10: Hacia el Sudd

10

Hacia el Sudd

Clive no pegó ojo en toda la noche. Su cabeza era un torbellino de pensamientos, imágenes, recuerdos, arrepentimientos, resentimientos.

Neville le había amargado su infancia. A pesar de que eran gemelos, los hermanos habían nacido técnicamente en días diferentes. Y Neville, como presunto heredero de la baronía de Tewkesbury, había recibido la preferencia en todo, desde el día de su nacimiento en adelante.

Mucho antes del alba, Clive abandonó cualquier otra tentativa de sueño. Se escurrió de debajo de la ligera manta que había mantenido su calor. Pudo oír la profunda respiración de Horace Hamilton Smythe en la otra litera plegable de su tienda.

Salió silenciosamente de la tienda, vestido por completo, y echó a andar por el campamento. En los restos de algunos fuegos todavía había brasas encendidas, que enviaban delgadas volutas de humo hacia arriba, en el aire frío. En el centro del campamento una hoguera danzaba y un guardia mantenía la vigilancia.

Clive se dirigió a la boma. Apartó un matojo de lianas, ramas y zarzas. En el lugar donde habían plantado el campamento había poco de qué preocuparse; las fieras eran escasas y estaban probablemente más dispuestas a considerar al hombre como un intruso peligroso, que era preciso evitar si querían conservar la vida, que como una presa fácil.

Salió a la llanura y cerró el paso que había abierto en la boma. Paseó en silencio bajo las estrellas ecuatoriales. Las constelaciones de aquella latitud le eran desconocidas; algunas se parecían a las que había aprendido, otras no. Clive se sentó en el suelo. Recogió las rodillas y apoyó los codos en ellas, contemplando la oscuridad.

Soplaba una suave brisa del oeste, cargada del aire todavía más fresco del Macizo Ruwenzori. Los rumores que producían los pequeños animales llegaban a Clive desde todas las direcciones. Notó una gran sensación de paz, como nunca había sentido en su vida, como una especie de comunión con cualquiera que fuese el dios que había creado aquel continente maravilloso, infinito.

No sólo Tewkesbury, sino Londres y toda Inglaterra parecían no meramente a millares de kilómetros, sino a millones. Le importaban tan poco ahora, que Clive habría podido estar sentado tranquilamente en una llanura de césped en la superficie de Marte. Si realmente estuviese en otro mundo, a lo mejor podría enviar sus pensamientos, girando a través de los millones de kilómetros de vacío interplanetario, al cerebro de George du Maurier. O quizás (y la idea lo tomó por sorpresa) al de Annabelle Leighton.

¿Qué estaría haciendo Annabelle en aquellos momentos? ¿Qué hora era en Londres? Seguramente ya era de día y Annabelle estaba levantada y atareada para llegar puntual a la cita con el deber de instruir a sus pupilos. ¡A menos que fuera sábado! Con un sobresalto, Clive se dio cuenta de que había perdido toda noción del día de la semana y del mes.

¿Cuándo fue la última vez que envió un despacho a Maurice Carstairs? Podría…

Una mano parecida a una zarpa clavó sus largos y huesudos dedos en el hombro de Clive, interrumpiendo sus abstraídos pensamientos. Clive se volvió como un rayo y vio un rostro sobre él, un rostro que la sonrisa hacía mucho más terrorífico.

El cielo se iba aclarando hacia el este. Las centelleantes estrellas habían desaparecido en un campo de colores brillantes y había la suficiente luz para revelar una fisonomía más negra que las que había visto en Ecuatoria. Aquellos ojos que lo contemplaban fulguraban con una intensidad febril. La sonrisa era amplia y mostraba una hilera de dientes raídos que habría hecho las delicias de cualquier dentista de Londres apasionado en una serie de perforaciones.

La faz estaba coronada por un improvisado turbante de lino blanco, enrollado holgadamente. El hombre vestía una tela delgada cortada al estilo de una toga y se apoyaba en un cayado encorvado en un extremo y más alto aún que él mismo.

—Inglés —una voz chirriante emergió de entre los dientes raídos—, inglés, ¿por qué no estás descansando? Te esperan unas duras jornadas.

