15: Entra en escena el hombre can

15

Entra en escena el hombre can

Es decir: Finnbogg.

Era parecido a un hombre, pero no era un hombre.

Apenas levantaba un metro veinte del suelo y era tan ancho que, desde aquella distancia, Clive habría podido tomarlo por Olivo o por Aceituno, los corpulentos y rechonchos gemelos de la fantasía del señor Lewis Carroll. Era un individuo bajo, gordo, jovial, que habría estado más a gusto en un escenario de un cabaret en Whitechapel que en aquel remoto infierno negro llamado Q’oorna, guardando el puente que salvaba el impresionante abismo.

Más cerca del puente parecía más y menos humano que desde lejos.

Tenía dos brazos y dos piernas. Su tronco y sus manos tenían la misma forma que las de un hombre, aunque Clive no podía decir con certeza cuántos dedos tenían las manos o los pies.

Su rostro parecía el de un bulldog. Las cejas sobresalían y tenía la nariz como la de un perro, ancha y aplastada, y las aletas de ésta brillaban contra el resto de su cara plana. La mandíbula inferior tenía una gran papada, y colmillos como los de un jabalí emergían de ella, extendiéndose por encima del labio superior. Mientras andaba, chasqueaba los labios y entrechocaba los dientes con tal fuerza que se distinguían las chispas recortadas contra la negra noche q’oornana.

Y aullaba y gruñía con una voz de bestia poderosa; sin embargo, al irse acercando Clive, Sidi Bombay, Horace Hamilton Smythe y Usuaria Annie, la melodía e incluso la letra de «Dios salve a la Reina» se hicieron cada vez más patentes.

Cuando estuvieron a unos cien metros del puente y de su asombroso guardia, la criatura les dio otra sorpresa. Se puso a cuatro patas y, con una perfecta coordinación de sus brazos casi simiescos y sus piernas cortas, se lanzó a través del negro paisaje a una velocidad sorprendente.

Antes de que Clive o los demás pudieran reaccionar, antes de que Annie pudiera introducir su mano en el interior de su blusa y activar el campo eléctrico de Baalbec A-nueve, él ya había llegado a ellos. Casi con más rapidez de la que el ojo podía seguir, los rodeó, se lanzó de espaldas al suelo negro, rodó hasta sus piernas, y frotó sus colmillos terroríficos contra ellas.

Annie se puso a gritar.

Folliot, sorprendido, se echó atrás.

Horace Hamilton Smythe emitió un juramento impublicable.

Y Sidi Bombay se arrodilló y abrazó a la monstruosidad; le pasó las huesudas y negras manos por su extraña mata de pelo, le frotó hombros y espalda y por fin apoyó su mejilla contra aquel rostro erizado de pelos y de colmillos afiladísimos.

—¿Ves, inglés? Hemos encontrado a un amigo.

—Tienes razón —consiguió decir Clive. Se arrodilló al lado del indio y extendió la mano hacia aquel ser corpulento. Era un animal…, una persona… asombrosamente maciza. Huesos como barras de hierro, miembros como troncos de árboles, un rostro que, como un bulldog afable, era extrañamente llamativo por su misma fealdad y por su casi patético deseo de ser agradable a pesar de su ferocidad.

Al final, el monstruo se retiró unos pasos. Se levantó hasta conseguir una posición erecta y empezó a canturrear por lo bajo, a canturrear una canción muy popular entre los cadetes de Sandhurst. Clive Folliot reconoció la melodía. Era una de las canciones que Neville Folliot cantaba cuando tenía unas copas de más, una canción cuya letra hacía enrojecer a la más fresca de las chicas de Whitechapel.

—¿Qué eres? —preguntó Clive a la criatura—. ¿Quién eres? ¿Adonde conduce el puente? —E indicó el arco que desaparecía en la niebla. Desde allí pudieron ver que el puente estaba construido en basalto vivo, negro, pulido y brillante bajo las constelaciones q’oornanas.

—Finnbogg —respondió la criatura. Y se puso a aullar, a saltar y a hacer cabriolas como una bestia loca… Pero no era loca—. Feliz —bramó Finnbogg—. Feliz, feliz, Finnbogg. Venid a jugar, quedaos conmigo, sed mis amigos. Bueno, bueno, bueno, bien, bien, bien.

