14
«Demasiados miserables»
Clive Folliot estaba sentado en el suelo de la cueva, y sentía el frío y la humedad a través de sus pantalones caqui e incluso a través de sus botas de suela gruesa. A su izquierda se sentaba Sidi Bombay, sereno, en la posición del loto, con el rostro inexpresivo y las manos reposando palmas arriba en el interior de sus rodillas. A su derecha estaba el sargento Horace Hamilton Smythe, con los músculos en tensión, impaciente por ponerse manos a la obra.
Frente a Clive se sentaba la mujer cuyo contacto era tan electrificante. Ahora sonreía a Clive.
—Proceso de limpieza yo hago chisporrotear tus circuitos, usuario. Hubiera sido un error catastrófico. Contenta de descargar este mensaje.
Clive movió la cabeza y miró a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe en busca de ayuda, pero ellos no lograron entenderla más que Folliot.
—¿Se está disculpando, señorita?
Ella sonrió y asintió. Al menos estaban de acuerdo en aquel punto. Parecía que ella hablase el idioma inglés o alguna variedad de él. Clive había conocido suficientes americanos para reconocer algunas de las peculiaridades que correspondían a la lengua en aquel país, pero incluso el sargento Smythe, que había vivido en América durante algún tiempo, no sacó en claro más palabras de la mujer que el mismo Clive.
La mujer asintió vigorosamente.
—¡Firma tivo! —dijo.
«¿Firma tivo?», ponderó Clive. ¿Qué querrá significar? La frase parecía sin sentido…, pero combinada con la cabeza haciendo el gesto afirmativo… ¡afirmativo! ¡Esta era la respuesta! Alguna de sus construcciones parecían tener una especie de sentido fantástico; otras eran tan desconcertantes como si estuviese hablando en antiguo egipcio.
—Esto es la Mazmorra de Q’oorna —dijo Clive—, pero mis amigos y yo no entendemos dónde está realmente Q’oorna. Estábamos explorando Ecuatoria, intentando cruzar el Bahr-el-Zeraf, en el Sudd. Nos dirigíamos al Sudán, en búsqueda de las fuentes del Nilo. Y en busca de mi hermano Neville. Y entonces…
Se interrumpió y expresó su desconcierto con un encogimiento de los hombros y un gesto de las manos.
—Error de ensamble, parece. Asqueroso fallo.
Allí estaba otra vez ella, hablando en aquella asombrosa jerga que tanto se parecía al inglés pero que no tenía significado.
—Pero, señorita. Ni siquiera conocemos su nombre. Ni usted el nuestro. —Clive se presentó a sí mismo y a sus compañeros.
Ahora era el turno de la joven de parecer sorprendida, pero, después de breves segundos, asintió con entusiasmo.
—Tivo, tivo —dijo—. Ojeo, registro, seguro. Usuaria Annie, seguro. —Y alargó la mano para que se la estrecharan, pero la retiró rápidamente, riendo—. Yo estropeo tus microcircuitos. Ja!
Clive preguntó a la mujer de dónde era, y ésta, al fin, pronunció una respuesta coherente.
—San Francisco —dijo. Él había oído hablar de aquel lugar, una bulliciosa ciudad portuaria, cerca de las minas de oro, en América—. Ausencia opción San Francisco —prosiguió—. Dirección absoluta era Londres antes de Mazmorra.
«¿Dirección absoluta?» Clive intercambió miradas vacías con el sargento Smythe. Pero estaba decidido a insistir. Aquella mujer Usuaria Annie, o cualquiera que fuese su nombre, era la única persona de la aglomeración políglota de la Mazmorra que parecía desear conversar con él y además era capaz de ello. ¡Si sólo pudiese descifrar sus significados y comunicarle los suyos propios!
—Usuaria Annie, ¿quiere decir que se había trasladado de San Francisco a Londres antes de llegar a, hem, Q’oorna?
—¡Tivo! Dirección Londres, Annie y Crackbelles actuando Piccadilly para protocolo apertura de archivo dos mil cuando ¡zap!, transportada a Mazmorra. Duele, usuario, duele válido. Demasiados miserables aquí. Mayoría tempoides. —Y estalló en carcajadas, con la vista fija en Clive.
Puso la mano en el interior de su blusa e hizo algo; luego alargó otra vez la mano hacia él. Con precaución, Clive se la tomó y se la estrechó; luego rápidamente la dejó. Fue cálido y agradable: el primer contacto desde hacía mucho —demasiado— tiempo con la piel femenina. Usuaria Annie introdujo de nuevo la mano en el interior de la blusa.
