12: La ciudad del silencio

12

La ciudad del silencio

Clive corrió rápidamente junto al sargento Smythe.

—¡Eche un vistazo a esto, mi comandante!

Smythe estaba con una rodilla en el suelo delante de un objeto oblongo y redondo por su cara superior, tan negro como el resto de aquel mundo, y tallado en piedra negra lisa. Era tan largo como alto es un hombre, tan ancho como ancho es un hombre y tan hondo como para contener…

—Es un ataúd, sí, seguro que es un ataúd. —La voz seca de Sidi Bombay salió de algún lugar de detrás del hombro de Clive Folliot.

—¿Pero de quién…, qué…? —balbuceó Clive desconcertado.

—No comprendo cómo ha podido llegar aquí, mi comandante —dijo el sargento Smythe, con voz ronca.

Sidi Bombay abrió los brazos y entonó:

—El ataúd del profeta ascendió por los aires y llegó al paraíso. Es probable que el ataúd de un santo menor pudiera haber ascendido hasta la cima de esta montaña.

—¡Hum! —gruñó Smythe—. Bien pudiera ser, Sidi Bombay. No haré bromas con la teología, si pones esa cara.

Una sonrisa horrorosa estiró las flacas facciones de Sidi Bombay.

—El sargento inglés ha aprendido cuándo no hay que desafiarme, me doy cuenta, sí.

—Pero ¿de quién serán los despojos que contiene? —dijo Clive volviendo a la cuestión.

—Sólo hay una manera de saberlo, oh, inglés. —Sidi Bombay se acercó al ataúd y buscó una manera de abrirlo, pero su proceder fue más el de uno que busca algo que ya sabe que está allí, que el de uno que meramente inspecciona. No había bisagras visibles, pero una tapa encajada mostraba una textura de un negro diferente.

Clive Folliot, mirando por encima del hombro de Sidi Bombay, distinguió el dibujo, ahora familiar, de la espiral estelar. Y observó que sus largos y huesudos dedos tocaban los puntos brillantes en una secuencia de movimientos demasiado rápidos para ser repetidos.

Como una máquina de engranajes y bisagras engrasados a la perfección para funcionar en silencio, y como empujada por un tenso resorte, la tapa del ataúd se abrió a los tres hombres, describiendo un arco. Dentro del cofre, tendido encima de un acolchado de satén negro reluciente, yacía un cadáver.

El rostro era singularmente parecido al de Clive Folliot: sólo el estilo diferente de peinarse el pelo de la frente los distinguía a uno de otro. La piel estaba mortalmente pálida. Iba vestido con el uniforme de los Guardias Granaderos Reales de Somerset. Las manos del cadáver estaban cruzadas en el pecho de su brillante guerrera y cogían un pequeño volumen encuadernado en cuero.

—¡Neville! —gritó Clive Folliot.

El sargento Smythe colocó su fuerte mano en el hombro de Clive.

—¡Sobrepóngase, mi comandante! ¡Sobrepóngase!

—Pero… ¡es mi hermano! ¡Mi hermano gemelo! ¡Mi…! —Clive Folliot cayó de rodillas junto al ataúd, reposó las manos en el borde de la obsidiana y contempló petrificado el rostro del cadáver, el rostro que se asemejaba al suyo de un modo tan asombroso.

—Nunca logró salir del Sudd. Por alguna razón entró por aquel mismo… paso, túnel, puerta…, aquella puerta de cristal y de rubí. También vino aquí.

—Sí, inglés. Así tiene que ser, porque aquí está, en efecto. —Sidi Bombay se acercó más a Clive. Hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza, y el turbante hecho jirones descendió y ascendió solemnemente.

Clive levantó la vista para dirigirse a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe.

—Sin embargo, esto no me proporciona ninguna respuesta acerca de cómo murió ni de por qué está aquí. Pero prueba que no estuvo solo, ya que reposa en este ataúd; y además ha sido dejado aquí con algún propósito… y por alguien.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Con el debido respeto a tu religión, Sidi Bombay, no creo que Alá trajese a Neville hasta aquí, en su ataúd. Esto lo hizo alguien viviente, material. Probablemente —y extendió su brazo por encima del ataúd abierto, señalando al grupo de elegantes torres que se alzaban en mitad de la llanura negra, más allá de la pared de la montaña—, alguien de aquella ciudad.

El sargento Smythe se levantó y se quedó al borde del precipicio.

—A lo mejor tu Alá nos podría llevar volando allí abajo, Sidi Bombay. Si no es así, hay un largo trecho para rodear esta montaña y encontrar un camino que lleve abajo. Y no podemos volver atrás, por el camino que vinimos, pienso.