Clive se puso en pie de un salto, soltándose de la garra del hombre.

—¿Quién diablos eres tú? ¿Qué quieres? —Se frotó el hombro, intentando aparentar que se limpiaba la suciedad que le había dejado el contacto con su mano, pero en realidad intentaba restaurar la circulación que la garra de hierro del otro había interrumpido.

—¿Yo, señor? Yo soy el sirviente del inglés, su amigo, su ayuda y su guía. Me llamo Sidi Bombay.

Clive escrutó atentamente los profundos ojos del hombre. Y soltó una carcajada.

—¡Smythe, sargento Smythe! En verdad es usted un maestro del disfraz, a pesar de que no puedo comprender sus razones para una conducta tan singular.

Sidi Bombay hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No soy el sargento Smythe. Aunque conozco al más excelente de los sargentos. Fue él quien vino a mí, quien me pidió que viniera en tu ayuda. Un hombre muy admirable, es, sí, señor inglés. Pero yo, en verdad, no soy él, no, inglés.

Clive tomó el mentón del hombre con una mano, y con la otra le frotó vigorosamente la mejilla. Luego observó sus dedos y el rostro de Sidi Bombay.

—No es pintura —barboteó—. ¡Es color real!

—Así es, inglés. Es mi color real, en efecto. Como lo ha sido toda mi vida, sí, señor.

—¿Y dices que el sargento Smythe te contrató?

El hombre de tez oscura asintió.

—Pero ¿por qué?

Sidi Bombay volvió a sonreír.

—Él y yo somos viejos conocidos, inglés. Sí. Tú vas al Sudd, eso lo sé. No puedes atravesar el Sudd andando, ¿lo sabes?

—¿Cuál es tu trabajo, pues? ¿Para qué te contrató Smythe? ¿Y por qué diablos no me lo consultó antes?

—Fui a tu tienda y hablé con el sargento. Me dijo que habías salido a dar un paseo. Dijo que si hubiera sabido que yo estaba por allí te lo habría consultado antes, sí, pero no lo sabía.

—Pero ¿por qué?

—Yo puedo encontrar barqueros que te lleven a través del Sudd. Yo mismo te puedo guiar. De otro modo, inglés, morirías en el Sudd. Nunca saldrías del Bahr-el-Zeraf. Nunca verías Fashoda. No, inglés, nunca.

Clive pensó en lo que le quedaba de su viaje, en la posibilidad de encontrar a Neville y de volver sano y salvo a Inglaterra. Incluso bajo las condiciones más favorables, las pruebas que le esperaban eran dificilísimas.

Tomó una decisión.

—Ven conmigo, pues, Sidi Bombay. —Ya echaba a andar de vuelta al campamento cuando se detuvo a contemplar un pedazo de cielo que parecía permanecer en la oscuridad de la noche, mientras el alba llenaba el resto del firmamento de luz y de colores gloriosos. El pedazo oscuro era hacia el norte, la dirección en que tenía planeado continuar.

Algunas estrellas seguían visibles y, mientras Clive las observaba, se ubicaron en forma de espiral y empezaron a girar, a girar como un disco hipnotizador, más y más deprisa, más y más denso.

Y luego, de súbito, desaparecieron, y el pedazo de cielo oscuro también se esfumó. El diáfano amanecer tropical había estallado en todo su esplendor.

Folliot agarró a Sidi Bombay por los hombros.

—¿Viste eso, hombre? ¿Viste eso… del cielo?

Soltó uno de los hombros huesudos del negro y señaló.

—Veo sólo la mañana, inglés, sí.

—¿Pero no viste el pedazo de cielo oscuro? ¿La espiral de estrellas?

Sidi Bombay negó con un movimiento de cabeza.

—Debemos apresurarnos a regresar al campamento, inglés. El sargento Smythe y los porteadores nos esperan. Debemos ponernos en camino. Nos espera un largo viaje.

* * *

Desmantelaron la boma, convirtieron en cenizas grises las últimas ascuas de la hoguera, recogieron las tiendas y las empacaron en los lomos de los pacientes animales.

El Macizo Ruwenzori se alzaba a lo lejos, hacia el oeste, y el terreno descendía casi imperceptiblemente a cada kilómetro que avanzaba; la expedición se dirigía hacia el Sudd.

