8
Bagamoyo
Algo dentro de Clive le decía que si permanecía unos instantes más en la jungla, moriría. Moriría con toda seguridad. Se derrumbaría y la araña lo alcanzaría y le inyectaría una segunda, y esta vez fatal, dosis de veneno.
Los dos, mamífero y arácnido, quedarían yertos en el suelo de la jungla, fácil presa para el primer carroñero que se acercase.
¿De quién era la lanza que había atravesado a la araña? Clive no tenía manera de saberlo, pero, fuera quien fuese quien había lanzado el arma con tan buena puntería y tanta fuerza, no demostraba ninguna intención de revelarse o de ofrecer más ayuda.
Folliot tenía que terminar la lucha por sí solo.
Consiguió avanzar los escasos metros que le faltaban para salir de la maleza y encontrarse en la costa arenosa otra vez, y puso cierta distancia entre él y la jungla.
Pudo oír el arrastrarse de los ocho miembros de la araña, acabados en lo que parecían unas garras, en el suelo de la jungla, el roce de la lanza, y, añadido a éstos, otro ruido, un espeluznante gorjeo ululante como nunca antes había oído.
¿Tenía voz la araña?
¿Era su grito de caza?
Folliot sintió un escalofrío en la columna vertebral.
El agua salada espumeaba alrededor de sus tobillos.
Se volvió para mirar hacia la jungla: en la margen de ésta, dos hileras de ojos furiosos le acechaban con un fulgor rojo de rubí.
La araña salió de la sombra de la última fila de árboles y entró en la arena.
Folliot dio un paso atrás. Quiso alzar su bastón en una postura defensiva, pero se dio cuenta con desesperación de que ya no estaba en su poder: lo había dejado en la jungla y todavía permanecía allí, lejos de su alcance.
La araña soltó su espeluznante grito gorjeante, y mostró sus colmillos erectos como sables gemelos.
Folliot dio otro paso tambaleante hacia atrás, luego otro más. La bota patinó en algo plano y liso, cubierto de una delgada capa de arena, y sintió que perdía el equilibrio. Cayó de espaldas y aterrizó con un golpe apagado en el borde del rompiente.
La araña lanzó su gorjeo otra vez. Folliot observó cómo el animal avanzaba arrastrándose dolorosamente, con la lanza cubierta de sangre extendida delante de sí. En alguna sinuosidad recóndita de su mente, Folliot sintió misericordia por la agonía que debía de sufrir la araña, y admiró el coraje y la resolución que la llevaban a arrastrarse hasta su presa, incluso a sabiendas de que estaba cerca de su propia muerte.
La araña alcanzó la pierna de Clive. Una gota de veneno cayó de sus mandíbulas y estalló contra la carne desnuda, allí donde sus pantalones destrozados la dejaban al descubierto.
Era como si le hubiesen aplicado fuego en las terminaciones nerviosas abiertas al aire. Enloquecido por el dolor abrasador del veneno, su mano buscó instintivamente el objeto enterrado, cualquiera que fuese, que lo había hecho caer.
Con súbita energía se puso en pie, y alzó el objeto delante de sus ojos asombrados. ¡Era una cimitarra! Su hoja de metal brillaba y estaba limpia de óxido. Debía de haberla llevado algún marinero del Azazel.
¿Qué ironía del destino había arrastrado al marinero a la playa y luego había llevado de nuevo su cadáver mar adentro dejando detrás su arma?
Clive estaba erguido, dominando a la araña con su altura. El sol hacía caer su sombra negra en la sangrante y lanceada forma. Como el ángel de la muerte, Folliot asestó un golpe de cimitarra y partió a la araña en dos.
Matarla había sido un acto de piedad, más que de crueldad.
Folliot cogió la lanza por el asta. Se adentró un poco en las aguas y limpió cuidadosamente el veneno y la sangre de la lanza y de la cimitarra. Hizo lo mismo con la herida de su rostro y el desgarrón ardiente de su pierna.
Frotó con suavidad la cimitarra en la fina arena hasta que estuvo completamente seca; luego la friccionó contra sus pantalones para abrillantarla, y se la colgó con el grueso cinturón de cuero que le sostenía los pantalones rotos.
Lanza en ristre, se dirigió de nuevo a la margen de la jungla y desde allí reanudó su marcha hacia Bagamoyo.
