17
Un viaje por río
Horace Hamilton Smythe soltó una carcajada y se puso en pie. Avanzó los pocos pasos que le faltaban hasta la hoguera y empezó a pisotearla.
—¡El Señor lo acoja en su seno, comandante Folliot! Nunca hubiera creído que esto le preocupase tanto. ¡Dios mío!, pongámonos en marcha y por el camino le contaré la historia.
Y meneó la cabeza divertido.
—A fe mía: si eso es lo único que inquieta al comandante, ¡entonces es un hombre de suerte!
—Red local marca el este exacto —dijo Usuaria Anne de pronto.
Clive pensó (y no por primera vez) que ella vivía en un plano diferente del resto de ellos. Los pensamientos de ella no eran los pensamientos de los demás. Y la percepción que ella tenía de las cosas que los rodeaban debía de ser, por alguna causa que ignoraba por completo, vastamente diferente de la de ellos.
—¿Nos llevará esta dirección a una de las ciudades que vimos? —le preguntó Clive—. ¿Con suerte, a la más cercana?
Annie lo miró a los ojos y por un brevísimo instante fue como si Annabelle Leighton lo estuviese mirando. Una ola de incontenible melancolía se abatió sobre Clive. Se apartó bruscamente de la mirada de la mujer.
—Pozi tivo —dijo Annie—. Doble tivo. Usuario Clive.
—¿Cómo lo sabe?
Annie puso la mano en su blusa e hizo el gesto familiar relacionado con el Baalbec A-nueve, como ya sabía Clive. Luego se arrodilló en el suelo negro y señaló con un largo y delgado dedo un pedazo de terreno.
Y allí apareció un mapa, con sus líneas brillando vivamente. Annie señaló el punto más intenso en el mapa y anunció:
—Dirección absoluta archivo usuaria. —Y rio.
Su risa sobrecogió a Clive. ¡Era tan parecida a la de la señorita Leighton! ¡Tan…!
—¿Puede hacer su campo eléctrico mapas de cualquier parte, señorita Annie?
Folliot estaba cayendo en el estilo de trato que habría usado en la buena sociedad inglesa.
—Negativo. Baalbec A-nueve función alternativa, exploración topográfica y entrada-salida visual, usuario.
Clive no pretendió haberlo entendido. Su rostro debió de expresar su desconcierto, ya que Annie le ofreció más explicaciones, algo raro en ella.
—Intentaré jerga no técnica. —Frunció el entrecejo para concentrarse—. De acuerdo, puedo hacer un mapa. Aquí mismo; un jodido mal mapa. No estamos perdidos, estamos exactamente aquí, la mamá y el papá se perdieron. ¿Comprende usted[6], tío?
Clive comprendió hasta aquí; la máquina oculta de Usuaria Annie podía mostrar un mapa de la región de Q’oorna donde ellos estaban. Lo que encontrarían cuando llegasen a la próxima ciudad podía ser tanto su destino fatal, como su salvación. Tanto podía ser un nuevo misterio, como la solución de todos los enigmas con los que se habían enfrentado.
Para bien o para mal, ellos podían elegir su camino. Hasta cierto punto, al menos, podrían controlar su propia suerte.
—«A veces el hombre —dijo Clive citando a Casio— es el dueño de su destino». —¡Si Clive Folliot, Horace Hamilton Smythe, Usuaria Annie y el achaparrado y robusto Finnbogg pudieran serlo en aquel momento!
Se pusieron en camino juntos.
Clive estudió el cielo.
—Me pregunto —musitó— si la estrella Polar es visible desde Q’oorna. Como nunca vemos la luz del día, necesitamos algún punto de referencia. A menos que… la señorita Annie… o Baalbec A-nueve nos puedan servir de brújula.
—Brújula —repitió Annie. Su rostro se ensombreció a causa de la concentración—. Ah, red de indicación de orientación. Tivo, tivo.
¿Pero quería significar pozi tivo o nega tivo?, se preguntó Clive.
Ella corrió hasta la espesura de vegetación más cercana y regresó con una hoja ancha, totalmente negra, en la mano. La sostuvo con cuidado mientras señalaba con el dedo. El mapa de rayas que les había mostrado en el suelo del campamento apareció ahora en la hoja. Mantuvo su dedo encima por unos momentos más y luego introdujo la mano en la blusa para desconectar el Baalbec A-nueve.
