—Otros caminos fuera de Q’oorna —ofreció Finnbogg—. Muchísimos más de Mazmorra que de Q’oorna.

Los demás se miraron entre sí. Si sólo se entendieran unos a otros por completo, sus oportunidades de escapar, o al menos de sobrevivir, aumentarían en gran medida. Pero sólo Clive y Horace Hamilton Smythe podían hablarse uno a otro con perfecta comprensión. Usuaria Annie a veces caía en su extraña jerga futurista y a veces hablaba casi como ellos, y Finnbogg, con su disposición perruna para complacer, sólo tenía el vocabulario que se podía esperar de un can inteligente.

Marchaban en dirección sur, paralelos a los límites del pantano y a la hilera de colinas por donde habían llegado.

—¿De qué otra forma podemos salir de Q’oorna, Finnbogg? —le preguntó Clive.

—Oh, gran montaña de agua. Oh, sí, gran montaña de agua salir de Q’oorna, Folliot. Oh, sí.

Clive se dirigió a Horace Hamilton Smythe.

—¿Qué cree que quiere decir con esto? Gran montaña de agua. ¿Piensa que se refiere a un glaciar?

Smythe preguntó a Finnbogg:

—¿Quieres decir hielo?

Finnbogg pareció perplejo por la pregunta.

—Hielo. ¡Caray! Mira, chico —continuó Smythe—, el hielo es como el agua, sólo que, hem, es muy frío, ¿eh? Cuando el agua se enfría mucho, se endurece. Se endurece como el diamante. Cristal. ¡Oh, Dios, ayúdame! Rocas de agua, ¿eh, Finnbogg?

Finnbogg asintió enérgicamente con su inmensa, descomunal cabeza.

—Duro, sí. Agua como piedras. Sí. No. No salida. ¿Hielo? ¿Eh, Smythe, agua dura, hielo, eh? ¡Bueno! Bueno, bueno, bueno. No. No dura. No hielo. Gran montaña de agua, hem —levantó una mano-pata y señaló hacia el ahora distante pantano—, agua montaña arriba. Mala agua montaña arriba. Buena agua montaña abajo.

Hizo unos gestos vigorosos mientras saltaba repetidamente, de tal manera que pareció que la misma tierra temblaba bajo sus pies.

—¡Agua abajo! ¡Agua de montaña abajo!

—¡Por Dios! —exclamó Folliot—. ¡Está hablando de una cascada, Smythe! ¡Está diciendo que podemos salir de aquí pasando a través de una cascada!

Clive imitó el movimiento de la cascada con sus manos.

—Sí, sí —dijo Finnbogg—. Fuera de Q’oorna, agua montaña abajo. Sí. Más caminos todavía, Folliot. Muchas salidas de Q’oorna. Camino de cielo en tierra. Oh, estrellas, nubes, cielo negro, brillo blanco, huir de Q’oorna. O corazón de piedra. Sí, como roca de agua dura y corazón rojo brillante. Y casa. Casa sobre —colocó las manos enfrentadas, con las palmas hacia adentro, y las deslizó en el aire paralelas al suelo—, sobre cuchillos. Casa se mueve, cuchillos se quedan, sale de Q’oorna. Fuera, sí, bueno, veré a cachorros y cachorras, padre y madre. Finnbogg verá hogar, bueno, sí, vamos.

—Este cielo-en-tierra no tiene ni pies ni cabeza —dijo Smythe—, pero la roca con el corazón rojo brillante…

—¡Sí! —interrumpió Clive—. Es una descripción exacta del lugar por el que entramos aquí desde el Bahr-el-Zeraf. Y la casa que se mueve sobre cuchillos, ¿lo coge, Smythe?

—No estoy muy seguro, mi comandante.

—Yo tampoco estoy seguro —agregó Folliot—. Pero apostaría mi paga mensual a que el buen hermano Finnbogg, en su manera perruna, está describiendo un ferrocarril.

Smythe pareció desconcertado. Luego pensativo. Y por último el rostro se le distendió en una feliz sonrisa.

—Creo que el comandante tiene toda la razón. ¡Claro! ¡Sí, mi comandante! Una casa que se mueve encima de cuchillos. Dos hojas largas, los raíles. ¿Podría haber ferrocarril, aquí, en Q’oorna?