—Alá nos podría llevar en la palma de su mano, oh, sargento. Para el Todo Misericordioso no sería ningún trabajo. Pero aquí somos dueños de nosotros mismos y a nosotros nos corresponde imponer nuestra voluntad frente a las dificultades.

Un frío sudor había empapado la frente de Clive.

—Tiene que haber una pista… —murmuró. Con manos temblorosas alcanzó los dedos de su hermano muerto, para soltarlos del diario. Pero los dedos estaban helados y yertos, y Clive tuvo que doblarlos con fuerza para sacarlos de encima del libro.

Una vez libre, lo tomó de las manos muertas de Neville y se puso en pie, sosteniendo el libro ante él. Pero cuando intentó abrirlo, descubrió que un pequeño candado, como los que usan las colegialas de risita fácil para proteger sus diarios, lo mantenía cerrado.

Clive volvió una y otra vez el libro y lo miró por todos lados, buscando algún sistema para abrirlo. Siempre quedaba el último recurso de hacer saltar el candado, él o sus compañeros. Estudió con atención el libro bajo la enigmática luz de la espiral de estrellas. Estaba encuadernado en cuero negro, y no llevaba título ni en su cubierta ni en su lomo. La única inscripción era una miniatura que representaba la espiral estelar que Clive ya conocía tan bien.

Un sonido parecido al roce de las manos sobre la ropa hizo levantar la cabeza a Clive. Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe se alejaron unos pasos del cofre, y el cadáver del comandante Neville Folliot pareció que se echaba a temblar frenéticamente dentro de su ataúd.

Pero Clive se apercibió de que no eran exactamente temblores. Neville Folliot (si aquél era el verdadero Neville Folliot) se estaba haciendo polvo. La carne que yacía pálida y gris contra el cofre acolchado se estaba desintegrando en la disolución final de la muerte. El uniforme que vestía Neville (el espléndido traje de gala de la unidad de la Guardia, con sus adornos de latón y sus anillos de oro de filamentos trenzados), se estaba destrozando, convirtiéndose en jirones.

El cráneo redondeado con sus órbitas ahora vacías (donde sólo segundos antes los globos de los ojos habían contemplado con fijeza el cielo negro), se partió y se abrió, revelando el frío vacío donde una vez un cerebro había comprendido los teoremas de Pitágoras y había aprendido los versos de Homero.

Una brisa momentánea barrió la cima de la montaña, levantando las cenizas del comandante Neville Folliot del satén de su ataúd y la lana de su uniforme, y esparciéndolas en el vacío que se extendía más allá del precipicio.

Clive sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral, pero consiguió dominarse.

—He encontrado a mi hermano. Ahora ha concluido la primera parte de mi encargo. Pero saber que Neville Folliot está muerto es insuficiente. Tengo que descubrir cómo murió, por qué murió y a manos de quién. Este diario nos contará lo suficiente, pero, antes de pensar en el retorno a Inglaterra, tengo que ver también qué hay en esa lejana ciudad negra.

Dirigió la vista hacia aquella llanura negra.

—¿Cómo podemos bajar hasta allí?

—El ataúd parece demasiado alto, mi comandante. —El sargento Smythe se arrodilló junto al cofre. Metió la mano dentro y levantó una esquina del acolchado de satén brillante. Los bordes de un doble fondo se mostraron claramente a la luz de las estrellas giratorias.

—Echa una mano aquí, Sidi Bombay. Ya oíste al comandante.

Para sorpresa de Clive, Sidi Bombay obedeció al punto la orden del sargento. Los dos hombres levantaron el primer fondo del cofre y se retiraron para observar mejor su contenido.

—¡Fíjese en esto, mi comandante! Justo lo que necesitábamos, ¡quién lo iba a decir!

Smythe señaló dentro del ataúd. Cuidadosamente ordenado en el espacio entre los dos fondos, había un equipo completo de escalada: grampones, cuerdas, clavijas, piquetas…

—Esto será una prueba para nuestras habilidades y nuestro valor, diría yo —comentó Smythe.

—Y para nuestra fe —agregó Sidi Bombay.

Clive se volvió para contemplar al hombre vestido de blanco. Por momentos, Sidi Bombay parecía saber todo lo que hacía falta saber, parecía asumir el control y el mando de la expedición. Pero, al instante siguiente, parecía ser un simple caminante, un sirviente fiel.

—Muy bien —dijo Clive—. No ganaremos nada demorándonos. ¡Pongámonos manos a la obra!

