11
El Corazón de Rubí
Dejaron atrás a los porteadores que habían cargado con las provisiones y con el equipo desde Bagamoyo. No había necesidad de preocuparse por ellos y, a decir verdad, Clive tenía pocos pensamientos para dedicarles.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué secreto compartían Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay? ¿Cuánto tiempo hacía que el secuestro de Clive Folliot (y no podía aplicarse otro término al hecho) había sido planeado?
Seguro que tenía que haber una relación entre el misterioso símbolo tatuado en la mano de Smythe y la formación estelar que Clive había observado, pero ¿qué podría ser, en nombre del cielo?
Clive le exigió una explicación a Smythe.
La respuesta fue un movimiento de cabeza que expresaba desconocimiento o duda.
Folliot insistió.
—Lo siento, mi comandante —se disculpó Smythe—. Tan misterioso es para mí como para usted. No obstante, seguramente no hay camino por el que los porteadores podrían haber seguido. Quizás el viejo Sidi Bombay sepa lo que hace, mi comandante. De hecho, estoy seguro de que lo sabe. Sidi nunca me ha abandonado antes, mi comandante, y estoy seguro de que tampoco lo hará esta vez.
La frente de Clive estaba fría y húmeda. El Sudd era cálido, pero la niebla era extrañamente helada, y gotitas de vapor condensado se precipitaban en su piel. Se quitó el salacot y se limpió la cara con el pañuelo, que luego introdujo en un bolsillo de sus pantalones caqui.
El atuendo de Smythe era similar al de Clive, pero como tocado llevaba, en vez de salacot, una gorra militar de cuero, con visera y sin insignia. Un cinturón de tela de lona ceñía su chaqueta guerrera, y una pistolera le colgaba de la cadera.
Clive hundió una mano en el agua que corría junto al casco de la barca.
—Yo no haría eso, mi comandante.
Clive miró a Horace Hamilton Smythe.
—¿Por qué no, sargento?
—No es seguro, mi comandante. ¡Por favor, mi comandante!
Una zambullida. Un chapoteo. Con una sacudida, Clive sacó la mano del agua, a tiempo de evitar una herida grave; sin embargo, una hilera de dientes afilados como cuchillas de afeitar habían arañado sus nudillos, dejándole una marca en forma de línea quebrada. Y de las pequeñas heridas rezumó sangre. Clive sacó su pañuelo y se envolvió la mano con él.
—Lo siento, mi comandante.
—¿Qué…, qué era? —Clive observó atentamente hacia donde había huido la cosa, pero hacía ya demasiado que había desaparecido e incluso su estela se había ocultado en la niebla que se arrastraba lentamente. Sólo había podido vislumbrar una imagen de algo de color azul metálico, de cuerpo liso y alargado, de movimientos sinuosos y ágiles, que se desplazaba con increíble velocidad.
—Por favor, mi comandante. No vuelva a poner la mano en el agua. Ha tenido usted mucha suerte, una suerte tremenda. —Smythe levantó la vista para escrudiñar en la niebla. Luego la bajó para mirar de nuevo a Clive—. Por aquí hay muchas fieras peligrosas, mi comandante. No hay muchas que vuelen, aunque no estará de más permanecer atentos a lo que hay por el aire; pero no hay tantas voladoras como nadadoras.
Clive echó una ojeada a su alrededor.
—¿Ha estado antes en el Sudd, sargento Smythe?
—No, mi comandante. He oído hablar de él, eso es todo. Un sitio peligroso. Eso es todo, mi comandante.
La niebla era espesa, helada y húmeda. El agua era negra y casi opaca y, respecto a las criaturas que acechaban desde sus tinieblas, Clive prefería no hacer conjeturas. No había ninguna fuente de luz, ni sol ni luna que indicase la hora del día o de la noche. Pero la misma niebla reverberaba con una especie de luminiscencia, y las partículas de bruma centelleaban como motas de polvo bailando en un haz de luz solar.
De tiempo en tiempo, una criatura se zambullía en las aguas negras.
Con menos frecuencia, el batir de unas inmensas alas membranosas se oía por encima de sus cabezas, y Clive escrutaba en la niebla y veía una forma sombría, vaga, oscura, amenazante, que planeaba en círculos, se lanzaba en picado y luego se elevaba de nuevo y desaparecía en la deslumbrante niebla.