La cabeza ya empezaba a darle vueltas una vez más, pero consiguió conservar los sentidos hasta que llegó al final de la jungla; el claro le indicaba que, después de todo, había llegado sano y salvo a Bagamoyo.
En aquel punto perdió la conciencia de lo que lo rodeaba y de él mismo. Imágenes vagas del cielo y de la tierra, de ojos inmensos y rostros negros, de palabras habladas en una lengua desconocida, tomaron el lugar de las percepciones coherentes.
Luego, incluso las imágenes del desvarío desaparecieron en la oscuridad, y por un tiempo perdió toda noción de su ser.
* * *
Sólo había luces oscilantes y sombras danzantes y un rumor bajo de cánticos y tambores distantes, más una extraña sensación, como si una brisa refrescante jugase intermitentemente encima de su piel, ardiente y recubierta de sudor.
Clive parpadeó y trató de identificar lo que lo rodeaba. Un rostro negro lo miraba desde arriba, un rostro negro pegado a una forma desnuda.
Cerró los ojos con fuerza durante un momento, luego los volvió a abrir para comprobar si la extraña visión había desaparecido. No, no había desaparecido. La mujer estaba agachada a su lado, abanicándolo lentamente con una hoja de palmera. Aquello era la fuente de la brisa que sentía.
Clive se llevó una mano a la cara. Tenía la piel febril, pero una cataplasma de hojas cubría la herida que las fauces venenosas de la araña le habían infligido.
Trató de sentarse, pero la mujer le colocó la mano en el hombro y lo empujó para que se acostase de nuevo. Los ojos de Clive no dejaban de vagar del grave rostro de la mujer a su magnífico torso. Llevaba los pechos al descubierto y colgaban graciosamente delante de él, columpiándose a cada movimiento que ella hacía. Tenía la cintura delgada y las caderas generosas.
Vestía como adorno un collar de arcos de madera pintados de distintos tonos de rojo, amarillo y marrón. Llevaba el pelo embadurnado con algo, posiblemente barro, y secado en forma de un alto pináculo.
—¿Quién eres? —le preguntó Folliot—. ¿Es esto Bagamoyo?
La mujer sonrió, feliz.
—Bagamoyo —repitió ella. Y luego una retahíla de sílabas, sin significado para Folliot.
—¿Hablas inglés? —preguntó.
Su respuesta fue incomprensible.
—¿Y francés? ¿Alemán? ¿Árabe? —Si hablaba árabe, apenas sería mejor que si no era así, pero cabía la posibilidad de que hubiese un árabe en la vecindad que hablase además alguna de las lenguas europeas civilizadas. Así ocurría con muchos de ellos en Zanzíbar.
Movió la cabeza negativamente, sin esperanza.
—¿No hay ningún hombre blanco por aquí? —intentó de nuevo—. ¿No has visto nunca a un hombre blanco? ¿Un doctor? ¿Un comerciante? ¿Un misionero?
Reconoció la última palabra, o al menos esto pareció. Clive empezaba a tener problemas de concentración en sus intentos de diálogo, con aquella desnudez mostrada libremente. Pero ella ahora asintió con la cabeza, sonriendo con aire feliz.
—Padre blanco —dijo.
—¡Sí! ¡Vaya, esto parece mejorar! ¿Hay un padre blanco en Bagamoyo?
—¡Bagamoyo! ¡Padre blanco, Bagamoyo! —chapurreó en su propio idioma, pero repitiendo varias veces las palabras padre blanco y Bagamoyo.
—Tráelo, pues —la apremió Folliot—. Ve a buscar al padre blanco. Trae al padre blanco, por favor.
Cuánto de esto había entendido la mujer negra, Clive no lo sabría nunca. Pero era evidente que había captado la intención de sus palabras, ya que dejó a un lado su abanico de hojas de palmera y salió de la choza.
Clive yacía contemplando el techo de cañas y paja entretejidas, observando las sombras que danzaban y escuchando los cánticos y el retumbar rítmico de los tambores. Palpó en busca de su reloj y luego recordó que lo había tirado en la playa. Se preguntaba qué hora sería, cuánto tiempo había permanecido inconsciente en la choza y cuánto tiempo permanecería tendido ahora en espera de la llegada del padre blanco.
