16
¡Maldito seas, Clive Folliot!
Los tentáculos pertenecían a aquello, concluyó Clive Folliot. Eran unos órganos largos, parecidos a látigos, que se desplazaban a tientas. Era un horror que consumía todo lo que se cruzaba en su camino.
En su totalidad, no se asemejaba a nada en lo que Clive hubiese posado jamás los ojos. Pero en sus partes separadas le era familiar, y esto lo hacía más horroroso.
La cosa se deslizaba hacia adelante apoyándose en sus incontables tentáculos, algunos gruesos, otros delgados y los más largos casi con la extensión de un campo de polo. Por encima de los tentáculos surgía la increíble masa de un torso tan grueso como un gran árbol y totalmente recubierto de órganos protuberantes: trompas, antenas, bocas, mandíbulas y garras. Era como una titánica máquina de guerra, producto de una divinidad demente y satánica. Ningún ingeniero de guerra podría nunca haber concebido un horror tal.
Tan inmenso era aquello que la parte superior de su tronco se difuminaba en la capa de niebla que cubría y dominaba el puente. Clive contemplaba absorto la monstruosidad como un mozalbete de pueblo miraría atónito el monumento a Nelson en Trafalgar Square. El extremo superior del tronco del monstruo sostenía un segundo anillo de tentáculos, que colgaba como la capa de una dama elegantemente vestida para baile de beneficencia. Todavía más allá, oculta tanto por el anillo superior de tentáculos como por la niebla que arriba se hacía más espesa, debía de estar la cabeza de la criatura.
Un tentáculo delgado surgió por debajo de la vía de basalto, se deslizó y avanzó tanteando hacia los exploradores. Clive observó fascinado cómo buscaba su camino, ascendiendo y descendiendo, palpando a la izquierda y luego a la derecha, como un ser independiente, una criatura ciega que inspiraba piedad (pero amenazadora y mortal) intentando encontrar su camino.
El tentáculo tocó el tobillo de Usuaria Annie. Ésta soltó un chillido y se echó hacia atrás. Clive se preguntó si habría conectado su Baalbec A-nueve. ¿Habría olvidado su campo eléctrico defensivo o su efecto disuasorio era demasiado insignificante como para preocupar al terrible monstruo?
El tentáculo se alzó y onduló ciegamente, adelante y atrás. Un nuevo tentáculo emergió del otro costado del basalto y avanzó vacilando hacia el primero. El sargento Smythe se encontraba situado entre los dos. Con una coordinación perfecta, se ubicaron para rodearlo y lo atraparon enrollándosele en la cintura.
Más deprisa de lo que la vista podría seguir, Smythe sacó la garra semimecánica que había arrancado del cibroide aéreo. Y, como si brazo y garra fuesen un único conjunto orgánico, atacó los tentáculos que lo abrazaban. La garra era milagrosamente afilada y Smythe la manejaba con una habilidad extraordinaria.
Casi desde el primer momento, los tentáculos se retorcieron y bailaron.
E hicieron dar vueltas a Smythe como un derviche.
Un tentáculo se retiró de su cuerpo y chasqueó como un látigo tan sólo a unos milímetros de su rostro. Smythe hizo una mueca que Clive Folliot le había visto hacer en otro tiempo: en el fragor de la batalla. Tenía la expresión de alguien sanguinario y enloquecido. Pero sus maneras eran las de un cirujano: frío, eficiente, decidido a realizar su sangrienta pero necesaria tarea.
Smythe acuchilló los tentáculos hasta hacerlos cintas; luego, con una velocidad y una destreza todavía más asombrosas, agarró las hilachas de las puntas y las ató entre ellas con un nudo marinero.
Desde encima de ellos, en la niebla, donde su cabeza quedaba oculta a la vista, el monstruo lanzó un terrible aullido, como el de mil almas condenadas gritando al unísono.
Sidi Bombay estaba junto a él, con su propia garra preparada. Con su mano vacía hizo un gesto a Horace Hamilton Smythe.