Solamente una vez, una sombra de aquéllas se aproximó de veras a la barca; Clive vio que Sidi Bombay, al darse cuenta de la cercanía del ave, se helaba en una inmovilidad pétrea. La bestia tenía la cabeza alargada, en donde se destacaban unos oscuros ojos fulgurantes y una gran mandíbula ósea que, al abrirse, revelaba largas hileras de dientes; éstos recibían la luz de la niebla resplandeciente y la reflejaban como un farol de gas a través de la niebla londinense. Las alas alcanzaban una gran envergadura y no eran de plumas; su color era marrón. La forma de los huesos se veía con claridad bajo la piel de la criatura y las garras remataban las puntas de las extremidades óseas del esqueleto.
Cuando la bestia pasó rasando la barca, soltó un extraño grito, un grito como nunca en su vida había oído Clive: un escalofrío helado le subió por la columna vertebral y un temblor involuntario se propagó a lo largo de sus miembros.
Entonces empezaron a aparecer objetos por entre la niebla, emergiendo de la superficie del agua. Troncos de árboles se elevaban hacia lo alto, y de ellos salían ramas escuálidas que parecían extenderse como dedos acusadores. El musgo colgaba de estos miembros, como mangas de hábitos de monje, y asombrosas orquídeas florecían en él. Enormes arañas (quizá parientes del monstruo que Clive había derribado en la playa cerca del río Uami) correteaban arriba y abajo por los colgajos de musgo, mostrando gran actividad; y, a través de la pálida niebla, sus ojos refulgían con maldad espeluznante.
Rocas dentadas y puntiagudas surgían del agua; entre ellas, más arañas enormes colgaban de sogas transparentes y seguían la barca con mirada escrutadora; exhibían excitadas las fauces, y sus patas libres se columpiaban y se doblaban como movidas por una invisible e intangible corriente de aire.
A lo lejos se oyó el eco de un grito agudísimo.
Otro sonido, más cercano en distancia pero más alejado en espíritu, se hizo audible. Podría haber sido casi una risita, y Clive dio aliento a una plegaria silenciosa para suplicar que, si en efecto era una risa, fuera la de una hiena y no de nada peor.
Al principio, las rocas que surgían del agua eran grises e irregulares, como bloques de granito, y el agua por la que navegaba la barca estaba quieta e inmóvil. Luego las rocas cambiaron. Eran más altas, más voluminosas, de color más variado. Su forma y su distribución sugerían una mano artificial. Clive se preguntó si podrían ser los restos de una antigua civilización, los monumentos de una raza que había desaparecido de la Tierra antes de que los faraones levantaran las mismas pirámides de Egipto.
Las aguas por las que avanzaban empezaron a arremolinarse y a espumear.
El tono de los gritos de los animales se agudizó y su volumen aumentó: chirridos, chillidos, silbidos… También se hizo más audible el chapoteo de aletas invisibles en las negras aguas, el batir de las alas ocultas en la espesa niebla, el crujir de garras o de mandíbulas.
Si las rocas que parecían esculpidas eran supervivientes de una nación que había vivido y muerto incontables siglos antes, las criaturas de las aguas negras podrían ser supervivientes de antiguas especies que habían desaparecido del resto de la Tierra hacía millones de años.
Pasaron junto a una roca de cristal, tan voluminosa como un carruaje, tan transparente como un diamante tallado. Dentro del cristal palpitaba una luz de color rubí-sangre, como el latir de un corazón gigante. Una criatura acechaba desde encima de la roca; era como un lagarto de cresta escamosa en la espalda, con ojos inmensos, poliédricos, de insecto; tenía las extremidades anormalmente largas para un cuerpo de aquella medida, tan largas, en proporción a su tamaño, como las de un babuino.
La bestia saltó con un grito horripilante.
Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay reaccionaron simultáneamente.
Sidi Bombay cambió de posición e intentó repeler el ataque del monstruo con su cayado. En el mismo momento, Horace Hamilton Smythe desenfundó el gran revólver de su pistolera. Y disparó una sola vez a la criatura atacante.