* * *

Clive había tomado la posición punta del descenso. Sentía que era su deber como comandante y como líder de la expedición.

Sidi Bombay se había colocado en el centro de los tres, atado a Folliot y a Smythe por una cuerda de seguridad. Su cuerpo alto, casi esquelético, pesaba muy poco, y, a pesar de su sorprendente dureza en algunos momentos. Clive temía por la supervivencia de aquel cuerpo viejo y enjuto.

Horace Hamilton Smythe, físicamente el más fuerte de los tres, servía de sostén al equipo, con la cuerda de seguridad atada alrededor de su cintura. Si Sidi Bombay caía, los fuertes músculos y el firme agarre de Smythe lo salvarían. Y si caía Clive Folliot, Smythe, con toda probabilidad, se encontraría sosteniendo el peso de los tres.

El descenso fue agotador, pero, salvando esto, menos difícil de lo que Clive había previsto. De joven había escalado las altas y suaves montañas de su tierra natal, y había practicado alpinismo como deporte en los Alpes suizos e italianos. Sabía que los requisitos del descenso eran los de la concentración, la precaución y la atención, más que la fuerza física o la gran destreza.

Planeaba cada paso, cada asimiento, cada colocación de dedo de la mano, o del pie, antes de llevarlo a cabo. Cuando era posible, planeaba no sólo un movimiento adelante, sino dos o tres, o cuatro, como un jugador de ajedrez preparando un ataque.

Cuando vio la grieta, la recibió con alegría por los puntos de apoyo que ofrecía a las manos y a los pies; por la oportunidad de apuntalarse y descansar que posibilitaba. Fue sólo cuando se apoyó en la abertura y escudriñó en la fisura de la montaña, que semejaba el iris del ojo de un gato titánico, cuando vio el movimiento.

El miembro que se disparó hacia Clive podría haber sido cualquier cosa larga, flexible y mortal. El brazo de un inmenso orangután. El tentáculo de un calamar gigante. La lengua de un monstruoso batracio.

Como todo lo que había encontrado en aquel mundo oscuro, era totalmente negro. El miembro se desenrolló, pasó veloz junto al rostro de Clive con un zumbido mortal y se retiró hacia el interior de la grieta con la velocidad de un rayo. Clive pudo apenas vislumbrar los bordes dentados del tentáculo, el cual, cuando se retiró, zumbó audiblemente al frotar contra algo. Unos débiles rayos de luz, provenientes de las estrellas giratorias, penetraban en la abertura de la montaña y se reflejaban en los relucientes ojos de la criatura.

Con un escalofrío, Clive se dio cuenta de que el tentáculo dentado había zumbado al frotar contra su cuerda de seguridad. Intencionadamente o no, el animal había serrado la cuerda. Ahora Clive no tenía la protección de la cuerda: estaba desconectado de los otros dos escaladores, situados por encima de él en la montaña. Si se soltaba, no podría recibir ayuda de Sidi Bombay ni de Smythe.

Se agarró con fuerza y se inclinó hacia el vacío tanto como pudo, separando el tronco de la montaña, y miró hacia arriba. Distinguió a Sidi Bombay unos veinte metros por encima de él en el escarpado, haciendo su camino lentamente hacia abajo. Aproximadamente a otros quince o veinte metros más arriba, Clive vio a Horace Hamilton Smythe.

Con todo lo que daban sus pulmones, Clive gritó a sus compañeros, implorando que le lanzaran sus armas. Tuvo que repetir su pedido un par de veces, pero al final lo oyeron.

Sidi Bombay soltó su bastón, que cayó hacia Clive. Folliot lo cogió con las dos manos; se estaba sosteniendo sólo con las rodillas: las había colocado dentro de la grieta y las había abierto con fuerza, haciendo presión contra sus paredes. Sostuvo el bastón con una mano, se apoyó en el codo y levantó la vista hacia Horace Hamilton Smythe. El sargento era un punto negro cuya forma se destacaba contra la oscuridad de la noche. Smythe dio un grito de aviso a Clive y soltó su pistola.

Cayó hacia abajo dando tumbos. A Clive le pareció que el tiempo se había helado. El revólver caía con una lentitud infinita, rodando y rodando, con el grabado de diamantes estelares apareciendo y desapareciendo a cada vuelta, más grande y más brillante a cada giro, hasta que el arma estuvo sólo a un metro por encima de la cabeza de Clive.

Se oyó un sonido proveniente de las profundidades de la fisura, de algo que se deslizaba y a la vez que arañaba, como si se tratara de unas grandes patas cubiertas de pelos hirsutos y gruesos que avanzaran frotando contra las paredes de piedra.

