13: El califa de Q’oorna

13

El califa de Q’oorna

Clive Elliot dio media vuelta como un rayo. El vestíbulo estaba lleno de soldados. Había árabes, nubios y mamelucos. Iban armados con lanzas, cimitarras, rifles con adornos grabados y cañón largo, arcos y flechas, primitivas porras de madera e incluso hachas de guerra hechas de piedra.

Llegaron aullando, blandiendo sus armas, emitiendo sonidos amenazadores y gesticulando ferozmente, pero nadie atacó de verdad a los tres forasteros.

Clive había devuelto el cayado a Sidi Bombay y el Colt de la Armada Americana a Horace Hamilton Smythe, al llegar sanos y salvos a los pies del precipicio negro, después del encuentro casi fatal con el rostro de la grieta. Ahora Clive estaba armado (si ésta es la palabra correcta) con el mazo que había usado para tocar el gong. Lo sostenía con una mano; en la otra tenía el diario de su hermano.

Entonces Smythe puso rodilla en tierra, en posición defensiva, sosteniendo su revólver hacia el enemigo.

—No dispares, Smythe —ordenó Folliot—. Manténganse atentos. No sabemos aún lo que quieren. A lo mejor podemos parlamentar. Habría deseado tener en la mano algo más mortal que un mazo: su sable militar, o incluso la cimitarra que había encontrado en la playa y que había utilizado contra la araña gigante. Pero hacía ya tiempo que aquellas armas habían desaparecido: el sable se había hundido en el naufragio del Azazel, y la cimitarra había quedado atrás, en Bagamoyo.

Sonó un grito en la retaguardia del abigarrado ejército, y con un bramido inarticulado la singular mezcla de soldados arremetió.

Una lanza nubia pasó zumbando junto a la mejilla de Clive. Vio a Sidi Bombay rechazar una cimitarra con su cayado, blandiéndolo como si fuese Little John combatiendo con su barra contra Robin Hood.

Un guerrero, totalmente desnudo excepto por unos pintarrajos de barro y unos collares, alzó su porra contra Clive. Este la esquivó con su mazo y, cuando el guerrero trastabilló hacia él empujado por su ímpetu, Clive lo golpeó detrás de la oreja. El hombre, siguiendo su trayectoria, aterrizó detrás de Clive y éste ya no tuvo que preocuparse más por él.

Con el rabillo del ojo, Clive vio un relámpago anaranjado. En la sala cavernosa hubo un trueno estrepitoso que resonó con un temblor. Dio media vuelta y vio a un bandolero, daga en mano, que se desplomaba en el suelo de mármol negro. Se había lanzado contra Horace Hamilton Smythe y éste lo había despachado con un solo disparo de su Colt de la Armada.

Sidi Bombay, alto, descarnado y cadavérico, estaba rodeado de atacantes. Con sangre fría hacía girar su bastón, enfrentándose a enemigo tras enemigo, manteniendo limpio de ellos un círculo de dos metros o dos metros y medio de diámetro a su alrededor.

Uno tras otro eran abatidos los atacantes. Las hojas relampagueaban, las armas de fuego soltaban estruendos, las pesadas barras se levantaban y caían, y Sidi Bombay, con una expresión de serena inmutabilidad, parecía golpear con su bastón siempre en el momento preciso y en el lugar preciso. Donde una cimitarra lanzaba destellos al abatirse sobre él, ésta chocaba una sola vez contra el cayado e invertía su arco, saltando en el aire y dando tumbos por encima de los atacantes. Donde se levantaba un rifle, el bastón de Sidi Bombay se convertía en un abanico marrón borroso de madera zumbante, recortado contra la negra arquitectura, y el rifle caía con estrépito por los suelos y un árabe retrocedía tambaleándose y agarrándose los nudillos rotos.

Casi inconscientemente los tres compañeros se habían colocado en una formación triangular, con las espaldas hacia el centro. Smythe apuntaba su Colt, disparaba, apuntaba, disparaba. Cada tiro tumbaba a un atacante. El hombre no falló ni una sola vez.