Saltó hacia adelante y colocó una mano (parecida a una zarpa y con almohadillas en la parte inferior) en la mejilla de Clive, y otra en la de Annie.

—Bonitos tempoides juegan con Finnbogg, Finnbogg feliz, venid y jugad. Contad un cuento a Finnbogg.

Clive meneó la cabeza:

—¿Un cuento?

La bestia dio otro brinco.

—¡Un cuento! A Finnbogg le gustan cuentos. Como «Alegre Bicholopino y Mercader Lamprea». O «Serpiente de Nieve Tres». ¿Sabéis que «Serpiente de Nieve Tres» es cuento favorito de Finnbogg? «Un buen día Serpiente de Nieve Uno se despertó. “Yik, yak”, dijo Serpiente de Nieve, “¿dónde podré encontrar raspadores rojos en hielo azul? Probaré de cavar en hielo verde de Bruja Madrina”. Pero Agudo Trepaárboles dijo: “Bruja Madrina va a lava caliente, Bruja Madrina nada también en volcán, Bruja Madrina sale después a cazar sopa”. Así pues, Serpiente de Nieve Uno…»

Finnbogg se detuvo. Se sentó en sus imponentes posaderas y escrutó atentamente uno tras otro los rostros de los humanos.

—¿No sabéis vosotros cuento? ¿Nadie sabe cuento de Serpiente de Nieve Tres? ¿Sabéis otro cuento? Contad un cuento a Finnbogg. A Finnbogg le gustan cuentos. Finnbogg ama cuentos, recuerda cuentos, nunca olvida un buen cuento.

Clive hizo caso omiso de las súplicas de la imponente criatura.

—¿Eres q’oornano? —le preguntó.

Finnbogg dio un salto vertical en el aire (de casi tres metros de altura), trazó una voltereta en el vacío y aterrizó sobre las manos; luego, con otro salto, se puso en pie.

—¡No q’oornano! —rugió—. ¡Finnbogg es de Finnbogg! —gritó; luego observó atentamente el rostro de Clive—. Finnbogg te conoce. Amigo de Finnbogg, hombre amigo, ¡Finnbogg mata otros!

La última frase pareció dar una idea a la criatura. Se lanzó encima de un enemigo imaginario, con los colmillos en posición de ataque, y entrechocó repetidamente los dientes de arriba con los de abajo de un modo aterrador. Rugió en una furia fingida (Clive esperaba que fuese meramente una furia fingida) y embistió con su inmensa cabeza a derecha e izquierda. Si en aquel momento hubiese tenido un enemigo en sus fauces, le habría destrozado el cuello con tanta facilidad como haría la boca de un terrier con un conejo.

—Inglés —dijo Sidi Bombay con suavidad—. ¿Acaso no sabes cuál es la mascota de tu país, ni aun cuando la tienes delante? Incluso el Profeta, santificado sea su nombre, no era perfecto. Porque este humilde servidor de Dios no puede comprender el odio del Profeta hacia el noble perro.

Clive contempló a la extraña criatura. Sidi Bombay no había hecho más que confirmar a Clive la impresión que Finnbogg le había causado. El ser corpulento y musculoso era, en efecto, un bulldog, o algo que Charles Darwin podría haber predicho que emergería de un millón de generaciones de bulldogs, en su lucha por lograr el nivel de desarrollo humano. Tenía tanta vitalidad, tanto entusiasmo y era tan afectuoso y tan solícito de aprobación como lo sería un bulldog. Su aspecto era terrorífico, y en un combate se mostraría sin duda tan mortífero e invencible como un bulldog.

—¿Me conoces? —preguntó Clive al ser perruno.

—Folliot —respondió con un gruñido—. Folliot, Folliot, buen comandante, sí, Finnbogg amigo de Folliot.

—Quizás el hermano del comandante pasó por este mismo lugar, mi comandante —sugirió Smythe.

—Quizá —replicó Clive—. Si fue así, parece que dejó, al menos por una vez, una impresión favorable. Bien, «a caballo (¡o a perro!) regalado no le mires los dientes», ¿eh, Smythe? Tengo la impresión de que hemos encontrado a un amigo fiel y a un poderoso aliado.

La joven Annie cogió la mano-garra que Finnbogg le había puesto en la mejilla y la tomó entre sus largas y suaves manos.

—Ojeo registro Finnbogg —dijo ella—. Usuaria Annie inicia proceso, conecta modem. Asignación de tarea.