La explosión del tiro hizo eco a través de todo el Sudd, resonando y llegando una y otra vez a los hombres de la embarcación. La bestia se zambulló en las aguas y echó a nadar con una velocidad asombrosa, remando con poderosas sacudidas de sus brazos simiescos y gritando de rabia.
En el momento del ataque del reptil, Sidi Bombay había tenido que abandonar la conducción de la barca. Esta había virado hacia la roca cristalina. Justo antes de que la proa chocase, Clive soltó un grito de alarma. Se dio cuenta de que era demasiado tarde para evitar el golpe y en el mismo instante se apercibió de que no habría tal golpe. La roca había girado alrededor de su eje imaginario y mostraba una abertura.
La embarcación penetró en la luz palpitante, en el corazón latiente del cristal.
¡Bum!, latía el corazón mientras la barca entraba en su fulgor encarnado. Clive se sintió bañado en el color. No: más que bañado en él. El latido del rubí penetró en todos sus poros, inundó todo su ser, lo absorbió.
Y entonces la embarcación emergió a otro reino.
Un misterioso estado de calma se abatió sobre Clive. Se sentía aislado de todo lo que había ocurrido, aislado incluso de sí mismo. Se sentía como se sentiría un autómata si tuviera alma; tenía conciencia de sus propios pensamientos, acciones y palabras, pero al mismo tiempo se sentía divorciado de ellos.
Puso la mano en la muñeca del sargento Smythe.
—Déjeme ver eso, sargento —ordenó Clive. Smythe sostuvo el revólver para que Clive lo inspeccionara.
Era de cañón largo, y estaba recubierto de una capa de níquel (o de plata). En el cañón había grabados unos adornos y la empuñadura estaba decorada con una piedra negra pulida. Si era obsidiana negra u ónice azul marino, Clive no lo pudo decir.
—Apenas puedo creer que esta arma sea reglamentaria, o fabricada por la Corona, sargento. ¿Dónde la consiguió?
Smythe pareció realmente ruborizarse.
—Pasé algún tiempo en América, mi comandante. Hice el papel de cow-boy durante una temporada. Es…, bien, mi comandante…: podríamos decir que es una especie de recuerdo, mi comandante.
Clive soltó la muñeca de Smythe.
Al devolver éste el revólver a su funda, lo giró un instante, dejando a la vista el otro lado de la empuñadura. En la piedra azul oscuro, Clive vio el centelleo de una línea de puntos de luz. Podrían haber sido pedacitos de piedra blanca incrustados en la gema negra, o bien relucientes chispas de diamante.
Estaban dispuestos en la misma forma de las estrellas giratorias.
Pero antes de que Clive pudiese decir algo más a Smythe, el agua que rodeaba la proa se encrespó y tomó el aspecto de un torrente de curso veloz.
Sidi Bombay sacó el cayado del agua y lo depositó en la barca, y se dejó caer de rodillas en la proa de la embarcación. El agua se encrespó cada vez más y la oscuridad se hizo más y más profunda. Olores singulares asaltaron el olfato de Clive y el aire que le azotó la cara parecía lleno de formas peculiares que se retorcían farfullando, burlándose de él, realizando actos indecibles con órganos de funciones inimaginables.
Hubo un relámpago de oscuridad, de negro absoluto que se alzó contra su entorno como un rayo se alzaría incluso contra la luz brillante de un día soleado; luego el chasquido del trueno dejó silbando los oídos de Folliot durante largo rato.
Creyó que aquel sorprendente relámpago de oscuridad lo había cegado, pero al cabo de unos momentos hicieron su aparición unas imágenes difusas, indicando que sus ojos se estaban ajustando a la oscuridad que ahora lo envolvía.
La barca había alcanzado una quietud total y el aire que había oprimido tanto a Clive en el pantano se tornó de pronto limpio, helado, cristalino. Unas figuras blancas ondulaban como criaturas nadadoras, con sus formas vagamente visibles en la penumbra.
¿Dónde estaban?
Seguramente, ya no en el Sudd. Quizás ya no en África… ¡o incluso ya no en la Tierra! Un pensamiento errátil revoloteó por la cabeza de Clive: «¡Cómo le gustaría esto a George du Maurier, si él pudiera estar en mi lugar! ¡Y cómo me gustaría estar de vuelta y a salvo en Londres, si yo pudiera estar en el suyo!»