Clive golpeaba regularmente con el mazo. Se encontraba en un estado mental de extraña enajenación. Se podía ver a él mismo, pensar en cada peligro y estar alerta. Enviaba órdenes a su cuerpo, a sus brazos, a sus manos, a sus pies, órdenes que les decían que se moviesen, que se volviesen, que rechazaran, que clavaran como un maestro herrero, que hundieran como un bayonetero, que hicieran girar el mazo como un vikingo enloquecido, machacando a sus enemigos, ora desviando una daga que intentaba penetrarlo ora aplastando un cráneo enemigo como una cáscara de huevo.

Cuántos atacantes habían perecido en el suelo de mármol, no había manera de contarlos. No había manera de saber la altura que alcanzaba la pila de cuerpos, la cantidad de sangre que corría por el liso mármol negro. Una furia compuesta en partes iguales de fuego y hielo corría por el cuerpo de Clive, circulaba por sus venas. La diosa de la guerra cantaba en sus oídos.

Pero el final era inevitable. El número de oponentes era aplastante, poco menos que infinito.

Cuando el revólver del sargento Smythe se vació, no hubo oportunidad de recargarlo. Un kris afilado como una navaja de afeitar estuvo a punto de clavarse en su guerrera; Smythe lo esquivó y, con su revólver vacío, golpeó al malayo que lo manejaba. El hombre se desplomó de rodillas; Smythe le arrebató el arma de la mano y la utilizó al instante para mantener a raya al siguiente atacante.

Clive oyó un terrible sonido, una combinación de golpe apagado y estridente, y a su lado vio a Sidi Bombay que sostenía dos objetos en el aire. Por primera vez en la batalla, la expresión de serenidad del rostro de Sidi Bombay había desaparecido: se había transformado en una de desfallecimiento. La vara del esquelético Sidi Bombay se había partido en dos, rota sin duda a causa de los innumerables impactos contra hachas, mazas, cañones de rifle o cráneos de atacantes.

Un mameluco de bombachos agarró de pronto el arma de Clive, el mazo negro. El hombre tiró del mazo, y Clive, clavando los talones contra el mármol del suelo, dio un tirón en sentido contrario. El mameluco salió disparado contra Clive. La última cosa que vio éste fue la parte superior de una cabeza volando hacia la suya, volando con demasiada rapidez para que pudiera evitarla.

Entonces siguió un período de oscuridad y silencio, salpicado por luces centelleantes y ráfagas de viento.

* * *

Clive abrió los ojos y miró hacia el rostro preocupado de Sidi Bombay.

—El inglés todavía vive. Creí que te habías refugiado en el regazo del Creador, oh, Clive Folliot. Sí.

Sidi Bombay estaba agachado a su lado. Su rostro oscuro y delgado estaba cruzado por regueros de sangre y sus blancas ropas rasgadas en varias partes. Ayudó a Clive a incorporarse; una vez que éste recuperó el aliento y sus fuerzas, se puso en pie.

Se encontraba de nuevo en la sala del altar negro. La piedra del altar había sido convertida en un trono, en donde se sentaba el hombre más gordo que jamás había visto Clive. Era inmenso, tan alto y tan ancho como gordo. Debía de llegar hasta los dos metros quince de altura (o debería haber llegado, si hubiese estado de pie). Estaba sentado, y el peso que depositaba en el altar se debía acercar a los trescientos cincuenta kilos.

Los ojos minúsculos y relampagueantes le asomaban por entre los repliegues de carne que podían llamarse rostro. Iba vestido en satenes lujosos y un magnífico turbante coronaba su testa. Un gran rubí púrpura relucía en el frente del turbante y sus atavíos estaban decorados con diamantes, esmeraldas y zafiros. Apenas mostraba nada de su carne, pero, cuando era así (como en el caso de sus manos), se veía tan hinchada como grasienta era su fisonomía porcina.

Llevaba un anillo en cada dedo, y no había dos anillos iguales; jugaba con ellos, por turno uno a uno, y casi no levantaba la vista de los metales intrincadamente trabajados que sostenían las piedras preciosas.

Clive se encontraba situado entre Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe, quien lucía tan apaleado como Sidi Bombay. Una ojeada rápida informó a Clive que Smythe tenía la nariz rota, una larga cicatriz que le recorría la mejilla y uno de sus ojos cerrado y morado.