—¿Eres un tempoide tú también, no, Clive?
Él se quedó atónito contemplándola.
—¡O a lo mejor lo soy yo! —Una expresión curiosa cruzó su rostro—. ¿Quién podría decirlo? ¿Dónde está el reloj? ¿Cómo podría tragárselo alguien? —Ella parecía desconcertada.
—¿Tempoide? —preguntó Clive. Pero al menos ella hablaba ahora de un modo comprensible. Le costaba un gran esfuerzo entender a Usuaria Annie, pero ahora al menos podía hacerlo en algún grado.
—¿Io, funcional? —preguntó Usuaria Annie. Aquello era un rompecabezas, Io era la hija de Inachos, ¿no? Trató de recordar los mitos. Algo acerca de una transformación mágica. A veces se la identificaba con la divinidad menor egipcia Isis. ¿Acaso Usuaria Annie le trataba de preguntar algo sobre Egipto?
—Cierre de archivo mil novecientos noventa y nueve —dijo Usuaria Annie—. Gran función audio de salida en Piccadilly. Apertura de archivo dos mil. ¡Zap! Transportada aquí. —Y extendió las manos.
¿Mil novecientos noventa y nueve?
¿Dos mil?
¿Estaría hablando de los años 1999 y 2000? ¡Pero si estaban a más de un siglo en el futuro! ¿Y tempoides…?
—¿Tempoides? —preguntó—. Como en tempus…
—¡Fugit! —terminó ella, sonriendo—. ¡Válido! ¿Cuál es tu reloj, antro? Clive dudó.
—¡Descarga! —ordenó Usuaria Annie. Parecía que él la ponía nerviosa. Probablemente ella se sentía tan frustrada como él por los obstáculos de su conversación—. ¡Activa tu modem[3]!
Había preguntado algo acerca de su reloj. Lo cual no tenía ningún sentido. Pero tempoides (tempus fugit, el tiempo vuela)… y había hablado de 1999 y de 2000.
—Estamos en el año del Señor de mil ochocientos sesenta y ocho —declaró solemnemente.
—Sólo relativo —dijo Usuaria Annie. Pero pareció complacida de poder intercambiar alguna información. A Clive también le satisfizo.
Ella hizo un gesto con la mano para indicar el conjunto de la Mazmorra.
—Datos insuficientes para esta dirección. Pero probablemente virtual. Reloj y dirección absolutos imposibles de conseguir. Hum. Ejecución degradada, demasiado mala, ¿eh, usuario?
Clive se dirigió a sus compañeros.
—Creo (por más extraño que parezca), que Usuaria Annie nos está diciendo que la trajeron aquí desde Londres. Pero no sólo esto. Que la trajeron aquí del futuro. Del año 1999 o 2000. Cierre de archivo, apertura de archivo; 1999, 2000. Supongo que estará hablando de la celebración de la Noche Vieja. Algo le ocurrió el treinta y uno de diciembre de 1999 y la trajeron aquí. El año 1868.
—¿Está seguro, mi comandante, de que aquí estamos en el año 1868? —preguntó Smythe—. A lo mejor nos han conducido al tiempo de la señorita, más que al nuestro. O quizás es algo más extraño. ¿No hizo la señorita algunos comentarios acerca de relativos, relojes y virtuales? Ciertamente no he captado su significado con precisión, mi comandante, pero personalmente creo que nos está diciendo que la Mazmorra no está tanto en…, hem, no sé cómo expresarlo, mi comandante. A lo mejor usted podría ayudarme con alguna de sus elegantes palabras de Cambridge, mi comandante.
Pero antes de que Clive pudiera responder, intervino Sidi Bombay.
—Tiempo y tiempo, inglés, y espacio y espacio. Ambos tienen sus formas y sus vueltas. Hay más tiempos y más espacios de los que tú conoces.
Clive miró absorto aquel rostro demacrado. ¿Qué sabía de aquel hombre? Que provenía de la India, que era muy viejo. ¿Pero, cuál era su filosofía? ¿Cuáles eran sus pensamientos? Clive ni siquiera sabía si Sidi Bombay se adhería a la actitud hindú o a la budista o a la musulmana (ciertamente había hablado de Alá y del ataúd del Profeta…, pero esto sólo significaba que había algo de islámico en él). Ni tampoco había sacado a la luz ni el más ligero detalle de la relación entre Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe y de éste con el extraño símbolo de las estrellas giratorias, la espiral de estrellas.