Oyó un movimiento fuera de la choza y abrió los ojos. La cara que vio, iluminada por la lámpara de aceite que producía aquellas sombras danzantes, era redonda, rosada y alegre, y el flequillo que le colgaba en la frente podía haber sido tiempo atrás pelirrojo, pero ahora era casi totalmente canoso.
Aquellos ojos apagados —quizás antes de un azul intenso— miraban a través de gruesas lentes de montura metálica y eran pálidos y grises como el flequillo de la frente.
—Es cierto, entonces —dijo el recién llegado—. ¡T’nembi decía la verdad!
Clive intentó sentarse, y un par de manos viejas, fuertes y endurecidas por el trabajo lo ayudaron a conseguirlo. Los ojos le empezaron a girar, las estrellas empezaron a danzar ante ellos y un millón de demonios utilizaron los tímpanos de su cráneo como tambor.
El recién llegado lo empujó de nuevo hacia el primitivo jergón donde estaba acostado.
—Quizá demasiado aprisa, amigo mío. Ciertamente todavía no estás lo bastante fuerte para levantarte.
—Habla usted inglés —balbuceó Clive.
—Hay quien piensa que lo hago muy pobremente —respondió el otro—. Pero inglés es lo que hablo. Aunque lo cierto es que no tengo muchas oportunidades de usar mi lengua materna por estos andurriales.
El hombre se inclinó encima de Clive, y éste creyó detectar un leve olor a alcohol en el aliento del otro. El hombre meneó la cabeza.
—Quizá tendrías la amabilidad de decirnos quién eres, mi querido joven héroe. Llegaste al poblado a trancas y barrancas (o así me lo ha contado T’nembi), blandiendo la cimitarra como un salvaje sarraceno y agitando la lanza como un indígena, y desvariando acerca de una araña enorme como una casa.
Se le acercó más, para examinarle la herida emplastada de la cara. El aliento de licor en su respiración llegó a Clive con más intensidad. Levantó con cuidado algunas hojas de la herida, cabeceó gravemente, y luego volvió a aplicarlas contra la piel del enfermo.
—Casi puedo creer lo de la araña. La querida T’nembi es una buena muchacha. Está intentando aprender inglés, pero sólo sabe unas pocas palabras. No creía que supiese araña; pero por el aspecto de la herida de tu rostro, joven héroe, me parece que ahora ya la conoce.
Se puso en cuclillas.
Clive se esforzó de nuevo para incorporarse, apoyándose en un codo, y el otro volvió a acercarse para ayudarlo. Esta vez, Clive fue capaz de sentarse frente a su visitante, sin desfallecer.
—¿Estoy en Bagamoyo? —preguntó.
—Ciertamente estás en Bagamoyo —asintió el otro.
—Y… ¿quién es usted?
—El padre O’Hara. Mi madre me llamó Timothy F. X., por su querido hermano y por su santo predilecto. Y el Señor me llamó para la misión de evangelizar a estos salvajes irredentos. —Hizo un ademán que habría podido incluir tanto solamente el interior de la choza como el África entera, por lo que Clive pudo entender.
Detrás del sacerdote, Clive distinguía la entrada a la cabaña de paja. Había amanecido y el deslumbrante sol tropical se elevaba por encima del estrecho de Zanzíbar y seguía el trazo de la bóveda del radiante cielo que cubría Bagamoyo.
—¿Crees que podrás tomar algún alimento, joven? —preguntó el sacerdote.
Clive masculló una respuesta afirmativa.
El padre O’Hara lanzó un torrente de sílabas por encima de su hombro. La mujer negra T’nembi se levantó y salió de la choza. Clive no se había fijado en que estaba allí, acurrucada contra la pared.
Estuvo de vuelta casi inmediatamente después de desaparecer; llevaba un cuenco de gachas calientes y una vasija de arcilla, que depositó junto al padre O’Hara.
El padre levantó la vasija y echó un largo trago.
—La cerveza indígena —dijo—. Echo de menos el buen whiskey irlandés, pero esta cerveza es la mejor de las que he probado.
Habló de nuevo a T’nembi, que estaba arrodillada junto al jergón de Clive y le daba de comer las gachas. Tenían un sabor suave, pero como de madera, y tan pronto se hubo tragado el primer bocado, Clive sintió que empezaba a recuperar las fuerzas.