El sargento Smythe asintió y lanzó su garra al indio.
—¡Vamos, viejo amigo! ¡Enséñale lo que es bueno, enséñale tu talento especial!
Usuaria Annie se había acercado hasta Clive Folliot. Él le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra sí. Fascinados, observaron a Sidi Bombay.
El esquelético hombre tenía una garra del cibroide en cada mano. Usándolas como escarpias de montañero, trepó por la espesura de tentáculos que oscilaban y fustigaban en la niebla fría.
Mientras tanto, Finnbogg había dejado aflorar sus instintos ancestrales. Agarró un manojo de tentáculos entre sus poderosas mandíbulas, apoyó las cuatro patas en la calzada del puente y tiró con furia de ellos, triturándolos con sus terribles dientes.
Por encima del puente, Sidi Bombay trepaba como un alpinista. La escena era absolutamente increíble. Clavaba una garra por encima de su cabeza, hundiéndola en la hormigueante masa de tentáculos, mientras se sostenía con la otra mano y con los pies desnudos; luego clavaba la segunda garra arriba y hacía avanzar sus pies hasta ascender la altura de su propio cuerpo. Cómo conseguía mantener su marcha a través de aquella jungla de tentáculos delgados y retorcidos era un misterio para Clive.
Enfrente de Clive y de Annie, Finnbogg mantenía su ataque a los tentáculos más bajos del monstruo. Finnbogg arrancó de cuajo una masa de apéndices retorcidos de la criatura, y del agujero chorreó un fluido caliente, humeante, hediondo y pegajoso. Y cuando cayó chocando contra el basalto, formó charquitos brillantes que chisporrotearon y burbujearon, para luego evaporarse en un gas abrasador que se elevó en la negrura.
Sidi Bombay había desaparecido en la niebla superior. Ahora el bramido de la criatura alcanzaba mayor volumen. Un retumbar violento, algo entre el tronar de la masa de pezuñas de un malévolo rebaño a galope tendido y el fragor de un terrible corrimiento de tierras.
El monstruo empezó a oscilar adelante y atrás.
Un nido de tentáculos retorcidos agarró al sargento Horace Hamilton Smythe, y esta vez no tenía arma para defenderse. Frenéticamente, con sólo las manos desnudas, atacó los tentáculos que lo aprisionaban.
Estos se enrollaron en el cuerpo de Smythe y lo alzaron en vilo. Ante los ojos horrorizados de Clive y de Annie, el sargento fue pasado de tentáculo a tentáculo, hacia arriba. El eco de sus gritos llegaba a ellos, pero lo que decían era incomprensible. El camino que seguía era circular, y lo conducía girando alrededor de la criatura al mismo tiempo que subía, nivel tras nivel, hacia el gigantesco torso recubierto de órganos de terror y de destrucción.
El poderoso Finnbogg se había abierto parcialmente camino entre los tentáculos, y ahora apenas era visible. Desde el otro lado de una cortina de fibras podían oírse sus gruñidos y los mordiscos de sus dientes, afilados como cuchillas de afeitar, triturando despiadados los órganos gomosos.
Hasta aquel momento, Clive había permanecido petrificado en el mismo sitio, horrorizado y fascinado. Cuando por fin se sobrepuso, vio que Annie se había agregado al combate. Armado con la garra cibroide, maldiciendo su error de no haber actuado con mayor prontitud, corrió en ayuda de Finnbogg.
Cogió un tentáculo de materia parecida al caucho y empezó a cortarlo con la garra. Pudo distinguir a Annie haciendo lo mismo. A pesar de que no tenía práctica en el uso de la garra, sintió una súbita inspiración de confianza. El arma estaba tan perfectamente construida que no necesitaba lecciones para su uso, sólo la voluntad de usarla. Acabó de segar el primer tentáculo que había cogido y se lanzó sobre el segundo.