El mapa continuó en la hoja; las líneas blancas no parecían tanto impresas en la superficie como refulgentes desde el interior. El punto brillante que representaba al grupo de viajeros (quizá, se atrevió a especular Clive, al mismo Baalbec A-nueve) latía como un corazón vivo.
Usuaria Annie presentó el mapa al sargento Smythe. Era posible que se diera cuenta de que era un militar con larga experiencia en mapas y travesías. Ciertamente Clive era un completo aficionado, y la misma Annie, de origen urbano, estaría poco acostumbrada a viajar a través de terreno silvestre.
Finnbogg parecía alegre hoy. Alternaba entre brincar alrededor de los demás o alejarse trotando para investigar algún olor intrigante o algún sonido que ellos ni detectaban. Era evidente que su naturaleza canina se estaba volviendo dominante con respecto a la humana. Quizá las dos alternaban, o quizás era la permanencia en el campo que arrastraba consigo el cambio.
La criatura perruna sentía un afecto especial por Usuaria Annie. Corría a su lado, frotaba contra ella su amplio rostro y sus terribles colmillos hasta que Annie le rascaba cariñosamente su erizado cráneo. Luego él se revolcaba complacido y salía corriendo.
Era difícil de computar el tiempo, pero después de haber caminado durante lo que calculó en unas dos horas, Clive mandó un alto para descansar. Se encontraban en una zona clara, con el terreno relativamente llano, con una fila de colinas boscosas a la derecha y un altiplano a su izquierda.
Finnbogg se sentó en cuclillas, de nuevo más parecido a un perro que a un hombre. Contempló el cielo, con su rostro de bulldog hecho una máscara de melancolía. Usuaria Annie se sentó junto a él, y colocó el brazo alrededor de sus hombros musculosos y macizos.
El can soltó un suspiro de aflicción.
Clive se le acercó también y se sentó en cuclillas, enfrente de él.
—¿Qué te ocurre, viejo amigo? —le preguntó. No podía acabar de decidirse a tratar a la criatura como a un hombre, como a una bestia… o como a un niño.
Finnbogg murmuró algo en el fondo de su garganta, que Folliot no comprendió.
—¿Qué te pasa? Casi no puedo entenderte, muchacho. ¿Qué has dicho, mi buen Finnbogg?
La criatura meneó la cabeza ligeramente, y luego la inclinó a un lado. Aquel gesto hizo que se pareciese más que nunca a un mastín gigante.
—Cachorros de Finnbogg, ooh, ooh, tempoide. Cachorros y cachorras. Padre y madre. Ooh, Finnbogg quiere hogar. Ooh, hogar, hogar, hogar.
Clive le dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Quieres tu hogar, eh? Nadie te puede criticar por eso, Finnbogg. ¿Quién no desea su hogar?
—No es tan simple, me parece, comandante. —El sargento Horace Hamilton Smythe se había acercado a ellos.
—¿Qué quiere decir, sargento?
—Creo que el chico nos intenta contar algo más que su morriña. Vaya, ¡si todos los novatos lloran el primer día por su mamaíta y la primera noche por su camita! Pero aquí, el hermano Finnbogg…, vaya…, juraría que ya hace ya mucho tiempo que está lejos del calor de su hogar.
—¿Es cierto eso, Finnbogg? No habrás nacido en Q’oorna, ¿verdad? ¿Quién te trajo aquí? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? Y, ¿dónde está tu casa?
Finnbogg levantó una robusta extremidad que habría podido ser una pata canina, modificada por algún cirujano loco para simular la mano de un hombre.
—Hogar de Finnbogg —gimió. Y señaló con el dedo de uña afilada de su mano-pata hacia el cielo, indicando una estrella brillante—. Hogar de Finnbogg —repitió—. Cachorros y cachorras, padre y madre. Oh, oh, Finnbogg quiere regresar a casa.
—¿Cuándo te trajeron a Q’oorna, Finnbogg? ¿Cuánto tiempo hace que estás en este mundo? —Pero, al hacer la pregunta, Folliot comprendió que Finnbogg probablemente sería incapaz de responderla.
En todas partes por donde Clive Folliot había viajado, tanto si era Inglaterra, como Europa o África, existía una experiencia común del tiempo. Incluso para la gente sin calendarios ni relojes existía la sucesión diaria de día y noche, existía la sucesión más lenta de las estaciones. Horas, semanas y meses eran conceptos humanos, invenciones humanas. Pero días y años eran parte del orden natural, y todos lo entendían porque todos lo experimentaban. Todos en la Tierra.
