7
El «dhow Azazel»
El sol tropical batía los agitados mares tropicales mientras el dhow de vela triangular salía lentamente del bochornoso puerto de Zanzíbar.
Clive mantenía los ojos semicerrados por la reverberación del sol. A pesar de la sombra del ala de su salacot y de la relativa comodidad de su indumentaria caqui, estaba ya empapado de sudor. Con cierto nerviosismo dio unos golpecitos a uno de sus bolsillos, para asegurarse de que continuaba en su poder el salvoconducto real, expedido por orden del sultán de Zanzíbar.
El salvoconducto ordenaba, a todos los que les fuese mostrado dentro de los dominios del sultán Seyyid ben Said, el Ungido del Cielo, el Predilecto de los Misericordiosos, etc., etc., ofrecer al portador, el Caballero Inglés comandante Clive Folliot, súbdito de la reina Victoria y apreciado amigo y sirviente del susodicho sultán, etcétera, toda la hospitalidad y asistencia en su misión, ganando así el favor y el agradecimiento del Predilecto de los Piadosos… y todo lo demás.
Una vez que Clive hubiera pasado más allá de la estrecha franja costera que reconocía (a veces) el dominio del sultán de Zanzíbar, el salvoconducto real podría dejar de tener efectos legales, pero John Kirk había insinuado que era posible que otros monarcas que reinaban en los países de Ecuatoria lo trataran con cierta amabilidad.
Una brillante luz fulguró en el cielo, enfrente del dhow y por el costado de estribor; hacia el noroeste de la embarcación. La luz creció en extensión e intensidad, cambiando su color a través de una gradación que iba desde magenta a naranja centelleante y luego a turquesa; al final, lentamente, se desvaneció.
Clive oyó los jadeos y las exclamaciones de los supersticiosos marineros árabes durante todo el fenómeno.
Una segunda luz se encendió y se apagó.
Luego un anillo de resplandecientes puntos luminosos creció y lentamente empezó a girar sobre sí mismo.
Era como un espectáculo de fuegos artificiales en el Támesis, pero Clive nunca había contemplado una exhibición tan magnífica de luces, especialmente en la clara luz del día.
Los árabes continuaban con sus exclamaciones. Las pocas palabras de su idioma que Clive había entendido hasta el momento fueron suficientes para sugerirle lo que pensaban de lo que estaban presenciando.
Debía de ser una exhibición de los ángeles, afirmaba un marinero. Algún alma grande se separaba del ropaje de su cuerpo y era recibida en el paraíso por un círculo de ángeles y de huríes.
No, discutía un segundo marinero. Las luces eran las puertas ardientes del infierno, y los demonios al servicio de Satán se preparaban para descender a la Tierra y hacer la guerra a los ejércitos de los fieles. Seguro que aquello era el resultado de navegar a bordo de un dhow con un nombre tan impío como Azazel (un ángel, en efecto, ¡pero uno de los que se habían rebelado contra la voluntad del cielo y que había sido expulsado para convertirse en el despreciado y maldito Eblis!).
La vela triangular de dhow había caído fláccida durante el extraño espectáculo. Ahora el cielo empezó a oscurecerse y el sonido de un distante aullido se fue haciendo audible poco a poco.
Clive miraba cómo los marineros caían de rodillas, levantaban las manos suplicando a su divinidad, gritando aterrorizados una plegaria. Él mismo sintió un impulso similar; sólo resistió para mantener la dignidad frente a aquellos semitas a medio civilizar. A pesar de eso, la demostración celestial había sido para él asombrosa y llena de misterio. ¿Qué podían haber representado aquellas luces? Si había sido un fenómeno de la naturaleza, era completamente diferente de los que Clive conocía hasta el momento. Si era un fenómeno de origen humano… Pero no, era demasiado inverosímil considerarlo así.