Entrevió las patas traseras del temerario Finnbogg. Aunque algo tardíamente, éste se había dado cuenta del peligro que corría. Mientras luchaba, avanzaba cada vez más hacia el interior del nido de tentáculos, y corría el riesgo de quedar atrapado, incapaz de retirarse.
De pronto, como un árbol bajo el hacha de un leñador, la gigantesca criatura se desplomó sobre el puente. Lentamente al principio, se inclinó hacia el lado opuesto al que ocupaban los compañeros. Sus miles de pinzas, tentáculos y antenas batieron el aire, produciendo un repiqueteo y un zumbido que pareció un huracán al cruzar la jungla tropical de una isla oceánica. La misma atmósfera fue fustigada hasta formarse una espuma con la niebla, el sudor humano y las hediondas y pegajosas sustancias que excretaba el monstruo herido.
Los latidos, los repiqueteos y los gorgoteos de los órganos internos de la criatura aumentaron de volumen.
Su voz creció hasta tomar la forma de un aullido que semejaba el eco de una distante nebulosa.
Y la criatura cayó con gran estrépito, rebotó una vez, volvió a caer y quedó tendida a lo largo del puente, ocupando todo el ancho de la calzada. Sus tentáculos se encogieron y sus pinzas se agitaron frenéticamente en la negrura, mientras emitía un sonido parecido a un gemido de dolor y desesperación.
Se oyó un ruido sordo y luego algo que crujía.
El puente se zarandeó.
Clive pudo ver ahora la base del monstruo. Era aproximadamente redonda y, en su mayor parte, parecía ser una masa gelatinosa transparente rodeada por una hilera de tentáculos que aún se agitaban. Dentro de la gelatina se podían ver las entrañas de la bestia y algo más, algo tremebundo: seres enteros, humanos y extraterrestres, tragados sin masticar flotaban en un líquido viscoso y pesado. Algunos eran meros esqueletos, otros todavía tenían carne, y otros, los más terroríficos de todos, estaban aún vivos, agitando brazos y pies, luchando ya con pocas fuerzas contra su destino inevitable.
Nadando perezosamente entre los cuerpos había réplicas en miniatura del gran monstruo. De vez en cuando, uno de ellos se detenía, extendía una trompa y la introducía en un ser humano o un extraterrestre. Clive observó, horrorizado, cómo la víctima se iba arrugando mientras el monstruo se hinchaba.
Entonces Annie hizo una señal a Clive para que no se acercase a ella. Introdujo la mano en el interior de su blusa y la movió para conectar su campo eléctrico. Luego blandió su garra cibroide y echó a correr hacia la gelatina transparente, con la garra en ristre.
Clive creyó que iba a cortar la masa en un heroico pero inútil intento de salvar a los cautivos que flotaban en el interior de la monstruosidad. Con un grito, se lanzó tras ella. Las víctimas de la criatura estaban más allá de toda salvación. Lo único que conseguiría sería liberar a los pequeños de la criatura, los que posteriormente renovarían el ataque.
Annie llegó hasta la criatura antes de que Clive pudiera alcanzarla, y la atacó con la garra cibroide. Pero, cualquiera que fuese su intención, el efecto del campo eléctrico en la criatura fue mucho mayor del que posiblemente hubiera causado la garra sola.
Cada tentáculo, antena, trompa, pelo del monstruo, sufrió un espasmo.
La voz ululante se elevó a una altura y a un volumen más allá de todo lo emitido hasta ese momento.
La bestia entera se volvió y comenzó a girar sobre sí misma.
Annie y Folliot fueron barridos y echados hacia atrás, y estuvieron a punto de caerse de la superficie del puente, hacia el brumoso abismo.
La monstruosidad seguía girando, de tal modo que su parte superior, todavía fuera del alcance de la vista, se dirigió bramando hacia Clive y Annie.
A medida que el extremo del monstruo se les acercaba y se iba haciendo visible, Clive tuvo la horrible premonición de lo que iba a ver. El collar de tentáculos superior continuaba erizado, como una gorguera isabelina, y los apéndices se retorcían y azotaban el aire. Pasaron rozando a Clive y a Annie con un horrible hedor y salpicando líquidos asquerosos.