Pero el místico Du Maurier, con su interés en la comunicación interplanetaria, había hecho un estudio de Marte, Venus, Júpiter, Saturno y Mercurio. Y le había soltado una conferencia a Folliot hasta el punto de aburrirlo. O sea: aburrirlo a Folliot, no a sí mismo. Du Maurier habría podido continuar con el tema sin parar, o así le había parecido a Clive.
Du Maurier había dicho que la duración del día y del año variaba en todos los mundos. ¿No era el año de Marte el doble de largo del de la Tierra? ¿Y el del pequeño Mercurio mucho más corto? Finnbogg podría responder, pero ¿qué significaría su respuesta?
—Oh, muchos años —gimió Finnbogg—. Muchos, muchos años.
—¿Cuántos años? —insistió Clive; y ahora se preguntó si incluso el concepto de número tendría algún sentido para la criatura. Había visto caballos adiestrados para contar, aunque algunos escépticos insistían en que aquella destreza matemática no era más que una respuesta condicionada a una clave planeada muy ingeniosamente. ¿Podían contar los perros? ¿Era Finnbogg realmente un perro?
La cabeza de Clive daba vueltas a estos pensamientos.
—Diez mil años —gimió Finnbogg.
Clive se quedó mirándolo y vio que lágrimas auténticas bajaban por las cerdosas mejillas de Finnbogg. ¿Diez mil años? Seguramente la criatura no podía entender lo que estaba diciendo. Quizá sólo era su manera de decir que había estado en Q’oorna durante mucho tiempo: más tiempo del que podía expresar o incluso recordar.
O tal vez fuera verdad que había estado en Q’oorna durante diez mil años.
—Hogar de Annie —decía ahora Finnbogg. Seguía con su rostro mirando al cielo, mientras con su mano-pata indicaba una estrella muy alejada de la que había afirmado que era su propia casa.
—Hogar de Annie —repitió Finnbogg. Luego añadió—: Hogar de Clive, hogar de Horace, hogar de Sidi Bombay —siempre señalando el mismo objeto brillante. A lo mejor sabía de lo que estaba hablando.
—¿Podría ser así? —preguntó Clive—. ¿Será cierto que Q’oorna gira alrededor de otro sol, no del nuestro?
Usuaria Annie pareció sorprendida de que preguntara aquellas cosas.
—¿Fallo de almacenamiento, antro? No nuestro sol. No otro sol. Doble negación, doble No sol. Q’oorna no tiene sol.
Ella tenía razón, claro. Algo de las costumbres mentales de toda una vida continuaban en los conceptos de Clive. Sabía que Q’oorna no tenía sol propio, pues, de ser así, el «día» del planeta lo habría mostrado.
—¿Y usted cree verdaderamente que aquél es nuestro sol? ¿Aquella estrellita que Finnbogg señala? —preguntó.
Annie asintió.
Clive tuvo una idea repentina.
—¿Podría su, hem, Baalbec A-nueve dibujar un mapa del cielo, señorita Annie, como hace con la superficie del planeta?
Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Por favor, hágalo pues. Tan deprisa como pueda.
Annie tomó otra hoja, más grande.
—Ingreso Q’oorna —murmuró con la mano oculta a la vista mientras manipulaba los controles escondidos de su maravilloso mecanismo—. Ingreso Q’oorna, ingreso Tierra, ingreso mundo de Finnbogg.
Miró a Clive.
—Indicador de desplazamiento temporal potencial disponible.
—Dispense, señorita Annie —dijo Clive—. Pero no comprendo ni brizna de lo que quiere decir.
Ella sonrió y él hubiera dado un reino por poder descifrar las sutilezas y las complejidades que subyacían bajo aquella simple expresión.
—Mi Baalbec puede hacer mapas de rutas del espacio y también del tiempo. Si yo quiero. Pero, por ahora, ejecución total. —Señaló la hoja negra. Al principio no ocurrió nada; luego, gradualmente, un mapa de los cielos empezó a hacer su aparición.
Folliot cogió a Finnbogg por el codo y dirigió su atención al mapa.
—¿Puedes entender esto, Finnbogg? ¿Lo ves? —Y señaló al cielo, luego al mapa—. Esto es precisamente un dibujo del cielo. ¿Lo ves?
Señaló la estrella que Finnbogg había declarado como hogar, y luego al mapa.
—¿Ves? Las dos son la misma. La estrella real, la estrella dibujada. ¿Comprendes?
Finnbogg alternó sus miradas entre el mapa y el cielo. Lentamente la comprensión se reflejó en sus ojos.