Entonces la vela del dhow comenzó a batir espasmódicamente. El capitán de la barca, un musculoso árabe en chilaba mugrienta y de despeinada barba, se acercó a grandes pasos a sus hombres, ordenándoles a gritos que regresasen a sus puestos, pero sin resultado.
El aire se sentía pesado, húmedo y, de repente, para mayor estupefacción, helado.
Clive se levantó las solapas del cuello para cubrirse el mentón. Las mantuvo así con una mano, y con la otra se agarró a la rudimentaria barandilla de la embarcación y miró atónito y atemorizado hacia el norte.
Una negra nube ciclópea avanzaba hacia ellos por el estrecho de Zanzíbar. Debajo de ella, una atorbellinada masa oscura descendía hacia el agua, mientras que de la superficie del estrecho una columna de mar verde se alzaba para ir a encontrarse con la oscuridad. Fogonazos de relámpagos bailaban entre la nube y el mar. Algunos de ellos caían en picado o surgían verticales abriendo grietas en el cielo, paralelas a la monstruosa tromba de agua. Otros descargaban en el interior de la columna, iluminándola durante una fracción de segundo, de tal modo que aquella chimenea de nube y agua se convertía en un resplandor de negro y verde.
La antinatural inmovilidad que había dominado hasta entonces (una quietud en la cual cada plegaria gutural, cada maldición ronca, cada crujido de las podridas cuadernas pudieron oírse con toda nitidez) llegó a su fin. Con una estruendosa ráfaga de viento húmedo de salmuera, la tromba marina arremetió contra el Azazel.
Clive Folliot se sintió levantado en peso de la cubierta de la embarcación. La barandilla a la que se cogía con todas sus fuerzas le fue arrebatada como si un gigante hubiese quitado el juguete a un chiquillo.
Fue un momento de una rara objetividad. Como liberado de su cuerpo, Clive pudo atender con toda precisión a las cosas que le ocurrían y a las que ocurrían a su lado, pero fue absolutamente incapaz de resistir a las fuerzas que se le imponían, a él y al mundo.
Todo dio vueltas. El cielo se convirtió en mar, el mar en cielo. Pero, en su estado de objetividad, Clive rechazó esta explicación. En lugar de eso, dedujo que el monstruoso viento que lo amortajaba, a él y a todo lo que tenía a su alrededor, lo había invertido, puesto con la cabeza abajo y los pies arriba.
Vio marineros flotando en el aire como graciosas gaviotas.
Vio el Azazel levantarse con sorprendente gallardía de la superficie del estrecho de Zanzíbar y girar airosamente sobre sí mismo a través del aire, con una elegancia y una gracia encantadoras.
Se preguntó por los demás de a bordo. Reconoció la silueta del capitán revoloteando lentamente en el aire, con la pobre barba fustigada por el torbellino y su rostro desencajado de asombro.
Reconoció a los demás marineros que había visto a bordo del Azazel.
Por un momento, creyó distinguir la cara de Horace Hamilton Smythe, pero el sargento mayor, convertido en mandarín reconvertido en guardia del sultán, desapareció antes de que Clive Folliot tuviera tiempo de confirmar su impresión.
Vio las aguas negruzcas del estrecho que se levantaban contra él, pero su mente transformó el cuadro en otro: ahora era él mismo que caía en picado, del cielo hacia el mar.
Cuando se zambulló en el agua, aún pudo seguir oyendo la ruidosa mescolanza de gritos en árabe, cuadernas que se partían, aullidos del viento, golpes de las olas… y otro sonido, un sonido extraño y distante que era incapaz de identificar, pero que inexplicablemente sabía que contenía la clave de su destino.
Quizás había vuelto en sí brevemente mientras había permanecido sumergido en las agitadas aguas del estrecho; pero, si fue así, aquel estado consciente debió de haber durado sólo un instante; y luego él se perdió de nuevo en la oscuridad.