Finalmente apareció la cabeza, una cabeza de tres metros y medio de altura y cerca de un metro y medio de anchura.
Tenía el pelo de color oscuro, igual que Clive, y la piel bronceada de un oficial, igual que Clive. Las cejas y el bigote también eran semejantes, pero éste estaba recortado en un estilo diferente.
Los labios estaban retraídos en una mueca que mostraba unos dientes tan grandes como pelotas de fútbol. Tenía los ojos abiertos como platos, de terror y de rabia. La boca se entreabrió para hablar, pero antes de que saliera sonido alguno, el rostro había desaparecido.
Era un rostro que Clive conocía.
El monstruo cayó por el borde de basalto del puente arqueado y desapareció en la niebla y en las profundidades del abismo, dando tumbos sobre sí mismo. Mientras caía, su voz bramó con un timbre que Clive encontró demasiado familiar.
—Clive Folliot —retumbó y resonó—. ¡Maldito seas, Clive Folliot! ¡Maldito seas en lo más profundo de los infiernos! ¡Ojalá pases el resto de la eternidad preso en la Mazmorra!
Detrás de Clive y de Annie el puente tembló y crujió, y lo mismo hizo en el otro extremo. Unas grietas aparecieron en la superficie.
Annie metió la mano bajo su blusa y desconectó el Baalbec A-nueve.
—¡Fin de programa! —gritó a Clive—. ¡Proceso concluido! ¡Sistema de urgencia! —Agarró la mano de Clive y salió corriendo.
Él no tardó ni un momento en darse cuenta de que estaba en lo cierto. El puente se desmoronaba; la frágil estructura había quedado fatalmente dañada por el impacto de las toneladas de masa del monstruo. La única esperanza para los supervivientes del combate era llegar al otro extremo del puente antes de que éste se hundiese totalmente en el abismo.
Una y otra vez resbalaron en las grasientas sustancias que el monstruo había excretado. Al cabo, abandonaron todo intento de levantarse y correr, y se dejaron deslizar, como si el puente fuese un tobogán, equilibrando su peso lo mejor que pudieron para mantenerse en el centro de la calzada y evitar sus peligrosos bordes.
Alcanzaron a Finnbogg, que estaba zampándose alegremente un manojo de tentáculos de la criatura, arrancados de un mordisco. Al verlos patinar hacia él, decidió que aquella forma de locomoción era divertida y se añadió a ellos.
Casi ya al final del puente, se cruzaron con Horace Hamilton Smythe. Lo había lanzado allí la primera gran convulsión que había sufrido la criatura, fustigada por el campo eléctrico de Annie.
No había señal de Sidi Bombay.
—Rogaré por su alma —musitó Clive.
—Yo no se lo aconsejaría, mi comandante —opinó Smythe. Se incorporó hasta sentarse y luego dejó que los demás lo ayudasen a ponerse en pie.
—Que el hombre tuviera piel negra, sargento Smythe —repuso Clive con brusquedad—, y rezara en un curioso tipo de edificio, no propiamente una iglesia, no quiere decir que no sea hijo de Dios igual que nosotros.
—No tengo ninguna duda al respecto, mi comandante, ninguna duda. Pero todavía no rezaría por el alma de Sidi Bombay, todavía no, mi comandante. He visto a Sidi Bombay salir vivito y coleando de mayores embrollos que éste. Y apostaría la paga entera a que no es la última vez que nosotros vemos a Sidi Bombay, ni muchísimo menos.
—Acepto la apuesta entonces, sargento —sonrió Clive Folliot—. Y por una vez en mi vida espero de todo corazón perderla.
—Sidi Bombay es un buen chico, mi comandante. —Y Smythe balanceó la cabeza repetidas veces.