Miró al techo de la Mazmorra y vio sólo la negrura del basalto en bruto, del basalto en vivo, todavía más ennegrecido por el humo de las incontables antorchas que quemaban y quemaban allí dentro. ¡Qué daría por echar un solo vistazo al cielo azul… o incluso al cielo negro y cristalino del turbulento mundo de Q’oorna!
* * *
Pero, gracias a su insistencia, fue capaz de comprender algo más de la historia de Usuaria Annie, y, según él creyó, de dar a entender a la joven algo también de la suya propia.
En efecto, ella era americana. Era sorprendente ponerse a pensar en la vida que ella llevaba, independiente, sin familia ni dama de compañía. Viajando por todo su país (en verdad, el mundo entero) en compañía de una banda de músicos itinerantes conocidos con el curioso nombre de Crackbelles.
Intentó captar algo de la música que describía, pero incluso los instrumentos que tocaban sus compañeros tenían nombres raros y su descripción resultaba incomprensible. Pero al menos la parte de Usuaria Annie en la empresa fue fácil de comprender: cantaba y bailaba ante el público. Y no tenía en modo alguno el aspecto de una chica de music hall; era independiente y atrevida, pero no descarada ni grosera.
El doloroso efecto de su contacto era el resultado de algo que ella llamaba campo eléctrico, alimentado por un diminuto mecanismo escondido bajo el cuerpo de su vestido. El mecanismo se alimentaba a su vez de las energías de su propio cuerpo y Usuaria Annie temía que, si ella se debilitaba o se fatigaba, el aparato fallaría. Y luego estaría a merced de los que la rodeasen.
Y echó una mirada temerosa a algunos de los individuos de apariencia más brutal cuyas sombras parecían bailar y mirar de soslayo en la parpadeante luz de las antorchas.
Clive le preguntó cómo se llamaba el mecanismo que proporcionaba la energía al campo eléctrico.
—Un Baalbec A-nueve —respondió ella—. Modelo cone. No pude transportar bastantes pavos por un diez. ¡Quizás error catastrófico, éste!
No había habido comida desde que Clive y los demás llegaron allí, pero había asuntos más importantes que carne y pan. Clive persistía:
—¿Quiénes son todas estas personas? ¿Qué son tempoides? ¿Qué son extroides? ¿Qué son cibroides?
—¡Estás perdiendo algunos microcircuitos, usuario! —Annie meneó la cabeza—. ¿Tú bromas a mí? ¿Últimamente tú bajo de energía?
Clive insistió.
Usuaria Annie soltó un profundo suspiro de exasperación.
—Tempoides son transportadores de reloj. Usuarios futuros, usuarios pasados. Quizás otro tipo de usuarios de tiempo. Un cabezaburro entiende mejor que tú, Usuario Clive. ¡Cabezaburro válido! ¡Buenos datos, trágate esto, Usuario Clive!
¿Transportadores de reloj? ¿Se refiere a aquellos que viajan con reloj? No: ¡a los que viajan en el tiempo!
—¿Y extroides? —preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—¡Vaya, antro! ¡Abre tu archivo! ¡Contraterrestres, zimarzalanos, betatorios! ¿Usuario nunca ingreso planetas?
Clive se puso en pie de un salto.
—¿Son de otros planetas? ¿De Marte, de Venus y de Júpiter?
—De todo explorado. Tivo, tivo, usuario. ¡¿Esto está fuera de tu registro?!
Clive se llevó las manos a los ojos.
—Después de todo, Du Maurier tenía razón —musitó—. Deberían haberlo traído aquí, y yo debería haberme quedado en Inglaterra. O al menos, en Zanzíbar. —Se agachó con cuidado hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de Usuaria Annie.
—¿Y cibroides? —preguntó—. Dígame, por favor, ¿qué son cibroides?
—¡Oh, antro! ¡Realmente estás perdiendo microcircuitos! Sistema de conexión entre biomasa y equipamiento físico, eso es todo. Cepeú[4] protoplasmática, meca perifos, memorias químicas y rutinas de almacenamiento sólido. ¡Corrije los errores de tu programa, usuario! ¡Mejora la potencia de tu sistema!
El sargento Smythe interrumpió el coloquio poniendo su mano en la muñeca de Clive Folliot.
—Eche una ojeada hacia allí, mi comandante. —Clive volvió la cabeza con brusquedad hacia un grupo de individuos de apariencia salvaje, vestidos con atuendos jaspeados de marrón y amarillo. O al menos los harapos que cubrían sus cuerpos mostraban restos de estos colores.