* * *
Cuando recuperó los sentidos, yacía en una playa arenosa, salpicada de rocas. El sol salía, iluminando una terraza con palmeras, mientras las últimas estrellas se desvanecían en un cielo que se aclaraba a gran velocidad. Clive se puso en pie con gran esfuerzo, superó una debilidad momentánea y, tambaleándose, se acercó hasta la roca más próxima. Se apoyó en ella y trató de orientarse.
El estrecho de Zanzíbar ya no mostraba señales de la feroz tormenta que había sufrido, ni había evidencias del dhow Azazel. Clive tanteó su bolsillo buscando el reloj y entonces se percató de que la violencia que había destruido la embarcación a vela, también le había hecho pedazos y arrebatado parte de la ropa.
El reloj continuaba en el sitio donde lo había guardado, pero había sido aplastado a causa de algún impacto y estaba inundado de agua salada. Con una maldición, lo lanzó al mar.
A lo largo de la playa había esparcidos desechos de la embarcación naufragada. Clive inspeccionó los que alcanzó con la vista, andando pesadamente playa arriba y playa abajo, con sus andrajos caqui y las botas llenas de agua a las que se iba adhiriendo la arena cada vez que se arrodillaba para examinar algún resto.
No había nada útil. Cuadernas hechas trizas, harapos deshilachados de lona de la vela, aparejos rotos. Ningún utensilio, ninguna herramienta de la barca, ningún cuchillo, ninguna arma de fuego. Era un Robinson Crusoe de la nueva época, y en vano trató de recordar si el original había encontrado herramientas y armas en su isla desierta o había tenido que improvisar con la materia prima de la naturaleza.
¡A lo mejor Clive encontraría un Viernes para ayudarlo!
Prosiguió su camino a lo largo de la playa. Creyó reconocer la silueta de un ser humano, tendido boca abajo. Echó a correr torpemente por la arena, con las botas que le pesaban y le rozaban la piel de los pies. Era un hombre: ¡un marinero del Azazel! Clive se arrodilló junto al hombre y observó con atención su rostro yerto. El horror que se dibujaba en los ojos del hombre fue para Clive como una punzada en el corazón. Intentó levantar al hombre del suelo y entonces se apercibió de que el marinero tenía el cuello roto. Lo dejó en tierra otra vez, y con los dedos temblorosos consiguió cerrarle los ojos.
Otras espantosas pruebas de los efectos asesinos de la tormenta sembraban la playa, pero Clive no fue capaz de acercarse a examinar ningún otro cuerpo más allá de lo necesario para tener la certeza de que no había ninguno vivo.
«¿Soy el único que se ha salvado?», consideró. «¿Acaso la tormenta mató a todos los ocupantes del Azazel?»
Después de todo, quizá Robinson Crusoe no era el modelo para su situación. Quizá se acercaba más a un moderno Jonás.
Avanzó hacia el linde de la jungla, que marcaba el final de la playa. Para su asombro, descubrió que había encontrado su salacot en algún momento de su deambular y que lo llevaba en la mano.
Inconscientemente, se lo puso en la cabeza.
Intentó calcular el número de cuerpos que había visto desparramados por la playa. Estaba seguro de que había muchos menos cadáveres que marineros habían tripulado el Azazel. Los demás debían de haber sido arrastrados hasta puntos más alejados de la costa o quizá tragados definitivamente por el mar; pero también era posible que no fuese el único superviviente de la tempestad.
¿Podían otros haber sobrevivido en el agua y sido rescatados por una embarcación que hubiese pasado más tarde? ¿O haber sido llevados suavemente a la orilla, desde donde habrían emprendido el camino hacia el interior antes de que Clive hubiera recuperado los sentidos?
Inclinó la cabeza y escuchó. De algún lugar provenía un murmullo de agua corriente. Se volvió muy despacio hasta que lo localizó, y entonces echó a andar decididamente a lo largo de la margen de la jungla, en dirección al lugar de donde provenía el sonido.