»Q’oornanos malos han dicho a Finnbogg que vigile puente. Han dicho a Finnbogg no deje cruzar puente a tempoides. No deje cruzar puente a extroides. No deje cruzar puente a cibroides. Sólo q’oornanos pueden pasar por puente. ¿Dónde están compañeros de carnada de Finnbogg? Cachorros machos, cachorros hembras Finnboggs desaparecidos. ¿Abajo? ¿Todos idos abajo? ¿Idos? ¿Dónde, cachorros?

La criatura se echó al suelo, gimiendo y (Clive estaba seguro de ello) llorando de verdad.

Finnbogg se arrastró, con la barriga rozando el suelo, hasta el borde del abismo. Y echó medio cuerpo al vacío, casi a punto de caer del escalón de roca; pero lo sostenían sus dedos tremendamente forzudos. Una densa niebla se elevaba desde el fondo del abismo. El río que el grupo de Clive había seguido caía por el borde del precipicio y se estrellaba contra el fondo, levantando una espuma que ensombrecía el lecho del cañón.

—¿Adonde conduce el puente? —preguntó Clive. Estaba estudiando el arco. Era estrecho, apenas adecuado para permitirles el paso. Ciertamente, por allí no pasaba un coche de pasajeros o un carro de provisiones. El puente se levantaba hacia el cielo q’oornano, se recortaba contra la distante nebulosa hasta que desaparecía en la bruma de la lejanía.

—Q’oornanos malos nunca lo dicen a Finnbogg. Pegan a Finnbogg, riñen a Finnbogg, nunca quieren a Finnbogg, nunca, nunca. Le quitan cachorros. ¿Dónde está carnada? Nunca le cuentan un cuento. ¿Sabéis cuento de «Granjero Cincopiés y Gritador Salvaje»? ¿No? ¡Q’oornanos nunca cuentan cuentos! Malos, malos, malos. —E hizo un sonido que constituyó un simple gruñido; pero era el gruñido de mil criaturas en una sola. Se puso de nuevo a cuatro patas.

La joven se arrodilló junto a él y lo abrazó cariñosamente por el cuello.

—Conexión de datos abierta, Usuario Finnbogg, sistema operativo de transporte amor al registro. —Estrechó contra su pecho aquel rostro cubierto de pelos duros, con los grandes colmillos de la criatura apretados fuertemente contra la delgada ropa que cubría sus pechos suaves y generosos.

—¿Qué está diciendo la señorita, mi comandante? —preguntó el sargento Smythe.

—Creo que le dice a Finnbogg que lo quiere —contestó Clive—. Y, no sé por qué, pero estoy seguro de que le está diciendo la verdad.

Finnbogg se puso en pie de un salto, describió un círculo de cabriolas locas alrededor de ellos y tomó la mano de Annie entre las suyas.

—Vamos, vamos, tempoides. Vamos, Finnbogg es vuestro Finnbogg ahora. No Finnbogg de q’oornanos, ya no, no, no de q’oornanos. Vamos, vamos, tempoides. Crucemos el puente con Finnbogg. Pasemos, pasemos, seguidme.

Como un perro solícito tirando tenaz de su correa, arrastró a Annie hacia el puente. Y entonces los demás los siguieron.

Apenas habían avanzado treinta metros cuando, con un escalofrío, Clive se apercibió de que el puente era un arco desnudo de basalto frío y negro, simplemente tirado por encima del abismo. No tenía ni paredes ni barandas. La superficie era completamente lisa y, allí donde estaba húmeda por la niebla, era resbaladiza. Un solo paso en falso, una caída, los lanzaría al vacío negro y a una muerte indudable.

Feliz ahora de sentirse con sus amigos, Finnbogg se puso a cantar una canción que Clive Folliot había oído en las calles de Londres, a donde había llegado desde Boston, América.

—Champagne Charlie se llamaba… —bramaba la criatura—. Champagne Charlie se llamaba…

Clive se sintió inquieto por algo que no pudo identificar y que no lo dejaría en paz hasta que le encontrase la pista en su laberinto mental.

¡Lo tenía! «Champagne Charlie» había llegado a Londres sólo el año anterior, estaba seguro de ello. Alguien había llevado la partitura desde Boston y, de noche, media Londres cantaba la misma estúpida canción. Si Finnbogg la sabía, tenía que ser porque la canción había llegado a Q’oorna durante el pasado año. Con toda probabilidad tenía que ser Neville, el hermano de Clive, quien la había llevado hasta allí.