—No lo sabemos, ¿verdad, sargento? No sabemos quiénes son los q’oornanos, dónde tienen su origen, por qué traen a la gente aquí. Y no sólo a gente como nosotros. También a extroides, a tempoides y a cibroides. Sólo estamos empezando a aprender qué clase de mundo es éste, sargento Smythe. Y creo que nuestros objetivos también pueden estar cambiando.

—Me temo que no capto el significado de sus palabras, mi comandante.

Habían dejado la parte más importante del pantano atrás, a pesar de que la tierra a su izquierda seguía siendo pantanosa. Se oían sonidos distantes; la llamada de bestias salvajes, el susurro de los juncos al pasar alguna serpiente de agua o algún anfibio y, de cuando en cuando, el batir de unas grandes alas o el grito de un pájaro.

De pronto hubo un gran estrépito y un zumbido, como un cohete del Día de Guy Fawkes[8].

Hicieron un alto y contemplaron el cielo.

Algo brillante, como un río de luz, rasgó el cielo de la tarde. Podía haber sido un ferrocarril, pero un ferrocarril arrancado de un futuro fantástico y depositado en el presente. Sólo que depositado era apenas el término adecuado, ya que la aparición pasaba a cientos de metros por encima de sus cabezas. Venía de la dirección del abismo y del puente derrumbado y, mientras permanecían contemplándolo, pasó por encima del pantano que había puesto en peligro sus vidas, y se deslizó cielo abajo.

—Va a… ¡va a estrellarse! —dijo Smythe sin aliento.

En el momento en que el sargento habló, el gran vehículo descendió a la superficie, y Clive pudo distinguir claramente la forma del vehículo. Si hubiese tenido lápiz y papel a mano, podría haber trazado un boceto perfecto para el The London Illustrated Recorder and Dispatch. Tenía decenas y decenas de metros de longitud, y acababa en una punta redondeada y lisa. Filas de ventanas recorrían los lados de los vagones, enganchados entre sí como los de un tren.

No había raíles, ni medios visibles de levitación. Se habían hecho muchos intentos para imaginar los vagones voladores del futuro, y ciertamente los hombres habían realizado grandes esfuerzos para construirlos; pero sólo el más modesto de los planeadores (en verdad, poco más que una cometa infantil de tamaño gigante) había logrado cierto grado de éxito.

Fuera lo que fuese lo que había sostenido aquella maravilla en el aire, el mecanismo había fallado. Pero el tren aéreo no se había clavado de punta en el suelo, sino que había caído plano en la superficie y se había deslizado por encima de ella como un verdadero vehículo sobre carriles, dejando tras de sí un largo surco en la tierra.

Los cuatro viajeros echaron a correr hacia el vehículo. Al principio, Clive Folliot iba en cabeza, pero pronto Finnbogg lo sobrepasó y ya no dejó de llevar la delantera.

Arriesgaron sus vidas al cruzar los bordes fangosos del pantano. Por fortuna, no había arenas movedizas, y las patas anchas y con almohadillas de Finnbogg distribuían tan bien su peso que pudieron vadear por las zonas de barro sin hundirse.

Tardaron varias horas en llegar hasta el vehículo estrellado. Cuando lo alcanzaron, el atardecer abría paso al lúgubre crepúsculo de Q’oorna, y los cuatro treparon por la barandilla exterior del último vagón.

El vehículo era muy parecido a un tren terrestre, y no parecía haber sufrido daños graves. Clive conjeturó que debía de habérsele agotado el combustible, algo así como si se hubiese apagado el fogón en una locomotora de vapor, de modo que la caldera perdiera presión: el tren habría continuado rodando hasta detenerse, pero no sufriría daño alguno.

Como el tren se había desplazado a través del aire, y no sobre raíles, había llegado a tierra con un impacto brusco, y cabía esperar algún desperfecto. Sin embargo, parecía que, reparada la máquina que producía la energía, el tren podría reanudar su marcha.

¿Podrían los cuatro viajeros continuar su viaje en tren? ¿Adonde los llevaría? Posiblemente (¡probablemente!), a un mayor centro de población, comercio y autoridad entre los q’oornanos. Allí, pensó Clive, tendrían que tomar una decisión rápida: o intentar mezclarse con sus pobladores y conseguir información sin entrar en contacto con las autoridades, o dirigirse inmediatamente a la sede del poder y presentarse al soberano q’oornano.

Las experiencias en la Torre Negra no animaban a seguir este último curso, pero Clive se sentía cada vez con más confianza y decisión. En cierto modo, lo habían conducido casi con los ojos vendados, y arrastrado a aquel mundo de locos. No era súbdito de aquellas tiranías locales y no se sometería a los caprichos de cualquier principito engreído.