—Hogar de Finnbogg. —Señaló el mapa, luego al cielo—. Cachorros, cachorras. Finnbogg quiere su hogar.
—Sí —asintió Folliot—. Todos queremos nuestro hogar, ¿no? —Echó una ojeada al sargento Smythe—. O al menos creo que todos lo queremos.
Habían detenido su avance. Y ahora Clive los ponía de nuevo en movimiento. Tan pronto como estuvieran en camino, preguntó a Finnbogg si podía recordar cómo había llegado a Q’oorna.
El corpulento ser movió la cabeza con tristeza.
—Cachorro Finnbogg. Ah, Folliot, hace mucho tiempo. Diez mil años, ¿no, Folliot? —Y sonrió a Clive a pesar de que los surcos de las lágrimas brillaban en sus peludas mejillas. Se desvivía por querer complacer a sus nuevos amigos—. Sólo cachorro —repitió Finnbogg—. Recuerdo hogar, ah, padre, madre. Olor tan bueno. Padre olía como madera, como sudor de perro, como cielo y hierba. Madre olía tan dulce, olía como leche, olía como amor, dulce mamá de Finnbogg. —Paró de hablar unos momentos para resoplar por la nariz: un gran bocinazo que guardaba relación con la corpulencia de aquella criatura simple y bonachona.
—Vinieron los q’oornanos, supongo.
Finnbogg no usaba muy a menudo los artículos, pero ya estaba adquiriendo algunos de los hábitos del habla de los humanos. Al menos, esto era un signo de progreso. Incluso Usuaria Annie parecía hacerse más coherente.
—Los q’oornanos robaron toda la carnada. Ah, ¿dónde están los compañeros de carnada? ¿Dónde están los cachorros? ¿Dónde están las hermanas? Todos los dulces perros y perras[7].
—¡Por favor, Finnbogg! —interrumpió Clive—. En presencia de una dama…
Simultáneamente, Usuaria Annie estalló en carcajadas y Finnbogg se encogió como si lo hubiesen azotado.
—Si el comandante me permite —intervino el sargento Smythe—, el término, creo, es muy adecuado, mi comandante. Si Finnbogg es verdaderamente de ascendencia canina, lo cual creo que es el caso (y supongo que el comandante estará de acuerdo con ello), entonces los progenitores de esta especie son conocidos como perros y perras, mi comandante.
Clive se mordió los labios:
—Supongo que tiene usted razón, sargento. Sin embargo continúo…, bueno, muy bien. Prosigue, Finnbogg. Los q’oornanos fueron a tu planeta, ¿no? ¿Era un mundo, como la Tierra?
Finnbogg pareció desconcertado.
—Hum. No conoces la Tierra, claro está. Bien, es un mundo como, hem, Q’oorna pues. ¿Era así? ¿Cielo y mares, montañas y lagos y cosas así? ¿Bosques y ciudades y tierras de cultivo?
—Tierra como esto, luego Tierra como el hogar de Finnbogg, sí, Folliot —acordó Finnbogg.
—¿Y cómo llegaron los q’oornanos a tu mundo? ¿Llegaron a través de alguna especie de intermediario espiritual? ¿Sabes de lo que estoy hablando, Finnbogg?
La gran cabeza de pelo enmarañado cabeceó abajo y arriba, abajo y arriba.
—Espíritus, sí. Vinieron por espíritus.
—Entonces, ¿cómo te llevaron a la Mazmorra? ¿A Q’oorna? ¿Tienen medios de llevarte astralmente?
—Astralmente, sí —afirmó Finnbogg—. Llevaron astralmente. Llevaron Finnbogg, llevaron carnada.
—Ah. ¿Y tu padre y tu madre? ¿También se los llevaron los q’oornanos? ¿Están en la Mazmorra?
Grandes lágrimas rodaron por las mejillas de Finnbogg, rodaron por su gran mandíbula con papada y gotearon en el suelo.
—No en la Mazmorra, Folliot. Padre muerto. Madre muerta. Cachorros…
Se interrumpió e hizo un gesto extrañamente humano: encogió los musculosos hombros con resignación, mientras volvía las palmas de las manos hacia arriba e inclinaba la cabeza a un lado.
Y, por el momento, ya no tuvo nada más que decir.
* * *
No mucho después, encontraron un rebaño de bestias pastando, reunidas a orillas de un charco. Los animales, de color negro azabache, eran magníficos, gráciles como gacelas, con cuellos largos y curvos, y cuernos rectos de un metro de largo. El aire estaba frío y húmedo y, cuando su vigía divisó al grupo de viajeros, lanzó un agudo grito de alarma. El rebaño se alejó con asombrosos saltos de cinco a seis metros de longitud, y enseguida desapareció en la lejanía.