A pesar de las pistas falsas y de los errores, ¡Clive continuaba todavía en la dirección correcta! Había visto el cadáver de Neville, o lo que pareció ser el cadáver de Neville. Pero habían surgido nuevas páginas escritas en el diario, y ahora Finnbogg le daba una prueba, aunque indirecta, que sugería que Neville podía estar vivo.

Subían lentamente hacia la cumbre del puente. Cada vez se volvía más difícil mantener el equilibrio y seguir adelante. La pendiente hacia arriba no era muy inclinada (lo que les permitía ascender sin el equipo de escalada que ya no poseían), pero, a medida que ascendían, la temperatura iba cayendo vertiginosamente. Las gotitas de niebla que se condensaban en el puente se helaban y pronto la lisa superficie de obsidiana pulida estuvo recubierta de una delgada capa de hielo.

Sólo Finnbogg no tenía dificultades para desplazarse. Iba descalzo y sus pies estaban provistos de unas almohadillas como las de los perros. Estas almohadillas se habían endurecido debido a largos años de pisar aquel terreno duro y por la dura tarea que Finnbogg desarrollaba en el puente. Sus uñas, como las de un perro, eran fuertes y curvas y (quizá debido a algún pasatiempo entretenido) estaban afiladas hasta parecer puntas de aguja; exactamente lo mismo pasaba con las de los dedos de las extremidades anteriores.

Él avanzaba alegre y a grandes zancadas, cantando «Champagne Charlie», «Cuando éramos jóvenes, Maggie», «Trabaja para la noche que está al llegar» y «Acampando en el terreno de maniobras». De vez en cuando estallaba en una estrofa especialmente jubilosa de su favorita «Dios salve a la Reina».

La ascensión se convirtió en una marcha rutinaria. No era especialmente difícil, salvo por la necesidad de asentar cada paso con cuidado para evitar el peligro de un patinazo fatal.

Incluso el jovial Finnbogg entró en un estado de ánimo más calmado y se puso a canturrear una mescolanza de espirituales negros. Cada canción le gustaba por igual y la repetía, antes de pasar a la siguiente, más veces de las que podía contar Clive Folliot. Y el canturreo de Finnbogg tenía el volumen general y la cualidad tonal de los motores de vapor del Empress Philippa.

Clive se ensimismó en el recuerdo del capitán Wingate y del superintendente Fennely, y de la demás personas que había conocido a bordo del barco; de los tres tramposos y de Lorena Ransome en particular. Esta se había mostrado encantadora y, al parecer, más que deseosa de compartir sus atractivos con Clive.

Esta cálida fantasía lo alivió del tedioso frío del puente de basalto. Estaba sobrecogido por una melancolía placentera. Evocaba la sensación, el mismo olor de…

Un grito hizo añicos su sueño.

Usuaria Annie saltó hacia atrás y tropezó con Folliot. Éste cayó de rodillas y se asió con fuerza para evitar salir disparado del puente. Una enorme sombra se elevó delante del grupo, ensombreciendo una parte de cielo donde las estrellas y la difuminada nebulosa imprimían su fantasmal iluminación.

La sombra flotó unos instantes en el aire y luego empezó a crecer con una velocidad alarmante: se lanzaba contra los expedicionarios.

Las características de la cosa se fueron haciendo visibles, ya que era un objeto sólido, una criatura viviente que tapaba las estrellas y la nebulosa, no meramente una sombra. Tenía unas alas enormes que zumbaban y batían con estruendo en el aire brumoso. Sus ojos relucían con una maligna luz propia y, cuando posaron su mirada sobre Clive, éste sintió que algo extraño atravesaba su cuerpo, como si los ojos le hubiesen disparado un rayo invisible, doloroso, un rayo como el que era objeto de especulación en los papeles de William Crookes.

Tenía filas de garras, y en la parte central de su cuerpo aparecía un conjunto de orificios, a través de los cuales se vislumbraba un fulgor rojo.

Batiendo las alas y zumbando, se lanzó contra los viajeros, manteniéndose paralela a la línea del puente. Luego, cuando estuvo situada encima de ellos, dejó caer por los orificios de su torso cierta cantidad de pequeños objetos que, al chocar contra el puente, explotaron como granadas de guerra.