El Sudd era donde se encontraba Neville cuando había enviado su última carta a Inglaterra. Había descrito el pantano como una región fétida, llena de vida salvaje que variaba desde lo nocivo hasta lo mortal. Hasta aquí Clive había trazado el camino de su hermano sin gran dificultad. No tenía idea de la distancia que le quedaba por recorrer, o de si encontraría a Neville vivo o muerto o no lo encontraría de ninguna manera.

Pero el misterio más grande hasta el momento era la extraña visión que había contemplado por dos veces consecutivas, en sus diferentes formas. Antes de la tromba de agua, las estrellas se habían convertido en fuegos artificiales. En la llanura que rodeaba al campamento un pedazo del cielo se había mantenido en la oscuridad mientras que el resto estaba iluminado, y habían emprendido una rotación hipnótica antes de esfumarse y perderse de vista.

¿Qué había ocurrido?

Era como si alguien hubiese agujereado una parte del firmamento, permitiendo a Clive mirar dentro de otro reino, de otro cielo. Era como si, durante aquellos breves períodos, él hubiese estado no en la superficie de la Tierra o en cualquiera de los mundos familiares del sol, sino en la superficie de un planeta extraño, girando alrededor de soles todavía más extraños. Soles donde el cosmos se comportaba de un modo insospechado, que ni la fantasía del más demente de los terrícolas podría imaginar.

Había tratado de hablar del fenómeno con el padre O’Hara. Pero el viejo sacerdote, por otra parte muy amable y comunicativo, se había cerrado por completo acerca del tema y se había negado a admitir que tuviera algún conocimiento del fenómeno.

Y Sidi Bombay…; el hombre demostraba ser de una gran ayuda, tal como había prometido, y Clive había dado las gracias a Horace Hamilton Smythe por contratarlo. Pero este hombre de piel oscurísima, también se había comportado singularmente cuando Clive Folliot le había preguntado acerca del curioso fenómeno aéreo, y había fingido una ignorancia que no podía ser auténtica.

Al aproximarse al Sudd, el duro suelo africano empezó a ablandarse, a humedecerse y a dar vida a una vegetación más exuberante de la que había en las planicies más altas y más secas.

Por la noche, después de comprobar que el campamento tenía todas las medidas de seguridad dispuestas y que los animales tenían agua y comida, los tres jefes de la expedición se reunieron para cenar. Clive Folliot, Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay se sentaron frente a un servicio ligero, dispuesto en una mesa plegable. Carne caliente, pan duro y cerveza nativa constituían la comida usual. No era muy diferente de un campamento militar, con ellos tres formando el equipo de oficiales…, a pesar de que Clive se preguntaba cómo reaccionaría su superior, el general de brigada Leicester, al ver a un comandante de la Guardia Montada de Su Majestad cenando con un suboficial y con un compañero civil de piel negra y turbante harapiento.

Habían conseguido un mapa rudimentario, y después de la cena desplegaron aquel papel desgastado y juntos lo examinaron bajo la luz de un quinqué parpadeante.

Habían pasado entre dos masas de agua, el lago Kyoga al este y el mucho más vasto Luta Nzige al oeste. Gondokoro estaba situado delante, en línea recta, y era desde este punto desde donde Neville Folliot se había dirigido al norte, adentrándose en el Sudd, para no volver a ser visto nunca jamás.

Con la escasa información que poseían, los tres planearon el itinerario de su expedición hacia Gondokoro y más allá de Gondokoro. Clive había perdido todo interés por continuar la búsqueda de la fabulosa fuente del Nilo. Además no había sentido nunca demasiados deseos de trazar el histórico curso de agua. Estaba cada vez más obsesionado por la necesidad de averiguar el destino de su hermano. Otros aspectos de su viaje podían ser del interés de Maurice Carstairs y de sus lectores, pero Clive se estaba transformando ahora de explorador en cazador de hombres.

Días después, llegaron a Gondokoro. Los porteadores nativos habían llevado a Clive a pensar que encontraría un pueblo próspero, quizás incluso una pequeña ciudad, pero, en lugar de eso, encontraron sólo los miserables restos de un poblado diezmado por los traficantes de esclavos y abandonado a las llamas días antes.