Los viajeros encontraron una zona de vegetación que lucía árboles frutales y matorrales con bayas. Finnbogg afirmó reconocer la comida e insistió en que era sabrosa y alimenticia. Clive había deducido que el metabolismo de Finnbogg era lo bastante similar al suyo para que aquella comida les resultase, al menos, inofensiva, y, posiblemente, nutritiva.
De modo que se detuvieron a descansar y a comer. Clive (y Finnbogg) estaban en lo cierto: las bayas eran acidas pero comestibles, y le recordaron a Clive las zarzamoras silvestres que solía encontrar de chico en las tierras de su primo. Las otras frutas también resultaron buenas. Además había agua, que todos acogieron como una bendición.
—Muy bien —Folliot se dirigía a Horace Hamilton Smythe—. Ahora que hemos comido y hemos tenido la oportunidad de descansar de nuestros esfuerzos, creo que es tiempo para su historia, sargento. Escuchémosla.
—¿Mi historia, mi comandante? ¿Quiere decir, como la de Finnbogg? ¡Por Dios, mi comandante, si yo llegué aquí con usted y con Sidi Bombay! Entramos aquí sin saberlo, juntos, ¿no se acuerda, mi comandante? Teníamos un pequeño bote y con él navegábamos por el Sudd, buscando la pista del querido hermano de usted, y nos metimos en la Mazmorra. ¡Esto es todo lo que hay, mi comandante!
Clive se aclaró la garganta.
—En primer lugar, sargento Smythe, de ninguna manera creo que esto sea todo. ¡Oh, no! Hay mucho más que esto, mucho más, seguro.
Se levantó y echó a andar a grandes zancadas arriba y abajo, con las manos cogidas detrás. Se detuvo y contempló el cielo. Una gran nebulosa brumosa llenaba el centro de su visión y, a la izquierda, aparecía la estrella que Usuaria Annie había mencionado como el sol de su propia Tierra.
* * *
¿Estás ahí, Du Maurier? ¿Te has puesto en contacto con Carstairs? ¿Le llegaron mis informaciones? Estoy seguro de que las últimas no. ¿Quieres hacerle llegar ésta, por favor? Estoy paseando por la superficie de un mundo negro; voy en compañía de una mujer del futuro y de una extraña criatura de un planeta remoto, hemos tropezado con una bestia cuyo nombre desafiaría el léxico del mismo señor Alfred Russell Wallace, y la hemos aniquilado.
—¿Sí, mi comandante? —Smythe interrumpió su comunión con el distante Du Maurier… si es que había habido tal comunión. Y, si la había habido, había sido sólo unidireccional. Clive había enviado sus mensajes, o al menos lo había intentado, pero no había recibido ningún mensaje de respuesta, ni evidencia alguna de que la transmisión hubiera sido recibida.
—Sí, Smythe. —Regresa al presente, Clive Folliot—. Ni por un instante creo que usted y Sidi Bombay sean los inocentes que intentaban aparentar ser cuando entramos en el Bahr-el-Zeraf. Pero todavía me debe una explicación de su pistola.
—Mi pistola de la Armada, mi comandante. Buena herramienta. La obtuve… a bordo de un vapor de rueda a paletas, en el Mississippi, justo antes de que los americanos emprendieran su guerra entre los Estados. Desearía volver a tenerla en mi cintura, mi comandante. Ahora ha quedado atrás. —Hizo un gesto vago en la dirección de donde habían venido.
En efecto, la pistola de Smythe se había perdido en la gran sala, bajo la Torre de Q’oorna. ¡Si tan sólo Clive hubiera podido hablar con el jefe de la ciudad! ¡Si el diario de Clive hubiese dado más información sobre aquel pueblo! ¿De dónde habían venido? ¿Cómo los había reunido el gong negro? ¿Estaban simplemente escondidos, esperando una señal para darse a conocer a los extranjeros, o habían sido reunidos allí de alguna manera más misteriosa, incluso esotérica?
Quizá los q’oornanos poseían poderes paranormales. Seguramente la descripción de Finnbogg de su viaje desde su mundo natal a la Mazmorra tenía relación con tales fuerzas, más que con las puramente físicas. ¿Eran los q’oornanos normalmente habitantes de algún plano astral lejano, que se manifestaban a los mortales corrientes sólo cuando se los llamaba con el gong?