La criatura pasó rozándolos, proclamando a gritos su maldad.

Giró en una amplia curva, desapareció en la niebla y luego reapareció de nuevo a lo lejos, por delante del grupo. De nuevo voló a su encuentro, pero, esta vez, cuando llegó a su altura no se elevó por encima de ellos, sino que la bestia frenó en seco a poca altura del puente y se encabritó como un caballo furioso. Clive pudo distinguir los fuegos del infierno que ardían en el interior del monstruo.

Finnbogg se lanzó al aire.

El hombre-bulldogg y la enorme bestia voladora chocaron en el aire con un estruendo ensordecedor y luego cayeron en el puente helado con un segundo impacto que sacudió el mismo basalto.

Se agarraban el uno al otro como auténticos luchadores, combatían, patinaban hacia atrás y hacia adelante, se aproximaban a una fracción de centímetro de la muerte de ambos, para luego, con un esfuerzo extraordinario, volver a la relativa seguridad del centro del camino.

Con un arrebato definitivo y violento, Finnbogg partió al atacante en dos con un gran crujido y sostuvo las dos partes de la cosa en el aire. Del interior de las dos mitades brotaron unos líquidos horrorosos, púrpura, lavanda y magenta, que crepitaron al entrar en contacto con el puente helado y luego se evaporaron en un gas acre.

Finnbogg arrancó un fragmento del monstruo y lo mordió con sus poderosos dientes. Pero enseguida gruñó y lo escupió.

—Mala carne, mala, mala, no tiene gusto bueno, pobre Finnbogg, mala cosa, mala, mala, mala.

—¿Está…, estaba vivo, Finnbogg? —Folliot estudió los restos destrozados, intentando comprender lo que tenía ante sus ojos—. ¿Es una bestia natural o un artefacto mecánico? Creí que era un animal, pero…

Frunció el entrecejo y recogió algunos de los fragmentos más pequeños que habían caído en el suelo helado. Parecían un producto artificial: pedazos de metal, de cerámica o de cristal; ciertamente, no un producto orgánico de la naturaleza, sino el resultado de la aplicación práctica de la inteligencia.

—Vivo malo —gruñó Finnbogg—. Vivo malo, fabrican, hum, hum, más partes. Más partes para vivo malo. No buenos para comer, no buenos para jugar, nunca cuentan cuentos a Finnbogg, no amables.

El sargento mayor Horace Hamilton Smythe se acercó a Folliot para examinar los fragmentos.

—A lo mejor el comandante desearía preguntar, hem, al señor Finnbogg si esto era un servidor de Los q’oornanos. Me parece que son un atajo de tipos raros, estos q’oornanos. Apenas tuvimos tiempo de hablar con ellos allí, en la ciudad, pero apostaría cualquier cosa a que fueron ellos quienes enviaron esta cosa con órdenes suyas. ¡Si se me permite la opinión, mi comandante!

Clive había casi esperado que el hombre se pondría en posición de firmes y lanzaría un rígido y rápido saludo, pero simplemente permaneció allí, expectante.

—Creo que acierta usted, sargento Smythe —concedió Clive. Y preguntó a Finnbogg—: ¿Era esto, esta cosa mala, q’oornana? ¿Los que te pusieron a vigilar el puente enviaron esto contra nosotros? ¿Qué opinas?

Finnbogg permaneció quieto, balanceando lentamente su cabeza peluda. Por fin dijo:

—No, no q’oornano. No, no. Q’oornanos malos, cosa de cielo mala. Malos, mala. Dos malos, no uno malo, no mismo malo, malo, malo. No, no. —Y movió la cabeza con tristeza.

El sargento Smythe buscó entre los restos del atacante derrotado, eligió meticulosamente algunos pedazos e intercambió unas palabras en voz baja con Sidi Bombay. Luego alzó la vista hacia Clive:

—Hay una buena artesanía aquí, mi comandante. Si ésta es la palabra correcta. ¡Ja! —Y se rio de su propio comentario.

—¿Qué quiere decir, Smythe? ¿Qué hay?

—Algunos restos se salvaron, mi comandante. Fíjese, mi comandante. —Sacó con cuidado algunas docenas de bolas negras de los despojos del atacante—. Estas pequeñas bellezas parecen explotar con el impacto. ¿No las podríamos usar como bombas? ¿Qué le parece, mi comandante? Y fíjese en esto, mi comandante.