Tiró hacia sí de una puerta y condujo a sus compañeros hacia el interior del último vagón.

Había entrado en una escena digna de la obra más escandalosa de Edward Gibbon. Altas columnas de mármol se elevaban majestuosas en torno a una espléndida piscina, y unas estatuas pintadas en los colores más vivos capturaban la visión. Todas eran desnudos y algunas estaban libradas a las actividades más sorprendentes.

La misma piscina estaba llena de señoras de formas sinuosas y jóvenes musculosos. Las damas tenían el pelo recogido con cintas coloreadas, y ésta era la única ropa visible en el estanque.

Junto a la piscina, una banda de músicos tocaba suavemente liras y caramillos, mientras unos criados pasaban con cestas de fruta fresca.

De todo lo que veía, quizá lo que hizo más impacto en Clive fue la variedad de colores que tenía ante él. Habían desaparecido las sombras de negrura que habían colmado su percepción durante los días pasados. Rojos y rosados, amarillos y verdes y azules, se desplegaron ante él hasta que sintió que ya no podía ver más. Era como un glotón que ha comido hasta reventar y que todavía tiene que tragar otro manjar más, otro sabroso plato más, otro más y siempre otro más.

Usuaria Annie pasó corriendo por su lado y se lanzó al baño. Se zambulló de cabeza en el agua azulada, pero permaneció completamente seca. Los bañistas de su alrededor continuaron con sus actividades como si nada hubiese ocurrido.

Junto a Clive, el sargento mayor Horace Hamilton Smythe cogió una espléndida pera amarilla… o intentó cogerla. Como una aparición fantasmal que pasara a través de la pared, su mano atravesó la fruta.

Clive reconoció una de las estatuas, aparentemente una copia romana de una obra del gran artista griego Praxiteles, y se acercó para tocarla, o lo intentó, ya que no tuvo más éxito que Annie al nadar en la piscina o que Horace Hamilton Smythe al coger la pera amarilla.

—¡Es irreal! —exclamó—. ¡Todo es una ilusión!

—O un espejismo —corrigió Smythe—. Todo esto puede que exista, pero que esté separado de nosotros por la distancia. O por algo mucho más sutil que la distancia, comandante. Yo creo que es real. Podemos verlo, pero, sencillamente no podemos tocarlo.

Y, como para confirmar la aseveración de Smythe, muchos de los jóvenes romanos habían abandonado sus diversiones en el estanque y contemplaban a los recién llegados.

Un joven, sorprendentemente musculoso, se había aproximado a Usuaria Annie, quien se había puesto en pie y miraba atentamente al romano. Él alargó la mano para colocarla en el hombro de ella, pero la mano pasó a través del cuerpo de Annie. Una expresión de sorpresa apareció en el rostro del joven.

Annie respondió alargando su propia mano hacia el romano —no hacia el hombro—, pero tampoco logró tocarlo. La muchacha sonrió e hizo otros intentos, todos sin éxito.

—¡Y son totalmente silenciosos! —exclamó Folliot.

—Hologramas —dijo Usuaria Annie, entre accesos de risas—, imágenes virtuales. Sistema de circuitos con desplazamiento temporal.

Clive movió la cabeza a un lado y a otro.

—Sean lo que sean, estén donde estén, no podemos hacer nada más que señalarlos. Sigamos.

Finnbogg había permanecido quieto observando en silencio. Pero se añadió a los demás cuando emprendieron la marcha hacia el siguiente vagón del tren.

Se encontraron con una escena de Dante, o quizá con el sermón de algún predicador bíblico, que escupía fuego y azufre en cada palabra. Las llamas bailaban a su alrededor, mientras los diablos hacían retorcer de dolor con sus tridentes a las almas torturadas, y ríos de lava se derramaban en charcos de chispas vivas.

Finnbogg hizo caso omiso de los demonios y de las llamas. Quizá, para aquella mente distante, eran imágenes sin sentido. Quizá su cerebro de otro mundo las registraba como bosques selváticos y pastos agradables, ¡o no las registraba en absoluto! En cualquier caso, condujo a los demás a través del infierno y hacia el otro vagón.

Cada compartimiento del tren parecía un mundo diferente. Algunos eran mundos de una inefable belleza, otros de un horror indescriptible. Algunos ofrecían tentaciones casi imposibles de resistir…, hasta que Clive y los demás descubrían que todo era pura ilusión, nada era realidad.