Pero la batalla en que Clive y sus amigos habían luchado había sido muy real, y muy física. ¡Todavía tenía las heridas que lo probaban! Y aquel mundo a través del cual avanzaban parecía un lugar muy real y muy físico, pero también, ciertamente, muy peculiar.
Clive giró como un rayo sobre Horace Hamilton:
—¿Y del torbellino de estrellas? ¿Qué significa?
—Mi comandante, ya estaba en el arma cuando entré en posesión de ella. No significa nada, mi comandante. Al menos que yo sepa. El, hem, el señor de quien, hem, obtuve el Colt no comentó nada al respecto. Era una bonita arma. Me gustaría volverla a tener, mi comandante.
Clive avanzó hacia Smythe. Estiró los brazos y sostuvo las manos a los lados del rostro del sargento, con las palmas de las manos paralelas a las mejillas aún sin afeitar del sargento.
—Levántese, sargento. —Folliot levantó sus manos lentamente, como si estuvieran pegadas a la mandíbula del sargento.
Y como si aquellas manos estuvieran pegadas a su mandíbula, el sargento Horace Hamilton Smythe se puso en pie, despacio.
—Ahora mismo me dirá, sargento, y sin evasivas, toda la verdad acerca de cómo obtuvo el arma y de quién la obtuvo.
Smythe se miró las puntas de los pies. Era imposible estar seguro, en esa tenue luz que quería representar el mediodía en Q’oorna, pero Clive creyó detectar que el militar se había ruborizado.
—Bien. Conocí a una joven en América, mi comandante. Yo viajaba en el John C. Calhoun, mi comandante. De Memphis a Nueva Orleans. Conocí a una mujer cautivadora, que viajaba con su hermano en el barco. Nosotros, hem, nos enfrascamos en una partida de póquer, muy amistosa. Pero me temo que perdí una gran cantidad de dinero, mi comandante. Una gran cantidad.
—¡No me diga que perdió más de lo que podía pagar, sargento! ¡Sería imperdonable en un suboficial al servicio de Su Majestad!
—No, mi comandante. ¡Yo no haría una cosa así, comandante Folliot! ¡Nunca!
—Es un alivio oírlo, sargento. Bien, ¿entonces?
—Mi comandante: como dicen en América, me dejaron «limpio». Bien, llegamos a Nueva Orleans y yo estaba sin blanca, y el señor y la señora me invitaron a compartir su habitación en el hotel, mi comandante. Eran muy hospitalarios. Los dos decían que sentían mucho haberme ganado todo el dinero. Dijeron que querían devolvérmelo, pero yo no podía aceptarlo, mi comandante. Necesitaban el dinero para atender a ciertas obligaciones suyas. —El sargento se retorció las manos, nervioso—. Esto es muy difícil para mí, comandante. ¿Es realmente necesario?
—¡Continúe!
—Sí, mi comandante.
Clive advirtió que Usuaria Annie y el macizo Finnbogg escuchaban con suma atención la narración de Smythe. ¿Cuánto entenderían cada uno de ellos: ella, una mujer de mente incomprensible, una tempoide, y él, una criatura de otro planeta?
—Eran hermano y hermana y viajaban juntos; ¿le dije esto al comandante? Él era un negociante, un negociante muy próspero. Y la señora era viuda. Era muy joven y muy bella, pero ya era viuda; yo sentía muchísima pena por la señora, de veras, mi comandante. Y como el señor tenía una habitación y la señora otra, supuse que me colocarían en la habitación del caballero. Esperaba dejar el hotel al día siguiente, mi comandante, y encontrar a un inglés para explicarle mi situación y quizá pedirle prestado algún dinero.
Movió la cabeza con tristeza.
—Nos reunimos al atardecer para tomar unos tragos de aquella bebida americana, algo que llaman whisky bourbon por razones que nunca supe; luego el caballero dijo que tenía sueño y se retiró a dormir a su habitación, dejándome a mí en la muy agradable compañía de su hermana.
Los ojos de Smythe iban de un lado para otro.
—Continúe —dijo Folliot.
—Sí, mi comandante. Bien, mi comandante, no sé muy bien lo que ocurrió. La señora era muy encantadora. El bourbon, muy delicioso. Recuerdo que la señora llevaba un perfume cautivador. Lo siguiente que supe fue que ya era de día, mi comandante. El caballero entró de pronto en la habitación de la señora y, hem, y, hem…
—De acuerdo, Smythe. Sáltese la escena. Puedo imaginármela. Si yo tuviera una hermana (y si usted tuviese una)… No se preocupe. ¿Qué pasó luego?