El enorme hombre que tenían frente a ellos empezó a hablar y, mientras soltaba su discurso, alguna parte recóndita del cerebro de Clive apercibió, en una fracción de segundo, que el corte de la cara del sargento Smythe había sido cosido toscamente. Ciertamente, tal proceder debía de haber sido muy doloroso, pero salvaría la vida a Smythe, al evitar que se desangrase o que la herida se infectase.

¿Quién había hecho el trabajo? ¿Sidi Bombay? ¿O uno de sus captores?

El hombre gordo les estaba hablando a ellos. Sus palabras salían en un torrente rápido, ininterrumpido. Pero Clive no podía entender su significado. Unas pocas palabras parecían vagamente familiares, como una mezcolanza de chapurreos de chino, español, swahili e hindi. De cuando en cuando había palabras familiares, fragmentos de francés y alemán, de latín y griego, de algo que se parecía al hebreo e incluso algún monosílabo de inglés.

Una vez, Clive creyó que incluso oía pronunciar su propio apellido.

Pero no comprendió el mensaje.

Sólo ahora empezó a distinguir las otras figuras que circundaban la estancia, esta vez iluminada con antorchas de llama oscilante, montadas en soportes adosados a los muros.

Un hombre, cuyo vestido le recordaba a Clive al visir de la Corte del Sultán de Zanzíbar, estaba de pie junto al trono.

El soberano finalizó su perorata. El visir se volvió hacia Clive y sus compañeros. Tenía los brazos cruzados en el pecho y parecía esperar una respuesta.

Sin previo aviso, Sidi Bombay se lanzó de bruces a los pies del soberano. Éste dijo unas cuantas incomprensibles palabras más y Sidi Bombay se alzó hasta quedar de rodillas. Luego se puso a chapurrear en hindi, no al soberano, sino al visir.

—¿Qué está diciendo el compañero? —susurró Clive a Horace Hamilton Smythe.

—Sólo puedo pescar algunas palabras, mi comandante —murmuró Smythe—. Pero creo que Sidi Bombay está suplicando por nuestras vidas.

Antes de que Clive pudiera responder, alguien lo empujó por detrás y lo echó de bruces a los pies del trono. No fue el visir quien había realizado este ultraje en su persona. Un par de dayaks salvajes habían avanzado silenciosamente con los pies descalzos y le habían caído encima de improviso.

Clive intentó levantarse, pero notó algo frío y punzante contra su cuello y vislumbró con el rabo del ojo el brillo del acero pulido. Con un gemido casi inaudible permaneció inmóvil, tendido sobre el liso mármol negro con los brazos y piernas extendidos. Estaba ileso, con la excepción de los golpes y los arañazos que había sufrido en la batalla. La cabeza le dolía de un modo terrible, pero eso ya era de esperar, y estaba completamente seguro de que no se había roto ningún hueso. Pero se daba perfecta cuenta del peligro inminente en que se encontraba su vida. Este hecho estaba agravado por la afrenta a su dignidad: ¡un miembro de la aristocracia inglesa, un oficial al servicio de Su Majestad, forzado a postrarse y a permanecer indefenso delante de un jefe salvaje!

Clive consiguió echar una mirada de reojo a su entorno. Sidi Bombay, todavía de rodillas, conversaba con el visir, quien comunicaba sus palabras al soberano. En apariencia, sólo el visir estaba autorizado a dirigirse al gigante desparramado en el trono.

Ya no veía al sargento Smythe. Clive esperaba que continuase allí, detrás de él, que no le hubiese ocurrido nada trágico. Un par de pies bronceados y descalzos también impresionaron la retina de Clive; uno de los tobillos estaba decorado con un largo collar de pequeños huesos y dientes.

Clive se encogió ante esta visión, sólo para percibir que aquel mismo pie se plantaba con firmeza en la parte posterior de su cráneo. Un movimiento más, parecía decir, y el frío acero separará tu cabeza de tu cuerpo.

—Sí, es él —dijo Sidi Bombay señalando a Clive.

El soberano habló al visir. El visir habló a Sidi Bombay. Sidi Bombay asintió y se dirigió a Folliot.

—El gran califa Achmed Aziz al Karami te ordena que te pongas de rodillas, inglés.

Sin moverse, Clive contestó en un murmullo.