—¿Sargento Smythe? ¿Sidi Bombay? —Clive oyó su propia voz, pero se percató de que estaba susurrando.
—Todavía no, oh inglés. —Para sorpresa de Clive no fue la voz de Horace Hamilton Smythe, sino la del oscuro Sidi Bombay la que habló—. Un poco más, oh inglés, sólo un poco más de tiempo. Espera hasta que puedas ver.
Un silencio total descendió sobre la barca. No había ruidos de animales que se llaman, ni de peces o reptiles que nadan, ni de batir de alas de criaturas aéreas. No había rumores de agua corriente. Clive podía oír la circulación de su sangre y los latidos de su pulso. Podía oír la respiración profunda y regular del impasible Horace Hamilton Smythe y las más cortas inhalaciones y exhalaciones del cadavérico Sidi Bombay.
Clive parpadeó con incertidumbre. En la distancia, no más arriba del nivel del horizonte visual, apareció una mancha borrosa de luz, no más grande que un penique. La luz era pálida, un blanco tenue que palpitaba lentamente. Pareció dar vueltas y convertirse en puntos de blancura todavía más pequeños. Y luego los puntos se dispusieron en forma de espiral.
La espiral de rotación lenta se elevó desde el nivel de la vista hasta un punto en la vertical, como el sol se levantaba del horizonte hasta el zenit; pero, además, las lucecitas se fueron separando e incrementaron su brillantez, hasta llenar el cielo, de horizonte a horizonte, girando lentamente en espiral, de tal manera que cualquiera que contemplase aquello demasiado tiempo, se arriesgaba a caer en un trance hipnótico.
Su brillantez aumentó hasta que Clive se pudo ver a sí mismo, y a sus compañeros, con toda claridad, y pudo distinguir su embarcación de madera y su entorno inmediato.
Sin una palabra, los tres hombres se levantaron y salieron de la barca. Había varado en una playa de arena de color negro azabache, que conducía a un paisaje de la misma composición. Fue como encontrarse reducidos a la medida de escarabajos y colocados en un modelo de mundo cuidadosamente esculpido, un mundo esculpido en una única piedra de perfecta obsidiana negra e iluminada por una espiral de diminutos y brillantes diamantes.
Se alejaron de la barca y de la orilla.
No había ningún sonido.
Clive se volvió para observar el camino por donde habían venido, buscando una señal del paso que habían atravesado.
No existía tal señal. La roca cristalina de corazón de rubí había desaparecido. Por todo lo que Clive podía observar, no existía el paso. Tenía que haber uno, le decía su mente. Pero había desaparecido. Si el paso existía, estaba más allá de sus sentidos, más allá de su alcance. Cualquiera que fuese el lugar en que ahora se encontraba tenía que enfrentarse con él.
Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe lo esperaban. Smythe aguardaba en una correcta posición militar de descanso, con los pies ligeramente separados y las manos juntas detrás de la espalda; la culata de la pistola sobresalía en su cadera. Sidi Bombay, alto y descarnado, con su negra piel casi indistinguible contra el fondo negro, estaba con un brazo extendido. A Clive le recordó, curiosamente, la estampa de Cristo diciendo a los hombres de buena voluntad que se acercasen a Él.
Emprendieron la marcha a través del negro paisaje. Para unos ojos acostumbrados cada vez más al misterioso lugar, la iluminación que proporcionaba el torbellino de estrellas era suficiente para moverse. Pero un sentimiento depresivo fue sobrecogiendo lentamente a Clive Folliot.
Todo era negrura. El cielo, excepto por los puntos de luz giratorios, era un cielo de medianoche. La tierra bajo sus pies era de un negro absoluto. Había vegetación (hierba corta, matorrales y árboles altos no muy lejos), pero era totalmente negra. A más distancia, unas negras colinas se levantaban contra el negro cielo; su forma sólo se distinguía por alguna sutil sugestión de la textura, diferente de la remota negrura del espacio, o quizá por un sexto sentido (profundamente enterrado) que percibe la distancia y la masa.
No se oía el ruido de ningún animal: de hecho, los únicos sonidos eran los de los tres hombres andando juntos. No se veía vida animal: ningún roedor, ningún rumiante huía para ponerse a salvo; ningún carnívoro los acechaba (o al menos ningún carnívoro evidenciaba su presencia). Ninguna criatura voladora batía sus alas, fuesen de plumas o de carne.