—Me temo que el caballero me desafío a un duelo, comandante Folliot.
—¡Vaya por Dios, no! Esto se está poniendo cada vez peor. ¿Qué sucedió después?
—Nos batimos en duelo con pistola. En un claro junto al río. El río Mississippi, mi comandante. Y me temo que maté al caballero, mi comandante. Pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que fue un asunto de honor. Las autoridades locales no presentaron cargos contra mí. El caballero fue quien proporcionó las armas. Yo no quería hacerlo, mi comandante. El señor disparó primero, y su disparo sólo me arañó. Fíjese en la marca que me dejó, justo aquí, mi comandante.
Y Smythe levantó la mano para mostrar la cicatriz a Clive. Era la misma marca que antes Clive había tomado por una representación en miniatura de las estrellas en espiral. Parpadeó y escrutó la cicatriz. Quizás el parecido fuera circunstancial. O quizá… Simplemente, no podía decirlo.
—Yo quería darlo por terminado en aquel momento, mi comandante. Pero el caballero insistió en que debía disparar mi arma. Dijo que su honor no estaría satisfecho hasta que yo lo hiciese.
Smythe consiguió levantar los ojos y mirar a Clive a los suyos.
—Apunté mi revólver al suelo y apreté el gatillo, mi comandante. Y tuve la peor suerte de mi vida. La bala dio en una piedra, y rebotó directamente hacia mi oponente y le atravesó el corazón. Murió en el acto, mi comandante.
»La señora dijo que yo había actuado noblemente, e insistió en que conservase la «pistola del duelo». Así era como la llamaba ella, aunque en realidad era sólo un Colt de la Armada. El que usted vio, mi comandante. Con el remolino de estrellas en la empuñadura, mi comandante. Una buena arma. Me gustaría tenerla de nuevo, mi comandante.
Clive puso la mano en el hombro del otro.
—De acuerdo, sargento Smythe. Lo pasado, pasado está, y creo que usted actuó…, vaya, quizá con cierta imprudencia, pero sin deshonor, con respecto al duelo. Y referente a la señora, lo que ya ha pasado, mejor no recordarlo…
Hizo un gesto a Usuaria Annie y a Finnbogg.
—Emprendamos la marcha. —Y cuando estuvieron de nuevo en camino, Clive dijo—: Una pregunta más, mi sargento. ¿Cómo se llamaban… el caballero y la dama del incidente?
—Nunca los olvidaré, mi comandante. Era un minero millonario, un tal señor Philo Goode, que había hecho su fortuna en una mina de piedras preciosas del Missouri, muy importante, mi comandante. Extraían diamantes, esmeraldas y rubíes, y todo de la misma mina, decía el señor Goode. Y la señora era su hermana. Ya lo he mencionado antes, mi comandante, ¿no? Era viuda. Su nombre era Lorena Ransome. Su marido era un predicador, un misionero, muerto por los salvajes apaches en el lejano oeste. El reverendo Amos Ransome, así se llamaba, mi comandante.
Y Horace Hamilton Smythe soltó un pesado suspiro.
—Ah, era bellísima, mi comandante. No puede imaginarse lo bellísima que era.
—Sí, sargento, sí que puedo. Créame, puedo.
—Por favor, mi comandante, no se burle.
—No me estoy burlando, sargento. No me diga que ha olvidado a los tres jugadores tramposos que casi me arruinan a bordo del Empress Philippa.
—No, mi comandante. Claro que no.
—¡Pero, piense, hombre! ¡Eran los mismos! Usted nunca mató a Philo Goode. Su muerte fue una impostura, y Dios sabe con qué motivos. Y Amos Ransome no está muerto, ni Lorena Ransome es su viuda. Viajaban a bordo del Empress Philippa como hermano y hermana, ¡fingiendo no conocer a Goode!
—Yo…, yo…, ahora que lo dice, creo que sí tiene sentido. Pues claro. —El rostro de Smythe adoptó una expresión de perplejidad absoluta.
—¿Pero usted no relacionó los incidentes del John C. Calhoun con los del Empress Philippa? ¿Se dio cuenta de que eran tres tramposos, pero no los relacionó con los que lo estafaron en América? ¿Cómo puede ser, sargento Smythe? Debieron haberle hecho algo en el cerebro.
—No lo sé, mi comandante. No puedo comprenderlo. No tiene ningún sentido. Ningún sentido.