—¿Pero a quién sirve, Smythe? —El atolondramiento momentáneo de Clive por su huida se disipaba ahora y lo reemplazaban pensamientos más graves—. Fue él quien nos trajo a este terrible lugar. Apareció tan oportunamente con aquella barca a las puertas del Sudd… Y a partir de entonces…, bien, no tengo intención de dar crédito a la leyenda del inescrutable oriental, sargento, pero daría lo que fuese por conocer cuáles eran los planes de Sidi Bombay.
Smythe se pasó la mano por la nuca.
—Realmente no sé qué decirle, mi comandante. Pero pondría mi vida en manos de Sidi sin dudarlo un momento. Lo he hecho muchas veces, durante años, y nunca me ha fallado. Espero verlo de nuevo dentro de poco. Y cuando lo volvamos a encontrar, espero que el viejo Sidi se presente con tanto honor como siempre ha hecho.
Habían encontrado un lugar relativamente resguardado para levantar el campamento y allí se instalaron. No tenían tiendas, ni nada para dormir; no tenían verdadero equipo.
El terreno en aquel lado del abismo era más variado que el de la zona en torno a la ciudad de Q’oorna. Estaban ahora en una región de colinas ondulantes, con laderas cubiertas de césped y pequeños valles boscosos. Todo era negro, como lo había sido desde la llegada a aquel planeta. Clive sintió que su cuerpo empezaba a pedirle de nuevo alimento y descanso. Hasta entonces su cuerpo había funcionado por sus propios recursos, quizá gracias a algún mecanismo desarrollado en tiempos ancestrales, cuando los hombres primitivos tenían que sobrevivir durante largos períodos sin comida ni descanso.
Finnbogg había demostrado ser valiosísimo para el grupo. Con su inmensa fuerza había cargado con los otros, demasiado cansados para andar, tal como una hormiga era capaz de llevar un grano de trigo de tamaño varias veces mayor que el suyo propio.
El lugar en donde habían decidido establecer su campamento estaba a unos kilómetros del final del puente. A pesar de los daños sufridos y del cansancio, ninguno de ellos quiso permanecer cerca del sitio en donde habían conocido el horror. Finnbogg había dejado a Annie, Smythe y Clive Folliot y había salido a dar una vuelta. Regresó con leña para el fuego, bayas y unos pocos vegetales silvestres. Insistió, en su modo perruno y entusiasta, en que probaran.
Mientras cataban la comida con cierto recelo (bayas, manzanas y patatas negras como el carbón o vegetales similares, que aceptaban con dificultades), el enano Finnbogg hizo una hoguera de leños y ramas. Encendió el fuego utilizando el antiguo sistema de frotar dos palitos secos, una operación que habría puesto a prueba la paciencia de cualquiera de sus compañeros, pero que él prosiguió inmutable hasta conseguir su objetivo.
El fuego quemó con una llama de pura blancura, y una delgada columna de humo se levantó por encima del círculo de ramas. Clive sabía que deberían preparar su estrategia, combinar sus pobres conocimientos y su limitada inteligencia y decidir qué hacer ahora que habían perdido a Sidi Bombay y que era evidente que estaban extraviados en aquel extraño mundo.
Pero estaba muy cansado, la comida había sentado muy bien a su estómago y Usuaria Annie estaba murmurando una melodía de su propia era, a más de cien años del futuro de Clive. Curiosamente, era una melodía familiar, de un compositor italiano del siglo dieciocho.
Clive sonrió. Quizás algo decente y de valor había persistido en el mundo, a pesar de todos los esfuerzos humanos para disminuir y destruir lo bueno.
Se tendió de espaldas; Annie se acostó junto a él.
Clive no tenía ni papel ni lápiz, así que compuso mentalmente una historia para Maurice Carstairs. A lo mejor, si lo pensaba con suficiente intensidad, las emanaciones telepáticas llegarían a George du Maurier, y éste las transcribiría para el periódico de Carstairs. Folliot se rio de la idea y sintió que Annie se movía a causa de su sonido. Se había quedado dormida apoyada en él y Clive notaba su respiración, suave y cálida, junto a su cuello.