No tenía ganas de comer, pero durante su dura prueba había tragado agua salada y había pernoctado en la playa, y ahora, mientras el sol se elevaba hacia su zenit tropical y sus rayos lo caldeaban hasta secarlo, fue consciente de que sufría una sed como nunca había experimentado.
Anduvo arrastrando los pies por la playa durante lo que le pareció horas, pero cada vez que se detenía y calculaba la hora por la posición del sol, descubría que sólo habían pasado unos pocos minutos. Se acercó tambaleándose a la orilla del mar y hundió la mano en el suave oleaje. Era sorprendente pensar que, sólo la noche anterior, aquellas aguas, ahora apenas rizadas, habían sido un furioso remolino.
Alzó la mano en forma de cuenco, llena de agua, y la sostuvo delante de la boca. Creía poder olería, imaginaba poder probar su nítido frescor, con su lengua hinchada y sus labios agrietados.
Con un gemido dejó que la salmuera se le escurriese por entre los dedos.
Conocía demasiado bien el precio que tendría que pagar por el momento de falso alivio que le habría proporcionado un sorbo de agua marina.
Y se lanzó a correr a trompicones y a bandazos. ¡El murmullo del agua corriente estaba cerca! Se acercó de nuevo hacia la sombra de la margen de la jungla, obligándose a sí mismo a avanzar paso a paso.
Ante él, el agua clara del río Uami hendía la arena de la playa y se mezclaba con el agua salada del estrecho de Zanzíbar.
Clive se echó de bruces y apaciguó su sed en el Uami. Primero paladeó el gusto del agua, para asegurarse de que era clara y limpia de sal. Luego tomó un sorbo cauteloso, y finalmente bebió tanto como su estómago ansioso pudo tolerar.
Se abrió camino durante unos centenares de metros río arriba, andando por debajo de árboles altísimos, los cuales llegaban a crecer incluso en la misma orilla del río. Con la mano buscó el tubo de cuero en el cual transportaba el papel para los despachos, lapiceros y unos pocos mapas de mala calidad, que había podido obtener de la zona.
Pero el estuche había desaparecido.
Intentó encontrar el salvoconducto de Seyyid Majid ben Said. Pero no sólo el salvoconducto estaba perdido, sino también la misma prenda de ropa en cuyo bolsillo lo había guardado.
Era ya tiempo de serenarse y de tomar decisiones. Se sentó en la orilla del río y procuró, con toda la calma que le fue posible, recordar visualmente el mapa. Si tuviera a mano un poder esotérico como el imaginado por Du Maurier…; pero, para evocar, Folliot sólo podía confiar en el poder limitado de su memoria humana.
Se dirigía a Bagamoyo y sabía que el poblado estaba situado a algunos kilómetros al sur del Uami, en la costa. Desde la orilla en donde estaba sentado, el agua corría de su derecha hacia su izquierda; la desembocadura del río se encontraba en el estrecho de Zanzíbar; sabía, pues, que tenía que atravesar sus aguas para emprender la marcha hacia Bagamoyo.
La otra única alternativa era tomar rumbo norte hacia… Intentó recordar. Si se dirigía al norte, al final llegaría al río Pangani. Había un poblado en la desembocadura del Pangani, pero Folliot no tenía deseos de añadir distancia suplementaria a su caminata. No tenía en su poder recipiente alguno en el cual llevar agua fresca, y hacía sólo unos minutos había estado peligrosamente a punto de ceder a la tentación de beber agua salada.
Además, el Uami no parecía ni demasiado profundo ni demasiado rápido para ser cruzado.
Folliot registró la orilla río arriba y río abajo hasta que encontró una rama, caída de un árbol, y agradeció al cielo que en aquella jungla no sólo crecieran palmeras comunes. Se sacó las botas, ató los cordones de una con los de la otra y las colgó en la rama. Se sacó los pantalones y los añadió a la carga.