La mujer daba de comer a Clive con los dedos. Parecía que los cubiertos eran instrumentos desconocidos en Bagamoyo. Y T’nembi continuaba desnuda; para el padre O’Hara, la vista de la mujer parecía tan natural o de tan poca importancia como lo sería la de un árbol, pero Clive se sentía incómodamente consciente de que T’nembi no sólo estaba desnuda, sino que era una de las hembras más excitantes que había tenido nunca la oportunidad de contemplar.
—Bien, ahora ya sabes quién soy, muchacho —dijo el padre O’Hara—, pero yo no tengo ni la más remota idea de quién puedas ser tú. Ni de cómo has llegado a extraviarte sin compañía alguna, en este peligroso país y apenas con un hilo de ropa.
Clive bajó la vista hacia sí mismo y se apercibió de lo destrozado que estaba su traje.
—Soy…, soy el comandante Folliot —logró soltar.
El padre escrutó atentamente su rostro.
—Esto lo encuentro un poco difícil de creer, amigo mío.
Clive empezó a mover la cabeza, pero luego lo pensó mejor.
—Pero soy yo. Soy Clive Folliot, comandante del quinto regimiento de la Guardia Montada Imperial.
—¡Ahora! —asintió el sacerdote. Echó otro largo trago de la vasija y se limpió la boca con la manga de su ancha vestimenta—. Esto ya puedo creerlo. Creí que afirmabas ser el comandante Neville Folliot; porque a Neville sí que lo conocí, y puedo decir con toda seguridad que tú no eres él. Sin embargo —y el sacerdote hizo una pausa para estudiar el rostro de Clive—, tengo que admitir que hay un gran parecido entre los dos.
—¿Conoce a Neville? —dijo Clive agarrando con mano temblorosa la manga del sacerdote y provocando que casi tirara su vasija.
—Con cuidado, con cuidado, joven. Todo se te aclarará. Sólo tienes que hacer las preguntas que quieras y tendrás todas las respuestas. Pregunta y se te responderá, como nos dice el Señor.
—Neville Folliot es mi hermano —le dijo Clive—. Lo estoy buscando. Yo iba a bordo de un dhow, que navegaba por el estrecho, proveniente de Zanzíbar, cuando… —y se detuvo al recordar las terroríficas horas pasadas.
—Te cogió la tromba de agua, ¿no? —ayudó el padre.
Clive inclinó la cabeza.
—Creo… que soy el único superviviente del Azazel. Por eso me ha sido posible llegar a la posesión de una cimitarra. —Recorrió de nuevo la cabaña con la vista y por primera vez descubrió su arma, sus dos armas, apoyadas cuidadosamente en la pared, junto a su salacot y sus botas.
—Este tipo de tormentas son terribles —dijo el padre O’Hara—. Sólo el cielo sabe cuántas almas han recibido la llamada del Señor como resultado de ellas. —Y levantó la vista hacia el techo de paja de la choza en un gesto piadoso—. Pero ¿estás seguro de que no hay otros supervivientes?
Clive respondió que no podía estar seguro, pero que no había nadie más con vida cuando se encontró tendido en la playa.
—Entonces puede haber otros —insistió O’Hara—. Puede haber otros. —Durante un momento dirigió la mirada a lo lejos, tragó de su vasija y luego volvió a hablar—. ¿Hiciste todo el camino a pie desde el lugar del naufragio? ¿Todo el camino hasta aquí?
—No exactamente —respondió Clive.
El padre lo miró interrogativamente y Clive le contó la historia de su encuentro con los cocodrilos en el río Uami, y del ataque de la araña gigante en la jungla.
Cuando Clive terminó de contarlo todo, el padre hizo un movimiento con la cabeza.
—¿Te atacó la araña, dices?
Clive respondió que sí.
—¡Vaya, qué raro! —dijo el sacerdote—. Y de esta manera conseguiste una bien templada cimitarra árabe y también una buena lanza indígena.
Clive asintió y aceptó otro poco de las gachas de T’nembi. Los ojos de Clive recorrían el exuberante cuerpo de ella cuando ésta desviaba la vista.
—Pero no me has dicho —continuó el sacerdote— quién arrojó la lanza y te salvó del ataque de la araña. Debes la vida a alguien.
—No sé quién fue —contestó Clive—. Sólo…, no sé, esto es todo.