Especial y exclusivo para los lectores del Recorder and Dispatch. Fecha, Q’oorna.
En el día de hoy su corresponsal ha topado con una criatura de al menos treinta metros de altura, provista de tentáculos y antenas, con una gelatina transparente en su parte interior y un triste espectáculo dentro de esta masa. La criatura tenía el rostro del hermano mayor del corresponsal y hablaba con una voz humana amplificada diez mil veces.
Enumeró los detalles de la batalla en su mente, configurando la imagen de la gran criatura que podría reproducirse en la primera página del Recorder and Dispatch. Una cosa así vendería ejemplares a montones. Y cuando Clive regresase a Inglaterra y escribiese el libro, ¡eclipsaría a Burton, a Darwin y a los restantes juntos!
Inexplicablemente, la agradable perspectiva de convertir su libro en un best-seller, con su secuela de riquezas e invitaciones a una gira de conferencias, se entremezcló con el recuerdo de las últimas palabras del monstruo:
«¡Maldito seas, Clive Folliot! ¡Maldito seas en lo más profundo de los infiernos! ¡Ojalá pases el resto de la eternidad preso en la Mazmorra!»
Su hermano. Su propio hermano, Neville Folliot. Nunca se habían querido demasiado, nunca habían sido amigos. Pero ¿qué había hecho Clive para provocar un odio tal en su único hermano?
¿Y… cómo había logrado Neville transformarse en aquel horroroso gigante que había caído del puente? ¿Había sido Neville el gigante? Tenía el rostro de Neville, hablaba con la voz de Neville, y se dirigía a él por su nombre.
Pero… ¿era Neville?
Los dulces sueños se convirtieron en pesadillas que sólo terminaron con la llegada del pálido y depresivo amanecer de Q’oorna.
Finnbogg consiguió capturar unos cuantos peces en el río. Sorprendía ver aquellas criaturas totalmente negras. El sargento Smythe se encargó de encender el fuego campestre, y asaron los pescados clavados en palos. Dar el primer bocado a una carne negra que todavía humeaba, fue un reto, pero la textura y el sabor resultaron deliciosos, y las presas de Finnbogg constituyeron una comida suculenta.
Por fin llegó el momento de decidir su plan de acción. Había que descartar el regreso a la ciudad de Q’oorna: el abismo que habían cruzado era insondable y el puente había desaparecido.
Podían errar por el país o levantar un campamento permanente donde ya habían construido el provisional. Pero ninguna de las dos alternativas les satisfacía por completo.
Podían emprender la marcha en dirección a un objetivo fijado de antemano, posiblemente una de las ciudades que habían visto elevarse en el negro paisaje desde el vértice del puente arqueado. Esta vía era la única esperanza de salir de Q’oorna, o de llevarlos a comprender lo que estaban haciendo en aquel mundo negro.
En mitad de la discusión de las alternativas, Clive Folliot se enfrentó a Horace Hamilton Smythe. Hacía tiempo que quería hacerle unas preguntas, pero hasta aquel momento no había tenido oportunidad de plantearlas. Habían estado enfrascados en una actividad absorbente tras otra: atravesar el Bahr-el-Zeraf con la barca de poco calado, el descubrimiento del ataúd de Neville Folliot, el descenso por el acantilado, la exploración de la ciudad desierta de Q’oorna, o el paso del puente de Finnbogg. Habían intercambiado algunas palabras respecto al tema de la desaparición de Sidi Bombay, pero Clive en modo alguno estaba satisfecho.
Había llegado la hora de una investigación más a fondo.
—Usted forma parte de esto —lo acusó Clive—. Usted y Sidi Bombay, ambos, lo sospecho. Pero usted tiene que formar parte de esto, Smythe.
—¿Parte de qué, mi comandante? —La expresión de Smythe era de total ingenuidad.