Vestido sólo con calzoncillos y una camisa rota, con el salacot todavía depositado cómicamente en la cabeza, empezó a cruzar a nado el río. Apoyaba un brazo en la rama, que usaba simultáneamente como soporte para él mismo y como medio de transporte para sus botas y sus pantalones.
Otros troncos parecían flotar en las lentas aguas del Uami. Clive notó que el agua fresca, al lavarle la sal del cuerpo, le devolvía el vigor. Ya casi estaba en la orilla opuesta cuando uno de los troncos flotantes abrió un par de ojos amarillos, gatunos, que lo miraron fijamente.
Con una sacudida de su musculosa cola, el cocodrilo arremetió contra Clive, con la boca abierta en ángulo recto, mostrando su interior rosa y sus relucientes dientes.
Clive lo esquivó; pero fue la llegada de un segundo anfibio, mucho más grande y hambriento que el primero, lo que salvó su vida.
El segundo cocodrilo cerró sus mandíbulas en el cuello del primero, y lo hizo volcar. Un estruendoso grito de rabia y de dolor se alzó de las aguas e hizo que Clive redoblara el frenesí de sus brazadas.
Las dos bestias hambrientas (la primera llegaba perfectamente a los tres metros y medio y la segunda se acercaba a los cuatro y medio) se mordieron, se desgarraron, se destrozaron en las aguas del Uami. Mientras, Clive trepó a la orilla, arrastrando su rama como si fuese su más valioso cargamento. Se volvió para contemplar con horror los dos animales que ahora luchaban como enajenados: era totalmente evidente que habían olvidado la presencia de un ser humano y su valor como alimento.
Clive descolgó las botas y los pantalones de la rama y se puso unas y otros. La rama era demasiado pesada para cargar con ella, pero consiguió romper un trozo de su extremo y llevó ese trozo con él, a modo de bastón para apoyarse, y de arma rudimentaria, si se presentaba el caso en que pudiera necesitar una.
El estrépito y los gritos de los cocodrilos que combatían se fueron apagando a medida que se alejaba del río. A la caída de la noche, Clive estaba exhausto. La sed lo asaltó de nuevo, y esta vez acompañada de retorcijones de estómago que significaban hambre.
No veía nada que fuese comestible, y Folliot no se encontraba en estado de empezar una cacería. Buscó un árbol por el que pudiera trepar con facilidad, y arriba se acurrucó en una posición tolerable y consiguió unas pocas horas de sueño reparador.
Con calambres en todas las articulaciones y todos los músculos doloridos, un gusto amargo en la boca y unas entrañas que murmuraban, Clive Folliot descendió del árbol en el cual había pasado la noche.
Tomó sus pertenencias y reanudó su marcha hacia Bagamoyo. Consideró una vez más la posibilidad de buscar comida, pero le pareció que podría llegar al poblado a mediodía y que haría mejor en buscar alimento allí que no en la jungla.
No era un viajero experimentado en la jungla africana, pero al darse cuenta de que su ignorancia era su principal desventaja, también se percataba de que el reconocimiento de esta ignorancia era el mayor de sus aciertos. Estaría alerta, pues; sería cauteloso respecto a las cosas de su alrededor, y esta extremada precaución lo conservaría vivo.
Mantuvo su andar por la margen de la jungla, evitando de esta forma el sol directo y el aire reseco de la playa, sin tener que enfrentarse a los peligros del interior. Observaba el follaje de los árboles sobre su cabeza, atento a que no hubiera alguna serpiente al acecho, o a que otro depredador pudiera echársele encima.
Había esperado encontrar un sendero en la jungla, hecho por los indígenas negros o por los mercaderes árabes, o incluso el rastro batido por los pecaríes salvajes que se suponía que habitaban la región, pero no pudo localizar nada. Sin embargo, la maleza sólo era moderadamente densa y Folliot era capaz de avanzar a través de ella sin la ayuda de un machete.
* * *
Llegó hasta él como el péndulo oscilante de un relato de terror del americano Edgard Allan Poe, pero era mucho más terrorífico que el filo de una navaja de afeitar, ya que tenía vida y estaba llena de maldad.