—Bien, lo que se tiene que saber, se sabrá a su tiempo. Pero otra cosa curiosa de tu relato, joven Folliot (no pongo en duda tu honestidad, compréndeme, pero has pasado por un duro trance, y a veces uno se puede confundir, incluso llegar a mezclar la realidad con la fantasía), otra cosa curiosa es lo que has contado de los fuegos artificiales de antes de estallar la tormenta.
—¡Aquellas luces no fueron una fantasía, padre! ¡Yo las vi! Danzaban en el cielo. Eran bellísimas, bellísimas, pero inspiraban temor, incluso horror. Y luego explotó la tempestad. Hay relación entre lo uno y lo otro, padre O’Hara, tiene que haberla.
—¡No hay relación, comandante! —La voz de O’Hara tenía un nuevo cariz y en su rostro había una expresión que Clive no había visto antes—. No hay relación porque no hubo tales luces, ¿comprendes? En el cielo, no hay unas luces como las que dices.
El sacerdote levantó su vasija y la mantuvo inclinada en su boca durante mucho rato. Clive pudo ver que le temblaba la mano mientras sostenía el recipiente, y, cuando al final lo bajó, sus ojos miraron a la izquierda, luego a la derecha y hacia abajo, pero no miró a Clive.
Evitaron los ojos de Clive.
Clive durmió, comió, y pronto recuperó las fuerzas.
T’nembi iba a verlo y le daba de comer; el padre O’Hara iba a verlo y hablaba con él, pero nunca de las luces.
El padre, efectivamente, había conocido a Neville. El hermano de Clive había cruzado Bagamoyo con su propia y desafortunada expedición y O’Hara tuvo que conocerlo antes de que continuase su marcha.
O’Hara explicó que había ayudado a Neville a contratar porteadores entre la población local. Algunos de ellos habían regresado ya de la expedición de Neville Folliot. Algunos no. Las esposas y los hijos de los hombres que no habían conseguido regresar fueron adoptados por otras familias, como era costumbre entre los africanos. Los familiares de los desaparecidos lloraron y llevaron luto, como hacen los familiares de los desaparecidos en todo el mundo, pero en aquel país no había ni viudas desgraciadas ni huérfanos.
Clive pidió hablar con los que habían regresado y O’Hara actuó voluntariamente de intérprete. Pero el interrogatorio sólo le procuró información superficial. Neville se había dirigido hacia el interior; luego se había desviado hacia el norte, hacia el lago Victoria y el Sudán. Esto no sorprendía demasiado a Clive.
El grupo de Neville había penetrado en una temible región llamada el Sudd, evitando al parecer un encuentro con los fratricidas Mutesa. El Sudd era una región salpicada de traidoras zonas pantanosas, animales salvajes muy peligrosos y geografía incierta. Algunos de los porteadores de Neville se habían negado a entrar en el Sudd y habían dado media vuelta y regresado a Bagamoyo. Éstos eran los hombres a quienes ahora interrogaba Clive. Neville había intimidado o aumentado la paga a los demás para que continuaran con él… y habían desaparecido con él también.
Una vez terminado el interrogatorio, Clive se sentó a estudiar los hechos con el padre O’Hara. Las mujeres del poblado habían confeccionado un traje para Clive: unos pantalones de curiosa apariencia y una camisa de tela coloreada, que vistió con sus botas y su salacot. Se miró en un pequeño y precioso espejo que poseía el padre O’Hara: y descubrió que tenía una facha ridícula. Pero al menos pudo afeitarse con una navaja que aquél le prestó, y el mismo padre le cortó el pelo, que había empezado a crecer largo y desgreñado.
O’Hara peguntó a Clive si deseaba ayuda para regresar a Inglaterra vía Zanzíbar.
—¡De ninguna manera! —respondió Clive.
—Pero no tendrás intención de…
—¡Pues claro que sí! —lo interrumpió Clive.
—Pero, Folliot, no tienes equipo de hombres. No tienes pertrechos. Y no tienes dinero para contratar porteadores ni para comprar equipamiento. Seguro que no esperas poder recorrer cientos de kilómetros solo, armado únicamente con una espada y una lanza. ¿Cómo te vas a arreglar para sobrevivir?
—No lo sé —masculló Clive.