El frío razonamiento le decía a Clive que debía conservar a sus hombres con él, pero no podía abandonar a su suerte a los pocos y desgraciados supervivientes del ataque. Así pues, algunos porteadores dejaron la expedición para ayudar a los ancianos, a los débiles y a los indefensos a emprender el camino de regreso de Gondokoro a Bagamoyo.

La mermada partida de Folliot llegó a los límites del mismo Sudd al cabo de casi una semana de partir de las ruinas de Gondokoro.

Sidi Bombay se había escabullido del campamento antes del alba del día anterior, y Folliot, angustiado, había acudido a Horace Hamilton Smythe en busca de informes sobre el desertor.

—¡Es su hombre, sargento! —Clive estaba furioso. Los pies cansados, las picaduras de los mosquitos y la piel quemada no ayudaban mucho a calmar el humor de Folliot—. ¡Es su hombre, y ahora nos ha abandonado! ¿Qué es todo eso? ¡Quiero saberlo!

Smythe sonrió tranquilizadoramente.

—Yo no me preocuparía mucho por el viejo Sidi Bombay, mi comandante. No ha desertado, no, mi comandante. El viejo amigo Sidi ha ido a hacer un encargo.

Clive sintió que enrojecía. El sol estaba ya alto y dejaba caer un resplandor rojo-oro en todo lo que alcanzaban sus rayos, pero el tinte rojo de la faz de Clive no era a causa del sol.

—¿Un encargo? ¿Qué clase de encargo? Contrata usted a un hombre sin mi permiso y ahora le permite que se vaya del campamento por algún encargo misterioso, también sin mi permiso. ¿Adonde se ha ido el hombre, y qué está haciendo?

—No lo sé, mi comandante. Y, si me permite, expresaré mi disconformidad, pues yo no di permiso a Sidi Bombay para que abandonase el campamento. Él va por su cuenta, Sidi no es hombre de nadie. Y siempre ha sido así, desde que lo conozco, de lo cual hace ya mucho tiempo, tengo que admitirlo. Sidi no pide permiso. No necesita permisos, mi comandante. Viene y se va cuando le parece.

—Un espíritu libre, ¿eh? Me sorprende que aún no lo hayan puesto de espaldas al paredón y lo hayan fusilado, o quizá colgado de un árbol alto.

—No, mi comandante. Nadie intentaría ni esto ni nada peor con el señor Bombay, mi comandante. Ha hecho muchos favores a mucha gente importante, desde el Congo hasta el Mekong. Sidi es una leyenda y nadie se atreve a enfadarse con él, mi comandante. Nadie.

Clive soltó un bufido.

—Bien, avise a M’Gambi, levante el campamento y ponga en marcha la expedición. Y cuando lleguemos al agua de allí abajo —y señaló hacia adelante, hacia el gran pantano que se extendía frente a ellos, cubierto en la temprana mañana por un miasma gris azulado—, tendremos que procurarnos alguna especie de pontón o construirnos una balsa.

Horace Hamilton Smythe sonrió a hurtadillas y, sin devolver exactamente un saludo militar (Folliot se había opuesto a tal idea), dio media vuelta con elegancia y se alejó a grandes pasos para ir a realizar sus tareas.

* * *

Los pájaros chillaban por encima de sus cabezas y unos reptiles ocultos se deslizaban por entre la alta hierba de la orilla del agua.

Clive examinó sus botas y vio que estaban revestidas de barro casi hasta las rodillas. Incluso cuando pisaba algo que parecía suelo sólido, rodeado de matas de hierba espesa de hojas dentadas, se percataba de que otra vez se estaba hundiendo lentamente en el lodo. Tiraba de sus pies hacia arriba y los replantaba. El suelo parecía suficientemente sólido y seco, pero, al cabo de unos segundos, Clive se apercibía de que se estaba volviendo a hundir.

La niebla de la mañana se había difuminado en el Sudd y durante unas horas la expedición avanzó bajo la brillante luz del sol. Pero a media tarde una nueva bruma de humedad odorífera se levantó de la tierra, del barro y del agua que constituían esta parte del Sudd. Altos juncos sobresalían de una diversidad de hierbas húmedas. Había pequeños chapoteos, siseos y, menos frecuentemente, chillidos y rugidos.