—Dile a este cerdo que ningún oficial de Su Majestad respondería a tal impertinencia. —Clive creyó oír un gemido detrás de él. No se atrevió a volverse para ver si provenía de Horace Hamilton Smythe.

—Si le digo eso al califa, ordenará que te maten en el acto. La elección es tuya, inglés, sí. ¿Se lo tengo que decir?

Clive lo consideró unos momentos. Sintió que el pie desnudo del dayak se retiraba de su nuca, pero percibía la continua proximidad de la hoja de acero. Con mucho cuidado, se levantó hasta ponerse de rodillas. Se mordió el labio inferior y miró al califa directamente a los ojos.

Clive habló con voz lenta y clara.

—Vuestra Magnificencia: soy un oficial al servicio de Su Majestad la reina Victoria. Estoy en vuestras manos. Si queréis, podéis matarme. Pero como oficial de Su Majestad os he dado toda la obediencia que se os debe. Y no me humillaré más.

Se puso en pie muy despacio.

—Sidi Bombay —ordenó—, dile esto al visir, y que se lo transmita a su amo. —Clive miró al califa y vio una nueva expresión en los ojos profundamente escondidos del hombre.

Mientras Sidi Bombay iniciaba su sonsonete hindi, Clive oyó el silbido del acero detrás de él. No se volvió ni intentó evitar el golpe: hacerlo, sólo lo habría rebajado y sólo habría prolongado lo inevitable.

El califa Achmed Aziz al Karami movió una mano incrustada de piedras preciosas. Fue un gesto levísimo, casi imperceptible.

Pero la hoja pulida cambió su curso y giró justo en la nuca de Clive. Pasó rozando su cabeza y cortó un pequeño mechón de cabellos, que subió volando por el aire y cayó oscilando con toda lentitud en el suelo de mármol negro.

El califa hizo otro ademán, esta vez dirigido a Clive. Apenas fue más perceptible que el movimiento que había salvado su vida: un leve giro de mano. La luz de las antorchas parpadeó y se reflejó en las exuberantes gemas que recubrían los gordos dedos de Achmed Aziz al Karami.

El gesto sugirió la espiral de estrellas del exterior.

El califa habló de nuevo, y Sidi Bombay, todavía de rodillas, hizo la traducción para Clive.

—Su Magnificencia dice que tienes el coraje de tu hermano, inglés. Dice que tu coraje te ha salvado la vida y que salvará también la del inglés Smythe y la mía, a las que pone en tus manos.

—Dile a Su Magnificencia que le doy las gracias. —Clive se preguntó cómo había sabido el califa quién era él, pero prefirió no inquirirlo. La cabeza le trabajaba furiosamente mientras intentaba decidir qué tenía que hacer luego, qué tenía que decir.

El califa hizo una señal con la mano al visir, quien a su vez lo transmitió a un hombre que estaba bajo una antorcha, en la entrada de la estancia. El hombre avanzó. Era un individuo de piel roja, de singular aspecto: tenía la frente inclinada hacia atrás y los ojos bizcos, y vestía pantalones bombachos adornados con plumas, y capa.

Sacó algo de debajo de la capa y avanzó hacia Clive. Dijo unas palabras, y le alargó el objeto.

A Clive se le cortó la respiración: había reconocido el diario de su hermano Neville. Lo tomó de manos del hombre y lo abrió por la última página escrita, la que ya había leído, la que le había dado la instrucción de golpear el gong negro en aquella misma sala. Lo había hecho sólo unas horas antes, y todo lo que había ocurrido desde entonces era pasmoso.

¡Había otra página escrita en el libro! Pero antes de intentar leerla, Clive volvió hojas atrás, hacia el principio del diario, a las páginas que precedían a la que había leído.

Habían desaparecido.

Volvió de nuevo a la página que había sido escrita recientemente. Sólo había unas pocas líneas. Esta vez no ofrecían instrucciones concretas. El escrito era críptico, casi un enigma.

«Cuidado con tus amigos. Confía en tus enemigos. Álzate a las profundidades y húndete en las cumbres».

La escritura era definitivamente la de Neville Folliot, ¡y todavía estaba húmeda! ¿Qué significaba aquello?, se preguntó Clive. Incluso si podía llegar a desentrañar su significado, ¿se podía confiar en el diario? Había obedecido una instrucción anterior, había tocado el gong negro… ¡y había sido atacado por un ejército de asesinos! ¿Qué resultado traería obedecer otra directriz de la mano ectoplásmica de Neville Folliot?