Reposó el mentón en sus manos. Había recobrado toda su fuerza y su salud, y una parte de sí mismo estaba completamente decidida a seguir la búsqueda de su hermano.
Pero la otra parte, la más práctica, tenía que admitir que el sacerdote tenía razón. Con toda seguridad, no podía llevar a cabo la expedición solo; no tenía hombres que lo ayudasen y no tenía dinero.
Entonces hubo una agitación en un extremo del poblado.
Clive y el padre dirigieron sus ojos hacia allí; luego se pusieron en pie y así permanecieron, contemplando con ojos atónitos la aparición que avanzaba hacia ellos por el camino de tierra batida.
Clive lanzó un vistazo de reojo al padre O’Hara. Era evidente que el padre también había quedado mudo de asombro por lo que veía.
Pero Clive reconoció al instante al mandarín vestido de seda que interpretaba Mendelssohn con tanta delicadeza a bordo del Empress Philippa.
El mandarín iba ataviado con un vestido de rojo y verde oscuros, con bordados de hilo dorado. Montaba en un camello, decorado a su turno con telas preciosas y metal pulido. Los nativos del pueblo corrían alrededor del animal y de su exótico jinete llenos de excitación. El jefe, un hombre que Clive había conocido por mediación del padre O’Hara, había salido de su choza para contemplar al mandarín.
El padre O’Hara y el comandante Folliot cruzaron la zona de tierra batida que servía como plaza central a Bagamoyo y se situaron detrás del jefe.
Clive empezó a hablar, pero el mandarín le lanzó una mirada fulminante que lo atravesó. Si éste era el sargento Smythe (y Clive sabía que tenía que ser Smythe), no quería que lo identificasen ni que se revelara su anterior relación con Folliot.
El padre O’Hara (¡qué hombre más sorprendente!) se dirigió al mandarín. Sus palabras salían despacio y su rostro se fruncía por la concentración y el esfuerzo de poner en práctica sus conocimientos largo tiempo en desuso: ¡estaba hablando en chino!
El mandarín sonrió al sacerdote y le respondió en el mismo idioma. También habló lentamente, pero lo hizo con la misma confianza y precisión con que tocaba el piano.
El padre O’Hara tradujo para el mandarín, para el jefe del poblado y para Clive Folliot, hablando en chino, en swahili y en inglés respectivamente. Un nativo tomó el camello del mandarín para abrevarlo, mientras el Celeste descendía de él y se dirigía con los demás a la choza del jefe.
A pesar de que esta construcción era de la misma rudimentaria arquitectura que el resto de chozas de Bagamoyo, era la más grande y la más cómodamente amueblada, con mucha diferencia respecto a las demás del poblado. El jefe ofreció asiento a O’Hara, a Folliot y al chino.
Cuando este último había bajado del camello, momentos antes, había descargado con todo cuidado un cofre de madera trabajada, de gran tamaño. Ahora lo depositó en el suelo, delante de Clive Folliot. El mandarín habló durante breves minutos con el padre O’Hara.
Mientras el chino hablaba, Clive no dejaba de observar tanto su expresión como la del padre. Cuando el oriental hubo terminado, O’Hara se dirigió a Clive, con aspecto maravillado y perplejo.
—El caballero chino dice que se encontró este objeto —indicó el cofre— en la playa cercana a la desembocadura del río Uami. Afirma que es de tu propiedad, comandante Folliot.
Clive miró a los ojos del mandarín. Si no lo supiese con toda seguridad, habría caído por completo en el engaño de creer que aquel hombre era un oriental auténtico que no entendía ni una palabra de inglés. Clive respondió a O’Hara:
—Por favor, diga al caballero que verdaderamente ha encontrado un objeto de mi propiedad que creía yacía en el fondo del estrecho de Zanzíbar, dentro del casco del dhow Azazel. Diga, por favor, al caballero que le estoy muy agradecido por haberse tomado la molestia de venir a devolverme el cofre.
Cuando O’Hara lo hubo traducido, el mandarín sonrió con cortesía, inclinó su cabeza y murmuró unas pocas palabras en chino. Avanzó hacia el cofre y lo abrió, revelando su contenido: oro y piedras preciosas mezclados con fajos de billetes perfectamente empaquetados. Los billetes, con cargo del banco de Londres, variaban de valor, desde una simple libra hasta millares.