9
Bukoba
—¿Y qué conocimiento tiene usted del terreno de la zona, mi comandante? —preguntó Smythe a Clive Folliot. El mandarín se había retransformado, y ahora lucía el atuendo caqui de un explorador europeo en un continente africano. No había distinciones militares en su ropa, pero en aquel momento hubiera sido difícil no tomar a Horace Hamilton Smythe por un militar.
—Lo conozco moderadamente bien, sargento Smythe —Clive tenía ciertas dudas acerca de cómo dirigirse a aquel camaleónico individuo, pero ya que Smythe había incurrido en la forma militar de trato, Folliot se encontró haciendo lo mismo.
—Antes de salir de Inglaterra leí todos los trabajos publicados a los que pude tener alcance —continuó Folliot—. También asistí a las conferencias que dio sir Richard Burton, y en una ocasión tuve el placer de hablar con el malogrado señor John Hanning Speke.
Smythe masculló algo. De algún bolsillo de su traje de campaña sacó una pipa y una petaca, y procedió metódicamente a cargar y a encender la pipa.
Folliot esperaba con impaciencia mientras Smythe seguía su tarea con lentitud. Folliot sabía que el otro hombre actuaría con rapidez y decisión cuando el caso lo requiriese, pero ahora que estaba a sus anchas podía demorarse y demorarse en el acto más trivial, hasta poner a prueba la paciencia de los santos.
Por fin Smythe volvió al tema.
—Esperaba —y se detuvo para dar una chupada a la caña corta de su pipa de arcilla— que el comandante —y echó otro trago de humo—, me refiero al comandante Folliot —y se sacó la pipa de la boca y asintió como poniéndose de acuerdo consigo mismo—, me refiero al comandante Neville Folliot, mi comandante…
—Sí —le cortó Clive—, sí, mi hermano Neville. ¿Qué ocurre con él, sargento?
—Bien, mi comandante —Smythe estudió su pipa—, me preguntaba, incluso diría esperaba, que el comandante Neville habría escrito algunas cartas a su hermano, a usted, me refiero, mi comandante.
—¿Cartas desde África, sargento Smythe?
—Exactamente, mi comandante. Sabía que usted comprendería —dijo Smythe radiante. Dejó la pipa, dio un largo trago a la cerveza y cogió la pipa de nuevo.
—Neville escribía a casa, a nuestro padre, sargento Smythe. No me escribía a mí. No estábamos, no estamos, en tan buenas relaciones como para eso.
—Oh —asintió Smythe—. Comprendo. —Se aclaró la garganta, hizo algunos otros sonidos por el estilo, y luego miró directamente al rostro de Clive—. Si se me permite, mi comandante…, el comandante…, usted…, ¿tuvo la oportunidad de leer las cartas del comandante…, de su hermano…, las cartas al barón…, al padre de usted, mi comandante?
—¡Vaya por Dios, sargento Smythe! Conozco a mi padre. Y a mi hermano, por lo que se refiere a este asunto. El barón Tewkesbury tenía la costumbre de leerme en voz alta fragmentos de las cartas de Neville, que no fuesen de naturaleza personal o confidencial. Incluían información considerable respecto a la geografía de la región, ¡y gracias!
—¿Y conoce mi comandante la ruta que siguió su hermano? ¿Proporcionaban esta información las cartas del comandante, es decir, las cartas del otro comandante, mi comandante?
—Bastante información, sargento Smythe. Desde Bagamoyo, Neville se dirigió al noroeste, bordeó la orilla sur del Victoria Nyanza y emprendió dirección norte. Se detuvo a aprovisionarse en Bukoba y luego avanzó paralelo al Macizo Ruwenzori…
—¡Las Montañas de la Luna, mi comandante!
—Exactamente. Y desapareció en alguna parte al norte del poblado de Gondokoro. Al menos, éste es el lugar preciso desde donde envió su última carta al barón Tewkesbury.
—Quizás el comandante quiera compartir conmigo los conocimientos de la región. De este modo sería más fácil para mí servir al comandante —dijo Smythe.
—Ciertamente, sargento Smythe, ciertamente. —Folliot se desató las botas y se tendió en su catre de campaña. Cerró los ojos, meditando sobre los talentos y la versatilidad de Horace Hamilton Smythe, en unos momentos, y sobre la poca desenvoltura del mismo hombre, en otros.
* * *
Cuando faltaba poco para llegar a Bukoba, la expedición ya no estaba, ni mucho menos, en las buenas condiciones que había estado en el momento de la partida de Bagamoyo.
Se había establecido una rutina diaria y se había asignado a los porteadores tareas específicas. Había batidores y cazadores, conductores de animales y cargadores de equipo, cocineros y exploradores. Algunos africanos habían querido llevar a sus esposas con ellos, como cocineras y compañeras, pero Clive lo había vetado. Su carrera militar le había enseñado que las mujeres, en una expedición como aquélla, sólo le traerían problemas.