Clive no se atrevió a quitar, ni por una fracción de segundo, sus ojos de la pistola que descendía. Si el animal avanzaba para atacarlo, Clive tendría que confiar a la providencia que el animal no llegase antes a él que la pistola a su mano.

Los diamantes giraron una vez más, resplandeciendo con la brillantez de una constelación de soles. Luego, con un impacto a la vez audible y tangible, el revólver golpeó la mano de Clive.

Giró el brazo, cerró la palma y los dedos alrededor de la empuñadura y al mismo tiempo el índice buscó el gatillo. Introdujo el revólver en la grieta e hizo puntería, alineando la dirección del cañón plateado con el blanco.

Durante unos brevísimos instantes, las fracciones de segundo que tardó en realizar estos actos, Clive no tuvo ni pensamientos ni voluntad. Fue un pasajero de su propio cuerpo, un observador dentro de su propio cráneo. Alguien o algo pareció tomar su control. Algún conocimiento instintivo o reflejo guio cada músculo de su anatomía.

Sintió que el dedo índice apretaba el gatillo del revólver, sin pensar o sin desear hacerlo. Y la grieta se iluminó por la llamarada que emergió de la boca del revólver.

La luz apareció y desapareció más rápidamente que el guiño de un ojo. En aquella minúscula fracción de segundo, Clive vio algo que quedaría grabado en su mente por el resto de su vida, tanto si ésta duraba momentos como décadas.

Un rostro.

Un rostro monstruoso, terrible.

No un rostro humano, sino uno que contenía algo de humano, algo deformado, angustiado, lleno de dolor y todavía más lleno de odio, algo que una vez podía haber sido humano. Y también insecto, ya que los ojos eran inmensos y poliédricos: reflejaron el fogueo del revólver en mil fragmentos quebrados. Y tenía algo más, también, algo obsceno, odioso e infinitamente sucio.

Clive comprendió que lo que había pasado zumbando junto a él y segado su cuerda de seguridad, descolgándolo del vestido de blanco Sidi Bombay, era la lengua de esa cara.

Y luego, en el mismo momento en que la breve luz del disparo se disipaba, la bala lanzada por el revólver americano de Horace Hamilton Smythe hacía impacto en aquel rostro, acertaba en el mismo centro. Y lo reventaba, lo reventaba como reventaría un tomate maduro lanzado contra un pobre animador en un cabaret de poca categoría, en la peor parte de Whitechapel.

La detonación del revólver hizo eco en la grieta y en los oídos, que ya silbaban, de Clive. Y, junto con el estampido de aquella explosión, llegó al nauseabundo líquido de aquel rostro. Reventado. Reventado.

Explotó, y pedazos de carne, coágulos de sangre y escupitajos de materia vil o de otros asquerosos fluidos, calientes y nauseabundos como el pozo más profundo del infierno, llovieron torrencialmente sobre Clive.

Apoyó el cayado de Sidi Bombay contra los muros de la grieta, se introdujo el revólver de Horace Hamilton Smythe en el cinturón y se aplastó con desesperación contra la pared de la fisura.

Coágulos de protoplasma siguieron pasando rozando sus orejas y cayendo hacia la negra llanura detrás de él. Sintió un calor anormal y asqueroso en los sitios donde el fluido caliente lo había alcanzado. Parpadeó y miró su cuerpo. Se sentía empapado de manchas de sangre y de vísceras; pero, al examinar con repugnancia su ropa y las partes expuestas de su cuerpo, las manchas silbaron, hirvieron y desaparecieron en forma de burbujas, para luego disiparse en la fría oscuridad, en el aire seco de la montaña.

La boca se le llenó de bilis, pero la tragó de nuevo y se esforzó en calmarse y afianzarse antes de volver su rostro hacia los demás. Luego los llamó y, a instrucciones suyas, Sidi Bombay descendió hasta que el extremo cortado de la cuerda de seguridad llegó al alcance de Folliot.

Con gran precaución, Clive volvió a conectar la cuerda, atando fuertemente los extremos segados.

Y continuó su descenso.

* * *

La caminata desde la base del acantilado hasta la ciudad negra transcurrió sin incidentes.

Nada vivía en la llanura negra, ninguna criatura viviente nadaba en el negro río. Al menos, ninguna de ellas se mostró a Clive, a Smythe o a Sidi Bombay.

Cuando llegaron a la ciudad negra, se percataron de que aún era más alta, aún más sobrecogedora de lo que les había parecido desde el borde del precipicio, donde habían encontrado el ataúd de Neville.