Tenía dos hileras de ojos refulgentes como rubíes en la atenuada luz de la jungla.
Tenía colmillos que supuraban veneno.
De algún remoto repliegue del cerebro, a Clive Folliot le vino la idea de que tenía que estar suspendida de un largo cable o de una cuerda de seda pegajosa. Pero Clive no tuvo tiempo de analizar sus pensamientos. Sólo pudo actuar por puro reflejo, y fueron únicamente sus reflejos los que lo salvaron, aunque por muy poco.
Logró levantar su bastón (el remanente de la rama que había usado para cruzar el río Uami) antes de que la enorme araña lo alcanzase.
Así fue como el arácnido chocó contra el palo. Folliot pegó con el bastón como si hubiera utilizado un bate de criquet. Golpeó a la araña oblicuamente, no en forma lo bastante directa o con la fuerza suficiente para apartarla a un lado. Y, en lugar de chocar frontalmente con la cabeza de Folliot, la bestia sólo le rozó la mejilla.
Folliot sintió que el salacot salía despedido y caía por los suelos. Un latigazo de fuego le fustigó un lado del rostro, desde la punta de la nariz hasta el lóbulo de la oreja. Giró sobre sí mismo como un rayo y vio que la araña había alcanzado el zenit de su recorrido y que ya iniciaba el descenso hacia él.
¡El balanceo de la araña era precisamente como el del péndulo del señor Poe!
Clive levantó su bastón y lanzó un nuevo golpe a la araña. Era un animal gigantesco: un monstruo de la medida de un gato doméstico cebado en exceso: ¡la telaraña de seda que la sostenía debía de ser tan gruesa como una amarra de barco!
Antes del momento del impacto, el monstruo consiguió desconectarse del sedal. Su recorrido, hasta aquel instante un arco perfecto, siguió por la tangente.
El bastón de Folliot erró la araña, pero ésta logró afianzar sus patas en el palo; de inmediato subió por el pedazo de rama de árbol, por el brazo de Folliot y luego por el hombro.
Clive fue tumbado. Tendido en el suelo alcanzó a ver los ojos rojos como rubíes del monstruo, que observaban malévolamente los suyos. La araña estaba agazapada en el pecho casi desnudo de Folliot. Sus fauces brillaban con gotas de veneno.
Algo surcó el aire zumbando por encima de la cabeza de Clive, y la araña desapareció de su pecho. De inmediato, Folliot hizo un gran esfuerzo para ponerse en pie, pero le dolía la cabeza y tenía la visión nublada. La mente le comunicaba que el veneno que había recibido en el primer ataque de la araña estaba haciendo su efecto.
Se recostó contra el tronco de un árbol y buscó el animal con la mirada. La araña estaba tendida de espaldas, con una lanza de casi dos metros atravesándole el cuerpo. Todavía estaba con vida, y luchaba frenéticamente para ponerse boca abajo. Clive observaba fascinado cómo la araña pataleaba y rasguñaba con desesperación en el suelo de la jungla. Finalmente consiguió poner las patas en tierra.
Aunque la lanza indígena continuaba clavada en su carne, la araña arrastró su cuerpo hacia adelante, con los ojos clavados en Clive.
Folliot retrocedió, intentando alejarse de la araña. Alguna parte de su cerebro, remota y objetiva, recordaba que, no hacía mucho tiempo, le habían dicho que las arañas no atacaban a enemigos de mayor tamaño que ellas. Él era bastante más voluminoso que aquella araña, a pesar de lo enorme que era ésta. ¿No podría algún profesor de historia natural informar a la bestia de que su conducta era anormal y convencerla de que abandonase su ataque, de que desistiese de sus intenciones?
A cada paso, Clive se sentía más debilitado, más próximo a desfallecer.
A cada paso, en cambio, la monstruosa araña parecía fortalecerse más.