Finalmente entraron en lo que parecía ser (al menos para Folliot y Smythe) el vagón de tren más normal del siglo diecinueve.

Había damas con largas faldas y sombreros recatados, sentadas con canastas para hacer punto o cestas de comida en los regazos. Caballeros con los sombreros puestos y grandes patillas las acompañaban. Otros permanecían sentados en silencio, leyendo periódicos y novelas encuadernadas en rústica.

En un extremo del vagón habían dispuesto dos asientos enfrentados y habían colocado una mesa portátil entre las rodillas de las cuatro personas que ocupaban los asientos. Sobre la mesa había una baraja de cartas y pilas de fichas de madera de diferentes colores.

Una de las cuatro personas era un caballero corpulento, entrado en años; delante tenía una copa de brandy, y la expresión de su rostro era la de alguien ligeramente ebrio. A pesar de que iba vestido aparentando riqueza, ya no tenía fichas. Un reloj de oro de bolsillo, con su cadena, yacía en la mesa, al igual que un montón de billetes de elevado valor. El hombre robusto sudaba copiosamente y parecía estar muy apenado.

La persona sentada junto a él era una mujer atractiva. Estaba sentada muy cerca del hombre y le susurraba palabras de ánimo, acariciándole delicadamente la oreja con sus carnosos labios.

Los recién llegados se detuvieron junto al grupo.

—¡Philo Goode! —exclamó Smythe.

—¡Amos Ransome! —exclamó Folliot.

—¡Lorena Ransome! —exclamaron ambos.

Los tres impostores se pusieron en pie de un salto, mientras su última víctima observaba lo que sucedía, sorprendida y desconcertada. Los tres, sin volver ni una sola vez la vista atrás, salieron corriendo por la puerta delantera del vagón y saltaron.

Folliot y Smythe los siguieron, arrastrando a Usuaria Annie y al macizo Finnbogg con ellos.

Y, al saltar de la plataforma, enardecido por la persecución de los tramposos, un repliegue recóndito del cerebro de Clive cayó en la cuenta de que había oído los susurros de Lorena Ransome y las exclamaciones de los jugadores y las pisadas de sus botas en el suelo del ferrocarril cuando huían. Aquellas personas no eran meras imágenes.

¡Eran reales!

Pero Clive no tuvo ocasión de dar rienda suelta a tales divagaciones. Deberían haberse encontrado con tierra firme a un metro aproximadamente del nivel del suelo del vagón.

En lugar de eso, estaban cayendo a través de un vacío negro. Mientras daba tumbos pudo ver a Horace Hamilton Smythe, a Usuaria Annie y al enano Finnbogg, que caían girando como él mismo. Y, mucho más abajo, los tres tramposos.

Fuera como fuese, los tramposos caían más rápidamente que Clive y sus compañeros. Al principio estaban a unos pocos metros por delante de ellos, pero poco a poco fueron descendiendo más y más deprisa, hasta que se encogieron en unas versiones en miniatura de ellos mismos, luego en unos simples puntos de color, y por fin desaparecieron por completo.

El viento silbaba en los oídos de Clive, y lo azotaba, haciéndole trizas la ropa. Seguía en posesión de la garra cibroidea (su única arma y herramienta, aparte de las manos desnudas y del ingenio aturdido). Sabía que Annie poseía su Baalbec A-nueve, un aparato de capacidades desconocidas y posiblemente decisivas. Smythe estaba con él. Clive lo había considerado siempre como su aliado más inquebrantable, pero ahora se había tornado un enigma. Y también estaba, por supuesto, el servicial y fiel Finnbogg.

El roce del aire aumentó hasta ser un silbido agudísimo. Luego Clive se dio cuenta de que no era únicamente el viento rozando sus orejas lo que causaba el sonido. Algo más estaba chillando, algo inmenso y terrible, algo que haría palidecer hasta la insignificancia todas las maravillas y todos los horrores que habían encontrado desde que había dejado la habitación de la señorita Annabelle Leighton.

Al dar la vuelta en el aire, vio debajo de él un rostro rodeado de tentáculos, un rostro como el que había destruido en la grieta, cuando descendía por el precipicio. Pero este rostro era cien veces más terrorífico y chillaba con la boca abierta de par en par, mostrando sus filas de terribles dientes afilados como cuchillas de afeitar; y Clive caía hacia allí, incapaz de detener su propia trayectoria.