Consiguió arrancar una de las garras de la criatura. Era un curioso artefacto de materia córnea y metálica, con un complejo mecanismo de ejes y engranajes en su interior.

—No sé para qué podría servir, mi comandante, pero parece una especie de herramienta universal. —Hizo la acción de atacar con la cosa, de lanzar una estocada a un contrincante imaginario. La garra mordió el aire violentamente—. Hay que ir con mucho cuidado con este instrumento, mi comandante; parece como si pudiera volverse contra uno mismo, nunca se sabe. Pero podría ser utilizado como una bonita arma, ¿no cree?

Y procedió a arrancar y a repartir más garras intactas a Clive, Sidi Bombay y Usuaria Annie. Annie sostuvo la garra delante de su rostro, le pasó los dedos por encima y asintió con expresión alegre.

—Ojeo registro completo, mecanismo cibroide, conexión lo interrumpida. ¡Ja! —Aquella única carcajada explosiva fue como el tintineo de una campana.

Horace Hamilton Smythe se introdujo una garra en un bolsillo de su destrozado uniforme caqui. Cuando ofreció una a Finnbogg, este último la aceptó graciosamente, pero luego la aplastó entre sus dientes y la tiró.

—No buen gusto —gruñó—. Malo, malo. —Soltó un soplido y emprendió la marcha de nuevo.

Pronto llegaron a la cumbre del puente.

Clive se situó en el mismo ápice y dio una vuelta entera sobre sí mismo oteando el paisaje.

Era la vista más maravillosa y más terrible a la vez que nunca había contemplado.

Por fin estaban por encima del nivel de la bruma que se levantaba del desfiladero. Directamente bajo el grupo, la bruma flotaba como una espesa niebla londinense. Se extendía por el desfiladero a uno y otro lado del puente, como si éste atravesase un río de bruma, una corriente de bruma que se alargaba en meandros y curvas hasta los límites de la vista, en ambas direcciones.

Pero adelante y atrás la niebla se disipaba y la llanura q’oornana se extendía majestuosamente como el reino estigio del dios romano Plutón. Era una tierra negra, lisa y apenas ondulada, que se extendía kilómetros y kilómetros. Aquí y allí, una mancha de vegetación, que se podía reconocer sólo por su forma irregular y su superficie jaspeada, pero tan negra como el suelo en el cual echaba raíces y como el cielo que la dominaba.

Y a mayor distancia, y sembradas irregularmente, se distinguían racimos de diamantes blancos centelleantes y de luces brillantes como diamantes. Iluminaciones que debían señalar ciudades.

Y aquellas ciudades… ¿qué…? No había manera de saberlo, si no era llegando al otro extremo del puente y atravesando la llanura para investigarlas.

Clive sintió una presión cálida y bajó la mirada; vio que Usuaria Annie le había cogido el brazo y que tenía la cabeza apoyada en su hombro. Obviamente, su campo eléctrico Baalbec A-nueve estaba desconectado, ya que no había sentido la conmoción de la descarga eléctrica, sólo la del roce de la carne femenina.

—Pequeña Annie —susurró él—, extraña criatura fuera del tiempo. ¿Comprendes este mundo? ¿Entiendes a Clive Folliot? ¿Llegaré jamás a comprender algo, aunque sea muy poco, de tu mundo y de ti?

Ella levantó la cabeza hacia él y éste vio en sus ojos algo extraño y acogedor a la vez, algo familiar y ajeno. ¿Qué había visto? Sacudió la cabeza desconcertado.

—¿Abre-sistema malfunción? —preguntó Annie con suavidad—. ¿Programa de análisis de errores cargado? ¿Detección de errores en proceso? Ah, Usuario Clive, tabla matriz conecta componentes, ah.

Clive creyó ver una lágrima en su mejilla. En la extraña y pálida luminosidad, una chispa minúscula brilló en el interior de la lágrima. Pero seguramente había sido una ilusión óptica provocada por el escenario, un reflejo de una estrella inmensamente distante.