Desde detrás de Clive, el sargento mayor Horace Hamilton Smythe avanzó hacia él.

Achmed Aziz al Karami hizo un gesto, y un pelotón de guerreros cogió a Clive, a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe.

Sin pronunciar palabra, los guerreros empujaron a Clive y a sus compañeros fuera de la sala. Constituían un abigarrado grupo, los despojos de los ejércitos del mundo, no sólo de aquel año 1868, sino de todos los tiempos. Un centurión romano, un ilota griego, un egipcio ataviado con la vestimenta de la undécima dinastía, un llamativo celta pintarrajeado de azul, un maya con plumas, un oriental en el tosco y maloliente atuendo de la horda de Gengis Khan.

Todos iban armados de una u otra forma y todos eran robustos.

Así como la audacia había sido la clave para sobrevivir antes, Clive decidió que la discreción sería el camino que era preciso seguir ahora. Esperaba poder comunicarlo a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe, aunque, al parecer, ellos habían llegado por su cuenta a la misma conclusión.

En fila de a uno, con Clive a la cabeza, y un par de guerreros desparejamente uniformados flanqueando a cada uno, emprendieron la marcha a través de pasillos y de rampas descendentes.

* * *

La Mazmorra era inmensa, pero su misma amplitud quedaba restringida por la multitud de prisioneros que contenía.

De las intenciones del califa, Clive no tenía ni idea. El diario continuaba en poder de Clive, pero, aparte de esto, él, el sargento Smythe y Sidi Bombay no tenían armas, ni instrumentos, provisiones o equipamiento de ninguna clase. Sólo tenían la ropa que llevaban y los recursos de su propio ingenio y experiencia.

La Mazmorra estaba aparentemente excavada en la piedra viva de la Torre Negra de Q’oorna.

Pero ¿excavada por quién?

O, ¿por qué cosa?

La respuesta pronto apareció clara. Un riachuelo estrecho atravesaba la Mazmorra, quizás un afluente del ancho curso de agua que Clive y sus compañeros habían divisado desde la cima donde habían encontrado el ataúd de Neville. Cuántos siglos hacía que el riachuelo fluía, no había manera de decirlo.

Pero si el riachuelo había excavado aquella caverna, entonces el agua debía provenir de alguna parte y salir a otra parte, lo cual significaba que había dos posibles salidas de la Mazmorra, además de la abertura a través de la cual los guardias habían empujado, sin ningún tipo de consideración, a Clive, Sidi Bombay y al sargento Smythe.

La boca de la caverna estaba cerrada por una reja de barras de hierro, y su única puerta era también de barras de hierro. Los guardias habían descorrido el cerrojo, abierto la puerta y echado a los prisioneros por ella. Luego la habían cerrado de golpe, habían pasado el cerrojo asegurándola y se habían ido por el mismo camino por el que habían venido.

La caverna estaba iluminada por una hilera de antorchas, alimentadas por aceite, que se consumían en lo alto de los muros. De dónde provenía el aceite o cuándo o cómo o quién las rellenaba de carburante, los recién llegados simplemente no lo podían imaginar.

Clive y sus compañeros se mantuvieron juntos, escudriñando en la oscuridad.

¿Cuántos prisioneros contendría la caverna?

Parecía haber un número sin fin. Allí había cientos, posiblemente miles de prisioneros, de pie, sentados o tumbados, en montones, hacinados en el suelo frío y húmedo. La mezcla era tan heterogénea como en la sala de arriba, pero allí abajo los hombres no iban tan bien ataviados como arriba, ni poseían armas ni instrumentos.

Además, tenían una apariencia decaída, con las ropas hechas harapos, los rostros demacrados y los ojos hundidos por la desesperación.

Se habían arracimado por naciones y por razas. Había grupos de hombres de piel negra, probablemente de tribus africanas. Otros, también negros, debían de ser indios orientales o aborígenes australianos. Había asiáticos amarillos y pieles rojas americanos.

De cada grupo se levantaba un rumor de palabras, y el conjunto resultaba tan confuso y entremezclado que Clive fue incapaz de detectar ningún significado en ninguna de las voces.