Estaban observando con disimulo a Clive y a los demás; y los gestos de dos de ellos, particularmente robustos, nacían suponer que tenían algún plan violento en mente.
—Señorita, hem, Annie —se dirigió Clive a la joven—. ¿Podría su… cómo lo llama?
—Campo eléctrico.
—Sí. ¿Puede incluir más personas que usted misma?
—Firma tivo. Pero alto poder agota, tiempo de reloj, posible fallo de sistema.
—¿Podría incluirnos a todos nosotros? —Indicó a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe al mismo tiempo que a él mismo.
Usuaria Annie dijo que sí los podía incluir.
Horace Hamilton Smythe avanzó a zancadas hasta el estanque en el cual el riachuelo negro desaparecía.
—¿Qué hace exactamente este chisme, señorita Annie?
Ella pareció desconcertada por un momento, luego su rostro se iluminó.
—Provoca la electrólisis en la materia en colisión, tío.
—¿Y agua, señorita? ¿Qué haría en el agua? ¿La mantendría apartada de uno pudiendo así respirar, como en una campana de cristal, señorita?
—Oh, firma tivo. ¡Pozi tivo! ¡Pozi tivo! —Sus palabras expresaban el mensaje, y sus vigorosos asentimientos con la cabeza y sus gestos lo confirmaban.
—Bien, señorita —dijo Smythe—, propongo que nosotros cuatro salgamos de aquí, porque no tenemos mucho futuro entre estos sujetos que se ponen nerviosos y merodean por ahí.
Y con el pulgar indicó por encima de su hombro, hacia el grupo vestido de harapos marrones y amarillos. Clive Folliot siguió el gesto de Smythe con la mirada. No pudo determinar la identidad racial de los hombres, y además aquella lengua gutural le pareció completamente ajena. Comparado con ésta, la singular jerga de la usuaria Annie era el inglés perfecto de la reina.
Observó con mayor atención al grupo harapiento. Había una extraña mirada en sus ojos, que eran como pares de pequeños telescopios implantados en el lugar de los órganos naturales.
Uno de los hombres abrió la boca y Clive vislumbró el brillo del metal o el centelleo de algo parecido, cuya naturaleza prefería no tratar de adivinar.
¿Eran quizá cibroides? Algo acerca de protoplasma y «meca perifos», fuese lo que fuese esto. ¿Meca perifos? ¿Periféricos mecánicos? ¿Una mezcla de materia viva y máquina? Él sabía algo de miembros artificiales, aún poco perfeccionados: patas de palo, garfios para las manos y dientes cuidadosamente esculpidos en madera. Pero aquellas criaturas…
Un escalofrío recorrió la columna de Clive Folliot.
Horace Hamilton Smythe abrió el camino hacia la orilla del agua. Las mujeres que rodeaban el estanque se hicieron a un lado y permitieron que el grupo pasara por entre ellas. Cuando llegaron al borde del agua, Smythe dijo:
—Ahora es el momento, señorita Annie. Si comprende lo que le estoy pidiendo, señorita, ahora es el momento.
Señaló la blusa de la joven y Usuaria Annie asintió. Puso una mano dentro de la ropa y con la otra cogió la de Smythe, Sidi Bombay y Clive Folliot se cogieron por la mano y dieron otra a Smythe. Usuaria Annie hizo otro ajuste y Clive Folliot sintió un ligero estremecimiento. Luego todo volvió a ser normal.
—¡No desacoplarse! —advirtió Usuaria Annie.
Los cuatro, de mutuo acuerdo, saltaron al agua.
Clive sintió que el agua se cerraba por encima de su cabeza. Todo se convirtió en un pozo negro y tan frío como el invierno en un país nórdico; pero el líquido, en lugar de penetrarle por la nariz, se mantuvo a corta distancia de ésta. Trató de recordar el experimento de filosofía de la naturaleza que había presenciado en Cambridge. Algo acerca de la aplicación de una fuerza galvánica para electrolizar el agua y descomponerla en oxígeno e hidrógeno.
En aquel entonces, el fenómeno le había parecido simplemente una curiosidad, pero ahora significaba que él y sus compañeros podían respirar, ¡incluso a pesar de estar completamente recubiertos de agua!
El ímpetu del salto los había llevado hasta el fondo del estanque. Clive se arrodilló en el fondo rocoso, continuó cogido a una mano de alguien (no sabía de quién) y con la otra libre tanteó el suelo de piedra fría y mojada.