Dentro de la ciudad, la luz de la espiral de estrellas penetraba menos. Pero unos puntos brillantes danzaban en el aire como motas de polvo en un haz de luz solar. Cada punto proyectaba una débil luz, y bailaba, caía, subía, intangible e incapturable. Estas motas de luz hormigueaban en incontables millones, proporcionando una iluminación comparable a un crepúsculo cargado de penumbra.

Los edificios variaban en medida y forma, pero todos estaban construidos con una combinación de elegancia y solidez que hablaba del genio de sus arquitectos. Todos los edificios eran negros; sólo variaban por la textura diferente del material: algunos eran lustrosos y brillaban intensamente con la luz que se reflejaba de las estrellas y de las motas luminosas; otros, en cambio, eran completamente opacos.

No fue difícil encontrar el centro de la ciudad, porque allí se erigía un monolito abovedado, cuyos pináculos negros se alzaban puntiagudos contra el firmamento. La torre era un monolito en sentido estricto: era evidente que se trataba de una sola y única piedra. Y esto era así para todas y cada una de las estructuras de la ciudad. Clive Folliot llegó a pensar que la ciudad entera era en realidad un monolito, una sola escultura titánica, o quizás una cristalización de basalto negro, surgida y endurecida en una unidad.

¿Y si el mundo negro entero fuese un monolito?

Movió la cabeza, y avanzó con grandes zancadas hacia la torre.

Atravesó la bóveda de la entrada y siguió hacia un grandioso vestíbulo negro. Allí distinguió lo que parecía un altar, y encima de él un cofre, una copia en miniatura del ataúd en que Neville Folliot había yacido. Junto al altar se erigía un gong alto como un hombre, y al lado, un mazo.

Sin dificultad, Clive abrió el cofre. Dentro había un objeto, de forma ordinaria, pero, en aquel mundo, de sorprendente apariencia. Era una llave, una llave pequeña y corriente, de no más de dos centímetros de largo.

Pero era de bronce. No era negra.

Sin dudarlo ni un instante, tomó la llave del cofre, la introdujo en el candado del diario de su hermano y la hizo girar.

Fue directamente a la última página escrita del diario.

«Si has llegado hasta aquí —leyó—, debes de haber encontrado el altar de la Torre de Q’oorna. La Torre es la Mazmorra de Q’oorna. Golpea el gong, Clive. Por ahora es lo único que tienes que hacer, pero, cualesquiera que sean los escrúpulos que puedas tener, no deben detener tu mano. ¡Hermano mío Clive, yo te conjuro, golpea el gong!»

En la mente de Clive Folliot no había ninguna duda de que el diario había sido escrito por su hermano. Conocía su letra de toda la vida; era parecida a la suya propia, pero no idéntica.

Quizá debería abrir el diario por el principio y leer las primeras páginas antes de cumplir las órdenes de la última, pero ahora no tendría la calma suficiente. No ahora.

Se sintió molesto por la situación en la que se encontraba. Toda la vida había estado subordinado a su hermano y dominado por su voluntad más fuerte. La misma expedición que lo había llevado de Inglaterra a Zanzíbar, de Zanzíbar a Ecuatoria y ahora a aquel extraño mundo llamado la Mazmorra de Q’oorna, todo había tenido a Neville Folliot como su centro, como su motivo conductor. Clive no había sentido nunca verdaderos deseos de viajar a África. En el fondo de su corazón era un hombre tranquilo; se imaginaba a sí mismo como un intelectual, y su ambición había sido idear los medios para dejar el servicio de Su Majestad y regresar a Inglaterra, donde llevaría una vida simple y contemplativa.

En lugar de eso, había viajado miles de kilómetros, había sufrido durezas y peligros y había encontrado a su hermano… muerto.

Pero ni aun así lograba escapar del dominio de su gemelo mayor. Desde más allá de la misma tumba, Neville venía y ordenaba las acciones de Clive. ¡Desde más allá de la misma tumba!

Clive depositó el diario en el altar, hizo una solemne señal con la cabeza al sargento Horace Hamilton Smythe y luego al esquelético Sidi Bombay. Entonces se acercó al gong con un par de zancadas, levantó el mazo y golpeó una vez.

El sonido del gong fue suave, casi increíblemente dulce: fue una infinita serie de sonidos que llenaron su mente con puntos de sonido, puntos de sonido que bailaron y giraron como las motas de luz en la ciudad, y como las estrellas en espiral del cielo.

Y, antes de que el sonido se desvaneciera en el silencio, Clive oyó un retumbar de pasos y gritos que provenían de la Ciudad de Q’oorna.