Ninguno de los hombres poseía otra cosa fuera de sus ropas.

Clive y sus compañeros avanzaron por entre los grupos, observándolos curiosamente al pasar cerca de ellos, y recibiendo como respuesta miradas recelosas o escrutadoras. Encontraron la fuente de la corriente de agua negra. Emergía de una abertura del muro de la caverna. Clive examinó el orificio: tenía menos de treinta centímetros de diámetro. No había manera de escapar a través de aquel agujero.

Los tres compañeros siguieron el curso del pequeño río hasta que se ensanchaba y moría en un estanque. El estanque era aproximadamente circular y de unos dieciocho metros de ancho. Era imposible calcular su profundidad, pero era evidente que el agua salía de la Mazmorra por el estanque, ya que el riachuelo derramaba allí sus aguas y no había otro curso de agua que emergiese de la charca.

Pero esto no era lo más asombroso del estanque. Clive y sus compañeros no se atrevieron a acercarse más a él, porque estaba completamente rodeado…

¡De mujeres!

Mujeres de todos los tipos raciales concebibles: blancas y negras, amarillas y mulatas. La mayoría eran tipos que Clive fue capaz de reconocer, pero otros eran tan extraños que apenas parecían humanos. Mujeres rechonchas, jorobadas, peludas, que parecían más simiescas que humanas. Quizás eran supervivientes de algún antiguo antepasado de la humanidad, de alguna raza que había vivido hacía miles o millones de años y que luego habían dado paso a especies más avanzadas.

¡El señor Darwin saltaría de alegría si pudiese ver aquellos ejemplares!

¡Y otras! Había mujeres con cráneos calvos y cuerpos delgados y lisos, que habían podido desenvolverse mejor en un medio acuático que en la superficie de la tierra. Y otras incluso con torsos largos y miembros estirados, afilados, mujeres que debían de haber crecido hasta la madurez en un mundo en donde la atracción de la gravedad debía ser débil (si no ausente) y en donde el cuerpo humano podía alargarse hasta alturas sorprendentes.

Las mujeres se apiñaban alrededor del estanque. Como los hombres, estaban desprovistas de armas u otras herramientas, pero habían encontrado fuerza en la unión, y así los machos no las molestaban.

En particular, una mujer cautivó la atención de Clive Folliot. A pesar de su vestimenta harapienta y de su físico mal cuidado, había belleza en su cabello y en sus ojos negros, y una elegancia en su porte y en sus miembros que hizo aumentar la tensión en el pecho y el cuello de Clive.

¡Tenía algo de Annabelle Leighton! En el fondo, todas las mujeres son iguales, o así lo decía una vulgar máxima militar. Con seguridad, había en ella algo de semejanza, y la visión de aquella hembra conmovió profundamente a Clive.

Intentó acercarse a aquella mujer.

Para su total asombro, las demás mujeres se hicieron a un lado. No querían contacto con aquellos machos extranjeros. Clive sentía la presencia del sargento Smythe y de Sidi Bombay junto a él, algo rezagados.

Pero a pesar de que las otras mujeres, blancas y negras, altas y bajas, peludas y de piel tersa, se apartaron, la belleza morena permaneció en su lugar.

Clive se detuvo ante ella y la miró a los ojos. Ella estaba de espaldas al estanque, y le devolvió la mirada, con el rostro lleno de curiosidad, quizás incluso con cierta picardía. No se alejó como las otras. No cedió ni un centímetro. No retrocedió ante Clive.

Este levantó su mano para tocarla. Avanzó lentamente, como haría uno para acercarse a un animal salvaje, intentando tranquilizarlo, amansarlo, y por encima de todo no empujarlo a huir lleno de pánico.

La mujer siguió el movimiento de la mano de Clive y la insinuación de una sonrisa jugueteó en las comisuras de sus labios.

Clive colocó suavemente su mano en el antebrazo de ella… o lo intentó.

Cuando sus dedos estuvieron a milésimas de milímetro de su carne, una llamarada abrasadora saltó de la piel de ella y se extendió por todo el cuerpo de Clive. Cada uno de sus nervios rechinó, sus ojos se desorbitaron y el pelo se le erizó. Vio llamas azules que crepitaban en su propio torso.