El suelo se inclinaba hacia un punto más bajo; allí Clive encontró lo que había esperado con todo su corazón encontrar: ¡una abertura suficientemente ancha para el paso de un hombre!
Intentó hablar con los demás, explicarles lo que había descubierto, pero la delgada capa de aire que les permitía respirar era insuficiente para permitirles hablar. El único sonido que pareció emerger de su boca fue un gorgoteo ininteligible.
Contando con que los otros seguirían el camino que él les marcase, empezó a deslizar su pie en la abertura. Pero lo sacó de nuevo e invirtió su postura. Notó que la mano que tenía cogida la suya se deslizaba a lo largo de su cuerpo y de su pierna y finalmente lo agarraba por la pesada bota. Ofreció una oración a cualquiera que fuese la divinidad que dominase aquel oscuro y terrorífico mundo, y le suplicó que el precioso contacto de la mano con el tobillo no se rompiese.
Se empujó lentamente a través del orificio, y sintió una corriente regular y lenta de agua que fluía alrededor de él. ¿Qué encontraría al otro lado? ¿Otra sala? ¿Un túnel más largo? ¿Un paso en el que quedarían encerrados para morir allí de una muerte lenta?
¿O la libertad?
* * *
No veía nada, al principio.
No oía nada, salvo los latidos de su pulso, el fluir de su sangre.
Luego (quizá sus ojos se estaban acostumbrando a su nuevo entorno y sus oídos al medio acuático), formas, colores y sonidos empezaron a hacerse notorios.
Habitantes de cuerpos lisos de las aguas se aproximaban y observaban a los humanos. Unos ojos luminosos escudriñaban a los suyos, y unos tentáculos ondulaban, se extendían, se retraían. Clive sintió un apéndice muscular, como de caucho, que lo tocaba. Por alguna razón que no sabía, la descarga del campo eléctrico no disuadía a aquellas criaturas: o, de lo contrario, había cesado de funcionar en el medio acuático.
El paso se había ido ensanchando poco a poco. Ahora nadaban, arrastrados por la corriente de agua, ya sin tocar los muros del túnel a través del cual se desplazaban.
Clive notó que la mano que se había agarrado a su tobillo iba subiendo por el costado de su cuerpo. Y alargó la suya para asir de nuevo la de su compañero. Ahora se cogieron otra vez todos de las manos y avanzaron a través del agua uno junto a otro. Iban desarmados, indefensos contra cualquier ataque que les pudiese sobrevenir.
Con una sacudida, el dedo gordo del pie de Clive chocó contra una masa sólida.
Movió su pie con cuidado y advirtió que bajo él había un suelo rocoso, absolutamente liso. Levantó la cabeza y se apercibió de que encima del agua ya no estaba el techo de la caverna sino el alto y negro cielo de Q’oorna. La familiar espiral de estrellas lanzaba destellos, que el agua distorsionaba y ondulaba.
Al cabo de poco rato, Clive y sus compañeros vadeaban la orilla del río negro. Se soltaron las manos, quizás unos instantes demasiado pronto, ya que el campo de fuerza desapareció y ellos quedaron súbitamente empapados por las aguas heladas, todos excepto Annie, que continuaba protegida por el campo eléctrico. Los demás tuvieron que agitarse como perros mojados para sacarse de encima el agua que los mojaba. Y agitarse y reírse fue todo uno.
Clive tembló de frío. Si había algo que decir de las estrellas era que eran más brillantes que nunca. Observó el oscuro cielo y empezó a distinguir nebulosas y constelaciones distantes. Bandas de luces, inconmensurablemente distantes, pasaban veloces a través del firmamento. La luminosidad era mucho mayor que la de una noche ordinaria; el paisaje y sus ocupantes se bañaban en la melancólica iluminación de un lúgubre crepúsculo de invierno.
—¿Tiene alguien idea de dónde estamos? —preguntó Clive a los demás—. Esto es Q’oorna, evidentemente… Pero ¿dónde está Q’oorna? ¿Qué es Q’oorna?
Usuaria Annie había puesto la mano dentro de su blusa para desconectar el Baalbec A-nueve.
—Carga algunos programas de astronomía, antro. —E hizo un amplio gesto elegante con la mano por encima de la cabeza. Y Clive no pudo dejar de notar la ondulación de su pecho, la suave oscilación que acompañó su movimiento.