Sidi Bombay flotaba como un fantasma, con su vestido diáfano y su turbante harapiento destacándose contra la oscuridad.
Horace Hamilton Smythe mantenía un comportamiento militar, casi marcando el paso. Su cara era más visible que la de Sidi Bombay; su traje caqui también era visible. De vez en cuando, según lo que marcaban el balanceo de sus caderas y las irregularidades del terreno, se distinguía la empuñadura del revólver sobresaliendo de su pistolera de cuero. En aquel lugar, la piedra azul oscuro era negra, y los diamantes centelleantes que reflejaban la espiral giratoria del cielo parecían moverse al compás de las estrellas.
El terreno tenía tendencia a subir.
Estaban lejos ya de la orilla de las aguas negras donde habían atracado su barca, y los músculos de las piernas de Clive Folliot reclamaban ya un descanso. Los otros dos, suponía Clive, debían de sufrir similar fatiga.
—Tiempo para descanso y… consulta —sugirió Folliot.
Tenía más razones que ésas para pedir un alto. Además de la necesidad de un respiro y de un intercambio de información, sentía la necesidad de reafirmar su mando en la expedición. Supuestamente, Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe eran sus empleados y estaban sujetos a su mando.
Pero poco a poco, Clive había notado que el control se le escurría de las manos. Smythe mantenía su aire cortés y subordinado, pero había un matiz de independencia bajo ello. Y Sidi Bombay… Sidi Bombay había aparecido con la barca y había conducido la expedición hasta ese lugar. ¿Quién era ese hombre? ¿A quién servía? ¿Cuáles eran sus intenciones?
Clive se preguntaba qué objetivo perseguía la expedición a partir de aquellos momentos. ¡Quizá su propia supervivencia! La búsqueda del desaparecido Neville Folliot parecía ahora una meta remota y, sin embargo, continuaba como una meta que Clive no podía permitirse abandonar.
Los tres hombres se sentaron en el suelo. Clive observó más de cerca la vida vegetal del lugar: la hierba y los marojos menores. Parecían normales, excepto por su coloración totalmente negra. El aire era fresco y claro, sólo que con un olor ligero e inidentificable, pero que resultaba agradable.
—Me pregunto —murmuró Clive en voz alta— si podríamos hacer fuego aquí. Podríamos recoger madera seca y encenderla. ¿Ardería?
—Ardería, ciertamente, inglés. —La voz de Sidi Bombay sonaba aflautada y singular en aquel mundo singular—. Pero no debemos quedarnos en un mismo sitio demasiado tiempo. Tenemos aún una larga distancia que recorrer, para llegar. No ganaríamos nada permaneciendo parados más tiempo del necesario.
—Llegar… ¿Llegar adonde?
—Adelante, inglés —dijo Sidi Bombay señalando con un movimiento de la cabeza: el turbante blanco se hundió y se levantó en la oscuridad.
—¿Seguro que continuamos avanzando hacia el norte? ¿Hacia el Sudán?
—¿Hacia el norte, inglés? —En la luz fantasmal de las estrellas rotantes, los dientes irregularmente espaciados de Sidi Bombay reflejaron la distante luz de las estrellas, como rectángulos blancos en una máscara negra—. Se podría suponer, inglés, que en cierto sentido aún avanzamos hacia el norte. —De nuevo el turbante bajó y se alzó como en un asentimiento burlón.
—Pero ¿dónde estamos? Seguro que hemos salido del Sudd. Extraño lugar es éste, si es un lugar de la Tierra. En la Tierra hay cocodrilos y hay hipopótamos, árboles y arbustos, y pájaros que hacen nido. El sol sale y se pone, el cielo es azul y la tierra marrón y las plantas son verdes. Y hay vida en todas partes. Pero aquí…, aquí… —E hizo un ademán para indicar el vasto espacio que lo rodeaba—. Aquí todo es negrura. Todo… muerte. —No había querido ser melodramático, pero involuntariamente había pronunciado la última palabra en un susurro que contenía algo de sollozo. Miró a sus compañeros suplicante. A pesar de que era un oficial y Smythe sólo un sargento mayor (y Sidi Bombay un mero guía civil), Folliot se sentía indefenso y como si estuviera completamente en manos de ellos.