Smythe continuó andando, con la cabeza baja y los hombros caídos.
—Supongo que no… —empezó a decir Smythe después de haber recorrido casi dos kilómetros sin abrir la boca.
—¿Sí? —lo animó Folliot.
—Bien, estoy intentando recordar, mi comandante. Fue allí, junto al río. La viuda estaba allí, la señora Ransome.
—Sí, sargento. Si era realmente ella.
—Y los padrinos y los testigos. En Nueva Orleans se toman los duelos muy en serio, mi comandante. Había un buen grupo de señoras y señores presentes. Padrinos, testigos y árbitros. El señor Goode lo había preparado todo, ya que yo no conocía a nadie en Nueva Orleans, ¿entiende, mi comandante?
—Sí, Smythe. Lo comprendo. ¿Qué es lo que trata de decirme?
—Bien, mi comandante, fue así. Puedo recordar la escena con claridad. Con toda claridad. Hasta un momento determinado. El momento en que la señora Ransome me ofreció la pistola. Incluso hubo un juez allí, presidiendo el acontecimiento.
En ese instante se levantó un viento, un viento frío cargado de humedad. Clive se preguntó si también llovía en Q’oorna. Tenía que llover, para mantener la vegetación y la vida silvestre que habían observado. Tenía que llover… ¡o nevar! Un escalofrío le recorrió la espalda.
—El juez —decía el sargento Smythe— recogió las dos pistolas. Yo le di la mía y él tomó la otra de la mano muerta del señor Goode, mi comandante. Después de revisarlas las devolvió a la señora Ransome. Ella me ofreció una. Dijo que ella conservaría una y que yo tenía que quedarme con la otra.
Tembló visiblemente. El causante podía haber sido el frío viento.
—Ella dijo (comandante, puedo recordarlo con tanta precisión como el rostro de mi madre), dijo: «Tiene que mirar esto, señor Smythe». Yo no usaba el uniforme militar en América, por eso no dijo «sargento», ¿comprende, mi comandante? Ella dijo: «Tiene que mirar esto». Y sostuvo el revólver de tal forma que la empuñadura quedó delante de mis ojos. Antes de aquel momento no me había dado cuenta de las estrellas en el mango. Quizá siempre había estado allí, pero yo nunca las había visto.
Un temblor más violento sacudió su cuerpo.
—No sé lo que ocurrió, mi comandante. Lo miré, tal como me lo pedía la señora Ransome. Y… no sé qué sucedió, mi comandante… Sin embargo, creo que continúo estando bien. Me siento como antes, puedo hacer lo mismo que hacía antes, mi comandante. Pero… a veces no sé por qué hago las cosas que hago. A veces… no me comprendo a mí mismo, comandante.
Hizo una pausa antes de continuar.
—Quizás éste sea el motivo por el que no relacioné el John C. Calhoun con el Empress Philippa. O a las personas. Las personas. No lo sé, mi comandante. ¿Qué opina usted?
—No sé qué pensar, sargento. O usted es una víctima de un complot y de unos poderes que asombran la imaginación… ¡o usted es un impostor de dimensiones colosales!
—¿Un impostor, mi comandante? ¡Usted dispense!
—A bordo del Empress Philippa (y desde entonces, ahora que lo pienso), ha demostrado ser un maestro en cuestión de disfraces, Smythe. Mandarín, árabe. Podría dejar en ridículo al mejor actor de West End. Y reconoció quiénes eran los Goode-Ransome cuando descubrió su intriga en el salón del Empress Philippa.
Smythe pareció desconcertado.
—Ahora me cuenta usted esta descabellada historia —continuó Folliot— acerca de los jugadores del vapor del Mississippi, y de la seducción y el duelo en Nueva Orleans. Urde un cuento acerca de la pistola y sugiere (¡al menos sugiere!) que podía haber estado sujeto a alguna especie de hechizo hipnótico lanzado por la señorita Ransome. O la señora Ransome. Cualquiera que sea su verdadera identidad. Me cuenta esa disparatada historia y espera que yo…
Se detuvo porque simplemente se había quedado sin habla. El sargento Smythe había sido su mentor ya cuando era un teniente novato, y había sido su compañero en la guerra y la paz. ¡Clive sabía que Smythe le había salvado la vida en más de una ocasión!
Pero ahora parecía que Smythe estaba jugando a un juego secreto y siniestro. Un juego en que las apuestas no bajaban del valor de la vida misma.
¡Y Clive Folliot podía ser el perdedor de la partida!