* * *

—¡Ayyy! ¡Salvadme, antes de que la ira de Visnú azote! —Quizá fue la temperatura de los pies descalzos de Sidi Bombay lo que deshizo la delgada capa de hielo y provocó su resbalón. Sidi Bombay cayó y empezó a deslizarse hacia el borde del puente. Ya habían sobrepasado el punto más alto del arco y avanzaban de nuevo por el interior de la bruma lechosa, y el puente volvía a estar resbaladizo a causa del hielo.

Finnbogg aulló y se lanzó hacia Sidi Bombay. Al mismo tiempo, aquel individuo esquelético sacó la garra del interior de sus ropas hechas jirones y clavó sus espinas afiladísimas en el hielo. Consiguió detener su caída, y quedó cogido con las dos manos a la garra, balanceándose desesperado en el borde del abismo, agitando las piernas y pidiendo ayuda a gritos.

Finnbogg alargó la mano-pata y cogió la muñeca de Sidi Bombay. De un tirón, el enano corpulento y perruno izó la esquelética figura al puente de nuevo. Sidi Bombay se abrazó a Finnbogg, emitiendo gemidos suaves y golpeando su frente una y otra vez contra el torso musculoso de su salvador.

—Malo —entonó Finnbogg solemnemente—. Hombre Sidi Bombay cae, se va. Ah, ah, Sidi Bombay todo roto, no. Viene Finnbogg, Sidi Bombay. —Con gran asombro por parte de todos, Finnbogg levantó a Sidi Bombay en el aire con un brazo y luego lo acunó contra su inmenso pecho perruno—. Otros, venid. Tempoides, venid con Finnbogg. —E hizo un preciso ademán por encima de su hombro.

Haciendo como un cesto con sus brazos parecidos a troncos, Finnbogg levantó a Clive Folliot, a Annie y a Horace Hamilton Smythe juntos en un solo brazo. Apenas había espacio para todos, pero los gruesos huesos de la robusta criatura y sus poderosos músculos cargaban con su peso como si fueran muñecos de trapo.

Finnbogg emprendió un paso continuo y rítmico; sus patas de garras fuertemente unguladas le proporcionaban un agarre firme en el basalto cubierto de hielo. Su poderosa voz entonaba, estrofa tras estrofa, himnos, melodías de cabaret y de vez en cuando una animada repetición del «Dios salve a la Reina».

Clive escrutó el cielo por encima de ellos. Cuanto más profundamente penetraban en la niebla, menos visibilidad les quedaba. Lo cual quería decir que no podrían ver a sus posibles atacantes; pero la desventaja era mutua. Sin embargo no aparecieron más criaturas aéreas.

Pero se oyó el sonido de algo que se deslizaba. Clive miró hacia el puente. Finnbogg avanzaba rítmicamente, con paso pesado y adormecedor. Hubiera sido muy fácil ceder a su efecto soporífero y dormirse, pero el extraño sonido que no alcanzaba a explicar mantuvo a Folliot en alerta.

Creyó distinguir la forma ondulante de algo de una palidez de muerte en el borde del camino. El movimiento de algo blanco en aquel Hades negro ya era en sí mismo singularmente chocante, pero allí estaba. Apareció de nuevo, en el borde del basalto, osciló un instante brevísimo y luego desapareció otra vez.

Sin otro aviso, el puente entero tembló.

Finnbogg soltó un bufido de sorpresa, se detuvo y clavó con profundidad las garras de sus extremidades en el suelo, par afianzarse más. Esperó unos pocos segundos y luego volvió a emprender la marcha.

Otra vez el puente recibió una sacudida.

Clive observó atentamente los bordes del camino. Quizá los tentáculos blancos tenían alguna relación con la sacudida. Tenían que pertenecer a una criatura cogida a la cara inferior del puente, tal como Finnbogg lo hacía en la cara superior.

De nuevo Finnbogg echó a andar; pero por entonces la vibración había aumentado hasta llegar a un continuo y palpitante pulso. Tud-tud-tud, a cada repetición del sonido, el puente experimentaba un temblor.

—Bajen, amiguitos —gruñó Finnbogg, deteniéndose.

Clive y los demás descendieron de sus brazos y se quedaron de pie en el basalto, ahora sólo mojado y resbaladizo.

El corpulento Finnbogg se plantó en el centro del puente.

Escudriñando a su alrededor, Clive distinguió la fuente de las sacudidas. Avanzaba lentamente, paso a paso. Al recostarse su silueta contra la del recién llegado, Finnbogg se convirtió, súbitamente, en un diminuto mosquito.