—Venga, arriba, ánimo, mi comandante —dijo Smythe para darle coraje—. Todo se resolverá a su debido tiempo.
—¿Lo sabe seguro, sargento?
—Creo que sí, mi comandante. Vaya, al menos eso espero.
—¿Pero no lo sabe?
—Quizás haríamos mejor en seguir nuestro camino, mi comandante. —Puso la mano en el bolsillo de los pantalones caqui y sacó un inmenso reloj de agujas trabajadas. Por alguna razón, la incongruencia de la acción desencadenó la risa de Clive Folliot. Le recordaba el conejo blanco en la fantasía de Charles Dodgson[2].
Smythe pareció comprender la risa y se añadió a ella.
Incluso Sidi Bombay se permitió una sonrisa apagada.
Y Folliot consideró que se había apuntado una victoria parcial. Se reafirmaba como alguien con quien había que contar.
—Muy bien —dijo—. Ya que ninguno de nosotros sufre excesiva fatiga, o hambre o sed, prosigamos.
El camino subía continuamente, subía y se adentraba en la oscuridad. El aire se hacía sensiblemente más claro y más frío, pero las estrellas giratorias, las estrellas en espiral que les proporcionaban la iluminación, continuaban su curso majestuoso. Aparte de eso, no había indicación del paso del tiempo.
Podrían haber andado durante horas o durante siglos; pero, de hecho, meditaba Folliot, andaban a través de un reino en donde ni las horas ni los siglos tenían significación alguna. Clive se preguntaba qué hora indicaría el reloj de bolsillo de Horace Hamilton Smythe, pero luego comprendió que no importaba lo más mínimo. En que el reloj señalase que eran las seis o las doce… ¿qué diferencia había?
Soltó, en solitario, una carcajada ahogada. Luego se encontró tarareando melodías familiares por lo bajo. Una de ellas, se percató, era un aire que su amigo Du Maurier había cantado en la farsa Cox and Box. Sonrió con tristeza. «Oh, Du Maurier, si sólo pudieras verme ahora. Si tu comunión mental esotérica estuviese realmente conectando nuestros cerebros en este momento…»
Evocar de nuevo a Du Maurier llevó su mente a los recuerdos de Londres y de Annabelle Leighton. Sus labios, sus mejillas, parecían flotar en el aire delante de él. La fantasmal oscuridad de aquel mundo misterioso resaltaba la intensidad del rojo de sus labios, la blancura de su piel. La veía parcialmente desnuda, con las curvas iluminadas por las cálidas llamas del hogar de su habitación en Londres. ¡Cómo lo provocaba a veces, mientras se sacaba lentamente la ropa, exhibiéndose en corsé, medias y ligas, sonriéndole y…!
—¡Inglés!
Folliot se detuvo de inmediato: Sidi Bombay lo había agarrado y, con su mano huesuda, le apretaba fuertemente el nombro a través de la chaqueta caqui. Clive estaba al borde de un precipicio. El terreno del negro paisaje había subido hasta llegar a un acantilado. Sólo a unos centímetros de las puntas de sus botas el suelo se hundía en un corte casi vertical de cientos de metros.
—Un paso más, inglés, y conocerás la respuesta a todos los misterios de la existencia.
Extendiéndose kilómetros y kilómetros desde la base del precipicio había más paisaje negro. Pero, incluso desde aquella altura, se distinguía el reflejo de la brillante luz estelar en la superficie de un río que corría desde la base del acantilado y atravesaba una llanura desolada.
Y, a lo lejos, en la llanura de la medianoche, unas luces centelleaban atractivamente: una magnífica ciudad levantaba con elegancia sus altas torres negras en la fría y negra noche.
Clive Folliot permaneció junto al guía esquelético y vestido de blanco, aspirando y expirando lentamente, dejando que la sobrecogedora visión penetrase con suavidad en su conciencia.
Un grito interrumpió sus pensamientos.
—¡Mi comandante! ¡Sidi Bombay!
Sidi Bombay dejó caer la mano del hombro de Clive y ambos se volvieron hacia Horace Hamilton Smythe.
—Vengan a ver lo que han dejado aquí —apremió el sargento.