—Dato no convincente —prosiguió—. Pero alto orden de probabilidades de que Q’oorna sea un planeta ermitaño.
—¿Un planeta ermitaño? ¿Qué quiere decir?
—A lo mejor su gente decidió dar un paseo, coger su mundo con ellos, dejar su sol atrás. —Usuaria Annie miró hacia las estrellas, y una expresión ilegible atravesó su rostro—. A lo mejor alguien se comió su sol. Dejó a Q’oorna huérfano, no ermitaño. La computación resulta equivalente, huérfano o ermitaño. Diferenciación insignificante, Usuario Clive Folliot.
Clive sacudió la cabeza.
—¿Comerse su sol? ¿Comérselo? ¿Como ocurre en la mitología?
Usuaria Annie soltó un bufido.
—No comer, usuario. Error de lectura, falla en ensamble de datos. Comido. Como en apropiado[5]. Hum… hum… unidad perturbada por intermitencias. Corregir y procesar. Apropiado, término equivalente… hum, hum… cogido, robado, limitación en el programa de léxico, arrebatado, estafado… hum… hum… índice de referencias cruzadas, jessejames, robinhood, arseniolupin. ¿Conexión completa, usuario? ¡Fuera! Archivo cerrado.
Y echó a andar.
Clive no podía decir si ella realmente sabía adonde se dirigía o si había decidido arbitrariamente seguir el curso del río, pero en aquel lugar desconcertante aquello le pareció una idea tan buena como cualquier otra.
Los cuatro emprendieron la marcha.
La fatiga y el hambre habían llegado a un nivel justo por debajo del de la molestia aguda y allí se habían estabilizado. El agua no era problema: se paraban a descansar y a beber del río cada pocas horas. El reloj de bolsillo de Horace Hamilton Smythe había sobrevivido milagrosamente tanto a la batalla como al agua. Cuánto tiempo más funcionaría era un tema de especulación, pero por el momento continuaba marcando las horas.
El paisaje siguió tan negro como siempre, pero el cielo continuó lanzando destellos. No hubo amanecer como tal. En lugar de eso, las constelaciones y las bandas de luz más imprecisas se tornaron más brillantes y crecieron en número.
Era como si Q’oorna fuese un mundo al mismo borde de la creación. Mientras Q’oorna giraba en su rotación diaria, una extraña especie de alba y de crepúsculo, de día y de noche, se sucedían. Cuando Q’oorna estaba frente al resto del universo, la luz de un billón de soles llovía sobre ellos. Tan distante estaba Q’oorna que la iluminación conjunta no era nunca más intensa que la de una tarde gris y miserable de Inglaterra. Y cuando la rotación de Q’oorna llevaba a los observadores a dejar de estar frente al resto del universo, sólo aparecía la enigmática espiral de estrellas, aquellos escasos puntos apenas luminosos en el cielo del planeta.
Intentando imaginarse qué planeta podía ser, dónde se podían obtener tales condiciones, Clive sintió un escalofrío.
En su camino, muy a lo lejos, se abría un abismo.
A pesar de la distancia que los separaba de él, oyeron el lejano fragor. Quizás el río que estaban siguiendo se lanzaba al vacío por el borde del precipicio y el ruido era el de la cascada.
Los cuatro no intercambiaron ninguna palabra. No era necesaria ninguna, pues ninguna podía aportar nada. Todos sabían que tenían que continuar hasta llegar al borde.
Cuando se encontraban a un par de kilómetros del precipicio, un oportuno destello de luz les indicó que había un paso que lo cruzaba. No llegaron a ver el otro lado del abismo; éste era demasiado ancho para ello. Pero encima del cañón había tendido un inmenso y grácil arco, que desaparecía más allá, en la niebla débilmente luminosa que se levantaba del fondo.
El estruendo se hizo más audible.
Clive hizo alto y cogió el brazo de Horace Hamilton Smythe.
—¿Lo oye, sargento?
—¿Oír qué, mi comandante?
—El estruendo, el aullido, lo que quiera que sea.
—Sí, mi comandante. Claro, mi comandante.
—No es una cascada. Es…, es una especie de voz.
—Sí, mi comandante, también lo creo así.
—Y…, y…, sargento Smythe…, está…, está cantando. Es una voz ronca, monstruosamente ronca, como el rugido de un león acompañado por el aullido de un lobo gigantesco. Pero le juro por lo más sagrado, sargento, que sea lo que sea lo que produce este ruido, está haciendo lo imposible… ¡por entonar «Dios Salve a la Reina»!