Los hombres habían refunfuñado por esto, y el sargento Smythe le había dicho que algunos de los que ofrecían mejores perspectivas para la expedición se habían negado a participar en ella, al saber que no podrían llevar a las mujeres con ellos. Pero Clive fue inflexible.
Los exploradores marchaban delante del grupo principal y los cazadores a sus flancos. No había tribus conocidas en la región, pero, después de la desaparición de Neville, Clive no deseaba correr riesgos innecesarios.
A los tres días de salir de Bagamoyo, un par de hombres habían desertado, para regresar a sus casas con sus familias.
—Es inevitable, mi comandante —fue el comentario del sargento Smythe—. Los hombres echan de menos a sus mujeres y a sus hijos. Para empezar, esos dos querían llevarlos consigo. Los conocía. Buenos hombres, cierto, pero echaban en falta a sus compañeras y a sus pequeños. Yo mismo soy soltero de toda la vida, pero, si fuese un hombre casado, no puedo decir que criticaría su actitud. Bien, mi comandante, no se ha podido evitar.
A Clive le preocupaban más las futuras deserciones que las de los dos hombres que ya se habían ido. Preguntó a Smythe si suponía que perderían más hombres.
—Nunca se puede decir; no se pueden hacer predicciones, mi comandante. Trátelos bien y hágales saber que una generosa paga los espera al final del camino, y es muy probable que sigan. Pero si los animales salvajes se comen a muchos hombres, o muchos caen con fiebre o se acaba la comida…, bien, mi comandante, no son hombres alistados al servicio de Su Majestad. Son asalariados, si comprende lo que le quiero decir, mi comandante. Empleados. Pueden irse, ¿entiende, mi comandante? No son soldados que juran fidelidad a la bandera.
En Bukoba perdieron más hombres. La explicación de la intensa agitación entre los nativos llegó al sargento Smythe, y del sargento Smythe pasó a Clive Folliot. Lo que había ocurrido era lo siguiente. Los lazos tribales eran muy fuertes en el África del este, y la comunicación de cualquier acontecimiento importante se desparramaba por medio del telégrafo de la jungla, de poblado en poblado. Los hombres afectados fueron los solteros con parientes en Bukoba; cuando oyeron la noticia de que podían conseguir esposas a precios tentadoramente bajos, optaron por hacer sus adquisiciones mientras se les presentaba la oportunidad y no se arriesgaron a dejar las novias a otros pretendientes.
Antes de que Smythe o Folliot supieran algo del asunto, los impacientes esposos y sus tímidas esposas ya habían desaparecido, de vuelta hacia Bagamoyo.
Trataron de contratar hombres de refresco en Bukoba, pero los nativos de este poblado se negaron a servir junto a hombres de Bagamoyo, y viceversa. Una cosa es comprar una esposa en otro pueblo. Pero viajar en un safari con hombres que uno no conoce de nada, es un asunto de mucha más importancia.
Cuatro días después de salir de Bukoba, una leona que iba de cacería derribó a una mula de carga, y los conductores intentaron abatir el gran felino. El resultado fue un muerto entre los valientes conductores y dos hombres con grandes arañazos, producidos por las poderosas garras del enorme felino.
La leona arrancó de cuajo una pierna entera de la bestia de carga, muerta, y se alejó con ella. De los expedicionarios, sólo Clive y Horace Hamilton Smythe llevaban armas de fuego, y ninguno de los dos estaba lo suficientemente cerca del lugar del ataque para disparar a la fiera. Los hechos ocurrieron en un abrir y cerrar de ojos, o esto es lo que pareció.
Una vez que la leona se perdió de vista y el orden fue restablecido, Clive llevó a Horace Hamilton Smythe aparte.
—Hemos hablado antes de ello, sargento Smythe. ¿Nos va a costar más deserciones?
Smythe se encogió de hombros.
—No lo sé, mi comandante. Estos hombres son firmes y leales. En todo el continente no he visto otros más de fiar. Pero ahora se han llevado un buen susto.
Enterraron al muerto, y los dos que habían recibido heridas regresaron a Bagamoyo. Por fortuna, ambos estaban en condiciones de andar y cargar suficientes provisiones y armas para sus propias necesidades.
—¿Llegarán sanos y salvos? —preguntó Folliot a Smythe.
—No hay forma de saberlo, mi comandante. En este continente, un hombre puede andar mil kilómetros sin recibir ni un rasguño, y luego morir a causa de una picadura de escorpión, mientras está sentado tranquilamente en su hogar. —Hizo una pausa, frotó su mentón con aire pensativo y luego continuó—: Sin embargo, podríamos hacer un par de cosas que nos serían de alguna ayuda. Siempre queda un riesgo u otro por cubrir, pero un buen jugador debe saber cuándo jugar los triunfos, ¿comprende, mi comandante?
Clive le pidió que le explicase qué tenía en mente y Smythe le expuso su plan. Aumentar el número de exploradores, enviarlos más adelante del grupo principal. Y hacer una doble pantalla, de tal manera que los depredadores que se escabullesen de la primera partida pudieran ser detectados por la segunda. Y acordar un sistema de señales entre el grupo principal y las dos partidas de exploradores.