El Sudd rebosaba de vida, y Clive Folliot empezaba a temer que también de vida malevolente. Miró a su alrededor y con un escalofrío repentino se dio cuenta de que estaba completamente solo.

—¡Sargento Smythe!

—¡Estoy aquí, mi comandante! —El hombre surgió como una aparición de la bruma de vapor movedizo.

—Sargento Smythe, me temo que hemos cometido un serio error en nuestros cálculos. Fíjese en eso. Dudo que los caballos o las mulas puedan avanzar a través de este barro.

Sacó una bota del barro y dio un puntapié al vacío, que levantó una masa de materia semilíquida, y la depositó de nuevo en el suelo; luego repitió la operación con la otra bota.

—Tengo ciertas dudas acerca de los hombres. ¿Ha sondeado usted a M’Gambi sobre este asunto? ¿Continuarán leales a nosotros o darán media vuelta y huirán? Desde que dejamos Gondokoro, he oído que a menudo murmuran por lo bajo. Tienen miedo de los traficantes de esclavos, pero ahora también les asusta el Sudd, según parece.

—No se les puede echar la culpa —respondió Smythe. Imitó el procedimiento de Clive para limpiar las botas y colocó los pies en un terreno más seco—. Me pregunto adonde iría a parar uno si se hundiese en este lodazal, mi comandante. Casi son arenas movedizas. Si uno se dejara hundir…, a lo mejor le iría bien uno de esos trajes de buzo que inventó aquel tipo alemán, y podría hundirse y hundirse en el lodo… ¿Adonde cree que se llegaría, mi comandante?

Antes de que Clive pudiese responder, una silueta sombría se hizo visible a través de la niebla. Era alta y descarnada e iba amortajada de blanco; más que andar parecía deslizarse.

Clive agarró el hombro de Smythe y señaló hacia la extraña aparición.

—¡Mire eso! —exclamó—. ¿No será…, no es un fantasma?

La forma deslizante se acercó. La niebla se hizo a un lado. El rostro negro y en cualquier momento bien recibido de Sidi Bombay, coronado como siempre con su turbante harapiento y vestido con sus ropas estilo mortaja, apareció con plena claridad. Se alzaba como Caronte en el timón de una estrecha embarcación. Esta sólo se hundía unos centímetros en el agua, y Sidi Bombay la empujaba usando su largo bastón a modo de pértiga, a través de las aguas poco profundas del pantano, como si se desplazara suavemente por la superficie del Támesis.

Tan silencioso como un fantasma, Sidi Bombay levantó un brazo delgado, señaló con un dedo huesudo a Clive Folliot y le hizo un gesto para que entrase en la barca.

Simultáneamente, Horace Hamilton Smythe sacó de su hombro la mano de Clive, lo cogió por el codo y, en parte guiándolo, en parte empujándolo, lo condujo hacia adelante.

Mientras avanzaba hacia la barca, Clive se fijó por primera vez en una pequeña decoloración en el dorso de la mano de Smythe. Era un dibujo de puntos, como si Smythe se hubiese tatuado como un marinero. Los puntos estaban dispuestos formando un dibujo aproximadamente circular que le recordó a Clive las curiosas estrellas rotantes que había visto en el cielo del amanecer. Al contemplarlo, Clive vio con asombro que las estrellas se movían, giraban, rodaban, hasta que se convertían en una mancha confusa en la piel, bronceada por el sol, de Smythe.

Confundido, Clive entró en la barca y se dejó caer en cuclillas. El chapoteo del agua pegando suavemente contra el casco de madera de la barca, y el sonido de la pértiga al hundirse y desclavarse cuando Sidi Bombay empujó la barca hacia atrás para alejarla de la orilla, fue todo lo que Clive pudo oír.

Estaban rodeados por brumas y nieblas. El grito distante de las criaturas sin identificar que habitaban el pantano penetró luego en los oídos de Clive. Notaba, más que veía, la presencia de Sidi Bombay haciendo virar la embarcación y clavando la pértiga cada vez más hondo en el misterioso Sudd.