—Usted está con los q’oornanos. El sacerdote de Bagamoyo probablemente también, ahora que lo pienso. Son responsables de lo que le sucede a Neville, sea lo que sea. Me han raptado y parece que también han raptado a la señorita Annie del mismo futuro.
E hizo un ademán hacia Annie. Esta estaba sentada en el suelo, escuchando con gran atención el diálogo. «¿Cuánto de ello comprenderá?», se preguntó Clive. Detrás de ella, Finnbogg estaba tumbado en el suelo. Annie le pasaba las uñas por el pelo. El ser enano y perruno lanzaba suspiros de satisfacción.
—También han traído a Finnbogg aquí, pobre criatura. Y Dios sabe a cuántos más. Los tempoides, los extroides, los cibroides que vimos prisioneros en la Mazmorra. ¿De cuántas naciones vienen? ¿De cuántos mundos? ¿De cuántas eras?
—¿Usted cree que yo puedo responder a esto, mi comandante? —Sonrió el sargento Smythe bajo su poblado bigote—. Yo soy un simple sargento, mi comandante. Un loado escribiente de la sección de aprovisionamiento, un tendero militar. No sé nada de mundos diferentes ni de cibro-lo-que-sean ni de tempo-llámelos-como-usted-quiera, mi comandante. El comandante me sobreestima demasiado.
Clive había casi esperado que Horace Hamilton Smythe se levantaría, vaciaría la ceniza de su pipa, se envolvería con la bufanda y saldría a la noche inglesa. Era la serie de actos habituales que habría realizado en el bar de las amistades después de una larga noche y de varias pintas de cerveza acompañadas de un sabroso refrigerio.
El cielo negro con sus lechosas manchas y sus centelleantes puntos estelares y la hoguera que ardía alegremente se añadían a la ilusión de que estaban en algún lugar mucho más prosaico que Q’oorna.
Smythe era tan práctico, un ejemplo tan perfecto de inglés bonachón, firme, flemático, que Clive casi se vio obligado a aceptar sus negativas. Pero había muchas más evidencias de lo contrario, había demasiados aspectos inexplicados en el comportamiento de Smythe.
—Muy bien —dijo Clive—. ¿Niega usted que era el mandarín pianista a bordo del Empress Philippa? ¿Que pasó por un guardia árabe en el palacio del Sultán de Zanzíbar?
Smythe dudó demasiado antes de dar una respuesta.
—Su silencio lo hace culpable —dijo con furia Folliot, agitando un dedo acusador hacia Smythe.
—Bien, mi comandante. No puedo negarlo rotundamente, mi comandante —respondió por fin Smythe—, pero tampoco puedo admitirlo rotundamente.
—¡Oh, vamos, hombre! Nos conocemos desde hace mucho tiempo para esta clase de juegos. Confiese: pongamos las cartas encima de la mesa y boca arriba. He sido completamente sincero con usted al explicarle los motivos por los que estoy aquí. Pero usted nunca hizo otro tanto para explicarme sus razones.
Ahora Smythe se sentía atrapado. En todos los años que hacía que Clive lo conocía, nunca había visto al sargento tan anonadado. Decidió que era el momento para asestar el golpe definitivo.
—Vamos a dejar todo esto a un lado, por ahora —declaró Clive—. No lo olvidaré, y llegará un momento en que tendrá que rendir cuentas. Téngalo por seguro, sargento. Pero, por ahora, dejaré a un lado el tema… si sólo responde a una pregunta. Responda abiertamente, con absoluta sinceridad. ¿Lo hará, sargento? Luego seguiremos nuestro camino. ¿Lo hará?
El Smythe que Clive Folliot creía conocer tan bien habría respondido con un directo sí o no. Pero aquel sargento Smythe dijo:
—Depende de la pregunta, mi comandante. Realmente depende de la pregunta. ¿Por qué no prueba, mi comandante?
Folliot casi escupió las palabras.
—¿Cuál es el significado de la formación espiral de estrellas que vi en la empuñadura de su revólver?